sábado, 7 de agosto de 2010

El Lugar donde no vuelan las palomas: Capítulo XXXV-Rastros de vida


Las mariposas son los más efímeros insectos que la naturaleza ha podido degustar. Solamente unos pocos días, quizás uno o dos, dura su corta existencia. Desde que se rompe la crisálida, la mariposa sólo debe buscar un macho con el que aparearse. Tras hacerlo, comenzará a agonizar lentamente hasta morir. Unos animales tan bellos, de vistosos colores, de acompasados vuelos, solamente deben encontrar, por así decirlo, el amor verdadero para morir en paz. Quizás la mariposa macho se encuentra tan cerca que todos los días se cruzan, y ella no puede verle. ¿Qué pasa si la hembra escoge la pareja equivocada? ¿Se morirá sin saber cuál es el sentimiento del amor más puro? ¿Acaso ese sentimiento no puede existir para ella? El tiempo se agota. Llegará el momento en el que la grácil mariposita agite por última vez las alas. ¿Podrá gozar de una noche, una sola noche, con él? Puede que nunca llegue a saberlo. Su bella y frágil naturaleza le encaminará hacia ese camino sin retorno llamado Muerte.

-¡Puaf!-gruñó Klaus agitando los brazos.- ¡Cuántos bichos hay aquí!

-No son bichos, son polillas.-extendí uno de mis dedos para que se posara una de ellas.-Estamos en la época.

-¡No me gustan! ¡Son feos!

-Que van a ser feos.-la observé de cerca, intentando que no se escapara.-Las polillas son las mariposas de la noche, ¿sabías?

-Ah, ¿sí?-se sentó a mi lado.

-Sí, solamente aparecen por la noche, y salen en busca de luz.

-Pero ángel, por la noche no hay luz.-negó convencido con la cabeza.

-Por el día la gente las mata, ¿no te das cuenta? Por eso salen por la noche, para estar seguras. Apenas encuentran la luz que buscan, por eso son animales tristes que persiguen metas que jamás pueden alcanzar.-moví el dedo ligeramente para dejarla volar.

-¡Caray, cuánto sabes, ángel!-asintió.

Me sonrojé ligeramente. En aquella cálida noche me sentía como pez en el agua sentada en aquel banquito con Klaus. Las polillas volaban a nuestro alrededor y se enredaban en mi pelo, provocándome una gran satisfacción. Rondaban alrededor de todas las prostitutas que cumplían con su labor, más sensuales que nunca. Las mariposas de la noche solo reconocen a las verdaderas princesas. Sharon también estaba entre ellas, cerca de nosotros dos, siendo la luz más atrayente de todas. Permanecía agarrada a los hombros de un hombre de unos 50 años. Sus gruesos labios recorrían el arrugado rostro del cliente como si fuesen exploradores de tierras desconocidas y yermas. Aquellas desgastadas manos la agarraban de las caderas con una descomunal fuerza, provocando dolorosos pliegues en su falda. Observé desde lejos aquella escena, que mezclaba una majestuosa voluptuosidad por parte de ella y una asquerosa repulsión por parte de él. Klaus notó mi interés y la miró igualmente.

-Es muy bonita.-dijo, convencido.

-Sí, sí que lo es.

-Además, es muy buena.

Le miré, algo desconcertada.

-¿Os tratáis?-le pregunté.

Lo negó con la cabeza.

-No, pero mira cómo le da besitos a ese señor. Ella siempre le da besitos a todo el mundo. La gente que da muchos besitos tiene un corazón muy grande, ¿no lo sabías?

-Sí, claro.

Volví a mirarla. No iba a explicarle a Klaus que Sharon le daba besos a la gente a cambio de dinero; el funcionamiento de la prostitución es demasiado complejo para una persona como él. Aunque no iba desencaminado su razonamiento: era realmente amable, la mejor amiga que haya podido tener. Observé con detenimiento su expresión de falso placer mientras el viejecito me seguía hablando.

-No debe ser fácil llevar un corazón tan grande.-afirmó, ladeando la cabeza.-Seguro que debe pesar mucho.

-Que va.-respondí, entre leves carcajadas.-Lo lleva bien, ¿no ves?

-No sé.-torció el labio.

Entonces fue cuando sucedió, como si de un presagio se tratara. Noté que, tras tenerlos cerrados todo el tiempo, Sharon abrió los ojos de repente, transluciendo miedo en ellos. Sus uñas se clavaron en la espalda de su falso amante, y sus mejillas se tornaron completamente pálidas, como la nieve, como las velas, como la muerte. Sus labios dejaron de besar aquel arrugado cuello y soltaron un desgarrador chillido. Ese fue el momento en el que cayó en el suelo de rodillas, gritando de dolor, oprimiéndose el pecho. El señor que la acompañaba la dejó caer como si se tratase de basura, sorprendido por lo que estaba pasando.

-¿Lo ves, ángel?-dijo Klaus.-Te dije que no resistiría.

Me había quedado petrificada, no sabía cómo actuar. Ni siquiera me creía lo que estaba pasando. Al ver la primera lágrima colisionar contra el suelo, reaccioné bruscamente.

-¡Sharon!

Corrí hacia ella y me tiré en el suelo a su lado, sentada encima de mis piernas. Coloqué una mano sobre su espalda y otra sobre su escote para mantenerla erguida. Ambas temblábamos.

-Sharon.-murmuré, de nuevo con la mente en blanco.

Ella levantó la cabeza. Vio como el cliente se escabullía como si no la conociese, mirando de vez en cuando hacia atrás.

-¡Eso! ¡Vete, maricón de mierda! ¡Tus putos muertos! ¡Lo que quieres es que te la levanten, y luego la pasta, pal moro! ¡Hijo de perra! ¡Rastrero de los cojones!

-Sharon, cálmate.-le reprendí, haciendo fuerza sobre su esternón.- ¿Qué te pasa?

Giró la cabeza hacia mí. Sus ojos translucían un grandísimo sufrimiento.

-No te preocupes, Emily.-sin apartar las manos del pecho, intentó levantarse, pero no tardó en derrumbarse de nuevo, chillando, derramando lágrimas.

-Que no me preocupe, dice. ¡¿Cómo coño no me voy a preocupar?! ¡Ya me estás diciendo qué te pasa!

Intenté apartar sus manos del pecho, de aquel en el que tenía la marca azulada de la radio, pero ella me empujó con un brazo.

-¿Recuerdas aquel dolor que te dije, Emily, el que me venía por culpa del…?-bajó la cabeza y gruñó de nuevo.

Hice memoria. Me lo había dicho una vez en el bar, el día en el que su tierno beso se que quedó grabado en la piel, en los dedos.

-Sí, sí lo recuerdo. Sh…Sharon, ¿puedes levantarte?-la agarré por un pulso e intenté hacerlo. Ella se dejó, logrando ponerse en pie.

Las piernas le temblaban todavía, y una de sus manos aún se aferraba a la zona dolorida, agarrando con fuerza el corsé negro. Gimió un par de veces, del esfuerzo.

-Tenemos que ir al médico.

-¡No!-se apresuró en contestar, clavando la mirada en mí.

-Pues no puedes trabajar así, ni de coña.-pensé con nerviosismo en qué hacer, mirando hacia los lados ansiosa.-Vamos a tomar algo, así podrás descansar.

Sharon asintió débilmente. No sin esfuerzo, comenzó a andar cabizbaja, con mi ayuda, hacia nuestro bar predilecto. Al entrar por la puerta, los ojos verdes de Tobías se clavaron en nosotras, horrorizados. Seguramente al verla en aquel estado se disparó su preocupación.

-Tobías, ponle un vaso de agua.-le ordené, mientras le ayudaba a ella a sentarse.

-P…Pero ¿qué le pasa?…-se apoyó en la barra para verla mejor. Noté que él también temblaba.

-Solo está un poco mareada.-respondí, para tranquilizarle.-Tráele el agua.

-Ni agua ni ostias.-murmuró Sharon.-Lo que necesito es un porro. Se me pasará al fumarlo, siempre se me pasa.-sacó de su bolso la cajita plateada, entre escalofríos. Miró a Tobías posteriormente, haciéndole tragar saliva.-Porque me dejas, ¿verdad?

-Sí, sí te dejo.

-Igualmente, vete a por el agua.-concluí.

Él me obedeció. Las manos de Sharon desenvolvían con rapidez un pitillo, cuyo tabaco mezcló con un trozo quemado de la maría que tenía dispuesta en una plancha. Le puso un nuevo filtro y lo envolvió habilidosamente, aunque con nerviosismo. Deslizó por el fino papel la lengua para cerrarlo. Su expresión translucía el dolor más absoluto. Lo introdujo en la boca y encendió la punta con un mechero. Al expulsar el humo, se le notaba la voz más calmada, aunque no dejaba de oprimir su pecho.

-Dentro de nada ya no me dolerá.

-Sharon, no puedes seguir así.-afirmé, tajante.- ¿No te das cuenta de que el tratamiento no te está haciendo nada?

-No estoy ciega, ¿vale? Lo sé igual que tú.

-¿Entonces por qué no te operas?

-Ya te lo dije.-le dio otra profunda calada al porro.-Porque tengo miedo.

-No me lo trago, ¿qué quieres que te diga? La Sharon que yo conozco se embarca en cosas más peligrosas, como andar chantajeando a sicarios, y no creo que le asuste una operación de la que hasta yo salí viva.

Giró la cara llena de ira, sosteniendo su preciado porro con fuerza. Chupó el filtro de nuevo y expulsó el humo con fuerza.

-¿Quieres que te diga la razón? ¿Eh? Pues es porque no me dejan.

-¿David no te deja operarte? Ridículo.-alcé una ceja.

-A mí también me lo parece, pero él me gestiona el dinero, así que no me lo dará si no le sale de la polla, y se da la casualidad de que es el caso.

-¿Pero por qué no quiere?

-No lo pillas, ¿verdad?

-Pues no, por eso espero que me lo expliques.

Tragó saliva, quejumbrosa.

-Nadie quiere a una puta sin un pecho, ¿entiendes? No le es rentable.

-¡Tócate los huevos! Maldito cabrón…-murmuré.

-Quizás tiene razón, Emily, una mujer sin un pecho…

-…Es tan mujer como cualquiera, no me vengas con mariconadas.-interrumpí.-No puedes ponerte de su parte porque sabes que no tiene razón. Si una mujer manca es una mujer, una mujer sin un pecho también lo es.

Bajó la cabeza.

-Entonces…

-Entonces que va siendo hora de que le plantes cara. No vas a estar sufriendo, poniendo en juego tu vida, porque a él le salga de la punta del mismísimo nabo.

Asintió, con algo de dificultad. Le dio otra calada al porro y se mantuvo en silencio, hasta que llegó Tobías con un vaso de agua entre sus manos. Lo dejó en la barra, cerca de Sharon, y la miró a los ojos.

-¿Estás mejor?

-Un poco, gracias por preocuparte. Eres un encanto.-le acarició la mejilla suavemente, sin separar del pecho la otra mano, mientras el porro descansaba en el cenicero.

-Las gracias no se merecen.-sonrió levemente.

Se sentó enfrente de nosotras, en un taburete al otro lado de la barra, y encendió un cigarro, al cual le dio una profunda calada, agarrándolo entre el índice y el corazón. Se liberó del humo en cuanto lo separó de los labios, como si tuviese necesidad de respirar aire más fresco y puro. Sharon bebió un par de traguitos entrecortados de agua antes de volver a fumar. Poco tardó en acabar el porro, alzando sus cejas en una mezcla entre incredulidad y horror.

-Emily, no me pasa.-murmuró.- ¡No me pasa! ¡Tendría que haberme pasado ya!

-Tenemos que ir a urgencias, sin excusas.-le ordené.

-No tengo coche.

Recordé que nunca llevaba el mío a aquella zona, por miedo a que me lo robasen.

-Mierda, ni tengo el mío aquí.-gruñí.

Tobías se levantó del asiento enérgico, sosteniendo el pitillo en la comisura de los labios.

-Yo sí que tengo, puedo llevaros.-exclamó.

-De puta madre.-dije, agarrando a Sharon por un pulso.-Vamos.

Ella no se rebeló. Sabía igual que yo que su estado no era nada bueno. Débilmente, nos siguió a ambos hasta el maltrecho vehículo de Tobías. Estaba aparcado detrás del bar. Era pequeño, negro y bastante antiguo. Seguramente era de segunda mano, a juzgar por su aspecto. Acercó sus llaves al contacto e hizo que los seguros de las puertas saltasen, dándonos plena libertad para subir.

-Iros metiendo.-nos ordenó, mientras apuraba el pitillo apoyado en el maletero.

Tanto Sharon como yo nos sentamos en el asiento de atrás. Tenía que estar cerca de ella por si le pasaba algo. Me dirigió una mirada con un ápice de reproche, seguramente por su deseo de que él no se enterase de su enfermedad. Ninguno de los dos sabía lo mucho que se ocultaban mutuamente. Sentí que se estremecía el coche cuando Tobías cerró la puerta del conductor con fuerza. Tiró el cigarrillo consumido por la ventanilla mientras murmuraba, agarrando con la otra el volante:

-Agarraos.

Tras girar la llave en el contacto, pisó el acelerador. Aquel coche comenzó a correr a lo máximo que daba. Al mirar el contador, me di cuenta de que ir a 120 km/hora por una ciudad era un suicidio. Sharon, atemorizada, se aferró a su cinturón, gruñendo de dolor. Yo me agarré al asiento de Tobías para gritarle:

-¿Es que te has vuelto loco? ¡Nos vas a matar!

-Tranquila, yo controlo.-contestó, sereno.

-No me gusta cuando dices eso porque significa todo lo contrario y lo sabes.

Dirigimos la mirada a la carretera, observando cómo nos llevábamos por delante un semáforo en rojo, provocando numerosos golpes de claxon por parte del resto de conductores. Le agarré por el cuello.

-¿Estás ciego o qué? ¡Te juro que te corto la cabeza en cuanto lleguemos al hospital!

-Si llegamos.-murmuró Sharon, retorciéndose de dolor en su asiento.

Al llegar a una rotonda, comenzamos a girar a una gran velocidad, siendo atraídos hacia los lados con furia. Aún clavando las uñas en el asiento del conductor me movía, perdiendo el poco equilibrio que tengo y golpeando el hombro izquierdo contra la ventana reiteradas veces.

-Tobías, ¿tú te has metido antes de conducir?-bromeé, aunque con expresión seria.

Me miró alzando una ceja, sin que Sharon llegase a verle.

-Vale, eso es un sí.-me confirmé a mí misma dirigiendo la mirada al frente de nuevo, concienciándome de nuestra inminente colisión.

Gracias a Dios y a todas mis oraciones, llegamos sanos y salvos al aparcamiento del hospital, aunque nosotras llevábamos el corazón desbocado. Él se salió del coche completamente tranquilo, abriéndonos posteriormente las puertas. Al tocar tierra firme, Sharon se abrazó a mí temblorosa. Alargué el brazo.

-Las llaves.-le ordené a Tobías.-A la vuelta conduzco yo.

-No seas exagerada.

-Ni exagerada ni nada. Llaves.-moví los dedos.

Chasqueó la lengua mientras me las entregaba resignado.

-Bah.-murmuró.

Las agarré contundentemente cuando cayeron sobre mi mano.

-Vamos dentro.-miré a Sharon. Estaba todavía más pálida, y se oprimía con mucha más fuerza.

-Voy ahora.-dijo él, sacando de nuevo la cajetilla de tabaco.

Nos acercamos las dos a la recepción, donde una enfermera releía papeles sentada en una silla blanca. Sharon apoyó el hombro cerca de ella y carraspeó un par de veces hasta que le prestó atención algo desganada.

-¿Quiere algo?-preguntó.

-Verá, es que necesito que me vea un médico.-respondió con dificultad.

-¿Me dice su nombre y apellido?

-Sharon Spierenburg.-murmuró, con voz apagada

-Ahá.-lo apuntó en un informe.- ¿Tiene seguro médico?

-No.

-Le cobraremos cuando salga, ¿de acuerdo, señorita…-dudó un rato en el apellido, el cual revisó en el papel.- Spierenburg?

-De acuerdo.

-Pase a la sala de espera.-la señaló. Estaba a la derecha de nuestra posición.

Se apoyó en mi brazo para que le ayudase a caminar. Sus piernas se encontraban demasiado frágiles como para moverse. La sala a la que nos mandaron entrar era minúscula, con las paredes verdes y los asientos incómodos y blancos. Las mesas de madera que servían de revisteros estaban completamente vacías. Era un lugar deprimente y desolador como pocos. Nos sentamos juntas, en una fila de bancos vacía. Ella estaba enfrente de una mujer embarazada que temblaba mirando hacia los lados, nerviosa. Era palpable su empatía. ¿Acaso también estaba sufriendo lo que Sharon había sufrido? Al poco tiempo, salió del baño un chico que parecía ser su acompañante. Escuché el hondo suspiro de mi amiga al verle, mientras intentaba acomodarse en el asiento. Seguro que necesitaba también que su novio estuviese a su lado. En medio de mis pensamientos, entró Tobías, con las manos en los bolsillos del pantalón; sonrió levemente al vernos. Se sentó al lado de Sharon y no le quitó ojo de encima, observándola de arriba abajo.

-Bloody.-le murmuró, acercando el rostro a ella.- ¿Qué te pasa? Sabes que puedes contármelo.

-No te preocupes, no es nada.-respondió ella esbozando una falsa sonrisa.

-P…Pero ¿dónde te duele? ¿Aquí?

Posó una de sus manos en el pecho de Sharon, provocando admiración por su parte. Intentó palpar donde ella sentía aquel desgarrador malestar, aunque no encontraba el lugar exacto. La torera negra que cubría sus hombros lo ocultaba. Le miró resignada. ¿De qué serviría ocultárselo? Seguramente su preocupación le resultó lo suficientemente admirable como para agarrar su pulso con fuerza y dirigirlo hacia la marquita azul, en aquel momento invisible.

-Aquí.-susurró.

Tobías comenzó a catar con los dedos la zona que ella le había marcado con curiosidad. Ladeó la cabeza, sin apartar la mirada de su pecho. En cambio, la mirada angustiada de ella se dirigía al rostro de él.

-¿Lo notas?-le preguntó, hablando muy despacito.

Seguramente se refería al bultito apenas visible que se encontraba bajo tan grotesca marca. La expresión de Tobías mudó en preocupación, con lo que su respuesta se vio respondida con una rotunda afirmación. No hacía falta explicarle nada más. Ante la sorpresa de ambas, apartó los dedos que con tanta dulzura habían recorrido el dolorido sitio. Sharon se llevó una mano a la boca para comenzar a morderse las uñas. Temía haberle hecho daño.

-Estoy…Estoy seguro de que no es nada.-dijo él titubeando.-Yo también siento a veces como…como una opresión en el pecho, pero no es nada, no es nada, pasa enseguida. Te…Te pondrás bien, ya lo verás.

Aquel intento de calmarla era sin duda una estrategia para calmarse a sí mismo. Ella lo notó enseguida, y con su tierna y a la vez triste mirada le agradeció sus palabras. Una tímida sonrisa fue esbozada en sus labios completamente rojos, como la sangre.

-Gracias, Tobías.-musitó.

Las esperanzas estaban completamente rotas para ella: frágil, débil, etérea, enferma, dolorida, sufridora. Pero mientras él las conservase, todavía habría cabida para un ápice de alegría. Quizás pequeño y casi invisible, transparente, pero estaría allí. Sharon miró hacia el suelo, seguramente para no volver a toparse con la mirada verde como el veneno de Tobías. Aunque aquel era un veneno lo suficientemente dulce como para beber de él hasta la saciedad. De repente, salió la enfermera por 2ª y última vez en nuestra estancia.

-Señorita Spierenburg.

Los tres nos levantamos a la vez. Sharon me miraba, yo la miraba a ella, Tobías miraba a la enfermera, con ojos casi acusadores. Ella fue la que nos detuvo antes de que saliésemos hacia la consulta para advertirnos:

-Solo pueden entrar dos personas a la consulta.

Sospecho que Sharon no lo dudó ni un instante.

-Tobías, será mejor que tú te quedes aquí. No tardaremos nada.

Él abrió ligeramente la boca para replicarle, aunque comprendió que no era bienvenido y se abstuvo de decir nada. Seguramente fue entonces cuando se dio cuenta de que la balanza estaba equilibrada: que ambos se ocultaban algo. Quizás era mejor que no supiesen el secreto del otro. No valía la pena que ella agotase las pocas lágrimas que pudiesen albergar sus lacrimales; y en correspondencia a su tristeza, que él se arrimara con más ahínco a su dama blanca. Posé una mano sobre el hombro de Sharon. Supo inmediatamente lo que quería decirle y asintió. Miró a Tobías por última vez antes de entrar en la consulta. Su rostro confirmaba nuestras sospechas: sí, él también lo había notado.

Entramos en la angosta consulta casi al mismo tiempo. El médico, un señor de unos 50 y tantos años cuya cabeza estaba repleta de pelos grises, nos miraba atentamente, sin perdernos ni un instante de vista. Nos sentamos enfrente de él en dos sillas blancas en cuanto la enfermera nos dejó solos. Sharon le miró preocupada, sin dejar de palparse el pecho.

-Oiga,-dijo.-sé muy bien lo que tengo. Lo único que quiero es que me de algo para calmar el dolor.

Sonaba quejumbrosa su voz, casi suplicante de un bálsamo. El médico le respondió sin apenas mover los labios, secamente:

-Siéntese en la camilla y desnúdese de cintura para arriba.

Ella torció el labio al escucharlo, pero cedió finalmente. Se desabrochó el corsé, tras quitarse la torera, y los dejó caer encima de su asiento. Encontró descanso en la camilla dura, con los hierros tapados por una sábana blanca. Se apartó la melena, dejándola descansar en un solo hombro, para que el médico pudiese posar el estetoscopio en su perfecta espalda convexa. Se mantuvo completamente recta mientras el médico le mandaba respirar hondo, mientras cerraba la cortina que nos separaba. Aún así, echando la cabeza algo hacia atrás, pude entrever sus ojos cerrados mientras respiraba pesadamente, cogiendo aire por la nariz y dejándolo escapar por sus labios color carmín. Tras escuchar un rato su ronroneo, se abrió la cortina y pude verla. Y en aquella camilla no vi a Bloody esta vez exhibiendo sus pechos con lujuria encima de una cama; vi a una frágil Sharon cubriéndoselo recatadamente con ambas manos, temblorosa en una sala de urgencias. Cada vez que me miraba, era como si me estuviese pidiendo que la matase. Intenté mantener una sonrisa cálida para ella entre toda la frialdad de mi cuerpo. En ese momento, el médico abrió la puerta y llamó a una enfermera, balbuceando nombres extraños y largos, seguramente de medicamentos. No tardó en venir ella con una aguja con la punta completamente afilada, aparte de otro instrumental. Se sentó al lado de Sharon en la camilla y comenzó a frotarle una zona del brazo, aquella que casi era azul por el reflejo de las venas, con un algodón y alcohol. Nos explicaron que iban a inyectarle un calmante para el dolor. Aguantó estoicamente el pinchazo, aunque mordiéndose los labios y desviando la mirada para no tener que verlo. Posteriormente, le taparon la zona con un algodoncito y un poco de gasa. Antes de que nos marcháramos, formularon las palabras mágicas; “Ingresará el importe en efectivo en recepción”.

Tobías nos esperaba sentado en la sala de espera. Tenía la mirada clavada en el suelo, apoyando sus brazos en ambas rodillas. Sharon se acercó a él con algo de dificultad y le golpeó el hombro. Levantó suavemente la cabeza, aún algo perdido. Le agarró por un brazo y, con su escasa fuerza, le ayudó a levantarse. Ya de pie, él le agarró la cadera para caminar uno con el apoyo del otro. En cuanto nos vimos los tres fuera, Tobías nos acribilló a preguntas.

-¿Cómo estás, Blood? ¿Qué te han hecho? ¿Qué te han dicho?

-Cálmate un poco, ¿quieres?-respondió Sharon riendo cansada.-Aún te va a dar algo.

-Está bien, no tienes de qué preocuparte Tob.-dije.-Le han inyectado un calmante, eso es todo.

Abrí las puertas del coche con las llaves que antes me había entregado. Me senté en el sitio del conductor; ellos dos se sentaron juntos atrás. En cuanto hube cerrado las puertas, ajusté los espejos. Reflejados en uno de ellos vi a Tobías y a Sharon mirarse mutuamente. Quizás, y como se suele decir, sobraban las palabras. Comencé a conducir despacio, deslizando mis manos suavemente por el volante. No soy la mejor conductora, pero al menos ninguno de nosotros sufría histeria. Al cabo de un rato, pregunté, sin separar los ojos de la carretera:

-¿Cómo vas, Sharon?

-Shhh…-escuché en respuesta.

Giré la cabeza levemente. Tobías se posaba un dedo en los labios indicando que guardase silencio. Ella tenía la cabeza apoyada en su hombro y dormía profundamente. La acarició; primero el pelo y fue bajando lentamente al cuello hasta el pecho, al llegar allí detuvo sus dedos en seco. La miraba con una desbordante ternura, quizás pensando en lo fuerte que parece y lo delicada que es en realidad. Efímera como una mariposa la envolvió en los brazos, como si tuviese miedo a desgarrarla, a romperla. En cuanto llegamos al bar, me detuve.

-Habrá que dejarla en su piso.-murmuró Tobías.

-Yo no sé dónde es. Despiértala.

Torció el labio, no conforme con la idea. No obstante, se dio cuenta de que era la única solución y la movió suavemente de un lado a otro con una mano, hablándole con voz dulce.

-Blood, despierta anda. Despierta.

Abrió los ojos muy lentamente. Se separó de él y se desperezó. Aún seguía pareciendo débil y cansada. Nos indicó, con voz apagada, el camino hacia su piso. Al llegar allí, Tobías le abrió la puerta, pues salió primero. Ella le sonrió por el gesto, pero tropezó con el bordillo de la acera y cayó de rodillas.

-¿Estás bien?-preguntamos ambos a unísono.

-Sí, sí.-respondió, levantándose con la ayuda de Tobías.-Solo que estoy agotada.

-¿Podrás ir al piso sola?-habló él.

-Sí, no te preocupes.

-Si eso, que te lleve el moreno en brazos.-dije, señalándole.

Sharon y yo nos reímos, aunque él se puso colorado como una manzana. Desvió la mirada, con el fin de no toparse de nuevo con la de ella. Me di cuenta de que estaba nervioso, así que pasé de seguir puteándole y dejamos a Sharon en la puerta.

-¿Estarás bien?-le susurré antes de irme, mientras Tobías abría el coche.

-Tranquila. Mala hierba nunca muere.-sonrió levemente.- ¿Recuerdas?

Aquella frase la había dicho yo cuando estaba ingresada para operarme. Respondí a su sonrisa.

-Tú no eres una mala hierba.

-¿Qué soy entonces?-alzó una ceja.

-Una mariposa.-me di la vuelta y subí al asiento del conductor de nuevo.

Al día siguiente, la llamé por la mañana, mientras estaba en el trabajo. Los otros tomaban un descanso a la par que pegaba el oído al teléfono para poder escucharla hablar. Su voz sonaba menos dolida y más contundente que aquella noche.

-¿Cómo estás?

-Mejor, mejor. Aún algo aturdida.-se rió suavemente.- ¿Sabes? Menos mal que no subisteis conmigo.

-¿Por?

-David estaba en casa.

Me estremecí.

-¿Te hizo algo?

-Digamos que no me recibió con caricias.

-Sharon, me parece ridículo que no le dejes. Te mereces algo mejor que eso.-dije, con convencimiento de mis palabras.

-No voy a hacerlo. Si no lo hice, no lo haré ahora que estoy débil.

-Pero, joder, un día te va a matar.

-Si no me mata él, me matará el cáncer, ¿qué más me da?-hablaba con amargura.

No quise discutir mucho más con ella. No tardé en colgar encolerizada. Sé que se daba cuenta perfectamente de lo que pasaba, ¿por qué no hacer nada? Seguramente fue la experiencia la que me enseñó eso. El problema es que no querría bajo ningún concepto que Sharon tuviese que sufrir lo que yo sufrí.

Era más por la tarde, cerca de las 7, cuando me vi sentada en el jardín de mi casa, sintiendo la hierba bajo mis pies, rozando mis piernas. Observé a mi hija Amy correr por el campo entusiasmada, riendo. Iba detrás de una mariposa. Era de color azul, bastante común por nuestra zona en aquella época del año. Sonreí levemente al ver sus esfuerzos por atraparla. En cuanto lo hizo, se acercó a mí, encerrando al animal entre sus manos.

-A ver…-asomé la cabeza.-Es preciosa, Amy.

-¿Verdad que sí?-la miró ella también, sonriendo.

Asentí, mientras deslicé mi dedo por las alas. Se quedó impregnado en él un polvito azulado, el cual mi hija miró con curiosidad.

-¿Qué es eso, mamá?-preguntó, añadiendo luego, triste.- ¿Está enferma?

-No, no.-sonreí.-Esto son los trozos de vida de la mariposa.

-¿Trozos de vida?

-Exacto.-palmeé a mi lado.-Siéntate.

Lo hizo, mirando mis dedos con curiosidad.

-Los trozos de vida son los recuerdos de la mariposa. Cada uno de estos polvitos es un recuerdo que guarda.

-Ahhhh.-asintió.

-Mira, si te fijas bien… Este es el recuerdo de cuando rompió la crisálida para convertirse en una mariposa.-señalé una zona de mi mano.

-¡Guau!

-Y esta-señalé otra-de cuando comenzó a volar por primera vez.

Amy miraba mis manos asombrada, casi incrédula.

-Dime tú qué ves.

-Yo no veo nada, mamá.-torció el labio disgustada.

Fue entonces cuando recordé que era solo eso, una invención. Suspiré.

-No pasa nada, cariño.-le acaricié el pelo.- ¿Qué te parece si volvemos a casa? Podrías ayudarme a hacer un pastel.

-¡Vale!-exclamó, levantándose y soltando la mariposa en el momento.

Sonreí levemente y nos metimos en casa. Antes de cerrar la puerta, le eché un último vistazo a aquel grácil animal azul. Me recordaba a ella.

Los días estaban contados para la dolorida mariposa. Su frágil corazón solamente le proporcionaba los suficientes latidos como para seguir volando, apenas a ras del suelo. Y mientras deja que los pájaros le picoteen las alas, seguirá mirando al cielo que aspira, sin esperanzas de alcanzarlo. Quizás otras mariposas intenten ayudarla; quizás una con el corazón tan grande que pueda latir por los dos. Pero ella seguirá aferrándose a lo que tiene, a un clavo ardiendo, permitiendo que le destrocen los sueños. Mientras, la paloma volará bajito para poder ir recogiendo las alas desgarradas, para respirar el polvillo que desprenden. Sus trozos de vida.

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