viernes, 17 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo VII- Mensajeras de la muerte (2ª parte)


-¿Sí?... Sí, es esta la casa, ¿con quién hablo?... … No… per… ¿Cómo ocurrió?... … … Entiendo… Entonces se lo comunicaré. Muy amable. Buenas noches… Buenas noches.

En ese momento colgó. Yo me desperecé y le pregunté:

-¿Quién era, cariño?

Josh guardó silencio. Seguramente no era capaz de decírmelo. Tampoco es que sea fácil decir algo así. Tragó saliva y se armó de valor.

-Llamaron del hospital. Es por tu madre. Una de tus hermanas llamó a una ambulancia. Ha… ha…

Me temí lo peor.

-No… No puede…-dije.

-La encontraron con un golpe en la cabeza, desangrándose. Los médicos no pudieron hacer nada…

Me llevé las manos a los labios, para evitar no gritar.

-No puede ser…

-Lo siento, Emily.-dijo Josh, acercándose a mí.

-¡¡No puede ser!!-chillé, entre lágrimas.

No podía creérmelo. No era capaz de asumir que mi madre, esa madre que siempre me quiso y me protegió por encima de todo, esa madre que siempre había dado la cara por mí, esa madre que me había enseñado a ser mejor persona y a que aprendiera de mis errores y de los suyos propios había muerto. ¡Muerto! En aquel momento sentía como si mis apesadumbradas lágrimas se tornaran de hielo y me rasgaran los ojos. Me abracé a Josh con todas mis fuerzas. Necesitaba sentir que alguien me devolviese el calor que me parecía estar perdiendo. Allí acurrucada en su pecho lloré como nunca antes lo había hecho, tanto que a veces se me cortaba la respiración.

-Ese maldito hijo de puta...-sollocé.

-Los médicos no han podido determinar si las heridas que la mataron fueron producidas por él.-dijo Josh.

-¡Si nadie lo dice, lo diré yo!-grité desquiciada, levantando la cabeza.- ¡Y me escucharán! ¡Ese bastardo pagará muy caro lo que le ha hecho a mi madre!

-Emily, tranquilízate. No puedes hacer nada. Nadie puede. No hay suficientes pruebas incriminatorias.

-Pero…ella…

-Sería inútil.

Volví a abrazarlo, empapándolo de lágrimas. Cerré los ojos fuertemente, escuchando los latidos de su corazón, que no tenían nada que ver con los míos, pues el corazón me golpeaba como si no tuviese sitio. Cuando comencé a tranquilizarme, le dije a Josh, sin que dejase de acariciarme el pelo, y sin dejar yo de abrazarlo.

-Tengo que ir a ver a mis hermanos… Estarán viviendo un auténtico infierno.

-Ahora necesitas dormir, Emily, no te encuentras en condiciones. Además, conviene mantenerte alejada de tu padre un tiempo.

Intenté protestarle, pero ni para eso tuve fuerzas. Me separé de él, mientras él me acariciaba la mejilla con una mano, a la que yo me aferraba.

-Ambos sabíamos que iba a pasar tarde o temprano. Tú me lo dijiste en la consulta.-dijo Josh.

Era cierto, se lo había dicho. Siempre me había horrorizado pensar que esto podía ocurrir, y ahora que había ocurrido…

-Serénate, mañana será otro día.

Dicho esto, Josh se acostó en la cama, recostándome a mí en el acto, pues me agarraba ahora por la cintura. Él no tardó en quedarse dormido. Yo no podía. Pensaba en lo frágil que era la vida, en lo fácil que era que mis más oscuros temores se hiciesen realidad. Costaba creer que hacía unas horas estaba con ella, riéndome sin parar, y en ese momento estaba llorando desconsolada por su muerte. Acabé quedándome dormida entre lágrimas.

Toda la noche fue una pesadilla que para qué contarla. Era como revivir los momentos cuando mi padre encerraba a mi madre en la cocina y comenzaba a arrearle, sin importarle que ella es un ser humano con los mismos, o quizás más, derechos que él. Yo los contemplaba a través de una puerta de cristal. Veía cómo la boca de mi madre emanaba sangre, que empapaba su vestido blanco impecable. Intentaba entrar en la cocina, pero la puerta estaba atrancada y el cristal era tan grueso que mis débiles puños no eran capaces de romperlo. Era imposible no oír su llanto. Él le gritaba “que no-se-qué de Emily”, “que no-sé-cuantos de Emily”, “que esa puta de Emily esto”, “que esa puta de Emily lo otro”… Mi madre al principio del sueño, me defendía, pero a medida que transcurría, de lo único que se preocupaba era de mantenerse respirando. ¡Era horrible! Josh me despertó. Yo estaba empapada de sudor frío y sangrando a mares por la nariz. Me tranquilizó saber que era una pesadilla, pero parecía estar diciéndome algo: que mamá había muerto por mí.

Me duché. En agua fría. Lo cual fue raro, pues yo siempre me duchaba en agua caliente, pero necesitaba espabilarme. Después, con la toalla anudada al cuerpo, miré en mi fondo de armario. Me puse una falda negra, una camisa blanca y una chaqueta negra, con zapatos negros. Acto seguido, abrí el cajón de mi mesita y cogí un rosario rojo de un pequeño joyero. El rosario era de mi abuela, de la madre de mi madre, que también había sido una sufridora. Era ciega. Murió a mis 7 años, pues tenía hepatitis ¡Si ella estuviese aquí!

Hice unas cuantas llamadas telefónicas. Primero, a unas pompas fúnebres que recogiesen el cadáver; después a la Iglesia de mi antiguo pueblo, por el entierro y el funeral; y por último a mi tía Margarite, pues no iba a dejar que mis hermanos siguiesen viviendo con ese monstruo.

En cuanto me llamaron los de las pompas, me dirigí al tanatorio, que me llevaría Josh. Estaba en mi antiguo pueblo. Pasaba muchas veces por delante de él cuando tenía que ir al colegio. Nunca había entrado dentro. Cuando pasaba un entierro por cerca de nuestra casa, mamá o la abuela cerraban las puertas, las ventanas y las persianas, sumiendo la casa en la penumbra. Siempre quisieron protegerme de la muerte y que nunca descubriese el oscuro final que nos depara la vida. Cuando Amy murió fue cuando me di cuenta de que todo es efímero, de que nuestra existencia apenas dura un suspiro. Entonces no pudieron seguir ocultándomelo.

En cuanto llegamos al tanatorio, noté que mi corazón se aceleraba. No estaba preparada para verla. Entramos a dentro, cogidos de la mano. La tía Margarite estaba allí, vestida toda de negro, sosteniendo un pañuelo blanco con sus largos y huesudos dedos. En cuanto nos vio, se levanto apresuradamente.

-¡Emily! ¡Cariño!-gritó.

Se dirigió hacia mí corriendo y me abrazó. Yo intenté parecer impasible, pero una lágrima salió inevitablemente de mis ojos.

-¡Te estaba esperando!

-¿Dónde están mis hermanos?-dije yo fríamente.

Me soltó, extrañada por mi actitud.

-Los he dejado con una vecina. Tranquila, es de confianza, Los traerá cuando comience el funeral.

Yo asentí. No podía ignorar la presencia del cadáver de mi difunta madre, por mucho que lo intentase. Se me helaba la sangre.

-Está como un ángel.-dijo la tita acercándose al féretro, y añadió, mirándome a mí.- ¿Quieres verla?

-N…No. Por ahora no.

Ella notó mi aturdimiento y calló. Estuvimos horas y horas allí sentadas, sin intercambiar palabra. Josh me miraba de vez en cuando. Debía esta hecha una mierda. Entre lo de Jimmy y esto había adelgazado bastante. Tenía unas profundas ojeras a base de no dormir y mi piel estaba tan pálida como la de un muerto. Todo aquello me estaba conduciendo a la autodestrucción.

Aproximadamente a las 6 de la tarde los de las pompas fúnebres optaron por trasladar el cuerpo a la Iglesia, y allí fuimos los tres. Lo peor fue al llegar allí. Toda la gente del pueblo quería entrar, ver el cadáver y darle el pésame a la hija destrozada. Montones y montones de vecinas y vecinos entraron para escuchar el funeral. Yo estaba sentada en primera fila, con la tita y Josh. De repente, y para mi asombro, veo que entra, prácticamente desapercibido en la Iglesia, mi padre. Sí, aquel desalmado que mató a sangre fría a mi pobre madre, pero “In dubia, pro reo”, por lo que lo dejaron en libertad. El despecho nubló mi juicio completamente. Me dirigí hacia él con actitud desafiante y lo agarré de un brazo para llevarlo a la puerta.

-¿Qué haces aquí?-pregunté, desquiciada-¿Cómo te atreves?

-Quiero ver por última vez a mi mujer, antes de que no pueda volver a hacerlo.

-¿¡Pero cómo puedes decir eso!? ¡Tú la mataste, y todos lo sabemos!

-El juez no lo sabe, y su opinión vale más que la de todos vosotros juntos.

-Tu libertad pende de un hilo.-dije- Si mis hermanos o yo decimos algo…

Sin dejarme terminar, me agarró por el cuello y me apoyó contra una de las paredes exteriores de la Iglesia.

-Ni tus hermanos ni tú vais a decir nada, ¿entendido? ¡No os creerán!-murmuró, conteniendo su ira.

-Aprieta más fuerte, papá.-logré decir, con la voz entrecortada y sin apenas poder respirar.- ¡Aprieta! Tú todo lo arreglas matando, ¿no? Eres un vulgar asesino.

Dicho esto le escupí en la cara con la poca saliva que mi boca podía albergar en aquel momento. Noté que mi rostro se enrojecía, a causa de la falta de aire.

-Por mucho que intentes ahogarme, seguiré respirando.-dije con un hilo de voz.

Mi padre se dio cuenta de que la gente podía percatarse de lo que estaba haciendo, así que me soltó. Me agarré la camisa fuertemente y comencé a recobrar el aliento.

-Puta insolente.-gruñó él.

-Todo el que se enfrenta a ti lo es, ¿no es cierto?

Guardó silencio por unos segundos. En cuanto me hube recuperado del todo le dije, acercándome a él:

-Puedes ahogarme, pero seguiré respirando. Puedes cortarme las piernas, pero seguiré estando de pie. Puedes derramar mi sangre, pero seguirá transitando por mis venas. Puedes incluso arrancarme el corazón, pero seguirá latiendo en tus manos. ¿Quieres saber por qué? Por que no te tengo miedo. Se acabó la servidumbre hasta la muerte. Yo no voy a soportar lo que ella ha soportado. Si me matas, alguien me pondrá voz, porque dos muertes son demasiadas.

Noté la furia en sus ojos. Furia desmedida que se descargó en su puño. Justo en el momento en el que Josh salió de la Iglesia para ver cómo estaba, mi padre me asentó un puñetazo. El más fuerte que nadie me había dado nunca. Me llevé ambas manos a la nariz y vi que sangraba a mares.

-¡Emily!-gritó Josh en cuanto lo vio.

Se acercó a mí y me sostuvo, pues yo estaba tan aturdida que apenas podía mantenerme de pie. En cuanto la gente comenzó a venir a socorrerme, mi padre se fue.

-¡Ahora huye! ¡Cobarde! ¡Asesino!-grité yo fuera de mí.

-Emily, por favor.-dijo Josh, pretendiendo calmarme.

Yo no estaba calmada en absoluto, pero no añadí nada más. La tía Margarite se me acercó y me sostuvo, susurrándome angustiada:

-Mi niña, ¡ay! Mi niña.

Josh giró la cabeza bruscamente y le dijo a todos los que me rodeaban.

-¡Ya no hay nada que ver! ¡Entrad para dentro!

Margarite comenzó a llorar, abrazándome fuerte. Yo me encontraba bastante mareada, por lo que no dije palabra.

-Señora,-dijo Josh- váyase a dentro y déjemela a mí.-ella iba a protestarle, pero él añadió.-Tranquilícese, soy médico.

La tita se resignó a entrar, empapada en lágrimas. Josh me ayudó a sentarme en el suelo, apoyada en la pared. Sacó un pañuelo del bolsillo y comenzó a limpiarme la sangre.

-Estás loca, Emily. Completamente loca. Dios sabe lo que pudo haberte hecho.

-Lo desarmé. Le jodió oír las cuatro verdades que le solté a la cara, por eso lo hizo.

-Pudo haberte matado.

-Si no consiguió detener mi respiración, aún será menos capaz de detener mi corazón. Por eso estoy muy tranquila.

En ese momento, Josh dejó de limpiar y me miró fijamente a los ojos.

-¿Intentó asfixiarte?-logró preguntar.

-Lo intentó, pero que siga soñando.

Él no añadió nada más. Estaba tan aturdido que se había quedado sin habla, hasta que terminó de limpiarme y dijo:

-Te ha roto la nariz. Tienes el tabique algo desviado.

-¿Y no puedes hacer nada?-pregunté.

-Poder, sí puedo, pero te dolerá.

-He demostrado que aguanto bastante bien el dolor, como ves. Haz lo que tengas que hacer.

Josh puso el índice y el pulgar sobre mi tabique torcido. Entonces, de un golpe seco, me lo colocó correctamente. Me dolía, sí, pero noté cómo me dejaba de sangrar.

-¡Au…!-me quejé yo, en voz baja y llevándome las manos a la nariz.

-Te dolerá un buen rato, pero se te acabará pasando.-dijo Josh.

Me acarició. Realmente lo había preocupado mucho, quizás mucho más de lo que pensaba en ese momento. Aunque yo estaba satisfecha. Mi padre había quedado como un cobarde al haber huido de aquella manera. Aún me costaba tragar y la nariz me dolía cosa mala, pero había valido la pena.

-¿Te encuentras mejor?-preguntó.

-Sí, creo que sí.

-Deberíamos entrar. El sacerdote ya ha llegado, no creo que falte mucho para empezar.

Yo me levanté resignada, sin necesitar la ayuda de Josh. Él me dejó pasar a mí primero al interior de la Iglesia mientras me susurraba al oído:

-Sé fuerte.

Estuve a punto de echarme a llorar. Josh estaba siendo mi único apoyo en aquellos momentos de desesperación. Aunque nunca se lo dije, no sabía cuanto le agradecía en mi interior que estuviese allí, ayudándome a seguir adelante.

Dio comienzo la misa. La mayoría de las mujeres del pueblo de la edad de mi madre subieron al altar para expresar su dolor. Al acabar ellas, subió la tía Margarite, que acabó deshaciéndose en lágrimas. Mis hermanos, que habían llegado poco después de dar comienzo la misa y que estaban sentados a mi lado, optaron por no subir. Yo sería su representante, una vez más. Thomas se aferraba a mí, eso lo noté enseguida. Toda la misa quiso estar apoyado en mi costado, mientras yo lo acariciaba. La verdad es que no se me ocurría otra forma de tranquilizarlo. Entonces, y casi sin darme cuenta, me tocó a mí.

-Ahora, me gustaría que subiese Emily, la hija primogénita de Rose, para compartir con nosotros su dolor.-dijo el Pastor.

Me pareció una expresión muy equívoca la de “compartir con ellos mi dolor”. No creo que ninguno de ellos sintiese el dolor que yo estaba sintiendo, y verdaderamente no estaba de humor como para decir nada. Aún así, subí al altar, notando como mi agitado corazón golpeaba violentamente contra mis sienes, y dije, nerviosa y titubeante:

-Eh… En fin… ¿Qué podría decir de mi madre que no hayan dicho ya?... Ella era una mujer luchadora. Tenía una paciencia preocupante. Sí, han oído bien, preocupante.-recalqué- Porque ha estado soportando a alguien como mi padre desde los veintitantos años, y todo por lo que ha pasado no debería haberlo tolerado nunca. Debería haber cortado por lo sano hacía muchísimos años. Es más, creo que ni debería haberme tenido, si con eso nunca hubiera conocido a semejante monstruo, a semejante cobarde, a tal lobo que se esconde bajo la piel de una oveja mutilada. Ella siempre intentó protegernos a mis hermanos y a mí de que no cometiésemos sus mismos errores. ¡Si lo hemos hecho, no ha sido por que no nos lo hubiese dicho! ¡Habría sido porque nos habría dado la puta gana!... O… O porque nos hubiesen engañado… En cualquier caso, creo que no sería capaz de decir, una a una, todas las cosas que ha hecho por nosotros. Desde darnos la vida…Hasta permitir que provocásemos su muerte…-al decir esto, una lágrima, y sólo una, se deslizó por mi mejilla- Sé que quizás esperaban otro tipo de discurso… y lo comprendo… no se me da bien improvisar… Aún así, espero… espero que hayan captado el mensaje…

Después de hablar, y viendo como toda la gente cuchicheaba, sorprendida por mi chocante, y no por eso menos profundo, discurso, me fui a mi asiento. Josh me miraba fijamente, algo preocupado por mi actitud, aunque yo fingí no percatarme de ello y volví a sentarme al lado de Thomas, que le faltó tiempo para volver a abrazarse a mí.

Al acabar la misa, la gente, una a una, se iba acercando al ataúd, que estaba en el altar. Antes estaba cerrado, y encima de él había una foto de mi madre, vestida con una chaqueta roja, sonriente, pero ahora lo habían abierto y se veía con claridad su cadáver, blanquecino y casi de un tono amarillento. Se divisaba la herida que le había abierto la cabeza, limpia y algo tapada por el pelo. La foto era muy poco realista, a mi parecer, pues casi nunca reía. Dios sabe cuándo se la había sacado, pero estaba claro que no era reciente. De último fuimos la familia, cuando todo el mundo nos había dado el pésame y se había marchado. La tía Margarite lo estaba pasando realmente mal. A veces me imaginaba lo que estaba sintiendo, ver a su hermana pequeña dentro de un ataúd de madera de roble. Yo pensaba que si una de mis hermanas se muriese, se moriría algo dentro de mí, eso seguro, como se murió cuando Amy pasó a mejor vida. Josh había sido el primero, para poder estar con Thomas mientras nosotros montábamos procesión hacia el féretro. Por último, como era costumbre, me tocaba a mí. Ya no estaba tan nerviosa. Estaba rodeada de gente que conocía, no tenía de qué avergonzarme. La miré un momento. Recuerdo con exactitud la expresión incluso triste de su rostro. Iba vestida de domingo, con un vestido blanco. Parecía un ángel. Las lágrimas comenzaron a fluir por mis mejillas. No era capaz de contener el llanto. Acerqué mi cara a la suya. Nunca había estado tan fría. Allí la besé cuanto quise, empapándola con mis lágrimas y repitiendo, una y otra vez como si de una obsesión se tratase:

-Nos engañaron a las dos. Nos engañaron a las dos. Nos engañaron a las dos.

Le di mil vueltas a esa frase, y cada vez que la decía sentía como un mazazo en medio de mi pecho. Josh tuvo que separarme de ella. Me cubrí el rostro con las manos para que mis hermanos no me viesen llorar, sobre todo lo hice por Thomas, que el pobre ya estaba sufriendo lo suyo. Pero, sin que me percatase, todo aquel sufrimiento que reprimía duplicaba su daño.

Josh y yo decidimos quedarnos a dormir en un motel que habíamos visto al ir hacia la Iglesia. Así podríamos estar en el pueblo para asistir al entierro. Por la noche, mientras Josh dormía, Terry me llamo. Me dijo que se hubiera tenido que enterar por el periódico de la muerte de mi madre. Creo que estaba algo indignado. La verdad es que no se lo discuto, tenía razón, debía habérselo contado. Le expliqué que no había estado en condiciones y lo comprendió. Vendría al pueblo para asistir al entierro, por petición mía. Al acabar de hablar con él, me acosté en la cama, pero no dormí en toda la noche.

Al día siguiente me levanté pronto. En cuanto Josh se despertó, fuimos a desayunar y a misa. Quise ir, pues consideraba que, al estar de luto, debería rezar por mi madre. Aún así, apenas atendí al sermón. Me vino a la memoria el recuerdo de mi abuela, de la madre de mi madre. Lo único de lo que lograba acordarme con todo lujo de detalles era del último día en que la vi:

Era un domingo. Como todos los domingos, íbamos mis padres y yo a su casa. Aunque ella había caído enferma, por lo que la tita estaba cuidándole. Mientras mi padre nos esperaba en el coche, mi madre y yo entramos en aquella ruina de casa que parecía venirse abajo. Sentí un terror horrible al estar allí que, cuando antes estaba con Amy, parecía apaciguarse, pero ahora que había muerto… Mi madre y la tita hablaban en el vestíbulo. No recuerdo qué decían exactamente, pero veía a mi madre llorar, y eso me estremecía. Al rato, ella me miró y me dijo:

-Princesa, ¿por qué no vas a la habitación de la abuelita a verla?

Yo asentí, y acto seguido me dispuse a subir aquellas empinadísimas escaleras, que lograban poner los pelos de punta al producir ruidos extraños cuando las pisabas. De pronto, me vi enfrente de la puerta de la habitación. Sentí verdadero pánico por entrar, quizás porque no sabía cómo me iba a encontrar a la abuela. Abrí la puerta muy despacio y me metí dentro, procurando no hacer ruido. Allí estaba, en la cama, sosteniendo un rosario de piedrecillas rojas. Yo permanecí de pie cerca de la puerta mientras escuchaba los latidos de mi agitado corazón. No me atrevía a decir nada, era como si algo me atenazase la garganta. De repente, ella, que no sé cómo demonios pudo reconocerme, dijo:

-¿Emily? E… ¿Eres tú, tesoro?

-Sí, abuela.-respondí, titubeante.

-Acércate aquí, Emily. Quiero poder tocarte una última vez.

Aquella frase logró ponerme los pelos de punta. No dejaba de pensar si la abuelita correría la misma suerte que Amy. A pesar de mi aturdimiento, me acerqué a ella. En cuanto me sintió cerca, con una de sus manos huesudas me acarició mis mofletitos, que habían palidecido desde que había entrado allí.

-¿Cómo estás, cariño?-preguntó, llena de ternura.

-Bien. ¿Y tú estás mejor, abuela?

-He tenido tiempos mejores, pero me voy a poner bien. Ya lo verás.

Sin duda lo decía para tranquilizarme. Observé que había adelgazado muchísimo y su piel había adquirido un desagradable tono amarillento. Las lágrimas comenzaban a fluir de sus ojos blanquecinos y sin vida. Yo permanecí quietecita a su lado mientras ella me hablaba de cosas sin importancia, como de cuando tenía mi edad y trabajaba de costurera para contribuir al sostenimiento de su paupérrima familia. De repente, mamá llegó a la habitación, muy nerviosa y temblando.

-¡Vamos, princesa!-dijo-¡Tenemos que irnos a casa!

-¡No quiero!-grité, fuera de mí.

No solía contradecir a mi madre, pero sentía que, si me iba de aquella casa, dejaría sola a mi pobre abuela.

-¡Emily, por amor de Dios! ¡Vámonos!

Dicho esto, me agarró del brazo fuerte, pero yo me agarré con todas mis fuerzas a la cabecera de la cama.

-¡No me lo hagas más difícil todavía, cariño!

Entonces, mi abuela dijo, con semblante serio:

-Esta prisa te ha entrado por él, ¿me equivoco, Rose?

-¡No te metas en esto mamá!

Mi madre comenzaba a llorar de la rabia y del miedo.

-Todas las noches rezo para que mil cuervos le arranquen los ojos al cabrón de tu marido y sienta de una vez por todas lo que yo estoy sintiendo.

Mamá dejó de agarrarme. Ese comentario que había hecho la abuela, que recuerdo con total nitidez, había conseguido ahondar en ella.

-Antes de que os vayáis-prosiguió- quiero darle algo a mi nieta.

Yo la miré desconcertada. Ella me agarró de un pulso y, con la otra mano, me colocaba suavemente su rosario, su querido e inseparable rosario, en la mía.

-Reza mucho con él, vida mía.-dijo, con voz débil.

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Aún así, contuve el llanto un momento y conseguí agradecerle el regalo dándole un gran abrazo, sintiendo su débil respiración cerca de mi oído. De repente se oyó un ruido que hizo asustar a la abuela.

-¿Qué ha sido eso?-preguntó, asustada, agarrándome con fuerza y moviendo la cabeza, intentando indagar la procedencia de aquel sonido.

Lo volvimos a oír otra vez. Inconfundiblemente, era la bocina del coche de mi padre. Se estaba impacientando. Mamá sabía perfectamente que cada bocinazo era una paliza más que él iba a darle en cuanto llegásemos a casa, por lo tanto dijo, un poco más tranquila.

-Vámonos cielo.

Me separé de la abuela con sumisión y cogí de la mano a mi madre, que me llevaba afuera de la habitación. Pero, antes de cerrar la puerta, miró a la abuela y le dijo:

-Adiós, madre.

Estoy segura de que ella sabía que aquel adiós era definitivo.

A las 5 de la tarde comenzó el funeral de mi madre. El día estaba nublado y ya había llovido un par de veces, como si fuesen las lágrimas que mil millones de ángeles derramaban sobre aquella tierra donde mi madre iba a descansar. La gente comenzó a llegar, todos dándome el pésame, llenándome de besos. También llegó Terry, casi de los últimos. En cuanto lo vi, sentí como un latigazo en el corazón. Se plantó delante de mí y, antes de darle tiempo a hablar, me abracé a él muy fuerte. Y yo lloraba, y Terry lloraba, y la gente se emocionaba o murmuraba barbaridades sobre nosotros, pero no me importó. Tuve miedo de que fuese a Josh a quien le hubiese importado, pero era evidente que no, pues después en el hotel me dijo que estuvo muy bien que le mostrase mis sentimientos a alguien. Mis hermanos llegaron un poco más tarde que él. Thomas me abrazó tan fuerte que casi me deja sin respiración.

-Chicos,-les dije-tenéis que ser fuertes. Nos tenemos unos a los otros, y recordad por encima de todo que yo siempre estaré ahí. Mi casa es vuestra casa y podéis venir cuando os dé la gana. Y si os pasa algo, no dudéis ni un solo segundo en llamarme. No voy a abandonaros nunca.-recalqué.

Mis hermanas se echaron a llorar como si fuesen fuentes. Thomas simplemente levantó la cabeza y me miró con una cara muy triste. Yo le acaricié el pelo y volvió a recostarla en mi pecho. Poco después llegó el Pastor. Nos sentamos en nuestros sitios: Josh y Terry a mi lado, mis hermanas al lado de Josh y Thomas en mi regazo. La misa era tediosa y aburrida. Yo leía y releía la lápida: “Rose Gray. Madre y esposa. Fallecida a los 40 años de edad. Tus hijos, tu hermana y tu marido no te olvidan.” Y debajo de eso, una estrella con la fecha de nacimiento y una cruz con la de la muerte. Me pareció hipócrita e innecesario poner eso de “tu marido no te olvida”. Creo que debí decir, o mejor, gritar, que lo quitasen, pero no lo hice. Ya había dado mucho el cante en el funeral.

Al acabar la misa, los sepultureros se dispusieron a enterrarla. Me desgarraba ver cómo miles de toneladas de tierra nos separaban a una de la otra. Yo, que siempre había estado tan unida a ella y que siempre la había necesitado tanto. Comencé a llorar en silencio con aparente serenidad, para que la gente no me viese, pero en realidad aquel dolor me estaba matando.

En cuanto terminó el entierro, la gente se marchó, dejándonos a Terry, a la tita Margarite, a mis hermanos, a Josh y a mí solos delante de la tumba. Estuvimos allí en el cementerio bastante tiempo. En cuanto fueron las 7, me volví hacia Terry y le dije, muy aproximada a él:

-Terry… yo… No sé cómo agradecerte que hayas venido.

-No tienes nada que agradecer.

-Te he echado de menos en el funeral. Siento no habértelo dicho, pero es que todo se había convertido en una carrera a contrarreloj.

-Tranquila, Emily. No te disculpes por eso.

En ese momento miré mi reloj de pulso. Me escandalicé al ver que hora era ya y le dije:

-Terry, tienes que irte. Ya es tarde y oscurecerá pronto. Tienes un autobús a las 7 y media. Puedes cogerlo en el centro. Si te vas ahora, aún podrás pillarlo.

Volví a abrazarme a él. Su simple presencia lograba tranquilizarme un montón, pero las despedidas me quebrantaban el alma.

-Adiós, Terry. Llámame cuando puedas.

-Descuida. Y si te pasa algo, avísame. ¿De acuerdo?

-Sí.

Me acarició. Acto seguido, dejó una rosa blanca que había traído encima de la tierra mojada bajo la que yacía mi madre. Volvió a despedirse de mí y seguí mirándole hasta que lo vi desaparecer entre todas aquellas lápidas con nombres de gente que ni siquiera conocía, y que acompañaban a mi madre en su descanso eterno. Josh me abrazó por detrás. Vio que me estaba poniendo triste y me besó en el cuello. Lo miré agradecida. Necesitaba su amor más que nunca.

-¡Uy, qué hora es ya!-dijo Margarite, mirando su reloj- ¡Vámonos, niños! ¡Decidle adiós a vuestra hermana!

Así lo hicieron. Los tres, tan cariñosos como siempre, me abrazaron. Yo los llené de besos, y los encharqué con lágrimas. Después de que se hubiesen marchado, Josh me dijo, sin dejar de abrazarme.

-Tienen razón, Emily, se está haciendo de noche. Y a mí personalmente no me gusta mucho estar a estas horas en un cementerio. Vámonos al motel, ¿de acuerdo?

-Vete yendo tú a la salida. Yo te alcanzo ahora.

Nos besamos levemente en la boca. Acto seguido, hizo lo que le mandé. Miré a mí alrededor. En circunstancias normales me tendría puesto los pelos de punta estar allí, pero no me importaba, porque mi madre estaba conmigo. En una tumba humilde, mucho más humilde que las demás, que estaban rodeadas de velas, fotos, flores y había alguna que estaba acompañada de alguna estatua de piedra. Miré al cielo. Entre la oscuridad, vi cientos de palomas blancas sobrevolando el cementerio como mensajeras de la muerte. Como si le estuviesen gritando al pueblo que mi madre había fallecido. Y pensar que seguramente aquellas palomas la habían visto crecer, o la habían visto jugar conmigo, criarme, educarme. Quizás aquellas palomas habían visto morir a Amy y también habían contemplado cómo la sumergían bajo tierra. Quizás aquellas palomas le estaban diciendo adiós a mi madre. Su último adiós. Y quizás también me lo estaban diciendo a mí, sabiendo que nunca más volvería a pisar aquel pueblo, aquella tierra húmeda de aquel cementerio. Me fui de allí, girando la cabeza de vez en cuando y viendo cómo me alejaba de ella cada vez más, y más, y más, y más hasta perderla de vista en la lejanía.

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo VII- Mensajeras de la muerte (1ª parte)


Mi primera semana en nuestra nueva casa fue, quizás, una de las mejores de mi vida. Adoraba ver cómo no era yo sola la que me ocupaba de la casa, si no que Josh colaboraba y me hacía el trabajo muchísimo más llevadero. Y las noches… ¡Qué noches! Pero bueno, eso ya es personal. Pero la felicidad tiene un precio.

Fue el día 15 de marzo, un día lluvioso y horrible, mientras Josh y yo cocinábamos, cuando recibí una llamada. El teléfono de la sala de estar sonó como si fuesen chillidos de dolor de un alma penitente.

-Atiendo yo.-dije, inocente- No dejes que se pasen los espaguetis, ¿eh? Si ves que tal, tira uno a la pared, a ver si están hechos.

Me dirigí a la sala, secándome las manos con un trapo.

-¿Les echo la salsa ya?-preguntó Josh desde la cocina.

-Todavía no, eso al final.

Dicho esto, cogí el teléfono, esperando que fuese la llamada diaria de mamá para saber qué tal estábamos. ¡Qué equivocada estaba!

-¿Sí?-pregunté, contestando al teléfono.

-Emily, ¿eres tú?

La reconocí. Era Liza, mi hermana más pequeña. La voz le temblaba, y la escuchaba respirar fuerte. Estaba… ¿llorando?

-¡Claro que soy yo! ¿Qué pasa?

-Es mamá… Ella…

Mi corazón comenzó a palpitar.

-¿Mamá?-grité, fuera de mí- ¿¡Qué le pasa a mamá!?

En ese momento, Josh llegó a la sala y me abrazó por detrás. Yo ni siquiera reparé en eso. Estaba escuchando atentamente lo que me decía Liza, ahogándose en sus propias lágrimas. Cuando hubo acabado, dije, quizás sin pensarlo demasiado, con ira desmedida en la voz:

-¡Maldito hijo de puta! ¡Me cago en la madre que lo parió!

Josh me miró extrañado, aunque creo que sabía a quién me estaba refiriendo.

-¡Liza, cariño! ¿Sigues ahí?-dije, alarmada-¿Dónde estáis?... … Ahá…Ahá… De acuerdo. Voy ahora mismo, ¿entendido? Un beso. Hasta ahora.

Colgué el teléfono, dejando caer mis brazos a lo largo del cuerpo. Josh me besó en el cuello.

-¿Qué te ha dicho?-preguntó.

-Mi padre… Le ha…

Apenas era capaz de relatar lo que Liza me había contado. Josh me acarició la mejilla.

-Mamá está ingresada en el hospital St. Bleeding Mary.-dije al fin- Está en la ciudad, cerca del materno en el que nacieron mis hermanos, así que sé indicarte más o menos el camino. Necesito que me lleves a allí.

Y así lo hizo, dejando los espaguetis en el congelador, para comerlos cualquier día. La verdad es que en cuanto oí la voz de Liza al otro lado del teléfono, se me pasó el apetito. Nos metimos en el coche y nos encaminamos hacia el hospital. El camino me resultó bastante largo y angustioso, pero al final logramos encontrar el sitio.

Afortunadamente encontramos aparcamiento cerca de la entrada. Salimos del coche y entramos en el hospital, separándonos del movimiento y la vida de la calle e introduciéndonos en un lugar de tristeza y desesperación, donde las camillas con enfermos a las puertas de la muerte iban y venían sin cesar por delante de mis ojos. Nos acercamos a recepción y pregunté, con muchísima más cortesía y serenidad que la última vez:

-Disculpe, ¿podría indicarme cuál es la habitación de la señora Rose Gray?

La recepcionista, muy amable, me contestó:

-Sí señorita. Es la habitación 123, en la segunda planta, al final del pasillo. Si ve que no la encuentra, pásese por aquí y la acompañaré personalmente.

-Muchas gracias.

Dicho esto llamamos al ascensor. Al ver que tardaba, combinado con mi claro nerviosismo, me encaminé a las escaleras y las subí corriendo, oyendo los pasos de Josh detrás de mí, pues, evidentemente, me seguía. Pronto di con la habitación. El letrero de hierro con el número 123 hizo temblar mi pulso cuando me disponía a abrir la puerta. ¿Cómo me la encontraría? Y lo que más me intrigaba, ¿con quién me encontraría?

Abrí la puerta despacio, asomando un poco la cabeza. A lo contrario que pude pensar, y acorde con lo más lógico, en la habitación solamente estaban mis hermanos y, por supuesto, mi madre. No sé por que llegué a pensar que mi padre podía estar allí. Quizás porque me moría de ganas de decirle cuatro cosas a la cara, de poder decirle claramente, y por primera vez en mi vida, el desprecio y la repulsión que siempre sentí hacia él. Seguramente fue mejor así.

Mamá estaba acostada en aquella cama incómoda de sábanas blancas, con uno de esos incómodos mandilitos que te ponen en los hospitales y que parecen hacerles publicidad de la manera más grotesca del mundo. Yo estaba tan conmocionada que no había abierto la boca. Eso sí, era indudable la chispa de felicidad que brilló en los ojos de mi madre en cuanto me vio entrar por la puerta.

-¡Emily!-exclamó, a punto de echarse a llorar-¡Sabía que vendrías!

Me fui a su lado casi corriendo y la abracé, deshaciéndome en lágrimas. Siempre temí que esto sucediese, pero intentaba pensar en otra cosa. Y ahora que había sucedido lo único que se me pasó por la cabeza fue ponerme a llorar como una boba.

-Mamá,-dije al separarnos- ¿cómo estás?

-Mejor, mejor.

-¿Qué te hizo?-le pregunté, simplemente y sin pararme a pensar en el daño que podía estar haciéndole.

Resignada, pero quizás un poco agradecida por poder contármelo, me enseñó aquellas heridas enormes y algunas todavía sangrantes: Dos en la espalda, cuatro en las piernas, tres en los brazos y una descomunal en el pecho. Me horroricé.

-¡Ese hijo de puta! ¡Capullo de los cojones! ¡Como lo pille lo voy a matar!

Evidentemente no pensé lo que dije.

-Emily, por favor, no hables así de tu padre.-sentenció ella, bajando la cabeza.

-¡Ni por favor ni hostias, mamá! ¡Esto ha pasado de castaño oscuro!

-Emily, por favor. Haz el favor de dejarlo ya.

Me mordí la lengua. No le dije todo lo que pensaba sobre él, ni todo lo que llegaría a hacerle si estuviera allí, aunque yo acabase muerta, pero vi que le hacía sufrir y me callé. En ese momento entró Josh en la habitación, que creo que estaba aún más amedrentado que yo.

-¿Se puede?-murmuró.

-¡Josh, has venido! Eres todo un caballero. Me da la impresión de que mi hija está aprendiendo, ¿eh?

Josh sonrió agradecido. Sé perfectamente que la última frase se refería a Robert. Mamá nunca sintió mucho cariño hacia él, y todavía menos después de lo que había pasado.

-¿Y se encuentra usted mejor?-preguntó Josh.

-¡Ay, no me tutees, que me haces sentir mayor!-respondió ella, soltando una modesta carcajada. Hacía tiempo que no la veía reír- Pero sí que estoy mejor, sí.

Las horas parecían nacer y morir caprichosamente. Josh y yo nos pasamos la tarde en el hospital. El cielo oscurecía lentamente, como si alguien hubiera derramado encima tinta negra que se extendía poco a poco. Cuando ya comenzaba a ser de noche, Josh me sacó afuera de la habitación.

-¿Qué pasa?-pregunté.

-¿Quieres que nos quedemos o nos vamos y volvemos mañana?

-Josh, no hace falta que te quedes.-respondí, acariciándole la mejilla y mirándolo a los ojos llena de amor.- Yo me quedaré aquí algunos días, pero no voy a arrastrarte a ti.

-No me estás arrastrando, princesa. Quiero estar contigo.

-Tengo que cargar con esto yo sola, mi amor. Debo hacerlo. Aún así, agradezco…

-No tienes que agradecerme nada.

Dicho esto, me besó. Delante de todos los médicos, delante de todos los enfermos. Sus miradas se clavaban en nosotros como cuchillos, pero el amor combate al dolor. Yo sostenía su rostro entre mis manos mientras él me agarraba por la cintura y me acercaba a sí. Nos separamos, pero no nos soltábamos. Ninguno de los dos quería que aquel momento se terminase nunca. Fui yo la que le dije con mucha dulzura:

-Vete a casa, Josh. Necesitas descansar.

-¿Y si te…?

-Si me pasa algo te llamaré, no te preocupes.-interrumpí.

-Volveré mañana.-dijo, arrimando su frente a la mía.

-Te esperaré.

Entonces nos separamos. Contemplaba con tristeza cómo se alejaba de mí y lo perdía de vista entre todas aquellas personas. Entré en la habitación, resignada. Cuando todos mis hermanos estaban dormidos, mi madre aprovechó para decirme:

-Menudo beso te plantó antes tu chico.

-¿Lo viste?-pregunté, un poco preocupada.

-¿Qué si lo vi? ¡Creo que lo vio todo el hospital!-dicho esto, comenzó a reír- ¡Lo estarán comentando días! Pero no te estoy criticando ni nada, cariño. Hacéis bien en expresaros, sois jóvenes todavía.

Yo esbocé una sonrisa. Mamá nunca había estado tan contenta, y sospecho que era por la ausencia de quien le arrebataba la felicidad.

-Eso sí, me fijé antes de que la enfermera esa rubita que vino a cambiarme el suero, ¿te acuerdas? No le quitaba ojo al culo de Josh. ¡Ji, ji! ¡Así que vigílalo bien!

-Si vuelve a hacerlo le diré: “a mirarle el culo a tu santa abuela, niña, que este ya está fichado”.

Mi madre se moría de risa. Mis hermanos no se despertaban ni a tiros, estaban muy cansados.

-Eres tremenda.-murmuró ella sin dejar de reír.

Al cabo de poco, dejo de sonreír y me dijo:

-Pero ten cuidado, princesa. No quiero que vuelvan a hacerte daño otra vez. Me niego a que sigas mis pasos y que te pase esto.

-Mamá, no pienses en eso.

-Te lo digo para que no empieces a creer que vivir con un hombre es un camino de rosas. Yo lo pensé, y fíjate. Es un camino de espinas, empinado y llevando una cruz a cuestas.

Observé que una lágrima se deslizaba lentamente por su mejilla. Se me encogió el corazón. Se cubrió la cara con las manos, para amortiguar su llanto, mas era inútil.

Mientras estaba en el coche no pude evitar pensar si, como ya han hecho infinidad de veces, habían discutido por mí. Era lo más probable, teniendo en cuenta todo lo que me estaba pasando. No pude evitar preguntárselo, pues tenía una sensación de culpabilidad insoportable.

-Mamá, quiero que me contestes sinceramente, ¿por qué te pegó?

-Y… ¡Y yo qué se! Por lavarle mal una camisa, por hacer la comida demasiado salada… Pudo ser por cualquier chorrada. Yo no estoy en su mente.

-Mientes.-sentencié- Apuesto a que discutió contigo. Y aún diría más, apuesto a que fue sobre mí y sobre Josh, o sobre mi divorcio.
En ese momento entró una enfermera, interrumpiéndonos. Esta era una morena, que ya conocía yo de venir a la habitación más veces. Mujer de pocas palabras. Simplemente le inyectó algo a mi madre, seguramente un calmante fuerte. Noté en su rostro muchísima tristeza. En aquel momento deseé haberme callado la boca y no haber mencionado el tema. En cuanto la enfermera se hubo marchado, mi madre sostuvo mi rostro entre sus débiles manos, perforadas por el suero, y me dijo, muy bajito:

-Eres lo que más quiero en este mundo, diga lo que diga tu padre. Por ti es por quién todavía estoy viva.

Me estremecí. Estaba a punto de echarme a llorar. Mamá me besó en la mejilla y comenzó a quedarse dormida. Yo, por el contrario, no pegué ojo en toda la noche.

Exactamente cuatro días más se quedó mamá en el hospital reponiéndose de las heridas, que fue lo equivalente a cuatro días sin trabajo y cuatro días oyendo constantes chismorreos sobre “la hija de la de la 123 y su novio”. Mamá se moría de risa cuando me lo contaba. Mis hermanos asumieron bastante bien la estancia de nuestra madre en el hospital. El que peor se lo tomó creo que fue Thomas, que si podía no se movía de mi regazo en todo el día.

El día en el que le dieron el alta mamá estaba feliz, muy feliz.

-Lo que más adoro es quitarme esta mierda de batita que no me cubre ni el coño y darles a todos a tomar por culo.-me dijo mientras se vestía.

Salió del hospital como una mujer nueva. Llena de heridas por todos lados, pero nueva. Hasta llegué a notar un aspecto saludable en su rostro.

-¿Os acercamos hasta casa?-dijo Josh.

-No hace falta, gracias. Cogemos un bus que pasa por la plaza de aquí al lado y nos deja cerca de allí.

-Piénselo bien.-insistió.

-No, gracias. ¡Ay, princesa, que pesado es tu chico! No sé cómo lo aguantas.

-¡Eh!-refunfuñó Josh- ¡Emily, dile algo!

Yo no pude intervenir. Me meaba de risa.

-Bueno, pues ya tendremos que despedirnos.-dijo mamá.

Dicho esto, le dio dos besos a Josh.

-Adiós, encanto.-dijo ella.

-Adiós, generosa.

Mi madre se acercó a mí mientras se reía. Me abrazó fuerte.

-Adiós, cariño.

-Cuídate, mamá.

Después de las despedidas, nos fuimos cada uno por nuestro lado. Aunque mamá gritó en la lejanía:

-¡Emily! ¡No dejes que conduzca Josh, que es capaz de dar cinco vueltas a la manzana antes de marchar!

-Je, je, je. ¡Qué graciosa!-dijo Josh con sarcasmo.

Me gustaba el buen rollo que había entre ellos. Realmente nunca había visto a mi madre de este modo; tan sonriente, tan alegre, tan dicharachera… Me metí en el coche con una sonrisa en los labios. Creía que todo iba a mejorar para ella, pero cuán equivocada estaba.

Al llegar a casa, Josh y yo nos comimos los espaguetis congelados que habíamos dejado.

-Habrá que terminar lo empezado.-dijo él.

-A ver cómo saben.

No estaban del todo mal. Eso sí, la salsa la volvimos a hacer. ¡Y vaya risas en la cocina! Era grandioso cocinar con Josh. Comimos hablando de todo lo que me había pasado en el hospital: de los cotilleos, de la enfermera rubia… Josh reía sin fin.

-¿De verdad que la rubia esa…?-decía-¡Oh, Dios! ¡Te prefiero a ti mil veces!

Realmente, nadie lo pasa bien en un hospital, pero este caso había sido una excepción.

Nos acostamos tarde, alrededor de la una de la madrugada. Yo estaba agotada, y Josh me figuro que lo mismo. Y aún por encima tenía que ponerme a trabajar al día siguiente… O al menos eso creía.

Las horas esta vez pasaban veloces como si fueran aviones surcando el cielo estrellado. De repente, a las 6 de la mañana, sonó el teléfono. Yo abrí un poco los ojos, pero fue Josh quien dijo, con voz cansada:

-Cojo yo.

Escuché atentamente lo que decía. Me lo sé de memoria ya de tantas veces como lo repetí mentalmente:

-¿Sí?... Sí, es esta la casa, ¿con quién hablo?... … No… per… ¿Cómo ocurrió?... … … Entiendo… Entonces se lo comunicaré. Muy amable. Buenas noches… Buenas noches.

En ese momento colgó. Yo me desperecé y le pregunté:

-¿Quién era, cariño?