viernes, 1 de enero de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXIV-Muñeca rota


-¡Mira, está comenzando a abrir los ojos!

-¡Se está despertando!

-Menos mal, pensé que se quedaría así para siempre.

-¡Ay, no seas mal agorera, por Dios!

Manchas de colores borrosas. Voces conocidas. Pitidos, enervantes y molestos pitidos que se clavaban en mi oído como cuchillos. Dolor, por la zona del corazón. Mi respiración es muy débil, me cuesta, pero comienza a acompasarse. Siento un sopor dulzón en mi garganta que va desapareciendo. Comienzo a distinguir caras, personas que me rodean. Quiero palparlas, pero los brazos todavía no me responden.

-¡Emily! ¡Emily, menos mal!

Era Liza, que se encontraba a mi lado, mirándome esperanzada. Sin que me diese tiempo a reaccionar, se tiró encima de mí para abrazarme fuertemente.

-¡Ay!-me quejé.

Sentí un dolor en el pecho. En cuanto ella se separó de mí asustada, comenzó a remitir.

-¡Lo siento, Emily!-se disculpó.

-No pasa nada, pequeña.-respondí.

Las primeras palabras que pronunciaba. Todos me miraron con asombro, se dieron cuenta de que había vida dentro de mí. Liza, que no era capaz de contener su alegría, arrimó su mejilla a la mía y, con fuerza, me agarró un hombro, pasando el brazo por mi espalda. Lorelay también se acercó por el otro lado e hizo lo mismo, pero pasando el brazo por delante. Al hacerlo, notó algo que sobresalía de mi pecho.

-¿Qué es esto?

Lo miré, con bastante curiosidad. Un tubo fino salía de dentro de una gasa y depositaba el líquido que portaba en un aparato.

-Eso es un tubo de drenaje.-dijo Adrien.- Después de una operación así, se tiende a acumular líquidos dentro del tórax.

-¡Qué asco, por favor!-exclamó Lorelay.- Casi era mejor no saberlo.

Impulsivamente, dejé que mis dedos acariciasen aquel tubo que entraba en contacto directo con mi herida. Me resultaba bastante extraño el hecho de que pudiese salir bien de la operación, que no me pasara nada, que por una vez la suerte de la que me había hablado Terry comenzara a notarse. Él se encontraba apartado, junto con la tita y con Thomas. Lo miré. Sonreí. Supo que esa mirada era para él y me devolvió la sonrisa. Los demás nos miraron de reojo y se percataron de la situación.

-Casi nosotros nos vamos a tomar algo.-dijo Lorelay.- ¿Vienes, Terry?

-No, yo me quedo.

Se marcharon, sin protestar, aunque quizás un poco molestos por no poder seguir llenándome de mimos. Liza, antes de cerrar la puerta, añadió:

-Volvemos dentro de nada, ¿eh?

Dicho esto, realmente nos encontramos solos. Sin enfermeras, sin médicos, sin nadie. Terry se acercó a mí muy despacio, como si quisiera observarme detenidamente desde lejos.

-¿Viste como no es tan fácil acabar conmigo?

Se situó a mi lado, y volvió a cogerme de la mano, la cual la tenía apoyada en el pecho. Estaba feliz. Yo también lo estaba.

-Tuve tanto miedo de perderte.-dijo.

-Un buen amigo mío me dijo que yo nunca moriría.

Me remití a las palabras que Angus había pronunciado en mi sueño, el cual recuerdo con total nitidez. Sentía como si, mientras me estuvieron operando, hubiese sucedido de verdad. Terry comenzó a acariciar mi mano con sus dedos largos, como intentando proporcionarle calor.

-Tienes las manos frías.-dijo. Lo miré algo angustiada. Después de decir esto prosiguió:- Parece que tu cuerpo vuelve a la normalidad.

Torcí el labio. Lo decía por la tendencia que tenían mis manos a estar frías. Era típico en él decir algo así para mosquearme.

-Qué manía de meterte con mis pobres manos. ¿Qué culpa tienen de estar siempre congeladas?

Sonrió. Supongo que le alivió comprobar que mis respuestas no habían cambiado desde que me habían metido en el quirófano. Cambió de tema.

-¿Sabes? Creo que si te quedaras una sola hora más dentro de aquel puto quirófano, entraba a sacarte de allí.

Me reí. Sólo a Terry se le podría ocurrir algo así.

-No te dejarían entrar.-dije.

-Veríamos si no les pegaba cuatro hostias. Y luego, te operaría yo. No debe ser tan difícil, he reparado los suficientes coches como para hacerme una idea.

-¡Oye, que yo no soy un coche!-respondí, pegándole en un brazo.

-Bueno, parecidos sí que sois.

-Vete a la mierda.

Me sentí pletórica por poder volver a bromear con Terry. Hacía demasiado tiempo que nuestras gracias se veían ensombrecidas por aquella horrible enfermedad. Aunque la verdad es que pensé bastante en lo que me había dicho Terry. ¿Quién sabe si él no me operaría tan bien, o quizás mejor que aquellos médicos? Las cortadas que él me diera, las sentiría yo como si fuesen caricias. Y no podría tener dudas sobre si eliminaría mi mal; tal y como era, lo arrancaría de raíz. Dejé de soñar. En un alarde de curiosidad, aparté la gasa para mirar mi propio corte. No pude verlo de todo, pero era una enorme cicatriz que recorría mi pecho izquierdo. Todavía se dejaban entrever unos hilos blancos que pasaban por dentro de mi piel, impidiendo que se desbordase la sangre.

-¿Puede ser más grande y más fea?-dije, sin apartar la mirada de ella.

Terry me levantó la cara colocando uno de sus dedos en mi barbilla. Nos miramos a los ojos.

-No es nada fea. Algo que le ha salvado la vida a algo tan bonito como tú, no puede ser feo.

Sonreí levemente, a pesar de que aún no había visto la totalidad de la cicatriz. Ese hecho me asustaba, pensar que en mi piel quedaría para siempre el grotesco recuerdo de tan dolorosa enfermedad, que me hizo sentirme tan sola, tan débil, tan asustada, pero que a la vez me hizo conocer gente, convertirme, quizás, en una madre más responsable y en una mejor compañera, me enseñó a apreciar los pequeños detalles, a ver la luz al final del túnel. Sentí un escalofrío en mi espalda, como si la paloma que tenía tatuada agitase sus alas, para demostrarme que todavía puede volar. Extendí suavemente mis brazos hacia Terry, y él me abrazó con más ternura que nunca. No sabía cómo agradecerle todo lo que había hecho por mí. Al deslizar mi mano por su espalda, me di cuenta de que no era un sueño, que realmente había superado la enfermedad, que estaba viva, y que, realmente, era una tarea ardua poder acabar conmigo.

Poco después, estando en compañía todavía de Terry, pues los otros aún no habían llegado, sonó mi teléfono móvil, que seguía afincado encima de la mesita, tal y como lo había dejado. Era Sharon. Lo supe desde el principio, pues tenía un tono característico para cuando ella me llamaba.

-¿Sí?

-¿Sobreviviste?

-No, estás hablando con un espíritu, no te jode. ¡Por favor!-gruñí.

Escuché que se reía por el otro lado del teléfono.

-Era broma, mujer. ¿Cuánto hace que estás despierta?

-Apenas nada. Y todavía no ha venido ningún médico a verme. Qué triste, ¿no?

-Mujer, si quieres vuelvo a convencer a Fortman.

-Todavía me tienes que explicar cómo lo hiciste.

-Nada extraordinario. Simplemente usando mi…poder de convicción.

-Me lo pones a huevo para pensar mal.

-Piensa como quieras.

Trató mis subidas de tono, que eran simplemente una broma, de una manera tan seria, que casi era como si creyese que yo lo pensaba de verdad. Temí ofenderla. Aún así, fue Terry el que nos hizo cambiar de tema.

-¿Con quién hablas, reina? Tenéis un rollo de la ostia.

-Con una amiga mía.-respondí, apartando la boca del teléfono.- Sharon, ¿sabes? Aquella que conocí en radio.

-Ah, sí, ya me acuerdo.

Sentí que, al otro lado del teléfono, la respiración de Sharon se desbocaba.

-¡Eh!-dije, volviendo a arrimar los labios para que me oyese.- ¿Estás bien?

-¿Por qué no iba a estarlo? Lo que pasa es que me pone un poco tensa que nos anden escuchando mientras hablamos.

-¿Lo dices por Terry? No te preocupes, que no le dejo yo oír nada.

-¿Ah, no? ¿Y cómo lo vas a impedir?-respondió él, mientras me abrazaba, agarrándome las caderas con cuidado de no tocarme en la herida.

Comenzó a hacerme cosquillas en la barriga, con el fin de intentar quitarme el móvil.

-¡Quieto!-le ordené, riéndome.- ¡Ay, para, no seas crío!

Supuse que Sharon se sentiría confusa por la situación, así que le dije, a carcajada limpia:

-Sharon, mejor hablamos en otro momento. Besos, cuídate.

Corté la llamada y posé el móvil en la mesita, haciendo un esfuerzo.

-¿Contento?

Dejó de hacerme cosquillas. Estaba encima de mí, sosteniendo su cuerpo con los brazos.

-Oye, que no quería que cortaras.

-Es igual, mucho no tenía que contarle.

-Hace tanto tiempo que no te veía feliz.

-Ahora lo único que quiero es olvidarlo todo.

Él sonrió, supongo que también desearía hacerlo, pero algo así, nunca llega a olvidarse. Por lo menos yo, tendría siempre marcada en mi piel. En mi piel, en mi mente, en mi alma, en mi ser. La verdad es que tuve tiempo de pensar, de pensar en lo mucho que tengo, en lo mucho que puedo perder. Después de verle la cara a la Muerte, de poder sentir sus manos frías a punto de hundirse en mi pecho, me di cuenta de que debería aprovechar la oportunidad que me brindaba la vida. No sé cómo. Quizás comenzando por lanzarle a Terry una mirada de agradecimiento, de felicidad, que supiera lo mucho que había hecho por mí, y lo mucho que se lo agradecía.

Dos semanas después de estar allí encerrada en aquella habitación, recluida, recibiendo cada día un par de horas, o quizás menos, la visita de Terry, me dieron el alta. Recuerdo aquel día con ilusión, con la misma que siente una paloma que comprende que será liberada después de días de cautiverio. Él vino a buscarme ya por la mañana. Traía consigo una bolsa llena de ropa, la cual posó en mi cama, siendo atentamente vigilado por mí.

-Te he traído un jersey y una bufanda también.-dijo.- Hace bastante frío.

-Ok, me visto en un vuelo. Espérame fuera.

Nos retuvimos la mirada hasta que salió de la habitación y cerró la puerta. Ambos no nos podíamos creer que aquel momento se estuviese llevando a cabo al fin. Me apresuré a levantarme de la cama y coger la ropa. Dentro de la bolsa había una camiseta blanca, un pantalón negro, un jersey también de ese color y una bufanda blanca, a la par que unas botas de tacón oscuras. Me vestí rápidamente, me resultaba realmente confortable haberme quitado la bata y poder volver a llevar otra vez mi propia ropa. En cuanto me hube vestido, salí de la habitación. Antes de cerrar la puerta, le eché un rápido vistazo. Entre aquellas sábanas, encerradas para siempre en aquel lugar se quedaban mis nervios, mis lágrimas, mi soledad, mi tristeza y todos los fantasmas del pasado que me ayudaron en las más angustiosas noches a conciliar el sueño.

Le lancé una mirada a Terry, que él supo interpretar como mis deseos de irme. Se separó de la pared en la que estaba apoyado y me cogió por la muñeca. Recorrimos el pasillo camino del ascensor. Miré a todos los médicos y enfermeros con los que me encontré con una sonrisa, despidiéndome así de ellos. Cruzamos Terry y yo la puerta que separaba el hospital de la calle agarrándome él por la muñeca, como si fuésemos una pareja de enamorados, al igual que había dicho Fortman. Al llegar a fuera, me solté de su mano. No me acababa de creer que todo hubiese acabado, que pudiese estar otra vez en el exterior, camino de retomar mi vida. Inspiré fuertemente aquel aire húmedo y frío, y una lágrima de incredulidad y agradecimiento a la Virgen por haberme ayudado, se deslizó por una de mis mejillas. Terry la vio, y me miró preocupado.

-¿Te pasa algo, Emily?

Giré levemente la cabeza y sonreí.

-¿Qué me va a pasar, si nunca me encontré mejor?

Acercó su rostro al mío, hasta el punto de poder oírle respirar.

-Estoy tan contento de volver a tenerte otra vez en casa.

-¿Echabas de menos a alguien que te la limpiase, que te hiciese la comida, que lavara los platos…?-bromeé.

-¡Vete a la mierda!

Me reí. Me reí con verdaderas ganas. Después de tanto tiempo sufriendo, me parecía increíble poder estar experimentando aquella felicidad sincera. Posteriormente, nos montamos en el coche, pues teníamos que ir a buscar a Amy a casa de mi hermana Lorelay. Llegamos pronto, casi sin mediar palabra.

-¡Hola, Emily!-dijo ella, en cuanto me abrió la puerta.- ¡Cómo me alegro de que vengas a visitarnos!

-La verdad es que no me voy a parar mucho, vengo a buscar a…

Entonces me percaté de que Amy estaba allí, espiándonos desde la distancia. Seguramente, cuando hubo sabido que yo estaba en el piso, había salido de la habitación de invitados, que era donde estaba ella siempre. En cuanto se hubo percatado de que la había visto, se acercó a nosotros corriendo y me abrazó fuertemente, ejerciendo presión en mis costillas. Bajé la cabeza y la miré con ternura. Seguramente había estado esperando por este momento con impaciencia.

-¿Ves como no ha pasado nada, Amy?-dijo Lorelay.

Ella no respondió, se limitó a permanecer abrazada a mí, cerciorándose de que estaba allí realmente. Le acaricié el pelo.

-¿Nos vamos, cariño?-pregunté en voz baja.

Amy se separó entonces y me agarró la mano. También quería ir a casa, y que todo volviese a la normalidad, recuperar el tiempo perdido. Lorelay insistió:

-Mujer, ¿no os quedáis a cenar ni nada?

-Lo siento, Lorelay, tengo ganas de volver a mi casa, comer en mi comedor, dormir en mi cama. Ya vendremos otro día si eso.

-Vale, vale.

Me pareció eterno el camino a casa. En cuanto la vi, desde la ventanilla del coche, fue cuando comencé a darme cuenta de que aquello era real. El dolor desaparecía. Se aceleraba el corazón.” Todavía sigo viva”, pensé. Me apresuré en bajar del coche en cuanto hube percibido que se detenía. Al cruzar el umbral de la puerta, me abandonaron todos mis miedos y comenzaron a arder en mi pecho mis ganas de vivir. Nada había cambiado, seguía todo tal y como lo recordaba. Después de pasarme casi un mes en el hospital, casi me parecía mentira estar allí.

-¿Qué preparo de cena?-preguntó Terry, mientras se dirigía a la cocina.

-¡Eh! ¡Eh!-dije, siguiéndolo.- Cocino yo.

-Ni loco te dejo. Acabas de salir del hospital, Emily.

-Por eso. Llevo 3 semanas sin hacer la comida, y sabes que me encanta cocinar. ¡Anda, sé bueno!

Terry levantó una ceja, sonriéndome.

-Ya sabes que bueno no soy.

-Venga, ¿qué te cuesta? No me esforzaré mucho, en serio.

-¿Por qué ese empeño en cocinar?

Dudé un momento antes de responder.

-Porque estoy harta de sentirme inútil e indefensa. Quiero volver a hacer todo lo que hacía antes.

Se hizo el silencio durante un instante. Seguramente Terry intentaba entender mis razones.

-Está bien.-cedió.- Si te empeñas…

-Acabaré en un santiamén. Te lo aseguro.

En cuanto él optó por irse de la cocina, no tardé en meterme entre los fogones. La verdad es que no podía llegar a comprender del todo como algo tan simple me llenaba tanto en ese momento. Era la satisfacción de poder hacerlo, de volver a estar levantada, en mi casa, haciendo la cena para mí y mi familia, sin la tensión que eso suponía cuando estaba con Robert, sin ningún tipo de miedo.

Mientras freía la menestra, aderezada con ajo, comenzó a dolerme la cicatriz. Me llevé una mano al pecho y lo oprimí, con el fin de paliar el daño. Una preocupación surgió en mi cabeza: todavía no había visto con claridad aquella cicatriz, todavía no sabía qué había quedado impregnado en mi cuerpo para el resto de mis días. Entonces sí que me asusté, no del dolor, sino de su fuente. Enseguida recuperé la compostura y pude seguir con la comida. Eso sí, las verduras se habían quemado un poco.

Cené bastante aquel día. Hacía mucho que no comía con aquella avidez. Quise acabar lo más pronto posible, pues estaba bastante cansada. Terry lo notó, por lo que se ofreció a fregar los platos. En cuanto hube comido, me dirigí a la habitación ansiosa. Cuando abrí la puerta, sentí un enorme alivio. Era como si me imaginase que las cosas no estaban igual. Aún así, había un objeto, tapado por la mesita de noche, que nunca había visto. Me acerqué a él. Era una bombona, con una mascarilla.

-¡Terry!-grité.- ¿Qué coño es esto?

Me quedé completamente quieta, para poder escuchar cómo subía apresurado las escaleras.

-¿Qué coño es el qué?-preguntó, nervioso.

-Esto.-respondí, moviendo la cabeza hacia dicho aparato.

-¿Fortman no te lo ha comentado?

-¿Qué tenía que comentarme?

-Me dijo que lo compráramos. Solamente tienes que usarlo por la noche, en principio, durante 6 meses. Si necesitas usarlo en otro momento, mientras estés en casa, puedes hacerlo, pero tienes que decírselo a Fortman.

-P…Pero yo estoy bien.-intenté convencerlo, a él y a mí misma, titubeando.

-Lo sé,-respondió Terry, acariciándome el pelo.- pero toda precaución es poca. Sabes que nunca permitiría que te pasara nada, pequeñaja.

“Pequeñaja”, hacía muchísimo tiempo que no me llamaba así, años. Lo miré a los ojos, con la mirada más infantil que puse en mi vida. Sonrió.

-Supongo que sabrás usarlo.-dije.

-Algo me explicaron en la tienda. Seguro que entre los dos podemos.

Dicho esto, se marchó de la habitación, dejándome otra vez con aquel aparato horrible, fruto de tanto sufrimiento y tanto miedo. Me angustiaba estar allí. Opté por deshacer la cama y coger mi camisón. Hacía demasiado tiempo que no me lo ponía. Había perdido completamente mi olor, para adquirir un aroma a pasado, sobrecogedor. Me quité el jersey y la camiseta, quedando semidesnuda de espaldas al espejo. ¿Me atrevería a mirar y a conocer la huella que albergaba mi cuerpo?

Me armé de valor y me di la vuelta. Bajé ligeramente la mirada. Allí estaba. Irritada, reciente, palpitante, surcando mi pecho. Cuando la vi, en su totalidad, sentí un estremecimiento enorme. Millones de pensamientos desoladores asolaron mi mente, y mis ojos no querían separarse del espejo, de aquella imagen horrible que estaba destinada a ver durante todos los días de mi vida.

De repente oí una voz. No me inmuté, seguí observando la cicatriz, al borde de las lágrimas.

-¿Te pasa algo, Emily?

Era Terry.

-No.-respondí, volviendo a darme la vuelta, para poder coger el pijama.

-Estás pálida.

-Me encuentro bien, de verdad.

¿Para qué iba a contárselo? Sería inútil, no lo entendería. No podría entender el impacto físico que produce algo así. Un hombre al que le pase algo así, simplemente tendrá que abrocharse un par de botones más de la camisa, pero ¿una mujer? No poder llevar un escote, un bañador, sin que te taladren con la mirada, es algo casi inhumano. Una de las tantas discriminaciones que tenemos que sufrir.

Volví la cabeza para echar un rápido vistazo a mi cuerpo desnudo de nuevo. Sentía algo tremendamente extraño; como si aquella espalda, aquel pecho, aquella cicatriz, no fuesen míos. Como si perteneciesen a alguien desconocido, implantados en mí. Y pensar que me habían arrancado un trozo de pulmón era quizás lo más inquietante de la situación. Me encontraba hecha añicos, pedazos, retales. Como una muñeca rota.

En medio de la noche, mientras dormía, escuché unos ruidos procedentes del baño. No les di importancia. De repente, cesaron aquellos sonidos, y unos pasos silenciosos se acercaron a la cama. Sentí una suavísima presión en la frente. Indudablemente, unos labios. Abrí los ojos lentamente, para poder vislumbrar a la persona que me entregaba su cariño. Era Terry.

-¿Qué pasa?-dijo.- ¿Es que eres como la Bella Durmiente, que no se te puede dar un beso sin que te despiertes?

Pasé por alto su comentario. Observé, con mis ojos repletos de legañas, casi ciegos, que estaba vestido con ropa de calle. Palpe su brazo. Llevaba puesta la cazadora que solía llevar habitualmente.

-¿A dónde vas?-pregunté, con voz decaída.

-A dar una vuelta.

-¿A estas horas? ¿Estás loco?

-Tranquila, volveré.

Me extrañó su afirmación. No era un “volveré pronto”, ni un “volveré enseguida”, ni siquiera un “volveré tarde”; me estaba asegurando simplemente que volvería. Que volvería, me pregunté largo rato qué quería decir exactamente. ¿Era tan peligrosa la zona a la que iba? ¿Existía algún peligro escondido en la noche que pudiese amenazar su vida? El miedo, la angustia, estallaron en mi interior entonces. Extendí mis brazos, con el fin de poder agarrarlo y retenerlo en casa. Tomé su rostro con mis manos, sin siquiera abrir los ojos. Lo tomé con dulzura, pero en mi voz se notaba el pánico, y un tímido reproche:

-Quédate. No te vayas ahora.

Tantas veces que había tenido que dejarme, muy a su pesar, sola en la habitación del hospital, y aquella vez, en la que tenía la posibilidad de quedarse conmigo el resto de la noche, optó por contestarme, fríamente:

-No me esperes despierta.

Lo solté. Comprendí que no podía hacer nada ara que permaneciese allí. ¿Por qué aquellas repentinas ganas de irse? ¿Por qué quiso dejarme, con la mera compañía de aquel aparato horrible, que hacía un leve ruido cada vez que inspiraba, de la cicatriz, que latía, aprisionada entre todos los hilos que constituían su estructura? Escuché cerrarse la puerta de la habitación. Todo se quedó en silencio.

A la mañana siguiente, temprano, percibí claramente que Terry se encontraba a mi lado en la cama, como de costumbre, agarrándome por detrás, como si tuviese miedo de que fuera yo la que se marchara. Permanecí inmóvil. Quería aprovechar aquel momento. La tristeza se había apoderado de mí, haciendo que me estremeciese cada vez que desviaba la vista hacia aquel aparato. Luego miraba a Terry, que dormía profundamente, y tenía ganas de llorar. Un implacable frío se extendía por mi cuerpo, y sólo podía ser aplacado por aquellos brazos que me aprisionaban dulcemente. De repente, sentí que él, sin dejar de abrazarme, se incorporó ligeramente, acercando su boca a mi oído.

-Emily, ¿estás despierta?-susurró.

Me mantuve inmóvil. Tenía los ojos completamente abiertos, pero no me apetecía levantarme. Me atemorizaba tener que volver a ver aquella cicatriz, tener que volver a enfrentarme a la realidad. Tendría que hacerlo, tarde o temprano, pero necesitaba permanecer en la cama, entre los brazos de Terry, todo el tiempo que pudiese. Era costumbre suya preguntarme si estaba despierta cuando iba a levantarse. Aunque pareciese incoherente, me gustaba que lo hiciese. Sus palabras se introducían como caricias suaves en mi oído, cosquillas que me hacían sonreír, que me producían un placer tal, que todo mi ser vibraba tiernamente.

Al ver que no obtenía respuesta, me acarició el cabello con el dorso de la mano con mucha delicadeza, intentando no despertarme. Lo miré, sin mover la cabeza. Apenas pude verlo, por la oscuridad en la que la habitación estaba sumida, pero pude vislumbrar su rostro, con la suficiente claridad para saber que de él se trataba sin ningún tipo de duda. No pude saber cuál era su expresión, pero podría jurar que una lágrima de rabia contenida resbalaba dócilmente por una de sus mejillas.

Me soltó por completo para disponerse a levantarse de la cama. Me sentí desprotegida, y el frío volvió a apoderarse de mí, sin nada que lo paliase. En ese momento, le hablé:

-No te vayas.

Terry se dio la vuelta. Seguramente creyó que estaba hablando en sueños. Por eso, me incorporé. Quería poder mirarlo a los ojos, después de haberlos buscado entre toda aquella oscuridad. Me encorvé un poco, lo suficiente como para agarrarlo de una muñeca. Sin dejar de mirarme, se sentó en la cama, a mi lado. Apoyé mi cabeza en su hombro y lo agarré de un brazo, con el firme propósito de no dejarle marchar otra vez.

-Ayer llegaste tarde.-dije, sin mirarle en esta ocasión.- Prométeme que no volverás a hacerlo.

No dijo nada. Ladeó la cabeza, con el fin de poder verme. Supuse que me lo había prometido, pues el silencio otorga, pero aquel era tan desgarrador que parecía cortarme la respiración. Dudo que otorgara nada. Terry posó su otra mano en mi espalda, acariciándomela con una inimaginable ternura.

-¿Te pasa algo, Emily?-me preguntó.

-No…-respondí, levantando la cabeza, sin atreverme todavía a mirarlo.- Estoy bien… ¿Por qué no iba a estar bien?-murmuré, finalmente.

Aquel oscuro susurro se ocultó en medio de mi respiración profunda, y pudo pasar desapercibido por el oído de Terry. ¿Por qué no iba a estar bien? Eso era lo que yo me preguntaba. Estaba sana, en mi casa, con mi niña, con mi mejor amigo… ¿por qué esa melancolía, por qué ese dolor?... Se encontraba aquel daño tan, tan dentro que ningún bisturí hábil de ningún cirujano podría liberarme de él.

Me pasé fumando toda aquella tarde de sábado. Sin tregua alguna a mis pulmones enfermos. Dejó de importarme. Permanecí en la cornisa de la ventana con el pitillo en la mano, intentando ahogarme con el humo de mi soledad, hasta que me lo permitió el tiempo. ¿Qué había cambiado? Había deseado aquel momento durante meses, ¿por qué estaba llorando entonces? Estar al borde de la muerte me había dado tantísimo miedo, tantísima inseguridad. Antes de haberme operado, temía que me matase el cáncer; ahora, lo que temía era que la tristeza fuese la que acabase conmigo.

Terry se había pasado la tarde en el taller, ayudándole a Charlie con la contabilidad. Brevemente pude verlo por la mañana, y pude concentrarme, mientras desayunaba, en memorizar su sonrisa, para poder traerla a mi memoria cuando me encontrase mal. Todavía recuerdo todas las veces que, antes de irse, él me repitió que lo llamase al móvil si estaba enferma, o si estaba triste. ¿Había que tener tanto cuidado conmigo? ¿Acaso no podía retomar mi vida? Nada era lo mismo. Cada vez que tosía, que suspiraba, a toda la casa le daba un vuelco al corazón. ¡Cuantísimo pánico le notaba a Terry en la voz cada vez que me preguntaba cómo estaba! Lo peor que podría ocurrirle en aquel momento, era que yo volviese a caer enferma. Si eso pasara, se moriría. Se moriría de tristeza.

Cuando él llegó, todavía me encontraba fumando. En cuanto percibí que la puerta de la entrada se cerraba, en cuanto pude captar aquel sonido, me apresuré a apagar el pitillo ahogándolo en un vaso de agua que tenía en la mesita. Salía humo de él todavía, como si fuese su último resto de vida. Abrí la ventana del todo, con el fin de que no quedase allí el olor del tabaco, aunque iba a ser difícil. Bajé las escaleras y me introduje en la cocina. Terry se encontraba enfrente de la nevera, cogiendo una lata de cerveza. Me acerqué a él, a pesar de que no se había percatado de mi presencia. Dejé que dos de mis dedos pudiesen deslizarse muy suavemente por su mejilla, describiendo una trayectoria semejante a la que deja una lágrima. Terry se dio la vuelta, para cerciorarse de que era yo la que lo había acariciado. Sonreí al ver su sonrisa.

-Cada vez tienes las manos más frías, nena.-dijo.- Voy a tener que comprarte unos guantes.

-Siempre estás con lo mismo.-respondí, vertiendo el contenido del vaso en el fregadero.

-Es que es verdad. ¿No me lo negarás?

-No te lo niego.

Abrí el grifo, y comencé a lavar el vaso, moviendo enérgicamente la esponja. Terry me miraba, mientras bebía la cerveza.

-¿Qué tal el trabajo?-pregunté, sin ni siquiera mirarle.

-Como siempre.

-Hoy viniste más pronto.

-No quería volver a preocuparte.

Cerré súbitamente el grifo, al sentir cómo mi corazón comenzaba a golpear tan fuerte que podía sentirlo en la punta de los dedos. Intenté disimularlo mientras me secaba las manos.

-Vas a seguir siendo el centro de mi preocupación.-afirmé.- Si no es por una cosa, es por otra.

-Procuraré no serlo.

-Quiero que lo seas. Eso quiere decir que me importas.

Restregué el trapo contra mis manos con rapidez y fuerza. Aún así, el agua las había tornado álgidas como bloques de hielo. Se hizo el silencio, solamente interrumpido por mi respiración, que se había vuelto mucho más fuerte desde que me habían operado. En aquel momento, desconozco la razón, estaba respirando por la boca. Simplemente me pasaba así a veces; era como si no me llegase el aire. Terry lo notó enseguida y se acercó al fregadero.

-¿Estás bien?-preguntó.

Comprendí que lo decía por eso, pues, tras decirlo, se quedó quieto, escuchando.

-Sí, no te preocupes.-respondí, sonriendo levemente.

-¿Entonces es que te excita lavar los platos?-bromeó.

-Maricón.-gruñí.

El se rió, al ver mi indignación.

-Era una broma, no te pongas así.

-Pues vaya broma.-dije, fingiendo estar enfadada.

Me miró serio a los ojos, dejando a un lado las coñas.

-Todavía me parece mentira que podamos estar los dos aquí, cuando hace apenas unos días estuve temiendo durante horas no volver a oírte respirar.

-No me lo recuerdes.-interrumpí, al borde de las lágrimas.

Dejé que mis brazos enfundados en mi bata azul obrasen por sí solos y se aferrasen al cuello de Terry con fuerza. Él también me abrazó, pero sin ejercer ni la mitad de presión sobre mi cuerpo que la que yo ejercía sobre el suyo.

-Nunca más.-repetía.- Nunca más vamos a preocuparnos por eso. Ya me he puesto bien. Ya nunca más… Nunca más.-susurraba en su oído, junto a mi respiración, todavía más descontrolada que antes.- Nunca más, Terry.

Odiaba hablar sobre ello. Me esforzaba en olvidarlo, como si no hubiese pasado, pero ese recuerdo, el tacto de las sábanas de aquella cama, la voz de la doctora comunicándomelo, la primera y última lágrima que pude ver deslizarse por los ojos de Terry, la simple imagen de mi cicatriz reflejada en un espejo… Retornaban a mi mente, atormentándome, haciendo que volviese a revivir aquel calvario. Todos los días ocurría en mi mente, una y otra vez. Y yo rezaba que nunca más volvería a pasar.

Pasaron días, horas, minutos interminables encerrada en casa, por orden del médico. Aquella casa en la que tanto había anhelado estar, se convertía en mi prisión, en mi jaula, como si fuese una paloma herida a la que le resulta imposible poder alzar la voz para que alguien la salve. Miraba el teléfono cada poco. 0 llamadas, 0 mensajes. Si me hubiese muerto, nadie se habría percatado. Y yo continuaba recluida en mi nueva celda, fumando toda la tarde, disfrutando muy brevemente del cariño de los míos, dejando que mi interior se pudriese lentamente.

Recuerdo con fuerza un día concreto. Una mañana de miércoles. Tuve que levantarme temprano, a pesar de que podría gozar de la cama gracias a mi convalecencia, porque Amy tenía que madrugar para irse al colegio. No tendría que llevarla en coche, pues habían implantado un servicio de autobuses hacía poco, pero tendría que arreglarla a contrarreloj si no quería que lo perdiese. Iba ese día con un vestido azul celeste, unos zapatos negros y unas hebillas de Hello Kitty adornando su melena castaña. Cuando bajó a la cocina, después de haberse acicalado en el baño, se sentó en una silla, esperando el desayuno. No pude evitar, mientras sostenía con una mano el tazón que portaba su leche y lo dejaba en la mesa, besarla en una mejilla, acercándola más a mí con la otra mano.

-Estás preciosa, mi vida.-le dije.

Me giré hacia la encimera, para apoyarme en ella y esperar a que la niña terminase de comer. Entonces fue ella la que me habló, tímidamente:

-Mamá… ¿Te…? ¿Te han despedido?

La miré extrañada.

-Por supuesto que no. ¿Por qué lo preguntas?

-Es que… hace días que no vas al trabajo.

Me dirigí hacia la mesa y me senté en una silla a su lado. Quería estar cerca de ella para poder explicárselo.

-Mira, Amy, después de una operación no se puede ir a trabajar así de repente. Aunque me diesen el alta, tengo que pasarme una temporada descansando en casa. A eso se le llama estar convaleciente.

-Convaleciente…-repitió. Seguramente nunca había oído una palabra tan larga y difícil.

La mañana pasó lenta y dificultosamente. Tampoco moví un dedo aquel día, y si lo hubiese hecho, ¿qué cambiaría? Odiaba quedarme tan sola en casa. El mediodía no llegaba, y era uno de los pocos momentos del día en los que podría gozar de la compañía de mi hija y de Terry. A él no lo había visto en todo el día. Se había levantado pronto para ir a trabajar, y ni siquiera había percibido su partida. Sentí al despertarme como si hubiese dormido con un ser incorpóreo y etéreo que no deja ningún rastro al irse. Las sábanas estaban frías.

Llegó Amy un poco antes de lo previsto. Todavía no tenía la comida, y Terry no había dado ninguna muestra de vida en toda la mañana; probablemente no lo vería hasta caer la noche. Ella, que estaba realmente feliz, se sentó a la mesa mientras yo pelaba un par de patatas.

-¿Cómo es que llegas tan pronto?

-Es que tuvimos una conferencia a última hora y salimos antes.

-¿Y sobre qué era?

-Sobre donación de órganos. Lloré y todo.

-¡Cómo no ibas a llorar, criatura! Ya no sé cómo se les ocurre poneros esas cosas a niños tan pequeños.

-Aunque lo entendí. Hay gente muy, muy enferma que puede ser curada gracias a una persona muerta. Me recordó a ti.

-A mí no me donaron nada. A mí me extirparon, que no es lo mismo. Estoy sin un trocito de pulmón.

-¿Y por qué no te dan uno entero?

-Porque no me hace falta. Hay gente que los necesita muchísimo más que yo, que no pueden vivir si no se lo dan. ¿Eso no os lo dijeron?

-No, sólo nos dijeron que se los daban a gente que está muy malita.

Dejé de pelar la patata y la miré con ternura. Seguramente había advertido mi decaimiento de aquellos días, y quería ayudarme como fuese.

-Tú tuviste que sufrir tanto con mi enfermedad, mi vida, y aún por encima hablándoos de algo como eso, para hacerte sufrir todavía más.-dije, inconscientemente.

-Pero la gente así enferma se cura. Tú te curaste.

-Claro que sí, cariño. Y muchas de esas personas también.

La parte que Amy no sabía era lo mucho que había que luchar para curarse, todas las lágrimas, todo el sufrimiento, todo el coraje que se ha de sacar de la nada. Y, al mejorar, el impacto que causa despertarse sin una parte de tu cuerpo, sabiendo que el corazón que late dentro de ti no es el tuyo, teniendo que respirar por medio de una máquina, o, como en mi caso, con una enorme cicatriz que termina condicionándote para el resto de tu vida. Esa era la parte dura, pero ella no debía saberla. No por ahora.

-Por cierto, mamá,-exclamó Amy.- ¿podría quedar esta tarde con Violet?

-¿Quién es Violet?

-Una amiga mía, va en mi clase. ¿Me dejas, mami? Por favor.

-¿Tienes deberes?

-Unas cuentas de mate.

-Nos ponemos a ello después de comer, entonces, y después la llamas.

-¿Puedo llamarla ahora? Para decirle la hora.

-Mientras haces los deberes, la llamo yo, y luego voy a ayudarte para que los hagas antes. No te preocupes por eso.

Dicho y hecho; al acabar de almorzar, ella se fue a su habitación y yo me dirigí al teléfono, con el papel estampado de florecillas que tenía el número de teléfono de Violet apuntado. La llamé. Enseguida cogieron. Era la voz de una mujer.

-¿Diga?

-Disculpe… ¿Esta es la clase de Violet?

-¿Quién llama?-preguntó, desconfiada, mi interlocutora.

-Soy la madre de Amy, de una de sus compañeras de clase. Iban a quedar hoy por la tarde.

-¡Ah, Amy! ¡Es cierto! Acaba de comentármelo Violet. Lo siento.

-¿Por?

-Por ser grosera con usted, mujer. No era mi intención.

Se hizo el silencio un momento. Aquella mujer estaba intentando quedar bien, se le notaba en la voz.

-¿A qué hora le viene bien?-preguntó.

-¿Le parece a las cinco?

-Perfecto. Le diré a la institutriz de Violet que no venga hoy y listo, que por un día que quedan tampoco pasa nada.

Supongo que eso lo había dicho para presumir del dinero que tenía en su cuenta corriente. Yo, que cuando era pequeña, había pasado tantas noches en vela, desde pequeña, haciendo deberes e intentando comprender las lecciones por mí misma, pues mi pobre madre no podía pagarnos un profesor particular, y Violet tenía una institutriz, cuando todavía apenas sabían leer, por cortesía de aquella riquísima señora.

-La voy a buscar con el coche y se viene a mi casa.-prosiguió.- Así podrá usted descansar un poco ahora por la tarde.

-Por mí bien.

Nos despedimos y colgué lo más rápido que pude. Seguramente aquella mojigata querría seguir de rollo, según sugerían sus continuas interrupciones cuando yo hablaba, pero pude cortarla a tiempo.

Cuando dieron las 4 y media, Amy ya estaba nerviosa. Temía no caerle bien a la madre de Violet, pasarlo mal, o enfadarse con su amiga. En eso nos parecíamos, las dos somos bastante pesimistas. Me mantuve tranquilizándola un buen rato, mientras metía en su pequeño bolsito las cosas que quería llevar.

-Brillo de labios, la libreta de Barbie, los lápices de colores, los bolis con purpurina, las cartas de olor…-repetía una y otra vez mientras remiraba dentro del bolso.- ¿Me falta algo, mamá?

-Mete el medicamento por si acaso, cielo.

-Está en la mochila, ¿no?

-Claro, como siempre.

Corrió hacia el rincón de la habitación donde estaba y sacó de un bolsillo de la misma el ventolín, para, posteriormente, guardarlo.

-Amy, cálmate.-le dije, al ver que hasta le salían coloretes de la tensión.- Tampoco vas a ver al rey.

-Lo sé, pero no quiero que me queden las cosas en casa.

Entorné los ojos hacia arriba y suspiré. Mientras la niña volvía a revisar sus cosas, me fijé que en una esquina, tirada, se encontraba Sally, mi preciosa muñequita. Me acerqué a ella y la tomé en brazos. Estaba tan destrozada y frágil, tan corroída por los años. La miré con una grandísima ternura, como si intentase aliviar su dolor inexistente.

-Cariño, te olvidas a Sally.-le recordé.

-No me la olvido, mamá. No la voy a llevar.

Me extrañé. Amy nunca se separaba de Sally, a veces, ni siquiera para ir al colegio. Desvié la mirada de la muñeca y clavé los ojos en ella.

-¿Por qué no?-pregunté, con algo de reproche.

-Violet tiene muchas barbies. No tengo por qué llevarla.

No pude responder. Una congoja intensa atenazaba mi garganta y me impedía articular sonido alguno. Para mí, aquel juguete era mi única válvula de escape, no la abandonaría por nada, y para mi niña, en cambio, era… ¿Un estorbo? De repente, escuché que golpeaban la puerta principal, a pesar de tener timbre, de cuya existencia parecieron percatarse un rato más tarde, y lo presionaron.

-¡Son ellas!-gritó Amy nerviosa, saliendo de la habitación.

Dejé a Sally sobre la cama, con muchísima ternura. Exhalé un hondo suspiro, que parecía haber hecho temblar aquel cuerpecito inanimado. Su melena de lana amarilla cayó dulcemente sobre las sábanas, y sus ojos negros parecían mirarme con agradecimiento por non olvidarme de ella, con su sonrisa perpetua, que no se borraba por nada. Sentí que algo me oprimía fuertemente el corazón.

-¡Mamá, baja!

-Ya voy.

Lo hice, simplemente para intentar no preocupar a Amy. Aún así, su rostro mudó cuando me vio.

-¿Estás bien, mami?

-Sí, cielo, lo que pasa es que me encuentro un poco cansada.

Sonreí levemente, para que dejase de temer por mí. Ella también sonrió. Al oír que el timbre volvía a sonar, comenzó a peinarse con los dedos y a arreglarse el vestido. Abrí la puerta. Esperando a que les abriese estaban una niña, de la edad de Amy, muy bien vestida, con muchos bucles en su melena rubia; y una mujer, de unos 30 años, con mucho carmín sobre los labios, ataviada con un traje de chaqueta y falda que parecía ser de marca. Me miró de arriba abajo. Acto seguido, sonrió forzadamente.

-Hola, soy la madre de Violet, ¿ya se imagina, no? Veníamos a recoger a Amy.

Yo también sonreí sin ganas.

-La voy a recoger yo, si eso.-propuse.

-¡No, mamá! Estás “conveleciente”, tienes que descansar.

-Se dice “convaleciente”, cariño.-susurré, y añadí, recuperando mi tono de voz normal:- Además, puedo ir igual, que no me va a pasar nada.

La otra mujer me miró con sorpresa.

-¿Convaleciente? ¿Qué le ha pasado?

Estaba a punto de no contestarle, pero quise escupírselo:

-Cáncer.

-Lo siento muchísimo, no… no sabía…

-No es nada, ya me he puesto bien.

Supongo que le hice sentirse violenta, mas no me importó en absoluto. ¿Por qué había de ocultarlo? Era absurdo; sus secuelas acabarían revelando el misterio. Se hizo un silencio sepulcral, que opté por romper:

-Bueno, ¿a las 7 voy, entonces?

-Sí, sí, a la hora que mejor le venga.

-A las 7 está bien.-repetí.

-Vale, ¿le digo la dirección?

-Me la escribe en un papel y no hay problema.

Sacó entonces una libreta de su bolso negro en el que estaban plasmadas las iniciales de Victorio y Luccino, en ella anotó la susodicha dirección para después entregármela. La guardé en un bolsillo de la sudadera. Me despedí de esa mujer, además de las niñas.

-¡Pásalo bien!-le grité a Amy antes de que se metiese en el coche.

En cuanto pude, cerré la puerta. Volví a quedarme sola. Tendría que esperar dos horas para estar de nuevo acompañada, si es que la niña no se me hacía la remolona y me obligase a quedarme un rato charlando con aquella urraca.

Había revelado mi secreto a alguien que ni siquiera conocía. Supongo que era porque ya estaba cansada, cansada de seguir negándolo, negándomelo a mí misma. Un juguete que está roto, por mucho que se le cosa, seguirá estando roto, y nada podrá cambiarlo. Ya no, era algo inevitable. Y eso era yo, una muñeca rota. Y a una muñeca rota no se le trata igual que a las demás: se tiene que tener mucho más cuidado con ella, para que no se vuelva a romper. ¿Es una ventaja? Sólo por una parte. Si estás rota corres el riesgo de ser rechazada, o simplemente tu rotura se convierte en un tabú, y la gente intenta hacer que no existe, como era el caso de Terry. Pero existe, y está ahí, y eso lo cambia todo, modifica la existencia de quién la padece. No hay que sufrir por ello; sólo hay que asumirlo, y hacerlo cuesta lágrimas. Es angustioso y difícil cambiar una “cicatriz horrible” por una “cicatriz bonita”. Me costó muchísimo tiempo hacerlo, lo reconozco. Minutos, horas, días. Pero vale la pena.

Todavía recuerdo aquel día, cuando Terry llegó a casa.

-¿Cómo estás, mi linda?-preguntó.

-Bien.-respondí.

No era del todo cierto, pero no quería hacerle daño. Lloré mucho aquella tarde, pensando en la muñeca, en mí, en todo. No me acuerdo de qué hablamos, pero sí que en un momento de la conversación, él acercó una de sus manos a mi cicatriz y la acarició. Deslizó sus dedos amorosamente por ella, de arriba abajo, recorriéndola, catándola.

-Qué bella es.-susurró.

Esas palabras se quedaron grabadas para siempre en mi memoria. Limpiaron todas mis lágrimas e hicieron que en mi rostro apareciese una sonrisa, blanca y sincera. Para él, que me hubiese curado era un milagro, y también lo sería para mí. El alma descuartizada de la muñeca rota comenzaba a recomponerse.

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