jueves, 16 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo VI- El castillo de una princesa


Ya estaba completamente decidido. Y, por supuesto, no iba a cambiar de opinión. Me quedaría con Josh, con mi Josh, en su humilde casita a las afueras de la ciudad.

Al día siguiente del juicio, la policía me concedió una copia de la llave de mi antiguo piso para poder coger mis cosas. Fue un día duro. Josh y yo tuvimos que hacer un par de viajes en coche para recoger toda la ropa, las joyas y demás objetos de valor, sin olvidar los juguetes de los niños. Mientras los sostenía en las manos para depositarlos en cajas de cartón, recordaba cuánto había jugado con ellos, y cuánto les habían gustado cuando se los habíamos regalado.

Los que más daño quizás me habían hecho fueron los de su primera Nochebuena: dos peluches de osito, uno azul para Jimmy y uno rojo para John. Sólo tenían unos meses, pero era reconocible sus caritas de ilusión cuando vieron que debajo del árbol de Navidad que había en casa de mi madre estaban los regalos que Papá Noel les había dejado. Gatearon los dos hacia ellos casi al mismo ritmo y rompieron el papel de regalo. No creo que supieran por qué estaban esos regalos allí, pero era indudable su felicidad. Mamá me miraba de reojo, sonriendo. Se los había comprado ella, porque yo en aquel entonces no tenía ni un duro; el dinero que ganábamos daba para comida, ropa, calzado y alquiler, y a Dios gracias. Mucho fue lo que lloré sosteniendo uno de esos peluches, arrodillada en el suelo de su habitación. Menos mal que Josh, que se percató de mi abatimiento, me abrazó por detrás y me devolvió a la realidad.

Después de bastante tiempo acostumbrándome a vivir con Josh, sin Jimmy y sin John, comencé a incorporarme al trabajo. La verdad es que creí que estaba cayendo en una depresión, pues apenas comía, apenas dormía, apenas reía… Eso, sí, estaba feliz al lado de Josh. Feliz y segura, más de lo que he estado con ningún otro hombre. Eso, y sólo eso, me indicaba que me estaba poniendo mejor, que la época de llorar postrada en la cama toda la noche y de las crisis de ansiedad había terminado, y daba paso a una época de felicidad y alegría, al lado del hombre de mis sueños. Además, ahora que por fin había conseguido el divorcio, nuestra relación estaba mejor vista a los ojos de Dios, aunque no lo estuviese a los ojos de la gente.

Ahora por fin pude retomar contacto con mis amistades, sobre todo con Terry, pues lo echaba muchísimo de menos. Quedamos algunas veces para tomar café. Realmente tenía ganas de contarle todo tal cual lo sentía, sin ahorrarme nada, pudiendo expresarme con total naturalidad. Cuando le conté la parte en la que lloraba desconsolada al lado del cadáver de mi hijo, por sus mejillas comenzaron a resbalar un par de lágrimas. Creo que él era una de las pocas personas que eran capaces de ponerse en mi lugar, aunque no lo hubiesen vivido. El día en el que le conté todo aquel horror, cuando íbamos a irnos a casa, me abrazó fuerte. Lamentó no poder estar ahí para darme todo su apoyo. Yo le dije que no importaba, pero la verdad es que agradecí enormemente su actitud.

Un día, mis hermanos vinieron a nuestra casa, acompañados por mi madre. Tenían ganas de verme. Yo también las tenía. Thomas me abrazó como si le fuese la vida en ello. Las chicas, igual. Salimos todos juntos a tomar algo. Josh, mamá y yo un café y mis hermanos, un helado cada uno. El de Thomas tuve que acabárselo yo, pues era enorme y se cansó a la mitad, o quizás antes. Charlamos de muchas cosas: del colegio de Thomas, del instituto de Lisa y Lorelay… en fin, y todo por el estilo. Eso sí, nadie quiso tocar el tema de Jimmy. Realmente lo agradecí, pues parecía que, cuando la gente me miraba por la calle, veía a esa chica de la que hablaron en las noticias hasta la náusea que había perdido a su hijo a manos de su marido, no veía a la trabajadora eficiente que trabajaba en la oficina toda la mañana y parte de la tarde, o a la enamorada feliz que era entonces. Me llamó la atención que mamá no paraba de mirar el reloj cada poco, y eso que, en su tiempo libre, nunca le importaban los horarios a los que estaba sometida día tras día. Aproximadamente a las siete de la tarde, sacó disimuladamente un bote de pastillas del bolso y, escondiéndolo debajo de la mesa, cogió una para, acto seguido, introducirla en el café. Pasó bastante tiempo hasta que pudiéramos estar las dos solas, que fue al volver a mi casa, cuando los niños dormían y Josh fregaba los platos de una segunda ronda de cafés, y pude preguntarle:

-¿Qué te tomaste antes?

Ella guardó silencio un momento. La preocupación era palpable en mi voz.

-Nueva medicación. Una pastilla antes de desayunar y otra en cuanto pasen 12 horas. Siento no habértelo dicho antes.

-No pasa nada.-concluí.

Nuevos antidepresivos. Seguramente más fuertes. Parece que la brutalidad de mi padre aumentaba día tras día, dejando tras de sí desesperación y tristeza desmedidas, sólo controladas por el efecto de una potente droga. ¿Hasta cuándo había de estar así? Quizás, y para su desgracia, toda la vida.

Josh y yo estuvimos viviendo un par de meses allí en aquella casita tan pequeña y cuca juntos. Lo peor sin duda eran las camas, que eran separadas. Sólo alguna vez dormíamos en la misma cama (la suya, que era un poco más grande), pero nos moríamos de calor. No obstante, nuestra vida era muy feliz. Nuestro amor era fuerte, y claramente palpable. Algunas de mis amigas me envidiaban. Otras no, pues decían que Josh era un poco feo para mí, aún así nunca me importaron los comentarios de la gente.

Mi vida por aquel entonces semejaba un cuento de hadas. Hablando de eso, a Josh le había contado una vez una anécdota: Mi familia y yo vivíamos en un pueblecito. Un pueblecito verde y precioso en el que las palomas revoloteaban por el cielo como pétalos de rosas blancas. Los campos estaban vestidos de flores, que en primavera mamá, Amy y yo recogíamos. La tierra era fértil y los frutos de nuestros árboles eran deliciosos, hasta me atrevería a decir que las manzanas de aquel manzano que sembró la desgracia en nuestra familia sabían quizás mejor que las que Adán y Eva comieran en el Paraíso. Pero después de perder a Amy, mi padre decidió que era mejor marchar de allí. Mamá, por supuesto, no discrepó. Yo no quería marchar, pero aún así lo hicimos. Nos mudamos a la ciudad donde vivía con Robert. Allí los edificios eran tan grandes que no dejaban crecer la vegetación. Cuando era pequeña, le llamaba “El lugar donde no vuelan las palomas”, y era cierto, pues las palomas yacían en algún parque, sin atreverse a emprender el vuelo, amedrentadas, como lo estaba yo cuando vivía con Robert. El cambio de aires, combinado con la reciente muerte de Amy, hizo mella en mí. Me desperté la primera noche que estábamos en la nueva casa, a las 3 de la mañana, con 41º de fiebre. Llegué a creer que me moría. Mamá un día, después de que los médicos estuviesen en casa, se sentó al borde de la cama y me dijo:

-Emily, las princesas enferman cuando las separan de su reino, ¿no lo sabías? Tú también debes de serlo, aunque ni tu padre ni yo seamos reyes.

Y ese fue el mote que llevé toda mi infancia: princesa. Cuando mis hermanas no oían, pues si no se celaban, mamá me llamaba así. A veces aún lo seguía haciendo. Y ahora, a raíz de contárselo a Josh, comenzó a llamarme “princesa” él también.

Una mañana de sábado, Josh me despertó, a las 11 y media de la mañana.

-Despierta, dormilona, que voy a llevarte a un sitio.

Me desperecé perezosa. Me puse un vestido blanco un poco por encima de las rodillas, pues hacía sol, desayuné una taza de café y nos metimos en el coche.

-¿A dónde vamos?-le pregunté en la mitad del camino.

-Ya lo verás.-respondió mientras sonreía pícaramente.

De pronto, y sin preverlo ni imaginarlo lo más mínimo, aparcamos delante de una hermosa y gran casa también a las afueras de la ciudad. Estaba pintada de color salmón. Un gran manzano se alzaba cerca de la puerta, entre un montón de flores bonitas. Bajé del coche embelesada.

-Qu… ¿Qué es…?-pregunté.

-Es nuestra nueva casa.

Giré la cabeza y lo miré extrañada. Si me hubiese pegado, no me sorprendería más.

-¿De qué estas hablando, Josh? ¿Te has vuelto loco?

-¡Para nada! Es una casa majísima, con jardines y un huerto en la parte de atrás, amueblada en un estilo así muy antiguo, con una enorme cama de matrimonio y toda, toda para nosotros dos.

Yo seguía admirando maravillada aquel paraje. Nuestro nuevo hogar.

-Toda princesa necesita un castillo, ¿no crees?-me susurró al oído.

Me volví hacia él y lo abracé. No podía creer lo que estaba viendo, que esa fuera ahora mi casa, después de vivir en casitas pequeñas y humildes toda mi vida.

-¿Cómo te la permitiste?-pregunté.

-Cuando mi padre murió me dejó una herencia considerable. Con toda aquella pasta me la pude permitir.

Dicho esto, nuestros labios se fundieron en un gran beso. ¡Entonces sí que me sentí como una verdadera princesa! Nos cogimos de la mano y caminamos hacia la puerta.

-Creo que ahora es el momento adecuado de darte esto.-dijo.

Acto seguido, sacó del bolsillo un anillo. Era enorme y brillaba más que todas las estrellas juntas. Me lo colocó suavemente en uno de mis dedos. Las lágrimas comenzaron a fluir por mis mejillas.

-¡No puedo creérmelo!-exclamé, llevándome las manos a la cabeza.

-¿Feliz?-me preguntó Josh.

Lo miré a los ojos. Esa pregunta me la había hecho Robert hacía tiempo, pero la respuesta fue distinta.

-Muchísimo, Josh. Eres lo que más quiero en este mundo.

Me acarició suavemente y acercó sus labios a los míos, pero antes de dejarle hacer nada, dije, interponiendo mis manos entre él y yo:

-Pero tienes que prometerme algo.

-¿El qué?-casi se preocupó.

-No quiero tener un manzano en mi casa. Me trae malos recuerdos.

Él comprendió mi decisión, le mencioné lo de Amy hace tiempo. Aún así, suspiró aliviado y gritó eufórico:

-¡No hay problema, princesita! ¡Si quieres lo corto ahora mismo! ¡Con estas manitas!

Volvimos a besarnos, con mucha más intensidad que antes. Pensándolo bien, es verdad que toda princesa necesita un castillo, pero aunque viviese con él debajo de un puente me sentiría como en un cuento de hadas. Sin duda, era mi príncipe azul, con el que soñaba encontrar de pequeña, y todos me decían que no existía. ¡Qué equivocados estaban!

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo V- Ojo por ojo


Dada mi situación, lo mejor era quedarse recluida en casa de Josh, como si hubiese desapareci-do, cuidando del niño. Ser ama de casa, sin la ayuda de Dorothy, era agotador: que si lavar la ropa, que si fregar los platos, que si hacer las camas, que si atender a Jimmy… Eso sí, en cuanto Josh llegaba del trabajo me ayudaba mucho, ¡y buena falta me hacía! ¡Pobre mamá! Ella no tenía a nadie que le ayudase, y éramos 4 hijos, por lo que el trabajo que estaba haciendo yo se multiplicaba por 4, o por 5, porque mi padre aún le daba más trabajo que nosotros. Pensé mucho en ella todos los meses que estuve en casa. ¿Pensará que he desaparecido? Quizás Robert, con lo alarmado que se pondría, puso carteles y anunció mi secuestro por la televisión. Justo por eso evitaba verla, ni siquiera cuando Josh se sentaba a ver el partido.

A la hora de la cena, cuando llegaba Josh a casa, me hablaba de todo lo que le pasaba en la consulta, eso sí, sin quebrantar el juramento hipocrático. Me contaba, también, todo lo que le pasaba en la calle o en el bar, cuando iba a descansar con los amigos. Yo, sinceramente, gozaba oyéndole hablar de las cosas que había fuera de aquellas cuatro paredes en las que estaba prisionera. A veces imaginaba que podía salir otra vez, pasear por las calles, llevar a mi hijo al parque, tomar algo en una terraza… La culpa de aquello no era de Josh, por supuesto, era de Robert. Si él nunca hubiese… Nunca hubiese hecho tal atrocidad, yo nunca me habría escapado, nunca habría tenido miedo, nunca estaría viviendo un infierno en mi interior.

Ambos teníamos miedo de que Robert me encontrara, y reclamara lo que era “suyo”, por lo que Josh me dio su pistola, pues tenía permiso de armas. “Llévala siempre contigo, pase lo que pase” me ordenó. Toda precaución era poca. La puerta tenía 2 cerraduras y las ventanas permanecían cerradas todo el día, excepto algunas veces, que había que abrirlas para ventilar la casa.

Por suerte, Jimmy estaba bien, pero cuando se hacía algún rasguño, o lloraba, o algo, me daba un vuelco el corazón. A mi madre le pasaba lo mismo. Me juré mil y una veces que nunca haría eso y… Aunque realmente esos días tenía el instinto maternal a flor de piel.

Muchas veces, mientras intentaba dormir algo, venían a la memoria recuerdos de mi juventud, de mi infancia. El que más se repetía, sin duda, eran las escena de mi padre arreándole a mi madre en la cocina, cuando yo era adolescente y metía a los niños en una habitación e intentaba distraerlos, pero era imposible no oírla gritar. Yo estaba nerviosa, lo sé y se me notaba. Sospecho que los niños sabían de sobra lo que pasaba, pero mi madre siempre insistía que lo hiciese, que no quería que se enterasen. Después siempre se encerraba en el baño a curarse y a llorar. Esto pasaba millones de veces por la noche. A veces se me ocurría llamar a la puerta, pensando que me la abriría y que podría calmarme, pero en vez de eso, me gritaba, sollozante y fuera de sí:

-¡Vete! ¡Déjame sola!

Me entristecía enormemente verla en ese estado. Aunque pasaba continuamente, no era quien de acostumbrarme. ¿Alguna vez terminaría ese horror? Definitivamente, no.

A veces recordaba las tardes que pasaba con Robert, con Josh o con Terry. Sobre todo con Josh, y eso que nunca habíamos estado mucho tiempo los dos solos, si no que solíamos encontrarnos porque algún amigo suyo sería novio de alguna amiga mía, o viceversa. Nunca me había imaginado que pudiésemos llegar a vivir juntos, y por supuesto nunca antes había sentido nada por él. Me resultaba tanto menos extraño que me temblasen las manos cada vez que abría la puerta, o que se me acelerase el corazón cada vez que lo veía…

Las tardes que pasé con Robert… no sé… Eran como las de cualquier pareja de novios, nada especial. Eso sí, con Terry es con el que siempre he tenido una relación más abierta, hablaba con él de cualquier cosa, y lo más importante, me escuchaba. Eso sí, apenas sé nada de él, simplemente lo que antes he mencionado, ¡ah! Y que es asmático. La peor herencia que pudo dejarle su abuelo, sin ninguna duda. Ya ha sufrido en mi presencia algunas crisis, y creo que yo estaba aún más preocupada que él cuando esto ocurría. Además, siempre llevaba encima el inhalador, por si acaso. La verdad es que debe ser molesto andar con ese trasto a todos los sitios y, según él, sabe a farmacia. ¡Mucho pensé en Terry todo ese tiempo! Tenía tantas ganas de que hablásemos, y poder contarle todo. ¡A saber lo que se estaría imaginando! Lo que más temí en mi reclusión fue preocupar a mis seres queridos, pero sabía que si les contase lo que en realidad estaba pasando, me comprenderían. A veces me asomaba a la ventana y veía cómo los días nacían y morían caprichosamente.

Pero esa calma y quietud se vieron brutalmente interrumpidas por, seguramente, el hecho más duro que he vivido.

Era un día 20, martes del noviembre más gris de mi vida. Aunque Dorothy ya no estuviese para ayudarme, fue fácil cuidar de Jimmy sin ella aquel día, pues apenas me molestó. Aproximadamente a las 9 de la noche, Josh me dejó un mensaje en el contestador automático. Lo oí tantas veces que me lo sé de memoria:

-¿Emily? Soy Josh. Siento molestarte a estas horas, pero tengo que quedarme en el trabajo unas horitas más. Sé que esto te pilla desprevenida, es decir… No está Dorothy, y tal, pero volveré lo más pronto que pueda, te lo prometo. Bueno, pues dale un besito de buenas noches a Jimmy de mi parte. Y no te preocupes por mí, que sé cómo te pones, ¿vale? Te quiero, un beso.

Cada vez que lo oía se me ponía la piel de gallina, sobre todo al escuchar el “Te quiero”… ¿Realmente me quería? ¿Sentía él también esa confusa sensación al estar conmigo? Las horas pasaban tan lentamente que parecían clavárseme como cuchillos. Por fin llegaron las 10: hora de bañar y acostar a Jimmy. ¡Bien! Algo que hacer. Después de haberlo bañado, me dispuse a acostarlo. Estaba en su habitación, enfrente de la cuna, cuando oigo un ruido. Miro a la puerta en un acto prácticamente involuntario. Nadie. Miro a los lados. Nadie. Pensé que podía haber sido un delirio de mi imaginación, o el viento, pues la ventana de la cocina estaba abierta y el viento soplaba fuerte. Pero en ese momento, y sin más previo aviso, siento como si alguien me agarrase la cintura. Me estremezco. Giro la cabeza y observo, con el cuerpo paralizado por el terror, que detrás de mí está la persona hacia la que sentía más odio en ese momento, la persona que me hizo vivir un infierno en vida, la persona de la que me quería esconder: Robert.

Allí estaba, mirándome con un desprecio inimaginable. Yo no podía hacer nada, simplemente abrazar todavía más fuerte a Jimmy, hasta que llegaba a cortarle la respiración.

-Sabía que estarías aquí, Emily, eres tan obvia.-dijo Robert, con altivez y rechazo.

-Qu…Qué…C…Cómo…-tartamudeé, con pánico en la voz.

-¿Qué te crees, que no sé quién es tu querido amiguito y qué sientes por él? ¡Desde que lo conocí, me imaginé algo así!

-No me escapé por Josh. Me escapé por…

-¿¡Por quién!? ¿Eh? ¿¡Por quién!? ¿Por este saco de huesos?

Entonces, agarró a Jimmy por el pijama y me lo arrebató de los brazos con suma facilidad.

-¡¡Suéltalo!! ¡¡Suéltalo!!-le grité.

Jimmy lloraba asustado mientras Robert lo agarraba, asfixiándolo.

-¡Así que te escapaste por él de casa! ¿Eh? ¡Veo que no eres tan gilipollas como creía! ¿¡Pues sabes lo que te digo!? ¿¡Sabes lo que te digo!? ¡¡Que ya no te vas a escapar por él nunca más!!

Dicho esto, y con una brutalidad sorprendente, lo tiró contra la pared. Sentí como si mi corazón se detuviese. De mis labios se escapó un grito desgarrador. Corrí hacia él sin pensarlo dos veces. Cuando llegué, su pequeño y frágil cuerpo yacía en el suelo, encharcado de sangre, recordándome al de Amy cuando había caído del árbol. No me atreví a tocarlo, simplemente lo empapé con mis lágrimas, allí de rodillas. La imagen era tanto menos repulsiva, pues su cráneo se había deformado del golpe. Giré la cabeza y vomité. Robert se me acercó. Yo me agarré el pelo con las manos mientras murmuraba, ahogándome en mis propias lágrimas:

-Esto no me puede estar pasando. Esto no me puede estar pasando. Esto no me puede estar pasando. Esto no me puede estar pasando.

Robert se arrodilló a mi lado y me dijo, ahora con voz suave, aunque inquietante:

-¿Ves? Ya se han acabado nuestros problemas. Ahora iremos los dos a casa y haremos como si nada de esto hubiera pasado. ¿Qué te parece, Em?

No sé qué se apoderó de mí. Quizás la ira y la tristeza colisionaron brutalmente en mi interior, haciéndome hacer algo que ni siquiera pensé. Saqué la pistola del bolsillo de mi sudadera y, sin titubear, disparé a su pierna derecha, haciéndolo sangrar aparatosamente.

-¡¡Puta!!-gritó, fuera de sí, mientras se retorcía de dolor en el suelo.

Me levanté, furiosa, y apunté con la pistola a su corazón.

-¡Te aviso que la segunda vez no fallaré!

-¿Es que quieres matarme?

-¡No me importa ir a la cárcel, Robert! ¡Es ojo por ojo! ¡¡Has matado a mi hijo!! ¡¡A mi hijo!!

-¡Nuestro, Emily!

-¿Nuestro? ¿¡Nuestro!? ¿¡De verdad te estás oyendo, Robert!? ¿¡Acabas de matarlo y aún tienes la sangre fría de decir que es tu hijo!?

Robert guardó silencio unos segundos todavía sangrante y muerto de dolor.

-¿Qué quieres para que me dejes vivir?-preguntó.

-El divorcio. ¡Y créeme que seré generosa si con eso te perdono la vida!

-¡Haré lo que quieras! ¿El divorcio? Bien, mañana a las 7… ¡no, no, a las 8! En los juzgados ¿te parece bien?

Llamé entonces a la ambulancia, informándolos del suceso, eso sí, ahorrándome la parte del disparo. Acto seguido, me eché a llorar, con un insoportable dolor en el alma, sin dejar de apuntar a Robert.

-¡Yo te quería, Robert!-dije, con voz débil- ¡Te quería, y quería a mis hijos! ¿Por qué lo hiciste? ¿No podías dejarme ser feliz?

Feliz. Realmente ese matrimonio no había sido feliz, pero creo que me había dado cuenta de que mis hijos me habían dado la felicidad que Robert se negaba a brindarme.

-Yo también te quiero, Emily.-dijo.

Esas palabras… Las usó para desarmarme y eso consiguió. Caí en el suelo y allí lloré desconsoladamente, tapando la cara con mis manos, que aún sostenían la pistola. Sentía incluso terror de mirar a mi alrededor y ver cómo mi mundo, el mundo que yo misma había labrado, se destruía en mil pedazos al compás que la negra sangre de Robert corría por el suelo, arrasando todo por lo que yo había luchado a su paso. Poco después, pude llegar a oír ruido en el jardín. Indudablemente era las ambulancias y la policía. En ese momento, Robert me arrebató la pistola de las manos. Temí que fuera a dispararme, pero no.

-Si con esto conseguiré tu amor de nuevo, que así sea.-murmuró.

De pronto, llegaron los sanitarios y los policías, que le gritaron:

-¡¡Tire el arma!! ¡¡Tire el arma!!

Lo apresaron, por supuesto, y se lo llevaron de la habitación, mientras él clavaba su arrogante mirada en mí. Yo me sentí indefensa, impotente, dolorida y furiosa. Una enfermera se me acercó. Entonces sentí como si me faltase el aire. Un dolor insoportable en el pecho parecía paralizarme. Llegué a ver entre lágrimas como me separaban del cadáver de Jimmy y me sacaban de la habitación. Luego, no sé bien qué pasó. La vista se me nublaba. Quería gritar, pero sentía como si algo me atenazara la garganta. Oía, como entre niebla, una voz que me decía, con tono casi autoritario:

-¡Respire! ¡Respire!

Yo lo intentaba, pero apenas era capaz de coger aire por la boca. Por la nariz ya ni lo intentaba, era imposible. Después de un rato angustioso, fui recobrando el conocimiento. Vi, casi con horror, como estaba rodeada de médicos, acostada en la camilla, dentro de una ambulancia. Estaba aún aparcada en casa, pero tenían intención de arrancar; evidentemente, al ver que me había puesto mejor, no lo habían hecho. Tenía una mascarilla, de ahí seguramente el que me pidiesen que respirase. Percibí enseguida la presencia de Josh a mi lado.

-¡Emily, mi amor! ¡Casi llegué a pensar que no salías de esta!-dijo, agarrándome la mano izquierda, pues la derecha la tenía encima del corazón, que me latía fuerte.

-¿Qué… qué me ha…? ¿Qué me ha pasado?-logré preguntar, empañando la mascarilla.

Josh bajó la cabeza. No había sido nada bueno, seguro, pero yo insistí en saberlo.

-¿Qué me ha pasado, Josh?-repetí, nerviosa.

-Has sufrido una crisis de ansiedad.-contestó- Creo que lo mejor es que pases la noche en el hospital, por si tienes una recaída.

-¡No!-exclamé- ¡No voy a irme de mi casa!

Josh miró a uno de los médicos. Este le miró igualmente. Estaban hablando con los ojos, como hacen los médicos, y el que no es médico, no entiende. Entonces un enfermero me quitó la mascarilla y dejó que pudiera abrazar a Josh con fuerza, llorando desconsoladamente.

-Yo le disparé, Josh.-susurré, lo suficientemente bajo como para que los médicos no se diesen cuenta-Le disparé con tu pistola. ¡Acababa de matar a mi hijo, era lo menos que podía hacer!

Él me acarició con ternura sin decir nada. ¡Pobre Josh! ¡Se le notaba tan preocupado! Temí estar metiéndolo en algo que escapase a mi control, pero, gracias a Dios, todo parecía quedarse en un mal pensamiento. Nos fuimos a la cama, pues ya era tarde. Él dormía, pero yo no podía, a pesar de estar débil. Miré en Internet y me chapé todo lo que venía sobre la crisis de ansiedad. Me costaba creer que acababa de tener eso. Realmente, me costaba creer que todo lo que me estaba pasando fuese verdad. A veces, hasta se me pasaba por la cabeza si había sido una horrible pesadilla de la que me iba a despertar, pero no. Era dolorosamente real.

A la mañana siguiente, Josh me preguntó por el entierro del niño. Que si íbamos a hacer funeral, que si qué gente quería que fuese. Yo le contesté fríamente:

-Voy a ir yo sola, y punto.

Él insistía en hacer funeral, y luego un entierro algo más familiar, pero yo no cedí.

-Jimmy no tenía más familia que yo. Además, ¿para qué un entierro? Dios ha demostrado que todo lo que nos pasa se la pela. ¿Qué Dios quizás ha perdido el tiempo conmigo? Pues que disculpe las molestias, pero ni mi hijo ni yo vamos a perder el tiempo con él.

Hasta a mí misma me asombró la dureza de mis palabras, pero en aquel momento lo único que buscaba era descargar toda mi ira contra alguien, fuese quien fuese. Esos dos días, mamá me había estado llamando, cosa que le agradecí muchísimo, y, sobre todo, tener que aguantar mi mal humor, porque hasta tacos soltaba por teléfono, y ella no me dijo nada. Quizás, cuando había muerto Amy, había hecho lo mismo.

Al día siguiente se celebró el juicio, y posteriormente el entierro, por orden del juez. Parecía que la gente estaba dispuesta a putearme, juntando todo aquello, pero yo callé, como de costumbre. ¿Para qué hablar, si nadie va a escucharte?

El juicio fue… como todos los juicios, supongo. Aburrido y tedioso. Me subieron al banquillo de los acusados. Debería estar nerviosa, pero no me temblaban las manos, ni se me entrecortaba la voz cuando testifiqué en contra de Robert. El juez lo condenó a 7 años de cárcel, por “intento” de asesinato, pues las pruebas no eran del todo concluyentes, y nos concedió el divorcio. Se le había rebajado la pena a petición de su abogado. Inconscientemente me llenó de satisfacción saber el veredicto, pero por otra parte me parecía muy poco para lo que se merecía.

El entierro se celebró una hora después del juicio. Entonces sí que abandoné mi actitud fría y distante y me deshice en lágrimas al contemplar cómo encerraban a mi niño en aquel nicho estrecho, entre toda aquella gente, que parecía ahogarlo. Realmente, creo que si alguien pasara por allí, se fijaría involuntariamente en su tumba.

Al llegar a casa, la reacción de Josh se hizo de esperar. Me abrazó fuerte, besándome el pelo. Yo lo abrazaba sin decir nada, no estaba de humor.

-¿Qué tal te encuentras?-me preguntó.

-Psé.-contesté.

-¿Qué tal el juicio?

-Creo que bastante bien. Lo condenaron a tres años.

-¿Sólo? Cabrones.

-Ni aunque se pasara la vida en la cárcel, le perdonaría lo que ha hecho.

Josh guardó silencio. Yo sabía que estaba siendo una borde con él, pero es que me sentía despechada, y no podía evitar mostrar mis sentimientos. Se me ablandó el corazón, quizás por el amor que sentía por él, y lo abracé por detrás, apoyando la cabeza en su espalda.

-Lo siento.-dije- Siento cómo me estoy comportando contigo.

-Te amo, Emily. No me importa cómo me hables. Sé que ahora lo necesitas.

Mi corazón comenzó a palpitar.

-Yo también te amo, Josh, diga lo que diga Robert.

Él se dio la vuelta suavemente y me cogió de las manos. Bajé la mirada, pues no quería que viese cómo me ruborizaba.

-Quédate conmigo, Emily.-dijo Josh, agarrándome la barbilla para que levantase la cabeza y poder mirarme a los ojos- No quiero que vuelvas a tu casa, a morir de soledad. No te dejaré. Te necesito, y hasta que viniste a mi humilde casa, empapada de lluvia y sangre, no me di cuenta de ello. ¿Te gustaría… quedarte a vivir aquí?

No me detuve a pensarlo. ¿Para qué? En aquel momento sentí una enorme atracción hacia él, tan fuerte que no era capaz de resistir. Entonces le respondí, acercando mis labios a los suyos:

-Sí, quiero.

Esas palabras hicieron que nos fundiésemos en un profundo beso que hizo que en mis ojos comenzaran a llorar de felicidad. Una nueva y mejor vida aparecía delante de mí. Todo iba a empezar a cambiar.