domingo, 30 de mayo de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXXII- Las princesas, el mago y el enano


(Me gustaría dedicar este capítulo en especial a Cindy Ortega. Intenté comentarle en el blog varias veces pero no me dejaba. Solo decir que me encanta su historia y la sigo siempre. Muchos besos ^.^)



Salí del coche como una autómata. Me dolía la cabeza; todo el viaje había puesto la música a todo volumen para evitar escuchar hablar a mi mente. Cerré las puertas con llave y me dirigí a aquel lugar frente al que tanto había llorado. Pronto encontré a mi hermana. Estaba cerca de la entrada, sentada en una silla blanca. En cuanto me vio, se levantó y corrió a abrazarme.

-¡Emily! ¡Por fin has llegado!

Yo no abrí los brazos como lo hizo ella. En cuanto se encontró lo suficientemente cerca, tensé la mano y le propiné un bofetón.

-¿¡Tú eres imbécil o qué!?-le grité, alterada.- ¡Basta con que te la deje un par de horas para que mandes todo a la puta mierda!

Escondió la cabeza, mordiéndose los labios y palpando con recelo su mejilla encarnada.

-F…Fue un accidente.

-Vete de aquí, fuera de mi vista.-le señalé la puerta.

-Pe…Pero…-intentó explicarse.

-¡Te he dicho que te vayas!

Vi cómo cruzó la puerta, casi llorando, con rapidez. Me senté en una silla, rendida. Sentía cómo palpitaba salvajemente mi corazón contra mis costillas. Se me encharcaban los ojos de lágrimas, pero no llegaba a derramarlas. Sentí la misma impotencia que cuando había muerto Jimmy. Ni siquiera sabía si ella estaba muerta. Comencé a temblar de frío. Me froté los brazos, pero lo único que hacía era abrirme los poros y que me doliesen. Recuerdo que mi madre siempre me dijo que era alérgica al frío. Cada vez que me enfriaba un poco, me empezaba a doler la cabeza, como si se me congelasen las sienes, y tosía profundamente. Lo único que ella podía hacer por mí era llevarme a casa y envolverme con mantas hasta que entrase en calor. Seguro que fue la muerte de mi hermana lo que me volvió tan sensible al frío; era como su presencia materializada en aire. Miré a los lados. Aquella vez no estaba mi madre para acompañarme a mi casa, y aquel ambiente gélido no me recordaba a Amy. Solamente me recordaba a la tristeza.

Entró una persona en la estancia. Me levanté sistemáticamente del asiento, como si tuviese un resorte. Era un médico.

-¿Es usted la madre de Amy Grives?

-Sí.

-Su hermana me dijo que vendría.

-¿Cómo está?-necesitaba escuchar algo relativo a mi hija, fuese lo que fuese.

-Mejor. Le hemos inyectado un medicamento y parece que su respiración se ha normalizado. Igualmente, tenemos que hacerle unas pruebas para determinar el motivo de la crisis.

A pesar de la seriedad con la que lo decía, era una buena noticia.

-¿Puedo verla?

-Claro.

Me acompañó a su habitación. No abrió la puerta, simplemente se despidió de mí y me dejó enfrente de ella. Giré el picaporte con rapidez.

Y allí estaba, acostada en la cama, medio dormida. En cuanto me vio, abrió por completo los ojos y sonrió. Debía tener tantísimas ganas de verme.

-¡Mamá!-gritó.

Estiró hacia mí sus brazos enfundados en un pijama de ositos. La observé detenidamente. En su nariz había colocada una discreta mascarilla. Una bolsa de suero que se elevaba poco menos de un metro del suelo estaba conectada a un tubo que le perforaba el brazo. En cuanto la vi, sentí un impulso irrefrenable por llorar. Intenté contenerme, mordiéndome los labios mientras me acercaba a ella. La abracé con fuerza. Nunca había sentido tanta necesidad de tenerla entre mis brazos. Escuché claramente cómo respiraba en mi oído. La aparté de mí con mucha delicadeza y la miré a los ojos.

-¿Cómo estás, cariño? ¿Te encuentras fatigada?-tomé su cara entre mis manos.

-Un poco. Me cuesta algo respirar.-me agarró por un brazo.- ¿Y sabes qué, mamá? Me pincharon aquí.-se señaló la marca, tapada por una gasa, en la zona donde tenía inyectado el suero, pero en el brazo contrario.- Y no lloré ni nada.

-Así me gusta, que seas valiente.

-¿Y la tita Lori dónde está?-miró a los lados.

No quise decirle que la eché de allí.

-Tuvo que irse a casa. Tenía que cuidar de Pipo.

Amy bajó la cabeza y me agarró por la camisa, apoyando la cabeza en mi pecho. Le acaricié el pelo. Debió sufrir tantísimo al enfrentarse a algo así…

-Me voy a poner bien, ¿verdad mamá?

-¡Pues claro!-no dudé ni un segundo en contestar.-Tu…-tragué saliva.- padre también ha estado ingresado varias veces por lo mismo y está perfectamente.

Asintió débilmente. Quise cambiar de tema. La noté cansada.

-Venga, acuéstate. Es tarde.

Me obedeció. Agarró las sábanas y se metió debajo, tapándose insistentemente. Me levanté para apagar las luces, pues estábamos solo nosotras en la habitación, y me senté en una silla al lado de la cama. Amy me daba la espalda, levemente iluminada por la feble luz de la luna que entraba por la ventana, amparada por los destellos de las amarillentas farolas y de los encarnados faros de las ambulancias. Apoyé la cabeza en el respaldo de la silla. Aún así, no podía quedarme dormida. Pensé en Terry. Él se encontraba en el mismo hospital, apenas una planta más arriba. Era extraño admitir que el afecto que sentía hacia él se trataba realmente de amor. Quizás el hecho de no haberlo sentido nunca con aquella pureza no lo había reconocido. Por eso ninguna caricia me satisfacía si no era ejecutada por sus manos, ninguna palabra que no saliese de su boca podía calmarme, ni un beso… sus besos eran inconfundibles, únicos. Y los echaba tanto de menos.

Al cabo de un rato, Amy se dio la vuelta y me miró con ojos agotados y tristes. Alarmada, me incliné un poco para escuchar lo que quería decirme.

-Tengo miedo mamá. Acuéstate aquí conmigo, por favor…-me agarró de la camisa otra vez.

¿Cómo podría negarme? Me tumbe a su lado, por fuera de las sábanas. La envolví con mis brazos para que no tuviese frío, aunque fuese yo la que lo sintiese. Nos miramos.

-¿Me cuentas un cuento, mamá?-me pidió.

-Claro que sí.

Me acurruqué junto a ella, hasta el punto de que nuestras frentes casi se tocaban. Le susurré muy despacio la historia, mi favorita cuando era pequeña, con aquella voz tierna que tanto impresionaba a Terry:

-Erase una vez una princesa muy guapa que vivía en un castillo muy grande. En su cumpleaños, hizo una fiesta enorme. Por ella pasaron acróbatas, músicos, bufones… Todo lo que te puedas imaginar. Pero ella se aburría. Entonces, entró en palacio un enano pequeño y feo que hacía piruetas y daba brincos. Él sí que alegró a la princesa, y se ganó sus aplausos. “¡Más alto!” le gritaba “¡Salta más alto!” El enano lo hacía, intentando cumplir con los mandatos de una chica tan preciosa, pero llegó un momento en el que el cansancio pudo con él. Al ver esto, la princesa se retiró a sus aposentos triste. En cuanto el enanito se recuperó fue a buscarla. “Ella no es feliz aquí” decía “La llevaré al bosque y la haré reír siempre”. En su búsqueda, se metió en una habitación. Lo al entrar allí era horrible. Un monstruo peludo con los ojos inyectados en sangre le miraba fijamente. El enano quiso morirse cuando vio que era él mismo reflejado en un espejo. En ese momento, entró en la habitación la princesa con su séquito. “Ah, estás aquí. ¡Qué bien!”. El médico de la corte le tomó el pulso. “Ya no bailará más para vos, princesa” le dijo. “¿Por qué?”. “Porque se le ha roto el corazón”. La princesa, desconsolada, se marchó corriendo y llorando del palacio y gritó: “Que a partir de ahora, todos los que entren aquí no tengan corazón.”

-Qué triste, mami.-susurró Amy.

-No todas las historias acaban bien.-le acaricié el pelo.- Ala, duerme, mi vida.

Se fue dormitando poco a poco, con la respiración pesada. Yo logré cerrar los ojos quizás un par de horas. Y entonces soñé con él. Fue fugaz, y apenas recuerdo muy bien qué me decía ni qué hacíamos. Solamente recuerdo verme envuelta en sus brazos, con aquel camisón tapando mi piel. De repente, me despierta una vocecita, y unas manos que me balancean de un lado para otro.

-Mamá. Mamá.

Abro los ojos. Es Amy. Tiene las mejillas completamente encarnadas y respira fuerte.

-¿Qué pasa, cielo?

-No me encuentro bien. Me duele.-se palpó el pecho.

La cogí por los brazos. Comenzaba a preocuparme.

-¿Te duele mucho?

Asintió suavemente. Eso fue lo que hizo que me levantase de un salto de la cama y fuese a llamar a un médico, que vino a la habitación, acompañado de un enfermero y una enfermera. Después de auscultarla, les dijo algo a los sanitarios, que se fueron, y luego a mí:

-Creo conveniente ponerle un suplemento de oxígeno para dormir.

-¿Una mascarilla?-pregunté. No quería que Amy tuviese que acarrear con aquel aparato cada vez que estuviese en la cama.

-Sí, solamente mientras esté débil. No creo que sea necesaria cuando le demos el alta.-seguramente había percibido mi cara de preocupación y quiso tranquilizarme.

Llegaron entonces sus ayudantes, quienes le colocaron a la niña la mascarilla sobre la nariz y la boca. Posteriormente, se fueron. Volví a acostarme a su lado.

-Ahora tienes que estar calladita, ¿vale?-le expliqué.- Si tienes puesto esto, no voy a poder oírte. Pero no te preocupes. Si te encuentras mal no la quites; me mueves un poco y ya me despierto.

La acaricié. Aun estaba desconcertada.

-Estás siendo muy valiente.-la besé en la frente.

El resto de la noche, Amy durmió profundamente. Sin dolores ni sobresaltos. Era un sueño tremendamente dulce. Yo, sin embargo, me pasé toda la noche con un sueño ligero y con una gran angustia, que hacía que me despertase a cada rato para ver cómo estaba. Fue una noche bastante mala.

Aproximadamente a las 7, una enfermera entró en la habitación con el desayuno de Amy. Me ordenó que la despertara para hacerle un análisis de sangre, al estar en ayunas, y yo lo hice, aunque preferiría dejarla dormir un poco más. Amy aguantó estoicamente el pinchazo de aquella enorme aguja, sin dejar de cogerme la mano, oprimiéndomela con fuerza. Luego, y como recompensa, comió un desayuno bastante rico compuesto por leche y una rosquilla. Yo no quise probar bocado. No me encontraba con ganas.

Recibí dos mensajes al móvil por la mañana: uno de Sharon y otro de Tobías. Ambos me preguntaban qué tal estaba y qué había pasado. Se lo expliqué, y ella me prometió que ese mismo día se pasaría por allí. Me pareció todo un detalle por su parte. Pero no era solo eso lo que tenía. Lorelay me había dejado varias llamadas perdidas y un mensaje: “Perdona. Coge el teléfono”. No la llamé.

Sharon vino hacia las 6. Entró en la habitación con una perpetua sonrisa en los labios. Llevaba puesta una falda negra, un corsé azul y unos guantes de rejilla. En sus pies, un par de zapatos de tacón de aguja la hacían parecer el doble de alta. Yo nunca pude calzar algo así; me lo impedía mi mal equilibrio.

-Hola preciosa.-le dijo a Amy.

-¡Hola Sharon!

-¿Cómo estás? ¿Bien?

-Sí, ¿sabes qué? Me pincharon aquí dos veces.-se señaló el brazo.- Y me pusieron una cosa que me tapaba la boca y la nariz para respirar.

-¡Caray, qué niña tan valiente!-le acarició una mejilla y se sentó en el borde de la cama.

-Gracias.-se sonrojó.

-Estarás contenta por no ir a la escuela.-bromeó Sharon.

-¡Sí!

Se rieron. La verdad es que se le notaba a leguas el instinto maternal.

-¿Y tú cómo estás?-pregunto Amy.

-Muy bien, cielo. ¡Qué encanto!

Me miró, y su rostro cambió ligeramente. Se levantó de la cama y me agarró por la muñeca.

-Ven afuera. Quiero hablar contigo a solas.

Me separé de ella y me acerqué a Amy para avisarle.

-Mi vida, Sharon y yo nos vamos un momentito al pasillo. No te muevas de aquí, y si te encuentras mal, llámame.

-Vale.

La besé en la frente antes de irme. Al cerrar la puerta, la mirada de Sharon se tornó seria.

-¿Cómo te encuentras?-me preguntó.

Me encogí de hombros.

-Escucha, si quieres, vete a casa un rato. Te tomas una duchita, duermes una siesta, picas algo y vuelves. Yo cuidaré de Amy hasta que vuelvas.

Negué con la cabeza.

-No hace falta. No estoy mal.

Me miró con reproche.

-No te preocupes por mí, Sharon. Yo me encuentro bien.

-¿En serio?

-En serio.

Se hizo el silencio un rato, aunque no tardé en preguntarle:

-¿Cómo estás?

Sabía que lo que le había dicho a Amy era solamente un vago reflejo, distorsión de la realidad.

-Bastante bien. No puedo quejarme.-se agarró un brazo, apartando un poco la mirada.

-¿El médico te dijo algo?-hacía tiempo que no le preguntaba por su enfermedad.

-Lo mismo de siempre. Que debería operarme.

-¿Y por qué no lo haces?-ahora era yo la que le reprochaba.

-Porque no.-respondió convencida.

Aquella no era una respuesta, aunque no me sentía de humor para discutir.

-¿Cómo pasaste la noche?-cambió de tema, acariciándome una mejilla.

-Fatal. Apenas pude pegar ojo. La niña se puso mal y tuve que llamar a la enfermera, y luego toda la noche casi en vela.-me eché el pelo hacia atrás con una mano. Suspiré con fuerza.- Fue una angustia que…que…

Toda esa tristeza fue la que hizo que me abrazase dulcemente a Sharon. Necesitaba el apoyo de alguien en aquel momento, y ella era como la hermana mayor que nunca tuve.

-Emily,-hablaba con voz pausada.- todo saldrá bien. Dentro de un par de días estará como nueva.

-No lo comprendes, Sharon. No es solo eso.

Me miró extrañada.

-Es Terry.-miré hacia arriba.- Está en la planta de arriba.

Ella también dirigió inconscientemente la vista hacia ese punto. Amargó su expresión. Quizás ese fue el motivo de que me empujase levemente para volver a entrar en la habitación de Amy.

Ambas se pasaron un buen rato hablando, riendo. Sharon encontraba en ella a una niña con quien saciar su instinto maternal. Amy lo que encontraba era, por fin, a una princesa de verdad, fuera de los cuentos y la fantasía.

-¿Sigues siendo princesa aunque no estés en tu castillo?-preguntó.

-Pues claro.-se acercó.- Esto no se lo cuentes a nadie, pero por la noche vuelvo a ser princesa.

-¿De verdad?-se le iluminaron los ojos.

-Sí. En cuanto cae el sol me transformo y me convierto en una princesa, con trajes preciosos y montones de súbditos.

-Me gustaría verte ser princesa.

-Eso no va a poder ser, cariño.-sonrío.- A esa hora, los niños estáis en la cama; además, no me reconocerías. No soy la misma, digamos.

Me pareció gracioso el símil que Sharon había hecho. La lujuriosa Bloody era algo más que una vulgar puta, era la soberana de la oscuridad, dueña de millones de corazones, que hace latir a su gusto, y que atrapa con su magnética mirada. Era un fantasma que se esconde en las sombras esperando a que alguien más quiera entregarse a ella, atrayéndolos con cantos de sirena. En ella Dios desató toda su lujuria para crear a un ser de sensualidad ingénita, a la más perfecta meretriz. Aunque, como bien había dicho, eso solamente sucede al caer la noche. La luz del día es la que muestra a Sharon en toda su plenitud. Frágil, enferma, temblorosa. Ya no sería la misma princesa que vaga orgullosa por los callejones; sería una mujer bañada en lágrimas. Dominatriz y dominada conviven en el mismo cuerpo en una relación de simbiosis. Bloody es una parte insoluble en Sharon, la sombra que la persigue y la atormenta eternamente. Bloody sin Sharon moriría.

-¿Y hacíais bailes en palacio?-preguntó Amy.

-Claro. Mi padre, el rey, invitaba muchas veces a sus amigos a casa y organizaban cenas y esas cosas.

-¿Llevabas vestidos largos y coronas?

-Y aún los sigo llevando.-sonrió.

Amy comenzó a reírse, ilusionada.

-¿Tienes coronas?-me extrañé por ese dato.

-Sí, ya te la enseñaré.-me guiñó un ojo.

En ese mismo momento, golpearon la puerta. Salí afuera a ver quién era, bajo la atenta mirada de Sharon y de mi hija. Allí en el pasillo pude volver a verla, bajo la cegadora luz blanca de las lámparas del hospital, lo que hacía que pareciese demacrada y enferma. Tenía ojeras. Supuse que tampoco había dormido. Venía vestida de chándal y sin maquillar; quizás eso influyó bastante. Me miró triste.

-Emily.-su voz era débil.

-Dime.-respondí, fríamente.

-¿Cómo está?

-Más o menos.

-Emily, te juro que yo… ¡yo hice lo que pude! ¡La dejé con el perro un rato jugando y cuando volví se puso mal! ¡Es que… no sé…! ¡Yo la ayudé cuanto pude y…!

Noté que la que estaba mal era ella. Aún a riesgo de que fuese algo irresponsable dejando a Amy sola, la quería, y le dolía tanto como a mí que estuviese en aquella situación, además estando Terry en coma. No dejaba de pensar en ello. Era como si todo se me acumulase. La cogí por los hombros. Nos miramos.

-Mira, Lorelay, tú no tuviste culpa. Ayer… estaba nerviosa, ¿entiendes? Pero yo no estoy enfadada. A mí también podría pasarme.

Vi que se le iluminaban los ojos. Seguramente mi mal carácter la tuvo en vela toda la noche. Me abrazó fuerte, escondiendo la cabeza en mi pecho como hacía de pequeña. Sonreí, acariciándole el pelo. Volví a adoptar el rol de madre-hermana mayor que tuve durante toda mi infancia.

-Lori, no llores. Ha sido una crisis. Si Terry salió de ellas mil veces, Amy también. Verás cómo no es nada.

Intenté tranquilizarla a ella y a la vez a mí misma. Seguramente Terry, si estuviese allí, me diría lo mismo. Aunque en cierto modo, algo de él persistía en aquel lugar. Lorelay se separó ligeramente de mí, limpiándose las lágrimas a la manga del chándal. Le puse una mano en la espalda.

-¿Quieres que vayamos a tomar una tila?

Lo negó con la cabeza.

-Lori, vente, anda.-le hice un mohín, pero no cedió.

-Quiero ver a Amy.

Suspiré.

-Vamos a hacer una cosa. Tú te quedas con Amy un rato mientras yo voy con una amiga a tomar algo aquí abajo en la cafetería. Llevo todo el día sin comer.-le hice una caricia.- ¿Te parece bien?

Asintió. La miré sonriendo. No pude evitar darle un beso en la frente.

-Y no llores, ¿vale? No pasó nada.

Ahora fue ella la que esbozó una tímida sonrisa. La agarré por un pulso para llevarla a la habitación. Noté en mis dedos lo rápido que le latía el corazón. Nos dirigimos junto a Sharon y Amy, intentando aparentar normalidad.

-¡Tita Lori!-se puso de rodillas en la cama, como incrédula.

-Amy,-intervine, echándola para atrás y arropándola.- voy a tomar algo con Sharon al bar de abajo.-señalé hacia el suelo.- Vuelvo en un vuelo, ¿vale? Mientras, estate con la tita.

-¡Vale!

Ahora, a quién cogí por la muñeca fue a Sharon para llevarla a la cafetería del hospital. Estaba junto a la entrada. Las paredes estaban pintadas de un blanco inmaculado y el parqué era de un marrón claro. Las mesas turquesas y las sillas se agrupaban en las esquinas, dejándoles paso a unas enfermeras que ejercían de camareras en aquel deprimente lugar. Entre toda la gente que tomaba su merienda en un silencio sepulcral, una señora de unos 80 años que estaba sentada en una mesa apartada y casi invisible, lloraba dejando caer sus lágrimas en la infusión amarillenta que yacía en su mesa. Supuse que su marido la había dejado sola. Quizás yo también debía llorar. Terry probablemente también se iría. Aunque después de haber llorado tanto en las últimas 2 semanas, tenía los ojos secos como arenales. Sharon y yo nos sentamos cerca del revistero, una de las pocas mesas libres. Ella pidió un café con leche; yo, un agua y un sándwich vegetal.

-Y luego decías que no querías comer.-dijo Sharon, sonriendo.

-Ya, pero empiezo a tener algo de hambre. No puedo estar eternamente en ayunas.

-Tú lo que necesitas es uno de mis cigarritos mágicos.

-Le prometí a Terry que no lo haría.-bajé la mirada levemente.

-Bueno, no pasa nada.-apoyó la cabeza en ambos nudillos y me miró.- Por cierto, hablando de cigarros, estos días Tobías parece un tren a vapor.-se rió.

-¿Sí?-la acompañé en su risa.

-Pues sí. Enciende un cigarro con la colilla del anterior. Es como si fumase en cadena. ¡Tremendo!

-Eso no puede ser bueno.-me llevé la mano al pecho. Noté la cicatriz. Palpitaba, como dándome la razón en mi afirmación.

-Lo sé, pero ¿qué vas a decirle? El pobre está haciendo muchísimo esfuerzo dejando la coca. Además sin ayuda. Si no le dejamos fumar, se vuela la cabeza.

-Pobre. Debe estar pasándolas canutas.

-Pero está siendo muy fuerte, Emily.-me miró convencida.- Otros en su situación se habrían rendido a los dos días.

-¿Y él cuánto lleva?

-Cosa de una semana, creo.

-Es un gran paso.-sonreí.

-Lo es.-asintió.-Y confío que siga manteniéndose como hasta ahora.

Cambiamos radicalmente de tema.

-¿Y Terry cómo está?

Me estremecí.

-Igual. Ni un solo movimiento. Nada.

Llegaron entonces el café y el agua. Me explicaron que el sándwich estaría en 10 minutos. Me serví un vaso y me lo bebí de golpe.

-¿Y tú le hablas?

La miré perpleja.

-¿Cómo coño vamos a hablar si está en coma, Sharon?

-No digo que habléis.-se rió.- Digo que le hables.

-¿Y eso cómo se come?

-¡Vamos, Emily! ¿Es que tú no ves películas?

-Mi filmoteca es algo escasita.

Removió el café y el azúcar con la cucharilla.

-Verás,-me explicó.- digo que le cuentes cómo estás, las cosas que te pasan…

-¿Y eso de qué me sirve, si no me oye?-arqueé una ceja.

-Sí que te oye.

-Si tú lo dices…

-Emily, eso es bueno para él. Le hace sentir tu presencia.

La miré con seriedad, aguantando con ambas manos la copa de agua. Mi presencia… con unas palabras Terry podría saber que estaba a su lado. Seguro que no le hacía falta, él lo sentiría solamente con poder notar mi aura, al calor que desprende mi cuerpo. Aunque quizás así me liberaría de aquel dolor interno, de aquella soledad. Quizás así podría ahuyentar a todos mis demonios, que me desgarran a través de las sábanas frías, pasillos vacíos de paredes húmedas, habitaciones deprimentes, cientos y cientos de horas muertas.

-Quizás lo haga, quién sabe…-respondí, mientras giraba la cabeza hacia el mostrador, donde señoras de traje blanco preparaban mi sándwich.

Poco después me trajeron la comida. Devoré con avidez. Nunca había tenido tanta hambre; supongo que serían los nervios. Volvimos a la habitación tras pagar nuestras consumiciones, pues Sharon tenía que marcharse. La hora se la marcaron reiteradas llamadas furiosas de David, y un par de mensajes preguntando “dónde coño se había metido”. Se despidió de mi hermana y de Amy; derrochó ternura con esta última, hasta tal punto que una lágrima hizo que le brillasen los ojos. Seguramente había recordado que quizás ella podría estar abrazando a una hija suya si las circunstancias hubiesen sido diferentes. A mí, que estaba observando desde la puerta, me envolvió con sus brazos con fuerza.

-Sé fuerte.-me susurró.

-Lo mismo te digo.

Sonreímos. Salimos a fuera y volvimos a darnos dos besos. En cuanto Sharon se dio media vuelta y comenzó a avanzar por el pasillo, le grité, alzando la mano:

-¡Espera!

Giró la cabeza sobresaltada, agarrándose el bolso como solía con una mano.

-¿De dónde sacaste la corona de la que me hablaste?

Se rió, encorvándose ligeramente hacia delante.

-La compré en los chinos hace tiempo.-respondió.- Casi todas tenemos una.

Observé cómo se alejaba hacia el ascensor, manteniendo recta la espalda, sobre sus altísimos tacones, con andares de princesa.

Llegó la noche. Mi hermana se fue pronto, pues tenía que cuidar del perro. Le trajeron la cena a Amy, mientras me contaban que mañana le harían las pruebas de alergia y una espirometría antes de desayunar. Asentí, casi sin inmutarme. Me saca de quicio la mala costumbre que tienen en los hospitales de sacarnos pasta por todos los lados. Tras hablar con la enfermera, quien retiró la bandeja de la comida cuando Amy ya había acabado, me senté en el sillón que estaba al lado de la cama. Sentí como toda mi tensión era absorbida por aquel tejido de flores. La mirada de mi hija se posó en mí.

-Mamá.

-Dime.

-¿No te parece increíble que viniese una princesa a verme? Cuando se lo cuente a mis amigas…

Me enderecé para poder mirarla a los ojos con dulzura.

-Verás, Amy. No solo ella es princesa. Todas las mujeres lo somos.

-¿En serio?

-Claro.-sonreí.- No hace falta tener un trono ni un castillo para ser princesa.

-¿Todas las mujeres…?-repitió.

-Todas, sin excepción.-sonreí.

Era cierta mi afirmación. Siempre lo había pensado. Aunque solo fuésemos coronadas con una tiara de plástico, las mujeres somos las princesas del mundo. Desde las que gobiernan en un hogar, que cuidan con recelo y amor; las que, como Sharon, por la noche sufren una metamorfosis como una mariposa y se adueñan de la noche; hasta las que solamente somos monarcas de un corazón, el cual observamos atentamente día tras día latir con una sonrisa en los labios, y hacemos que a nuestro gusto duplique su velocidad. Y a ningunas más que a aquellas que llevan una corona de diamantes y se pasean con sus yates, intentando a la vez ser solidarias y cordiales con el pueblo, se nos reconoce nuestro poder y nuestra labor. Ni siquiera a muchas de estas que nacieron entre algodones les dejan ejercer su soberanía; tienen que limitarse a ver como su hermano pequeño les arrebata ese trono que les pertenece. Las princesas renegadas seguiremos abriéndonos paso en una sociedad que, lejos del oro y la opulencia, no reconocen que detrás de cada madre, de cada hermana, de cada hija, se esconde una monarca que reinará en su ámbito con entrega.

Recuerdo que aquella noche la pasé algo mejor. Dormité unas cuantas horas en el sillón, agotada, con una mano sobre la cama, que Amy me había agarrado y no quería soltarme. A las 7 la despertaron para hacerle las pruebas de alergia, aunque ella se negara a hacerlas y se retorciese en la cama. Le cogí la cara con ambas manos, haciendo que no viese que la pinchaban, y contamos hasta 10 muy despacio. Tras habérselo hecho, tuvimos que esperar unos 15 minutos a que reaccionara. Uno de esos puntitos, además del de prueba, se puso rojo. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que no se rascase. Parecía ser que les tenía alergia a los perros. Ahí estaba el problema. Lo comprendí todo entonces. Me costó explicárselo a Amy.

-¿No voy a poder volver a jugar con Pipo?-preguntó escandalizada.

-No, cariño. Podrías volver a acabar aquí. Jugar con perros te hace daño.

-¡Pero si ya éramos amigos!

-Como si erais lo que fueseis. No vas a andar más con perros y punto.

Llegó la tarde entre discusión y discusión, y golpearon inesperadamente la puerta. Fui a abrir. Reconocería aquellos ojos en cualquier sitio.

-Tobías, ¿qué haces aquí?

-Bueno,-se rascó la nuca.- Bloody me dijo qué habitación era, y quise acercarme a veros.

-Muy amable por tu parte.-sonreí.

Le miré de arriba abajo mientras se le pasaba la vergüenza. Llevaba unos mitones negros en las manos, como siempre. Se cubría la cabeza con un gorro negro de lana. En el cuello se le enroscaba un fular verde oscuro, sobre su camiseta negra de manga larga. Un pantalón vaquero oscuro le tapaba las piernas. En los pies, unos tenis negros y blancos con los que pegaba pequeñas pataditas en el suelo.

-¿Cómo estás?-me preguntó.

-¿Yo? Bien, tirando. ¿Y tú?

Se encogió de hombros.

-Tengo un mono todavía…

-Ya me comentó Bloody.

-Emily, yo no me saco. No me saco de la coca ni cobrando. Mira cómo estoy con el poco tiempo que llevo sin tomarla. Yo padezco de insomnio,-se señalaba con la mano mientras lo decía- pero las pocas horas que podía dormir ya se han ido a la mierda.

Lo noté estresado. Le toqué en un hombro, en el cuál pude notar sus huesos frágiles.

-Aguanta, Tobías. Tienes que ser fuerte.

-Ni fuerte ni ostias, Emily. Lo estoy dejando sin nada de ayuda, y es desesperante. Yo lo único que quiero es llegar a casita, meterme un par de rayas y dormir tranquilo mientras pueda.

Enmudecí, girando la cabeza para no mirarle a los ojos. Había angustia en aquella mirada.

-Si tomas una… vuelves a caer.

-Yo controlo.

-Ya veo lo que controlas. Recuerda que te tuvimos que llevar hasta casa, que ni te tenías en pie.

Desvió la mirada. El vago recuerdo de aquella noche todavía le dolía, como una espinita clavada.

-Se lo prometiste a Bloody.

-No empecemos con chantaje emocional, ¿quieres?

-No es chantaje emocional. Ella ayer estaba muy esperanzada. Sabe que lo dejarás. Y yo también lo sé. Confío en ti.

Tobías suspiró, llevándose las manos a los bolsillos, sin apartar la mirada.

-La verdad es que nadie antes había confiado en mí.

-Pues ya sabes. No puedes fallarnos.

-Demasiada responsabilidad para un caso tan delicado.

-Si no apuestas fuerte no puedes ganar mucho, ¿no lo sabías?-sonreí.

-Nunca te rindes, por lo que veo.-me acompañó en mi sonrisa.

-No, ese es mi mayor defecto.

Le agarré una muñeca.

-Vamos a dentro. Quiero que conozcas a mi hija.-abrí la puerta cuidadosamente mientras comenzaba a asomarme.

Justo por el sitio donde le agarraba, sentí que bajo mis dedos latía una de sus heridas.

-Amy, tienes visita.-le dije, introduciendo a Tobías dentro de la habitación.

Ella observó con detenimiento sus ojos hipnóticamente verdes.

-Se llama Tobías.-proseguí.- Es amigo mío, como Sharon.

-¿Entonces él es un príncipe?-me miró.

-¡No!-me reí.- No es nada de eso.

Se acercó a Amy entonces, guiado por una dulzura nunca vista en él. No parecía la misma persona que tendía a hacerse el duro y a mirar con recelo a cualquiera que se le acercase. Se inclinó ligeramente para poder mirarla y sus labios esbozaron una sonrisa tímida.

-Hola guapa. ¿Cómo te llamas?-preguntó.

Ella se sonrojó un poco.

-Amy. Me llamo Amy. Encantada.-sonrió. Se comportaba con él como si fuese una educada princesita.

Tobías se arrodilló, apoyando sus manos en el borde de la cama, y dejando caer la cabeza sobre ellas.

-Me ha dicho tu madre que estás algo enferma.

-Sí, es cierto.-se remangó el pijama y le mostró su brazo perforado.-Mira lo que me han hecho hoy por la mañana.

Él palpó cuidadosamente aquellos pinchazos inflamados deslizando sus largos dedos de arriba hacia abajo, como si quisiese cerrar aquellas heridas con el mínimo contacto, paliar su dolor. Se mordió los labios.

-Debió doler mucho.

-Sí.-asintió frenéticamente.- Estuve a punto de llorar.

-No tienes por qué preocuparte.-la miró de nuevo, con seriedad.- Yo también tengo asma, ¿sabes? No me trajeron al hospital ni una sola vez, y ya ves. Aquí estoy. Te pondrás bien dentro de nada, ya lo verás.

Amy clavó la mirada en las sábanas. Seguramente le gustaría creerle, pero nunca había pasado por una situación tan dura, y realmente seguramente pensaría que corría el mismo riesgo que yo cuando había estado tan enferma. Tobías, intentando indudablemente animarla, le acarició detrás de una oreja.

-Hum…-dijo, arqueando una ceja.- ¿Qué tienes aquí?

La niña giró un poco la cabeza y miró hacia atrás con curiosidad. Cuando él apartó la mano, al abrirla, dejó al descubierto un caramelito con un envoltorio violeta; probablemente sería de mora. Amy se había quedado con la boca abierta.

-Toma,-concluyó, entregándoselo.- para ti. Y no te preocupes más, ¿de acuerdo?

Ella miraba el caramelo con admiración. Se palpaba la oreja y no daba crédito a lo que acababa de pasarle.

-¿Cómo lo has hecho?-preguntó, mirando a Tobías con ojos curiosos.

Se encogió de hombros, levantando ligeramente las palmas de las manos.

-Magia, supongo.-respondió sonriente.

-Ya sé lo que eres.-ahora la que sonreía era ella.- Eres un mago.

Tobías se echó hacia atrás atónito.

-¿Perdona?

-Por eso me tocaste antes el brazo y me dices que voy a curarme, por no hablar del caramelo.-lo movió con énfasis. Entonces, giró la cabeza hacia mí.- ¡Es un mago, mamá! ¡He conocido a un mago!

Él también me miró, pero preguntándome qué debía hacer.

-Pues claro. Tienes una suerte…-le guiñé un ojo a Tobías. Supo interpretarlo y me hizo un gesto con la cabeza.

-¿Sabes hacer más trucos?-le preguntó Amy, mirándolo esperanzada.

-Eh… Pues claro. ¿Cómo no voy a saber?

Se le notaba nervioso. “Tobías, mientes muy mal” pensé, a punto de echarme a reír.

-¿Puedes traerme a papá de vuelta?

Me estremecí. Ella también echaba de menos a Terry, a pesar de no saber la verdad. Simplemente se fue, sin despedirse. Amy pensaba que volvería algún día; yo estaba convencida de que algún día se iría realmente. Quizás no volvería a escucharle hablar, ni a dormir con él, ni a mirarle a los ojos y recordar lo hermosos que eran. Giré la cabeza.

-No lo sé…-respondió.- Pero puedo intentarlo.

-Amy…-ordené, con voz débil- No molestes tanto a Tobías.

Él me miró extrañado, sin atreverse a llevarme la contraria. Simplemente, se levantó y se acercó a mí, apoyando una de sus manos, enfundada en los mitones negros, en mi hombro.

-¿Estás bien?-susurró.

-Sí, no te preocupes.

Amy estuvo callada durante un rato, intimidada por mi lastimosa reacción. Yo me mantuve sentada en el silloncito, mirando de vez en cuando hacia arriba, como si pudiese verlo solo con desearlo tanto. Me mordí los labios, no podía mostrar tanta fragilidad ante mi hija. No debía saber en qué situación se encontraba su padre. Si para mí era una angustiosa y dolorosa incertidumbre, para ella....

-Tobías.-dijo tras su silencio, tirando frenéticamente de la manga de su camiseta negra.- ¿Me cuentas un cuento?

-Eh… ¿yo?

-Sí.

-Verás… es que a mí nunca me contaron un cuento, y no sé muy bien…

-¡¿Nunca?!-exclamó Amy incorporándose.

Debo reconocer que yo también me sorprendí.

-N…Nunca.-respondió él algo intimidado.- Mi madre no era demasiado cariñosa, que digamos.

-Entonces tenemos que contarte uno.-se giró hacia mí, sonriendo.- Mamá, cuéntanos el de la princesa y el enano.

-Cariño, te lo he contado ya dos veces.-me reí.

-Pero Tobías no lo ha oído. ¡Porfa!

-Está bien.-la arropé, con una sonrisa.

Les volví a relatarles la historia. Tobías estuvo en silencio durante toda la narración, catando cada una de mis palabras con atención. Al final, sentí cómo se sorprendía al escuchar que el enano había muerto. Seguro que él también había oído que todos los cuentos de niños acababan bien; menos aquel. Por eso me gustaba tanto. Mostraba aquella realidad a la que tuve que enfrentarme de pequeña cuando mi hermana murió, cuando se le quebró su pequeño corazón. Quizás yo era aquella princesa que, cada vez que encontraba en su tediosa y triste vida un ápice de felicidad, se lo arrebataban cruelmente, rompiéndole el corazón a ella también.

-¡Joder!-murmuró Tobías.

-¿Verdad que es bonito?-le preguntó Amy, acostada en la cama, haciendo esfuerzos para no dormirse.

-Es muy bonito.

Le acarició el pelo. Yo me incliné hacia ella, mirándola con ternura.

-¿Tienes sueño?

Asintió.

-Yo ya me voy, entonces.-dijo Tobías.

-No.-gruñó Amy con los ojos casi cerrados, agarrándole la manga de nuevo.

-Cariño, tiene que irse a hacer unos recados. Pero verás como vuelve otro día.

-No quiero que se vaya.

-Volveré pronto, lo prometo.-intervino Tobías, alzando una mano como si estuviese haciendo el juramento a la bandera.

-Voy a acompañarle al pasillo, tú duerme tranquila.-me incliné sobre ella y le besé la frente. Noté cómo asentía.

Empujé la espalda de Tobías con las yemas de los dedos para que saliese delante de mí. La puerta apenas provocó ruido alguno.

-Bueno,-dije.- ahora es cuando tengo que reñirte.-arqueé una ceja.

-¿Reñirme? ¿Por?

-Dices que tienes asma y sin embargo fumas muchísimo.

Noté que se aliviaba al saber mi motivo.

-¿Por eso? Bah.

-Bah no, Tob. Sé de lo que hablo.

-Aún estoy dejando la coca, así que vayamos por partes, ¿quieres?

Sonreí.

-Por cierto, cambiando de tema,-dije.- ¿qué tal lo has pasado?

-Bien.-metió las manos en los bolsillos.- Tu hija es muy maja. Eso sí, lo del mago… ¿Tú le das drogas o algo?-se rió.

-¿Cómo voy a darle drogas, animal?-le reprimí entre carcajadas.

-¿Entonces, por qué no le dijiste que no lo era?

Le miré con dulzura.

-Todavía es pequeña. Puede refugiarse en su mundo de fantasía. Ya se enfrentará con la realidad cuando sea más grande.

Tobías asintió. Al fin y al cabo, mi razonamiento no le parecía tan malo.

-¿Sabes?-prosiguió.- A pesar de que se me den bastante mal, a mí los críos me encantan. Sé que suena cursi, aunque después suelo mostrarme brusco con ellos. Tu hija me ha caído bien, no sé, me recuerda a mi hermano, supongo.

-¿Tienes hermanos?

-Bueno, sí. Tenía.-desvió la mirada.

-Tenías.-repetí, intentando mirarle a los ojos.

-Murió cuando yo tenía 9 años.

-Lo siento, Tobías.

-¡Eh! No pasa nada. De eso hace mucho tiempo. Ya te contaré si quieres.

-Claro que quiero…-bajé la cabeza.- Yo también perdí a mi hermana cuando era pequeña.

-¿A qué edad?

-6 años.

-Joder…-murmuró, apartando la cara.-Eso sí que debe ser jodido.

-Te hace pensar en cosas que un niño de tu edad no piensa.

-Cierto.-afirmó, mientras se colocaba bien el gorro de lana.

-Te lo contaré otro día con más detalle.

-Lo que me gustaría que me contases ahora…-interrumpió.- Y sin excusas, es dónde está el padre de Amy.

-¿Sin excusas?-fruncí el ceño.- Está ahí arriba.-señalé con la cabeza el techo.

Tobías miró hacia arriba.

-¿Está muerto?

-¡No!-me apresuré en contestar, moviendo la cabeza hacia los lados nerviosa.- ¡No! Me refiero a que está en el piso de arriba. Está en coma.

Me asustaba escuchar la palabra muerto. Mi corazón palpitaba con mucha más fuerza desde que lo había mencionado. Ni siquiera había titubeado al decir que estaba en coma, aquella realidad cruel que parecía atenazarme la garganta cada vez que la pronunciaba. Aunque me temblaban los labios.

-¡Ay, madre!-exclamó él.- ¿Y eso?

-Yo estuve muy enferma, Tobías.-suspiré.- Terry… el padre de Amy… consiguió el dinero de mi operación… matando. Se hizo sicario…-me eché el pelo para atrás.- Y un tipo lo paseó.

-Lo de siempre…-sus suspiros sonaban mucho más hondos y temblorosos.- Que la gente tenga que sufrir por culpa de la mierda de sanidad que tenemos es el pan de cada día.-esbozó una sonrisa amarga.

-No me gusta acordarme de ello.-aparté la mirada. No quería que me viese llorar.

-Emily…

Me acercó a él, intentando calmarme. Me dejé llevar, con los ojos cerrados fuertemente, haciendo un esfuerzo por no estallar en lágrimas, aunque el pecho de Tobías era el lugar idóneo para hacerlo. Allí me encontraba a gusto, tremendamente segura, y deseaba que brotase de mis ojos toda mi tristeza y mi angustia dulcemente.

-¿Amy sabe…?-preguntó.

-No tiene ni idea.

-Mira Emily, si… si necesitas algo ya sabes donde llamarme.

-Gracias Tobías.-permanecí con la frente apoyada en su pecho, sostenida por su esternón frágil como el cristal.- Eres muy amable.

-Bah, hago lo que haría cualquiera.-dijo, restándole importancia.

-Tú siempre has sido muy bueno conmigo.

-Anda, déjalo. Tengo que pirarme.-me apartó.- No llores más, ¿de acuerdo?

-Vale.

Iba a marcharse cuando le agarré por una muñeca. Giró la cabeza y clavó en mí sus dos ojos verdes.

-Una cosa. ¿Compraste ese caramelo solo para hacerle el truco a Amy?-sonreí.

-Me hacía ilusión.-se rió.

Pocos días después, Amy salió del hospital, de la mano de Lorelay y mía. Recuerdo que saludó con la mano a todos los enfermeros y enfermeras del pasillo, y ellos le devolvían el saludo sonriendo. Con el poco tiempo que había estado allí, todos la conocían. Seguramente su dulce inocencia era la que hacía que le cogieran cariño. Al llegar a las escaleras, la solté. Ella me miró extrañada, a la par que mi hermana.

-Voy al baño antes de marchar. Vuelvo enseguida.-miré a Lorelay y le hice un gesto.

Subí las escaleras, mientras las escuchaba hablar entre ellas y jugar al se-se-se. No iba del todo angustiada. Tampoco del todo contenta. Era una tristeza alegre, una alegría triste lo que sentía esta vez. Palpé aquellas paredes húmedas. No sentía el mismo frío que las otras veces, aunque algún escalofrío recorría de vez en cuando mi columna. Abrí la puerta, casi con la naturalidad con la que abro la puerta de casa. Le vi. Seguía inmóvil, como dormido, en la cama. Sonreí. Me senté en un sillón a su lado, inclinada hacia él.

-Una amiga mía-comencé, con voz velada.- me dijo que si te hablaba sentirías mi presencia. Me parece una mariconada innecesaria, realmente, porque no sé si puedes oírme o no. Pero por probar no pasa nada.-suspiré.- Amy ha estado unos días en el hospital, una planta más abajo, por una crisis de asma. Hoy ha salido por fin, y está bien. Yo también estoy bien, Terry, sé que si pudieses me lo preguntarías. Tengo unos buenos amigos que están cuidando muy bien de mí. ¿Sabes?-reí suavemente.- Amy pensaba que mis amigos eran una princesa y un mago. ¿Te lo puedes creer? Lo que inventan estos niños.-me acerqué más a él.- Eché mucho de menos cuando me decías que yo era tu reina.-le acaricié la mejilla. Estaba tan fría.- Y cuando me decías que era una princesa por no tener equilibrio, por eso tuve que bailar contigo descalza, ¿recuerdas?-me temblaba la voz.-Creo que a todo esto sobra decir lo mucho que te echo de menos. Nos vemos…-me despedí, antes de echarme a llorar.

Me levanté de la silla y me dirigí a la puerta. Giré la cara para mirarle. Volvía a hacer frío. La princesa se quería morir al catar la incertidumbre de si aquel corazón seguiría latiendo o se rompería. No había castigo más cruel para ella. Cerré la puerta, mirando hacia el interior, mientras seguía escuchando mis propias palabras zumbar en mi cabeza: “Te echo de menos…”

jueves, 6 de mayo de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXXI- Madre



Hay un momento en la vida de toda mujer en el que siente la necesidad de acunar a un pequeño. A un pequeño suyo. El instinto aflora. Y el tiempo sigue corriendo. Por experiencia digo que no hay nada más cruel e infrahumano que te arrebaten ese derecho. Arrancarte a tu niño de tus brazos, de tu vientre, es como si te arrancasen una parte del alma; a veces, no puedes ni vivir sin ella. Todavía te parece oírlo llorar, sentirlo en tus brazos, pero sabes que ya no está. El corazón de nuestros hijos late al lado del nuestro, y en cuanto dejamos de sentirlo, aparece un grandísimo dolor, que hace que, como en mi caso, perdamos las ganas de seguir adelante. Porque no hay nada tan angustioso, tan horrible, tan doloroso, como no haber podido impedirlo.

Aquel día, Amy se encontraba en su habitación, probándose su vestido favorito, para posteriormente ir al baño para que yo le peinase su larga melena castaña. Estaba tan linda. Sonreí al verla. Mi preciosa niña, mi vida. Comenzó a hacerme preguntas al poco de sentarse.

-¿Quién viene a comer, mamá?


-Una amiga mía.-respondí.- Se llama Sharon.

-¿Y cómo es? ¿Es guapa?-noté que le brillaban los ojos.

-Es guapísima. Tiene el pelo negro, largo, y unos ojos muy bonitos. Es como una princesa.

-Una princesa.-repitió Amy emocionada.

-Pero tú eres aún más guapa.-la besé en una mejilla con fuerza.

Sonrió, y dejo que siguiese deslizando el cepillo por su pelo brillante y suave.

-Va a venir una princesa a nuestra casa.-repitió en voz baja.

Cuando ella estuvo lista, se metió sistemáticamente en la sala de estar para ver los dibujos. Mientras, me dispuse a vestirme. Tenía que estar guapa para cuando viniese Sharon. Me vestí con una camiseta sin mangas negra, una chaqueta de punto larga verde oscuro y una falda vaquera. Estaba acicalándome en el baño cuando llamaron al timbre. Me sobresalté, aunque sabía quién era.

-¡Amy!-grité, mientras me pintaba la raya negra que perfilaba mis ojos- ¡Ábrele la puerta!

Escuché sus pasos desde abajo, por lo cual deduje que había obedecido a mi orden. Me pinté posteriormente los ojos de un color rosa ácido, con reflejos rojizos. Arreglé un poco mi larguísima melena y me dispuse a bajar las escaleras. No había oído nada, ni un solo saludo. Me inquieté. Amy permanecía prácticamente inmóvil, sosteniendo la puerta con una mano, mirando hacia fuera. Me acerqué a ella. Miraba a Sharon fijamente.

-Amy, ¿te pasa algo, cielo?-pregunté, posando una mano en su hombro.

Se dio la vuelta para mirarme, atónita.

-Es cierto, mamá.-afirmó- Es tan guapa como una princesa.

La miré con ternura. Sharon se reía algo avergonzada. Acto seguido, la pequeña se metió dentro de casa para seguir viendo los dibujos, dejándonos solas. Le sonreí. Realmente, era cierto que venía preciosa, aunque no tan exuberante como de costumbre. Llevaba una falda negra hasta los pies, un corsé negro de tela, apenas apretado, y una torera sobre los hombros. Su melena, alisada, se confundía perfectamente con su atuendo, como intentando camuflarse. Los labios, por el contrario, destacaban al estar pintados de un rojo intenso. Agarrada por ambas manos llevaba una bolsita.

-Cosas de niños-excusé-¿Quieres ver la casa?

-¡Cómo no!

Entró en el interior de la vivienda y dejó que pudiese cerrar la puerta. Luego de hacerlo, permanecí mirándola de nuevo de arriba abajo, maravillada por su belleza.

-Estás guapísima, Sharon.-le dije.

-Será menos.-sonrió- Tú sí que estás guapa. Esa falda te queda genial.

Me sonrojé. Los piropos, por muy pequeños que sean, hacen que me ruborice con facilidad.

-Pues anda que tu pelo… Liso te favorece muchísimo.

Sharon desvió la mirada, fingiendo una sonrisa.

-La verdad…-dijo, con la voz algo trémula- Es que el pelo… no es mío. Siento no habértelo dicho antes… Me daba vergüenza.

-¿Es una peluca?

-No, es un injerto.-se lo palpó- Cuando David vio que me estaba quedando calva, me mandó ponérmelo. Es como el que tenía antes.-se quedó un rato pensativa y rectificó:- Parecido, vaya. Se puede moldear como si fuese pelo normal, y no cae. Aunque preferiría no tenerlo, puestos a elegir.

La comprendí. Seguramente aquel pelo falso era una de las muchas ataduras que su novio le imponía. Ella solo quería ser libre, hacer lo que quisiera. Apuesto a que no quería tener aquel injerto por el que muchas mujeres pagarían solo por llevarle la contraria, para vengarse acaso. Le había hecho demasiadas cosas que no se pueden perdonar.

-Por cierto, cambiando de tema,-dijo Sharon tras un silencio, levantando la bolsa en el aire.- te he comprado un detallito.

-No hacía falta, Sharon.

-Bah, tonterías.-me la entregó- Es lo mínimo que puedo hacer por ti.

Sonriente, la abrí sin demora. Dentro había un paquetito de regalo que, al desenvolverlo, daban lugar a un camisón corto, de color rosa pastel, completamente transparente. Me puse pálida.

-Es para cuando Terry se despierte.-aclaró- Tienes que darle la mejor noche de su puta vida.

La miré. La verdad es que no me lo esperaba, y menos para seducir a Terry, pero he de reconocer que era precioso. Sharon tenía buen gusto a la hora de escoger ropa.

-Muchas gracias, Sharon, yo…

-Vete a probarlo.

Lo hice. Me metí en el baño, acompañada por ella, y me lo puse. Sin habérmelo mirado apenas al espejo, puedo decir que era exactamente mi talla. No me quedaba demasiado flojo ni demasiado ceñido. El color del camisón dotaba mi piel de una bella tonalidad. Mi ropa interior negra se entreveía claramente a través de él, dotando mi apariencia de una tremenda sensualidad. La tela acariciaba mi piel suavemente; me recordaba a las caricias de Terry. Las echaba de menos.

-Estás preciosa.-exclamó, agarrándome por las manos y estirándome los brazos para verme bien.- Te queda como un guante.

Sonreí, algo nerviosa. “La noche de su vida” pensé.

-Gracias, Sharon, no sé cómo compensártelo.

-Ya haces bastante invitándome a comer.

Comencé a desnudarme, mientras le proponía ver el resto de la casa mientras el pollo se cocinaba. Ella, por supuesto, quiso hacerlo. En cuanto me vestí, la subí al piso de arriba.

-Esta es la habitación de Amy.-dije, abriendo la puerta.- Fue de Adrien durante un tiempo, pero la repintamos cuando él se fue y se la cedió.

Las paredes estaban pintadas de rosa, un rosa claro muy parecido al de la prenda que me había regalado. Había mariposas estampadas en la pared, de color violeta. La cama era de madera, al igual que un pequeño escritorio. La caja de las muñecas se encontraba escondida en un rincón. Noté que los ojos de Sharon comenzaban a brillar, hasta el punto de volverse vidriosos. Tocó con la punta de los dedos aquellos insectos dibujados, como si quisiese que su roce los hiciese escapar de la pared volando. Suspiró. Había melancolía en aquel suspiro.

-¿Estás bien, Sharon?-le pregunté, con curiosidad.

-Sí, estoy bien.

Se le notaba serena ahora, después de haberse aclarado la garganta. Igualmente, supe que algo la había angustiado. Me miró.

-Es preciosa la habitación. Y tu niña igual. Es preciosa.-repitió.

Sonreí. La cogí por un pulso para llevarla a otra habitación. No me parecía recomendable que siguiese allí. Era como si algo la hiriese silenciosamente. Eso mismo fue lo que me pasó a mí cuando entramos en el estudio. En él estaba nuestro ordenador de mesa, un escritorio con dibujos míos y todas las paredes adornadas con fotos hechas por mí y por Terry. Desde que cayó en coma, no había vuelto a entrar en aquel lugar. Aquella sonrisa, tan real; aquellos ojos, tan llenos de vida, impresos en el papel, me entristecían. Desearía volver a sentirle junto a mí. Y darle la noche de su vida.

-Este es el estudio.-dije, introduciendo a mi invitada en la sala.

-¡Ostiás!-exclamó.- ¿Y estas fotos?-se acercó a ellas.

-Las sacamos Terry y yo. Nos gusta la fotografía.

-Nunca me lo contaste.

-Apenas lo sabe nadie.

Su vista se posó, acto seguido, en mi carpeta con dibujos que yacía en el escritorio. Me puse pálida cuando la cogió.

-¿Y esto?-los ojos le reían.

-¡Eh, no lo toques!-me acerqué a ella, avergonzada.

-¿Qué es?

La abrió con diligencia y miró su contenido. Aquellos papeles garabateados fueron palpados por sus manos una y otra vez mientras los veía detenidamente.

-Ya me gustaría a mí dibujar así.-me miró.- ¿Este es otro de tus talentos ocultos?

-Ya ves.-cedí, bajando la cabeza.

-Tendrías que hacerme un retrato algún día.

Nos reímos. Su risa era sincera. La mía era completamente fingida. Aquella habitación no podía suscitar alegría en mí.

-Dejé de hacer relatos desde que se lo hice a Terry.-miré una de las fotos. La había sacado yo. Sus ojos color tequila me miraban fijamente a través de ella. Añoraba aquella mirada.

Esta vez fue Sharon la que notó que estar allí me afectaba en exceso y que sería mejor enseñarle otra habitación. En cuanto me cogió del brazo, supe que sería mi salvación y suspiré aliviada. En ese alivio había escondidos pequeños retales de angustia.

-Y esta es mi habitación.-volví a sonreír.

Aquel lugar sí me gustaba. En él había estado con los dos hombres que más había querido en toda mi vida y había padecido el síndrome más hermoso. Al acercarse a la cama, vio aquella máquina horrible y grotesca y se echó cómicamente hacia atrás.

-¿Qué coño es esto?-me recordó a mí misma cuando la había visto por primera vez. Ese detalle me hizo reír.

-La necesito para dormir. Me ayuda a respirar.

Lo dije con total naturalidad. La verdad es que hacía tiempo que le perdiera el miedo. Hasta llegaba a disfrutar con el rumor que producía cada vez que cogía aire. Era mi única compañía en las noches frías.

-¿Quieres probarlo?-le pregunté.

-¡Venga!-se dio la vuelta y cogió la mascarilla con una mano. Se la arrebaté.

-Deja que te la ponga yo.

Sonriendo, se la coloqué suavemente sobre su escultural nariz y su boca sensual y perfecta. Tras haberlo hecho, me arrodillé encima de la cama y estiré el brazo para encenderla. Ese zumbido volvió a inundar la sala. Sharon comenzó a respirar rápido.

-No…no puedo…-no escuchaba lo que decía, pero supe leerle los labios.

-Tranquila, respira fuerte. Cuesta algo acostumbrarse al cambio, pero no es nada.

Agarrándola de una mano, hice que acompasase su respiración con la mía. Respiré hondo, profundamente. Consiguió pillarle el ritmo. Me miró. La miré. Y nos reímos. Era gracioso pensar que yo también me había puesto tan nerviosa como ella los primeros días. Antes de que me diese tiempo a reaccionar, se quitó la mascarilla de golpe.

-Pues sí que es útil esta cosa.

Intentó levantarse de la cama para seguir recorriendo la casa, pero volvió a caer sentada. Oprimió las sienes con ambas manos.

-¿Estás bien, Sharon?


-Estoy mareada.

-No te preocupes. Respira hondo, como antes. Verás cómo te va pasando.-apoyé una de mis manos en su espalda. Le costó algo más que antes, pero consiguió estabilizarse.

-Es difícil acostumbrarse, lo digo por experiencia.

-No pasa nada. Igualmente, mola. Estaría bien tener uno.

-Pues con lo caros que son, mejor casi morirse.-me reí.

Nos levantamos y nos fuimos. El pollo seguía en el horno y seguramente ya estaba hecho. En cuanto llegué a la cocina, detuve el horno y lo saqué. Estaba doradito. Un poco quemado por una esquina, pero apenas se notaría.

-¡Vaya pinta tiene! Estás hecha toda una cocinera.

-Bah, que voy a estar.

Con los guantes de cocina puestos, me dirigí al comedor, donde ya estaba la mesa puesta, con la comida.

-¡Amy!-grité- ¡A comer!

En menos de nada apareció junto a nosotras y se sentó a la mesa, a mi lado. Sharon estaba en una esquina. A las esquinas siempre les llamo los “sitios de honor” pues en ellas solo se sientan los invitados o, en todo caso, aquel a quien favorece una festividad. Es casi tradición. Cuando era pequeña, solo mi padre se sentaba en las esquinas, como si fuese el amo de la mesa. De la mesa, de la casa y de todo.

-Sharon,-le dijo Amy, con ojos brillantes. Esa es su miradita de curiosidad.- ¿de verdad eres princesa?

-Pues claro.-respondí yo, mientras ella bebía un trago de vino.- Todas las mujeres somos princesas, ¿no lo sabías?

-¿Tú también, mamá?-se sorprendió.

Recordé el mote de mi madre. Vino a mis oídos el recuerdo de haberlo escuchado de sus labios.

-Por supuesto.

Tras un breve silencio, Sharon contó su versión.

-Verás… Yo era una princesa muy querida que vivía en un palacio enorme con vasallos, y criados, y súbditos. Era un lugar precioso en el que nunca tenías hambre, ni frío, ni te faltaba de nada. Pero un día, hice algo que no debí hacer… y no pude volver al castillo nunca más.

-¿Por qué?

-Me han desterrado. Es por algo muy complejo, quizás cuando seas más grande.-sonrió, acariciándole la mejilla.

La miré. Intenté no darle vueltas a la cabeza, pensar en aquel ficticio destierro. No obstante, sabía, por la forma en la que miraba a Amy, que había algo que le devoraba las entrañas, y que necesitaba sacar afuera cuanto antes.

Después de comer, mientras Amy jugaba en su habitación, Sharon y yo nos pusimos a charlar en la sala.

-Tienes muchísima suerte, Emily.-me soltó.

Era la segunda persona que me lo decía.

-¿Por?

-Tienes una casa preciosa, una niña monísima, un novio que te quiere…

-Terry no es mi novio.-le repetí.- Somos buenos amigos, eso es todo.

-¿A quién intentas engañar: a mí o a ti misma?

Me quedé bloqueada por un segundo. ¿Engañar? ¿Acaso estaba engañando? ¿Acaso era una mentirosa? Terry… lo vi todo claro entonces. Comprendí que los borrachos siempre dicen la verdad, y por eso me acosté con él. Comprendí que él fuese el único que fuese capaz de arrancarme una sonrisa. Comprendí nuestro mutuo magnetismo. Una sola frase había arrojado luz contra mis sentimientos. Una luz cegadora. Terry… yo…lo amaba.

-Supongo… que todos nos auto-engañamos…-le respondí, titubeante.

-Eso es cierto.

-¿Tú también?

-Sí, con muchas cosas.

-No tendrá nada que ver con mi hija, por casualidad, ¿no?

Giró la cabeza para mirarme anonadada. Seguramente pensaba que no me daría cuenta.

-Vi cómo la mirabas.-proseguí.- Y lo triste que te pusiste al llegar a su habitación ¿Te pasó algo?

Tragó saliva. Estaba a punto de echar a llorar.

-Sabes que no te juzgaré si me lo cuentas.-la tranquilicé.- Nunca lo he hecho.

Recordó. Su boca dibujó una sonrisa amarga.

-Intenté engañarme a mí misma-dijo- porque pensé que sería una buena madre.

-Eso vas a tener que explicármelo.

-Iba a tener un hijo, Emily.

Me quedé impresionada, tanto que me levanté de un salto del sillón. Sentí como si algo me atenazase la garganta y me impidiese seguir respirando. ¿Un hijo? ¿Sharon iba a tener un hijo? No podía creérmelo, no sé. ¿Dónde estaba? ¿Qué le había pasado? ¿Por qué estaba tan apesadumbrada?

-¡¿Qué?!-chillé.

-Siéntate y te lo cuento.-me agarró de un brazo y tiró de mí hacia abajo.

Me tiré en mi sitio como una autómata.

-Verás… No es una historia fácil… Eres la primera persona a la que se la cuento.

-Tienes mi palabra de que nadie más se enterará.-me coloqué en una posición en la cual pudiese mirarla en todo momento a los ojos.

Respiró hondo por la nariz.

-Hace apenas tres años… comencé a sentirme algo mal, por ahí del mes de junio. Ya sabes: vómitos, dolor de cabeza… Además que hacía un par de semanas que no me venía la regla. Decidí ir al ginecólogo. Iba algo asustada, ya sabes, pero a la vez esperaba en cierto modo que mis sospechas fuesen ciertas. Después de hacerme pruebas, volví un par de días después y me dijeron que lo estaba. Sí, lo estaba. Embarazada. La verdad es que me sonó algo raro. Otras como yo se habrían llevado las manos a la cabeza. Ninguna puta quiere tener hijos. Pero yo… yo le sonreí al médico, y casi me tuve que tapar la boca para no gritar. Mi sueño siempre había sido ser madre. Me puse muy contenta. Pero por otro lado no podía dejar que David se enterara. Pensé en escondérselo durante unos 5 meses y, cuando se diese cuenta, sería demasiado tarde y me dejaría tenerlo.-se rió irónicamente. Luego prosiguió:- Quitando el malestar típico del embarazo, me encontré bastante bien. Por fin, pensé, servía para algo más que para darle placer a cuatro salidos de mierda. Esta vez estaba, nada más y nada menos, que dándole vida a un nuevo ser. Me sentía infinitamente feliz. Recuerdo que le cantaba a veces…estando sola en casa para que David no me oyese… una canción holandesa. Me la cantaba mi madre cuando era pequeña… Witte zwanen. Zwarte Zwanen. Wie gaat er mee naar Engelland varen?-comenzó a entonarla entre lágrimas. Reconocí aquella forma de llorar. Era dulce y desesperanzada, rendida. Mucho había llorado de esa manera cuando perdí a Jimmy. Se tapó la cara con las manos.
-Sharon…-la abracé, pasándole un brazo por la espalda.- tranquila… no me lo cuentes, si no quieres. Siento habértelo preguntado

-No, no.-negó con la cabeza.- Quiero contártelo. Necesito contártelo.

Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano.

-“La cosa es que David no es tonto y se dio cuenta enseguida. Fue el 22. Me estaba desnudando y me suelta: <<¡Qué gorda estás!>> y…bueno… comenzó a hacerme daño. Me puse nerviosa, porque no sólo estaba haciéndomelo a mí.-se acarició el vientre.-Y tuve que soltárselo. “

“-¿Qué?-me preguntó cuando se lo dije. “

“-¿No te das cuenta, David? Vamos a tener un bebé. “

“Era una ingenua. Una jodida y asquerosa ingenua. “

“-Sí, ¿tuyo y de quién más? “

“-¿Cómo que quién más? “

“-No te hagas la inocente. Te has acostado con más tíos que yo. ¿Qué crees, que no te preñan? “

“No supe qué contestarle. Estaba muy asustada. Ya me quedara bastante claro que David aborrecía a ese niño, que ni siquiera había nacido. “

“-Tienes que abortar. “

“Ahí sí que me quedé petrificada. Por supuesto, mi respuesta fue un no rotundo. A mí no me parece mal que la gente aborte si tuvo un hijo por error; eso antes que no quererlo. Pero yo sí que lo quería. “

“-Si no quieres hacerlo por las buenas, vamos a tener que hacerlo por las malas.-me dijo. “

“Entonces… -Sharon rompió a llorar de nuevo. Escuchaba que le faltaba el aire por la ansiedad y el terror de tener que revivir aquello.- Me agarró por los pulsos y me tiró en la cama. Yo le gritaba que no me hiciera daño, que me dejase, que parase… Pero no me hizo caso, no me hizo caso… Y siguió, una y otra vez… Me violó… cinco veces-recalcó- Y yo chillaba… no quería perder a mi bebé… Entonces, comenzó a salirme como agua y mucha, mucha sangre… Intenté levantarme, pero me dolía la barriga como si me la estuviesen apuñalando. Antes de irse a ponerse hasta el culo de birras y de putas, David me propinó un codazo fuerte en el vientre…-se lo acarició, gruñendo entre dientes:- El muy capullo quería dejar el trabajo bien hecho. “

“Conseguí levantarme y pedir un taxi, que me dejó en la puerta del hospital. Me dolía mucho, casi no podía moverme. Me temblaban las piernas… estaba muy asustada. En cuanto entré, me tumbaron en una camilla y me hicieron preguntas, mientras me miraban ahí abajo.-miró la zona con recato.- Yo no paraba de llorar y de decirles que salvaran a mi hijo. Uno de los médicos me dijo: “

“-Tiene usted en la cavidad vaginal varias contusiones. ¿Ha sido víctima de algún tipo de agresión sexual? “

“Puedo ser un poco idiota para esto de la jerga médica, pero entendí perfectamente que insinuaba que me habían violado. Y mira, táchame de lo que quieras, insúltame, me lo merezco, pero cubrí a David. Y condicioné la salvación de mi bebé. “

“-Es…es que… soy puta. “

“En cuanto oyeron eso, casi me dejan allí desangrándome. Pero saqué un fajo de billetes del bolsillo, pues metí la cartera para pagarme el taxi, y grité: “

“-Les pagaré lo que quieran. Tengo pasta de sobra. ¡Pero por amor de Dios, no dejéis que se muera! “

“No pudieron hacer nada. Aunque al menos yo estoy viva, y algo es algo…-se mordió los labios.- No sabes lo duro que es tener que empujar, y empujar, y empujar para sacar para afuera un cadáver. Y le vi muerto, Emily, le vi muerto… “

No pude resistir más. Ahora era yo la que lloraba. Me abracé a ella con fuerza, agarrando sus costados con ambos brazos. Ella me envolvió el cuello. La escuchaba gemir de dolor en el oído.

-Sharon, te juro por mi madre que no vas a volver a sufrir más, y menos por un hijo de puta de ese calibre.

-Él hizo lo correcto, Emily. Una puta no debe tener hijos.-respondió, muy convencida, y mismo serena.

-¿Tú te estás oyendo? ¡Tienes todo el derecho del mundo a tenerlos, como mujer que eres! ¡Y si no te sale del coño abortar, pues no te sale del coño y no hay más que decir, le guste o no! ¡Tú tienes potestad para decidir sobre lo que quieres hacer con tu vida!-bajé la cabeza. Ahora mi tono estaba medio apagado por el recuerdo.- No cometas el mismo error que yo cometí.

Pronto vino la noche, y con ella, la calma nos sobrevino. Aparte de las ganas de alcohol. Dejé a Amy en casa de Lorelay. La niña entró en su casa emocionada, pues se había comprado un perrito pequeño, cubierto de pelo blanco castaño, con unos ojos grandes, oscuros y brillantes. Le llamó Pipo. A mí me recordaba a Terry.

Llegamos al bar alrededor de las 11 de la noche. Tobías estaba fumando un cigarro en la puerta, vestido de negro enteramente, con un gorro de lana en la cabeza para guarecerse del frío. Aún así, estaba sentado en una esquina, acurrucado. Le vi temblar suavemente. Quizás estaba llorando. Nos vio y, sin levantar la cabeza, se levantó. Finalmente, nos miró a los ojos. Los suyos, hermosos y verdes, no parecían estar irritados. No obstante, parecía estar algo amargado.

-Buenas noches, Tobías.-le dijimos a unísono.

-Buenas noches.-contestó. Tenía cansancio en la voz.

-No tienes muy buena cara.-fue Sharon quien lo advirtió.- ¿Te encuentras bien?-apoyó una de sus largas manos en la mejilla de él.

-No te preocupes.-respondió, secamente. Vi que se sonrojaba.

Cuando íbamos a entrar en el local, Tobías me agarró por un brazo y arrimó su boca a mi oído.

-¿Podemos hablar?

-Claro.-le susurré.

Le dije a Sharon que me encontraba un poco mareada, que entrase ella en el bar y yo la seguiría en breve. Él y yo nos sentamos uno al lado del otro, medio acurrucaditos. Me pasó un pitillo y no pude decirle que no. El calor que producía el tabaco y el abrigo que me proporcionaba el cuerpo de Tobías hacían que me sintiese a gusto.

-¿Sabes?-comenzó, con voz muy velada.- Conseguí vencer un poco el insomnio y el mono y pude dormir un par de horas la pasada noche.

-¿En serio?-reconocí que era un gran paso.

-Sí. Y he soñado algo… Estuve pensando mucho tiempo en ello.

“Otro con sueños extraños” pensé. Por lo menos no era la única.

-Cuéntame.-le ordené, mientras le daba una calada fuerte al pitillo.

Tobías me imitó.

-“Verás… La cosa era… que me encontraba apoyado en el marco de la puerta de una habitación. Dentro había un crío de unos 8 o 9 años, no sé muy bien, durmiendo en la cama. Me daba la impresión de haber estado más veces allí y de haber visto a ese niño más veces. Lo veía dormir, tan quietecito, y sonreí. Tenía tentaciones de darle un beso de buenas noches, ya sabes, como hacen algunos padres, pero no soy esa clase de tío. Me limité a escuchar cómo respiraba, tranquila y profundamente, y saber que estaba bien. Entonces oigo una voz. Una voz preciosa: “

“-¿Está dormido? “

“Me giro y allí está, acostada en la cama.-se sonrojó como una manzana, sonriendo.- Era Bloody. Estaba guapísima, nunca la había visto tan… Aunque estuviese sin maquillar y con un pijamita polar. No me importaba, yo la veía bonita. Nos miramos, sonriendo y me acerqué a ella. “

“-Vas a tener que levantarte pronto, prepararle el desayuno, llevarle al colegio…-la verdad es que no sé por qué lo sabía, pero dicho por Blood sonaba mejor. “

“-No te preocupes por nada. Yo me encargo de él hasta que te pongas bien. “

“La besé en los labios dulcemente. Después, ella se metió debajo de las mantas y la acaricié. Luego me desperté, como siempre. “

-Qué lindo, Tobías.-dije, contenta, dándole otra calada al cigarro.- Tú y Bloody padres de una criaturita.

Pensé en el sueño de Sharon. Su sueño frustrado. Quizás Tobías era el indicado. Él nunca le levantaría la mano. Lo intuyo, son cosas que pueden percibirse a simple vista.

-Estuve pensando, ya te lo dije.-me advirtió.- Yo también pensé que muy bonito, que daría… yo que sé qué daría… supongo que todo, por estar con ella, y tener un niño… Aunque se me den como el culo. Pero… no podemos ser padres.

-¿Y eso por qué?

-¡Oh, vamos! ¿Es que no lo ves?

Negué con la cabeza. Tobías suspiró profundamente.

-No quiero que mi hijo tenga que oír a su madre llegar a las tantas a casa, a veces acompañada de maromos horribles y malolientes que la soban, y la toquetean por Dios sabe cuántos sitios. Nunca lo entendería. En cuanto a mí…-tardó en comenzar a explicarse.- Cuando vas a esnifar, el sonido que hace el papel de aluminio que vas a usar al desenrollarse es tan… enervante, tan molesto… hasta a mí, que soy el que lo usa, me produce escalofríos, me crispa la sangre. Quizás no es tanto por el papel en sí, sino por lo que voy a hacer con él. Y… no puedo permitir que ningún hijo mío tenga que oírlo, porque va a saber qué es… y no quiero. Aparte de esto… ¿tú crees que los niños de la escuela, o los vecinos, no se van a enterar de quién es hijo? Y Bloody…-bajó la cabeza. Pronunciar ese nombre le hacía ruborizarse.- ella se culpará. Lo sé. Pensará que es suya la culpa, por ser lo que es… Y mira… que yo me haga esto, vale,-me enseñó disimuladamente las heridas de la muñeca.- pero si lo hace ella… no lo voy a soportar…va a ser superior a mí… Y no quiero dejar a mi hijo solo en el mundo. Sé lo que se pasa en esos casos y no es agradable. Nuestra unión estaría destinada al fracaso y todo se iría a la mierda.

Tobías comenzó a fumar frenéticamente. El mero hecho de pensar en aquella situación le producía una angustia enorme. La vi reflejada en sus ojos. Eran como un espejo. No quise abrazarle, solamente le cogí de la mano. ¿Qué podía decirle? Tenía razón, en todo. Su relación se iría al garete, su niño llevaría a cuestas una infancia traumática y dolorosa; y todo por esos compañeros, esos vecinos, que recriminan a un pobre chaval con miradas acusadoras y burlas tipo “hijo de esta”, “hijo de aquel”… Era como si la propia sociedad, con esa cruel estratagema, intentase impedir que gente como Sharon y Tobías pudiesen tener un hijo como cualquier persona. Y no sólo harían sufrir a esa criatura, sino también a sus padres, hasta el punto de que no sabrían ni qué hacer. Dejar las drogas, todo el mundo sabe que no es nada fácil. La prostitución es aún peor, pues tienes que enfrentarte a mafias y demás tinglados. Eso es demasiado difícil para una mujer. Y para una pareja.

Acabamos de fumar nuestros respectivos cigarros y entramos en el bar juntos. Antes de que Tobías cruzase la puerta, cabizbajo, le di una palmadita en la espalda. Comprendió lo que quería decir y me dedicó una sonrisita muy leve. Me senté al lado de Sharon y él se escondió tras la barra, el único lugar seguro de su existencia. Esta vez, Sharon no le preguntó qué le ocurría ni si se encontraba mal. Sabía que sí. Ni siquiera fue capaz de mirarla a los ojos.

De repente, mientras agarraba con la mano el cubalibre que me había servido Tobías, recibí una llamada. Era Lorelay. Supuse que estaría harta de la niña y que querría que fuese a recogerla.

-Dime Lori.-respondí.

-Emily… ven inmediatamente.

Había nerviosismo en su voz. Supe que algo no marchaba bien.