miércoles, 29 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XI- La serpiente que se muerde la cola


No podía creer lo que mis ojos empapados de lágrimas estaban viendo. Era Robert. ¡Robert! El mismo Robert que había matado a mi pequeño. El mismo Robert al que odié y amé locamente al mismo tiempo. El mismo Robert que se suponía que debía estar pagando por sus pecados en una celda estaba allí, detrás de mí, sujetándome la cadera con sus fuertes manos, como solía.

-¡Hijo de la grandísima puta!-grité yo, desquiciada- ¿Qué coño haces aquí?

-Me han dado la condicional, por buena conducta. Ya ves.

-Pe…Pero… ¿A qué has venido?

-He visto la esquela de tu chico en el periódico y me dije, “¿cómo estará mi Emily?” Y aquí estoy.

-Yo no soy “tu Emily”, ¿me oyes? ¡No lo soy desde hace mucho tiempo, así que ya deberías saberlo!

-No te pongas así, corderito.-dijo, mientras intentaba acariciarme una mejilla. Le giré la cara con desprecio. Entonces, seguramente para romper el hielo, preguntó:- Ah, ¿y quién era el negrito que estaba contigo? ¿Es que le pusiste los cuernos a tu hombre? ¿Eh, guarra?

-Para tu información, el “negrito” es mi hijo, sí, pero es adoptado. Y tanto él como yo agradeceríamos que te fueras cagando hostias y desaparecieras de una vez de mi vida.

En ese momento, la voz de Robert, embargada hasta entonces con una sensualidad desmedida, se convirtió en un estruendo lleno de ira.

-¡Escucha!-gritó, arrimando su rostro arrogante a mi cara, que palidecía cada vez más, pero sin abandonar mi actitud desafiante.- ¡Todo el tiempo que estuve en la cárcel te tuve aquí clavada como si fueses una puta espina!-afirmó mientras señalaba su frente con la mano que tenía tatuado KILL.- ¡Pero claro! ¡No te importa una mierda lo que yo haya sufrido! ¡¡No te importa!!

Comencé a temblar. Temí que la furia de Robert se descargara en mí. Es más, temí que me pasase lo mismo que a Jimmy. Procurando no parecer asustada, le contesté, intentando hacerme oír por encima de los latidos de mi corazón:

-Robert, es mejor que hablemos en otro momento.

-¿¡En otro momento!? ¡¡ ¿En otro momento?!!

Entonces ambos escuchamos ruidos procedentes del cementerio. La gente ya comenzaba a irse. Robert, al ver esto, calló un instante y añadió, disponiéndose a marcharse y mirándome con desprecio:

-Tienes razón, ya hablaremos.

Contemplé cómo se alejaba, cómo se perdía en la lejanía, cómo mi horrible pasado volvía a perseguirme cual alma en pena. De repente, noto que me tocan en un hombro. Me sobresalto y miro hacia atrás asustada. Era Terry.

-Emily, ¿te encuentras bien?-dijo.- Estás…

Señaló mi nariz. La palpé. Estaba sangrando a mares. Lo cual, y creo no haberlo dicho, era muy común en mí. A veces, cuando me ponía muy nerviosa, o me asustaba mucho, o algo por el estilo comenzaba a sangrar por la nariz, y, en ocasiones, sin darme cuenta. Todavía no sé por qué. Simplemente, nunca lo supe. Aprendí a convivir con ello.

-No te preocupes, Terry.-sentencié, con las manos encharcadas de sangre.- Me pasa a menudo, lo sabes.

Me agarró una muñeca, sin llegar a hacerme daño. La sangre que emanaba de mi nariz salpicó sus manos cual si fuesen lágrimas, o gotitas de lluvia. Nos miramos. Estaba pálido. Hice que me soltase para poder limpiarme con un pañuelo, más que nada porque Adrien venía hacia nosotros. Aunque, por mucho que me limpiase, mi camisa seguía encharcada.

-Mamá, ¿qué te ha pasado?-preguntó Adrien sobresaltado.

-Nada, cariño, nada. Nada importante.

En ese momento, me giré hacia Terry y le dije:

-Adrien y yo nos vamos a casa. Estoy muy cansada.

No me lo impidió. Nos dimos dos besos y dejó que me marchara, cogiendo a Adrien de la mano y ansiando marcharme de aquel lugar.

Por la noche no pegué ojo. Hasta llegué a pensar si estaría loca y la visión de Robert había sido producto de mi imaginación, pero no. Era angustiosa y dolorosamente real. Temí que viniera para vengarse de mí. Tuve miedo de que pudiese hacerle daño a Adrien. Si lo hiciese, no me lo perdonaría jamás. Dos muertes son demasiadas.

Al día siguiente, que era un domingo, me dispuse a hacer la compra mientras Adrien seguía dormido. Hacía bastante calor, por lo que me puse una camiseta muy escotada y unos pantalones vaqueros. En el supermercado todavía hacía más bochorno, por lo que estar allí se hacía insoportable. De repente, mientras estaba cogiendo unas naranjas, oigo una voz detrás de mí.

-Corderito.

Me sobresalté. Tal fue el sobresalto que las naranjas resbalaron de mis manos como si fuesen peces. Me di la vuelta, sabiendo perfectamente con quién me iba a encontrar.

-¿Qué haces aquí, Robert?-dije, recogiendo las naranjas del suelo.- ¿Por qué coño me persigues?

-Dijiste que hablaríamos en otro momento. Este ya es otro momento.

-¡También te he dicho que quiero que nos dejes vivir en paz! ¡Pero eso te lo pasaste por el forro de los cojones! ¿Eh?

Me puse nerviosa, muy nerviosa. Mi tono de voz se endureció, quizás demasiado. ¡Pero es que no podía ser menos! Entonces, Robert dijo, enfurecido y a punto de pegarme:

-¡A mí no me levanta la voz ni Jesucristo! ¿Oíste?

Lo agarré por la muñeca, intentando que no me hiciese daño, con expresión seria, aunque por dentro estaba muerta de miedo.

-¡No me levantes la mano, Robert, no me la levantes! Sabes que con una sola palabra puedo volver a meterte en la trena.

Bajó el brazo y lo dejó caer a lo largo de su cuerpo. Entonces, se echó las manos a la cabeza y dijo, en voz baja y seguramente intentando que me compadeciese de él:

-¿Pero qué estoy haciendo? No puedo creer que estuviese a punto de… ¡Virgen Santa!

Desgraciadamente lo consiguió. Consiguió ablandarme el corazón, como siempre. Es más, estuve a punto de echarme a llorar. Por mucho que me doliese admitirlo, lo había pensado muchísimo en él y lo había echado de menos más de lo que desearía. Entonces, lo acaricié, en un acto prácticamente involuntario, y le dije, con voz dulce, haciendo que cumpliese su propósito:

-Si quieres hablar, Robert, nos vemos mañana a las 9 de la noche en el bar que hay enfrente de mi oficina. ¿Te parece?

Robert levantó la cabeza y me miró. Sabía perfectamente que yo reaccionaría de ese modo.

-¿No me estás engañando?-preguntó con recelo.

-¿Cuándo te he engañado yo a ti?-respondí fríamente.

Acto seguido él se marchó, dejándome a mí en medio del supermercado inmóvil como una estatua de sal. No podía creer lo que acababa de hacer. Robert y yo habíamos quedado. ¡Quedado! Y eso que me había jurado mil y una veces que no volvería a dirigirle la palabra, ni siquiera a verlo delante. Pero Robert sabía tocarme en el corazón, y eso le daba plena libertad a decidir sobre mis acciones. Había estado maldiciendo su nombre durante años, pero aún así sabía que me tendría a sus pies como una perra con una sola palabra de su boca.

En cuanto volví en mí, cogí las naranjas y fui a pagar todo. Salí del supermercado como una autómata. Decidí ir a la tienda donde me habían hecho el tatuaje. Todo lo que había pasado con Josh se merecía un puñal más.

Aquel día transcurrió sin más incidentes, eso sí, fue el único domingo que faltaba a misa. Recibí una llamada de tita Margarite. La pobre estaba hecha un manojo de nervios. Y “¿cómo estás, cariño?”, “¿Te encuentras bien?” “¿Quieres que vaya a ayudarte?” Apuesto a que tenía miedo de que lo del intento de suicidio volviese a ocurrir. Pero no, todavía recuerdo lo que me había dicho Josh, lo de que era un acto muy egoísta. Es verdad, lo era. Si muriera, tita Margarite moriría conmigo. No conviene darle esos disgustos, a su edad y con la salud de pajarillo que tiene.

También me llamó Terry por la tarde. Al igual que la tita, me preguntaba qué tal estaba y si necesitaba algo, a lo que yo siempre contestaba que “no, gracias”. Hablamos bastante rato, eso sí, no le mencioné el tema de Robert. Terry lo tenía enfilado desde que me había hecho aquello, y lo mataría si supiese que le dije que sí a su proposición de quedar. La verdad es que le agradecí muchísimo lo que estaba haciendo por mí. Siempre había sido un buen amigo, pero había que tener mucha paciencia para aguantarme en temporadas bajas. O bien discutía con todo aquel que se me cruzaba por delante, o bien dejaba que me ahogase en mi propia mierda. Y siempre con la voz de mi padre de fondo: “sólo sirves para limpiar y parir”, “sólo sirves para limpiar y parir”, “sólo sirves para limpiar y parir”, “sólo sirves para limpiar y parir”.

Al día siguiente fui al trabajo, como era normal. Trabajar por la mañana, comer con Adrien, llevarlo al colegio otra vez y ¡guardia! Otra vez al trabajo. Ese día sí que estaba deseando que acabase, más que nada para poder ver a Robert, arreglarlo todo de una vez y poder llevar por fin una vida medianamente tranquila. Llené el suelo de colillas, con lo nerviosa que estaba (por aquel entonces, todavía se podía fumar en las oficinas, aunque no por mucho tiempo). Después de mucho esperar, por fin llegó la hora de salida. ¡Oh, benditas 9:00! Salí de la oficina disparada. Al llegar al bar comencé a inquietarme. No sabía con quién me encontraría, con el “Robert bueno” o con el “Robert malo”. Llegué a dudar hasta de si saldría viva de allí. Agarré la manilla con fuerza, respiré hondo, cerré los ojos fuertemente y abrí la puerta de un golpe. Y allí estaba, de espaldas, apoyado en la barra con una cerveza en la mano. Típico de él. Me quedé parada en la puerta, inmóvil, sintiendo cómo me golpeaba el corazón en las sienes hasta llegar a hacerme doler la cabeza, hasta que Robert optó por girar la cabeza.

-Em, cielo.-dijo- Llegas justo a tiempo. Ven, acércate, que no te voy a comer.

Lo hice, aferrándome al bolso. Me situé enfrente de él. Aunque intenté apartar la mirada, los ojos de Robert eran los más bonitos que había visto nunca, y me miraban con tanta dulzura que creí que iba a morirme.

-¿Quieres tomar algo?-preguntó.

-N...no. No, gracias.

-Vamos al grano, Em.-dijo entonces, acariciándome la mejilla con la mano que ponía KISS.- Eres lo que más quiero en este mundo, y no estoy dispuesto a perderte otra vez.

Me dejé llevar. Esta vez no le aparté la mano, es más, dejé que me acariciase con total libertad. Noté que se me ponía la piel de gallina. No de miedo, sino de placer. Robert sabía dónde y cómo tocarme para que me volviese loca.

-Necesito oír de tus labios que tú también me quieres. Hace tanto que no lo escucho… Con un te quiero tuyo sería feliz.

Simple palabrería careciente de sentido. Simples frases sacadas de un poemario malo y barato. Aún así, no pude apartar mi vista de él, de aquellos ojos, que aquellos labios… Me di cuenta de que estaba perdiendo el control, por lo que me apresuré en decirle:

-R… Robert… Tengo que ir al baño. No me encuentro bien.

Me soltó. Entonces pude apresurarme a meterme en el baño de señoras. Cerré la puerta de un portazo. Me dirigí al lavabo y me humedecí la nuca. La verdad es que no me esperaba que su reacción me afectase tanto. Me miré al espejo. Gotas de sudor frío se deslizaban por mi pálida frente. Estaba consiguiendo lo que quería, le estaba cumpliendo el gusto de verme enamorada otra vez de él.

-¿Qué estás haciendo, Emily?-susurré, hablándole a mi reflejo.- ¿Quieres sufrir otra vez como una perra? No puedes volver a caer en sus redes.

De repente oigo que la puerta se cierra. En el espejo veo reflejada a una persona, Robert. Pensé que no se le pasaría por la cabeza entrar, pero estaba claro a lo que venía. ¿Para qué luchar? Josh había muerto. Mi madre, también. No había nadie que me obligase a ir por el camino del bien. El impulso era abrumador e irrefrenable. Me agarró por la cintura. Intenté separarlo interponiendo mis manos entre su pecho y el mío, pero no dio resultado. Comenzó a besarme el cuello dulcemente, sólo como él sabía, haciendo que los latidos de mi corazón triplicasen su velocidad. Lo agarré del pelo muy fuerte. Entonces me arrimó al lavabo y comenzó a subirme la falda. Yo le quité la camisa, sin hacer ningún esfuerzo por intentar dominar mis impulsos. Observé que Robert tenía un tatuaje en el pecho. Una serpiente del color de la sangre, enorme, en actitud amenazante. Sí, la paloma ha dejado de luchar y se ha dejado seducir por los encantos de una serpiente, sin tener miedo a que la pique y pueda matarla. La paloma es demasiado orgullosa como para dejarse amedrentar, pero lo suficientemente frágil como para tener que temer por su vida. Esta vez, Robert sacó un preservativo, lo vi con mis propios ojos. Entonces, comenzó lo fuerte. La verdad es que nunca me había excitado tanto. Seguramente sería por el morbo de hacerlo en el baño de un bar, sabiendo que pueden abrir la puerta y descubrirte en pleno acto. Mis poros se erizaron. Esta vez ya no sentí dolor, ni tampoco sentí amor, como con Josh, sino placer. Simple placer, lujuria, desenfreno. De repente, Robert, viendo cómo disfrutaba con la situación, me dijo:

-¡Dime que me amas!

No contesté. No era capaz de coordinar mi respiración para poder hablar.

-¡Dilo!-gritó.

Tuve miedo de que nos oyeran, pero, ignorando el eminente peligro, le dije, gritando todo lo que pude:

-¡Te amo!

-¡Más!

-¡Te amo!

-¡Más! ¡Ya llego!

-Te… Te… ¡Te amo, Robert!

El orgasmo fue cuanto menos intenso, y me pilló, por primera vez en mi vida, hablando, en mitad de una frase. Bajé la falda y me abroché la camisa lo más rápido que pude. Mientras Robert se subía los pantalones, me dijo:

-Estuvo de puta madre, ¿eh? Nunca te había visto tan fogosa.

-Lo mismo digo.

-Tenía ganas de verte, Em. Tú eres la que me inspira.

-¿Por inspirar quieres decir que te la levanto?

Ahora comencé a hablar con mucha más serenidad, pero él volvió a abrazarme por detrás, haciendo que volviesen a ponérseme los pelos de punta.

-Daría lo que fuese por que volviésemos a comenzar de nuevo.-me susurró al oído.

Mis labios esbozaron una sonrisa. Adoraba sentir su aliento en mi nuca.

-Pero… Adrien…-titubeé.

-Em, he estado tres años en la cárcel. Soy un hombre nuevo. Ya he pagado por mis pecados y quiero comenzar una nueva vida… A tu lado.

Lo miré de reojo. Sentí que lo que yo dijera ahora iba a sellar mi destino para siempre. ¿Debería darle una segunda oportunidad? ¿Se la merecía? No pensé mucho en lo que dije, pero le contesté, con voz muy dulce:

-Confiaré en ti.

Robert sonrió. Sabía que iba a responder eso. Yo hasta me sorprendí. Creí que no sería capaz de decirle eso al canalla que me había traicionado y que había jugado con la vida de mis pequeños, de mis hijos, de la sangre de mi sangre. ¿Cómo se puede confiar en alguien así? Cuando se está enamorada, se confía hasta en el mismísimo Diablo. Salimos del baño, sin reparar en las miradas acusadoras del tabernero y los otros clientes, y me fui a casa, o de lo contrario perdería el autobús. Sola, pues Robert quería terminar la cerveza.

-Un besito de despedida.-dijo, señalando sus labios.
Lo besé. Fue un beso fugaz pero intenso. Acto seguido, me marché. En el camino a casa pensé mucho en lo que había hecho. Me había dejado llevar por el deseo. Por el corazón en vez de por la razón. Debería guiarme menos por el corazón, pero no pude evitarlo. No me podía creer lo que estaba pasando. ¿Volver con Robert? ¿Arriesgarme a sufrir? ¿Arriesgarme a que le pasase algo a Adrien? El final se convertía en el comienzo. La serpiente que se muerde la cola. Nacer y morir en el mismo lugar. Intenté convencerme de que esta vez todo iría bien y me resigné a afrontar mi destino

lunes, 27 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo X- Tela de mentiras


Pasaron los años como si fuesen las hojas que caen caprichosamente de un árbol agonizante. Tiempos de prosperidad y felicidad de los que ya escasean. A Josh y a mí nos iba fenomenal en el trabajo. Adrien ya se había convertido en un apuesto jovencito de 12 años que sacaba nueves y dieces como panes. Terry había dejado su puto trabajo de empleado de gasolinera que tantos disgustos y depresiones le había causado y se había metido a mecánico, que era su el trabajo que siempre había querido, en cuanto me lo contó nos fuimos de copas, aquella noche bebí como un murciélago y fumé como un tren de vapor, lo reconozco. A mis 23 añitos pensaba que nada podía irme mejor. Esas eran las vacas gordas.

Pero a las vacas gordas le llegan las flacas. Tiempos difíciles que no paraban de abrumarme. Todo comenzó un día de febrero. Josh me había dicho el día anterior que no se encontraba muy bien y pidió cita para ir al médico. Se la dieron enseguida, seguramente les había insistido mucho. A las seis y media de la tarde cogió carretera. Me pasé la tarde mirando el reloj para ver cuánto tardaba. No es que estuviese excesivamente preocupada, la verdad, pero soy bastante impaciente, y más con eso de las visitas al médico, que me traen por el camino de la amargura.

Josh llegó aproximadamente a las ocho. Yo estaba limpiando la cocina y Adrien veía la televisión como merecido descanso. Abrió la puerta sin hacer ruido y se metió en la cocina. Por la cara que puso me figuré que no esperaba encontrarme allí.

-Hola cariño.-le dije.- ¿Qué tal en el médico?

Tardó en contestar. Se le veía nervioso, mucho más de lo que está alguien que sale de hacer una revisión.

-Bien.-respondió, titubeante.

-Entonces no hay ningún problema, ¿no?

-No, estoy bien.

-Me alegro. Que, oye, cuando me dijiste ayer por la noche que te dolía el pecho me puse mala. Pero bueno, todo se ha quedado en un susto.

Sí, eso era lo que me había dicho. Cuando lo oí, palidecí. Contando que el hermano de mi madre, mi tío Agnus, murió de un rollo de esos. Yo tenía 2 años, así que no tengo ningún recuerdo de él, pero vamos, que son cosas que intimidan lo suyo.

Entonces, sin pensarlo demasiado, me acerqué a Josh sensualmente. Me agarré a su cuello y le dije, en voz baja para que no me oyese nuestro hijo:

-¿Qué te parece si nos metemos en la habitación y lo celebramos?

Se puso colorado, lo vi enseguida. No parecía estar muy a gusto. Incluso me atrevería a decir que le incomodaba la situación.

-Está Adrien en casa, Emily.-dijo- Mejor que no.

La voz le temblaba. Lo miré a los ojos. Lo calenté pero bien, eso se notaba. Aún así, no lo forcé:

-Está bien. Ya lo haremos en otro momento.

Él no añadió nada más y se fue. Se pasó varios días hablándonos a Adrien y a mí lo mínimo. Cuando le preguntaba si le pasaba algo, siempre me respondía que no con voz triste y apartando su mirada de la mía. Llegué a pensar si había hecho algo que le incomodase. Quizás no veía con los mismos buenos ojos mi relación con Terry. O cualquier cosa. Comencé a deprimirme. No dejaba de pensar en qué estaba haciendo mal para que Josh me tratase así. Bueno, a mí y a Adrien, que no sé qué habría hecho el pobre. Había días en los que intentaba presionarlo para que volviese a ser el de antes, pero en cambio en otros intentaba incluso esquivarlo. Sentía como si entre nosotros hubiese una barrera infranqueable, que según iban pasando los días, las horas, las semanas, se iba engrosando y aumentado de tamaño.

Hasta un viernes, día 13, creo. Era por la noche. Como de costumbre, habíamos cenado todos juntos, había ido a ducharme, a mirar cómo estaba Adrien y a la cama. Me quedé dormida enseguida gracias a la ducha, que me había atontado un poco. Se hizo tarde. Toda la casa dormía. Me sentí levantar de la cama, en el aire, y volver a acostar. Luego, oía ruidos. Ruidos extraños. El viento. Gritos. Gente. Ajetreo. Luego la calma. El silencio. La tranquilidad. Y otra vez el alboroto. Abrí los ojos lentamente y conseguí ver, como entre niebla, luces. Luces de colores centelleantes. Farolillos. Miré a ambos lados. Josh estaba sentado a mi lado, sostenía algo en las manos. Entonces me di cuenta y vi que no era un sueño: estábamos en un coche, los dos. Él conducía. Naturalmente, me puse nerviosa.

-Josh, ¿qué coño hacemos aquí? ¿Dónde está Adrien?

-Adrien está bien.-dijo, con voz pausada y sin separar los ojos de la carretera- Está en casa durmiendo.

-P…Pero… ¿A dónde vamos?

Guardó silencio unos instantes. Mis manos temblaban y ansiaba de veras una respuesta. Sin a penas mover los labios, contestó:

-Emily, ¿recuerdas cuando te di ese anillo?-refiriéndose al anillo que me diera cuando compráramos la casa- Esa era una señal de amor eterno. Ahora vamos a hacer que sea bien visto por el Estado.

De repente comencé a verlo claro, aunque me parecía una locura viniendo de una mente tan cuerda y sana como la de Josh: quería que nos casáramos.

-¿¡Estás loco!?-grité, desquiciada.- ¡Da la vuelta ahora mismo!

-No tenemos tiempo, cariño. Cuanto antes, mejor.

-¡Josh, da la vuelta, por amor de Dios!

No me contestó. Estaba muy serio y pálido, muchísimo más que de costumbre. Sentí verdadero miedo, ¡miedo! ¡Con Josh! Era casi impensable. De pronto, aparcamos de golpe, y vi cómo él se desabrochaba el cinturón del coche.

-Baja.-me ordenó, muy seco.

Le obedecí. Creo que más por temor a lo que pudiese hacer que a otra cosa. De repente, entre la oscuridad de la noche, distinguí un edificio grande, antiguo, sostenido por unas columnas jónicas. Arriba de todo relucía un cartel. Me di cuenta enseguida de que era el juzgado de guardia. Allí, Josh y yo rellenamos todos los impresos para que nuestro matrimonio tuviese todas las de la ley. Luego volvimos a casa en coche sin mediar palabra. En cuanto llegamos subí las escaleras como un caballo a trote, entré en la habitación de Adrien y lo besé todo lo que quise. Por suerte no se había despertado aún.

Pasaron dos o tres semanas cuando pasó algo fatídico y funesto que cambió mi vida para siempre.

No me resultaba muy difícil ser la señora Sidle. Es más, lo llevaba con bastante diplomacia y orgullo. Desde que habíamos contraído matrimonio, Josh se mostraba muchísimo más cariñoso conmigo y con Adrien, aunque seguía intentando esquivarnos. Yo sólo trabajaba por la mañana, pero aquel día estaba de guardia, así que aproximadamente a las 4 de la tarde me dispuse a irme.

-¿Quieres que te lleve, mi amor?-preguntó Josh.

-No hace falta. Cogeré el autobús de las 4 y media y estaré en la oficina a tiempo.

Miré a Josh a los ojos mientras él me agarraba por la cintura. Estaba mucho más pálido que nunca. No le di importancia, pero era sin duda una señal de lo que iba a suceder. Adrien vino también a la puerta a despedirme. Me dio un abrazo y un beso muy fuertes.

-¿A qué hora vuelves, mamá?-preguntó.

-Sobre las 10, 10 y media, o quizás más tarde. No me esperes despierto.

Erguí la cabeza y besé a Josh en la boca muy suavemente.

-Procura que Adrien haga los deberes, ¿eh?-le dije- Y tenéis para cenar un poco de arroz en la nevera. Lo calientas unos 5 minutos y ala.

-Vale.-respondió él, mirándome embelesado.

-Adiós.-les grité, antes de cruzar la calle.

-Adiós.- me contestaron casi a la vez.

Me fui, inocentemente, al trabajo. No había mucho que hacer, así que me aburría bastante. Pero de repente, a las 10 de la noche, cuando el cielo estaba ya oscuro como la boca del lobo, sonó el teléfono:

-Seguros “Casa feliz”, al habla Emily Gray. ¿Qué desea?

-M…M… ¿Mamá?

Era Adrien. Su voz temblaba y parecía estar llorando. Sentí como si me diese un vuelco al corazón.

-¡Adrien! ¡Sí, soy yo, mi amor! ¿Qué ocurre?-dije, alarmada.

-Es papá… Pap…

-¿Qué le pasa a papá?

-Está en el suelo… No se mueve…

Ahora sí que me puse nerviosa. Me temí lo peor.

-¡Adrien, llama a una ambulancia! ¡Y no te muevas de casa, que voy enseguida!

Colgué el teléfono y me puse el abrigo apresurada.

-¡Sustitúyeme! ¡Tengo que irme!-le dije a Mary, una compañera.

Salí del edificio y llamé a un taxi. Vino con rapidez. Me monté y le grité a dónde quería ir.

-¡Y rápido!-añadí.

Así lo hizo. El taxista pisó el acelerador todo lo que pudo. Yo no dejaba de morderme las uñas, que ni de fumar tuve ganas. No dejaba de darle vueltas a si Josh estaba muerto, vivo, si había sido una simple caída, o un desmayo, o algo mucho, muchísimo peor. Al llegar a casa, vi la ambulancia y el coche de policía aparcados en el césped y por lo menos tres policías haciendo guardia en la puerta. Me bajé del taxi apresurada.

-16 dólares con 75, señorita.-dijo el taxista.

Le alargué un billete de 20 dólares mientras le decía, ansiando perderlo de vista:

-¡Quédese con el cambio!

En cuanto el dueño del taxi hubo cogido el billete y se hubo marchado, corrí hacia la puerta, agarrando el bolso para que no me cayese. Antes de poder entrar, un policía me agarró por un brazo tan fuerte que consiguió hacerme daño.

-¿A dónde se cree que va, señora?-dijo, con tono autoritario y cierta prepotencia.

-¡Soy la madre del niño!-grité- ¡La mujer del hombre que… que estaba en el suelo! ¡Déjeme entrar de una puta vez!

Me soltó como con asco. Subí las escaleras a galope y vi, aterrorizada, a Adrien llorando en la puerta de la habitación. Dentro, unos sanitarios hablaban entre ellos, rodeando el cuerpo inerte y blanquecino de Josh, que tenía la camisa desabrochada, seguramente por intentar reanimarlo. Dos de los cuatro médicos que había se levantaron y salieron de la habitación. Al verme, aturdida en medio del pasillo, uno de ellos me dijo:

-Lo hemos intentado todo, pero aquí ya no hay nada que hacer. Lo siento.

Me llevé las manos a la cabeza y me agarré el pelo fuertemente. No podía creer lo que estaba oyendo.

-P…Pero… C…Cómo…-dije, tartamudeando temblorosa.

-Sufrió un infarto. Todavía esperamos hacerle la autopsia para determinar la causa exacta de la muerte.

En ese momento no había lugar a dudas, había muerto. ¡Muerto! ¡Josh! No podía creérmelo. Sentí de repente como si mi mundo se derrumbase mientras me acercaba lentamente a la habitación, donde unos sanitarios lo metían en una bolsa negra y la cerraban apresuradamente con una cremallera, sin brindarme la oportunidad de ver su rostro por última vez. Era completamente insoportable aquella sensación de impotencia que todavía recuerdo como si fuese ayer. Me acerqué a Adrien y lo abracé, con las pocas fuerzas que albergaba.

-¡Fue por mi culpa mamá!-chilló, mientras lloraba desconsolado- ¡No supe qué hacer!

-Normal que no lo supieses. Tranquilo.

Dejé que las lágrimas se deslizasen libremente por mis mejillas, sin hacer nada para impedirlo. La verdad es que esta vez había actuado con mucha más serenidad que cuando mi madre había muerto, quizás porque esta vez aquel que me consolaba ya no podría volver a hacerlo nunca más. No en esta vida.

En cuanto todos se fueron, fui a acostar a Adrien. Logré, después de estar dos horas y media sentada al borde de la cama, que quedase dormido. Lo besé en la frente y me fui al piso de abajo. No me atrevía a dormir en la misma habitación en la que mi marido había muerto hacía tan solo un par de horas. Me acosté en el sofá, tapada con una mantita de punto que había hecho mi madre una vez, y me puse a ver la televisión. La programación nocturna era una mierda. Allí me echaba a llorar como una boba cuando veía los anuncios del fútbol, que a Josh lo traía loco, o por cualquier otra gilipollez. Todavía no sé cómo conseguí quedarme dormida. Eso sí, sin pesadilla, sin sobresaltos, ¡era como el sueño de un muerto!

Me desperté alrededor de las 7 de la mañana. El teléfono comenzó a sonar, como si chillase de dolor. Lo cogí mientras me desperezaba.

-¿Sí?-dije, con voz cansada.

-Señora Sidle, han llegado los resultados de la autopsia.

Seguramente era la policía. En ese momento sí que me desperté por completo.

-¿Y?-pregunté, exaltada.

-Fue por un infarto. Padecía una enfermedad coronaria que solamente se podría curar con una costosa operación. Son todos los detalles que podemos darle.

Mi garganta no fue capaz de producir ni el más mínimo sonido. La enfermedad de Josh tenía curación, ¿por qué no me lo había dicho? ¿El coste? No habría problema: trabajaría horas extras, me quitaría de mis vicios, incluso… Incluso creo que sería capaz de darle mi propio corazón para poder salvarlo; pero no. Prefirió mantenerlo en silencio. Y el silencio tejió redes de mentiras como una viuda negra, que fueron devorando su vida lentamente. Al cabo de un rato, el señor que me atendía, que había permanecido callado todo este tiempo, dijo:

-¿Señora? ¿Se encuentra bien?

-S…Sí, sí, estoy bien.-titubeé.

-Puede decirle a los de las pompas que vengan a recoger el cuerpo a partir de las 8, ¿le parece bien?

-Sí.

-Pues por mi parte, nada más. Mi más sentido pésame y disculpe por las molestias.

-Adiós.-respondí, fríamente.

-Adiós.

Acto seguido, me dispuse a llamar a la funeraria y las pompas. Lo enterrarían esta tarde a las 6, en un ataúd negro con detalles en dorado, como el estuche de una pluma cara. Después, me senté en el sofá y me detuve a pensar, clavando los ojos en el suelo. ¿Tan poco confiaba Josh en mí como para no decirme algo tan importante como eso? Realmente nunca comprendí por qué no lo hizo. Quizás fue porque era demasiado caro, o porque no quería preocuparme. ¿Pero de verdad no se figuraría algo como esto? ¿No se paró a pensar que mi dolor sería muchísimo más insoportable desconociendo la verdad? Se me pasó por la cabeza llamar a Terry. No estaba como para tener muchas luchas internas más, así que lo hice. En cuanto le expliqué lo que pasaba, le faltó tiempo para venir disparado. Cuando llegó, le abrí la puerta y le di dos besos.

-Emily, mi más sentido pésame.-dijo, apesadumbrado.

-No hace falta que lo sientas.-respondí- Estoy hasta el coño ya de tanto pésame.

-¿Dónde está Adrien? ¿Se encuentra bien?

Me pareció un auténtico detalle que se preocupase por él.

-Está durmiendo. Aunque no sé si dormiría mucho esta noche. Perder a sus padres… ahora esto… ¡Uf, no sé!

-¿Y tú qué tal te encuentras?-preguntó, mientras me abrazaba por detrás- Dormirías algo, ¿no?

-No te creas que mucho. Dormité un poco, pero es como si nada.

-Apuesto a que todavía no has desayunado, ¿verdad?

-No es que me diese mucho tiempo.

-Te prepararé un café.

Y dicho esto, me soltó y se dirigió a la cocina. Sabía perfectamente dónde estaban las cosas y cómo funcionaban, por lo que se puso manos a la obra.

-Terry, no hace falta.-dije- De verdad, no tengo hambre.

-Pues empieza a tenerla. Déjate de tonterías, porque como te pase como la última vez…

Se refería a cuando intenté suicidarme, evidentemente. No quise decir nada más. Estaba en lo cierto, dejar de comer así era una soberana gilipollez. Yo esperé a que acabase de preparar el café de pie en la puerta de la cocina, cerrándome mi bata azul con una mano.

-Toma.-dijo Terry mientras me alargaba la taza con el café.- Pero te aviso que está ardiendo.

-¡Bah! No importa.- exclamé mientras la agarraba.

La verdad es que sí que quemaba, pero apenas sentí aquel cúmulo de calor a pesar de tener las manos congeladas. Nos sentamos los dos en el sofá.

-Terry, me siento tan miserable.-le dije, a punto de llorar.- ¡Josh no tuvo confianza en mí! ¿No me quería lo suficiente como para contarme lo del corazón? Si lo hubiese hecho, ahora…

-No te comas la cabeza, mi reina. Tendría sus razones, pero dudo que sean esas.

-Aún así, Terry-dije mientras posaba en la mesa la taza de café- y aunque te parezca raro, parece que el dolor que siento es mucho menor esta vez, aunque haya perdido a mi pilar maestro, por así decirlo.

-Es normal. Seguramente, aunque no lo quieras, estás reprimiendo parte del dolor que sientes para que Adrien no se ponga peor.

Dicho esto, tomé su cara entre mis manos y le susurré, deshaciéndome en lágrimas:

-Hablas igual que él.

Bajé las manos lentamente hacia su cuello, mientras bajaba la cabeza poco a poco y lo abracé, rompiendo a llorar. Terry me acarició la cabeza sin decir nada. Sabía que lo necesitaba. Creo que nunca había llorado tanto como allí con él en ese momento. Me fui calmando. No quería bajo ningún concepto que Adrien pudiese oírme llorar.

-El funeral es esta tarde, a las 6.-dije, levantando la cabeza con el fin de alcanzar los ojos de Terry.- ¿Vendrás?

-Pues claro que iré. No pienso dejarte sola.

Sus palabras me calentaban el corazón. Creo que en aquel momento nadie más que él podría tranquilizarme. Entre los preparativos y todo el rollo la hora del funeral llegó revoloteando como una mariposa, tiñendo de negro mi alma. Me vestí con lo mismo que llevé al funeral de mi madre, que no tenía yo muchas ganas de ponerme a elegir modelito. Adrien iba con un pantalón y unos zapatos negros, y en la camisa blanca cruzaba una corbata negra como la rúbrica de una esquela fúnebre.

Josh siempre había dicho que cuando él muriese no quería ceremonias ni aglomeraciones en su entierro, y que pasaba de las cursiladas de los funerales. Eso sí, quería enterrarse en el cementerio, al lado de su padre. Aunque él no era creyente, estaba bautizado y había hecho la confirmación de niño, por lo que estaba admitido.

El funeral dio comienzo antes de lo que yo desearía. La gente fue llegando y dándome el pésame. Eso sí, sólo los más allegados: amigos, compañeros de trabajo y algún que otro familiar con los que no tenía trato. Luego llegó la tía Margarite con los niños. Josh tenía mucho trato con ellos y lo querían un montón. Se les veía destrozados. La verdad es que ninguno de nosotros se esperaba algo como esto. Terry ya estaba allí, es más, no me había abandonado desde que había venido por la mañana a casa. La ceremonia fue tediosa y aburrida. Yo apenas escuché lo que el Padre decía y me centré en memorizar uno a uno, sin albergar ninguna emoción, todos los detalles del rostro de Josh. Me horrorizaba verlo con aquel tono blanquecino y cadavérico, muy alejado de la faz morena y curtida por el sol de la que yo me había enamorado. Estaba vestido con una camisa y pantalones negros, como si fuese la ropa de los domingos. La verdad es que es innecesario trajearlo tanto, cuando nadie volverá a verlo nunca jamás. Me estremecía pensar que hacía tan solo unas horas nuestros labios estaban en contacto uno con el otro, pudiendo sentir el calor que desprendían sus fuertes brazos; y ahora, se acabó. En cuanto los enterradores lo sumergían bajo tierra me fui despidiendo de todos nuestros momentos felices, de todos sus besos, de sus abrazos, de sus caricias, y pensando en enfrentarme a la realidad otra vez sola.

Terry no se había separado de mi lado. Realmente le agradecí su comprensión. Mientras él me cogía de una mano, seguramente para que pudiese percibir su presencia, yo envolvía a Adrien con un brazo. Todo lo que nos estaba pasando era irremediable y escapaba a nuestro control.

En cuanto Josh ya descansaba bajo tierra, la gente comenzó a rezarle responso tras responso. El ambiente comenzaba a atosigarme por lo que di media vuelta y me alejé de allí.

-¿A dónde vas?-me preguntó Terry, agarrándome de un brazo. Estaba preocupado por mí, lo sé. Lo noté en su voz.

-A fumar. Vuelvo pronto.-respondí fríamente.

Entonces me dejó ir, aunque sentí que su mirada cargada de angustia en la nuca. En la puerta del cementerio logré sacar un pitillo y fumármelo en tranquilidad, sin que la gente me mirase raro, sin que nadie me mirase con falsa compasión. Necesitaba estar en soledad, saboreando aquel puñal. Sí, la muerte de Josh se había clavado como un puñal en mi espalda. Otro puñal que la indefensa paloma tendría que sobrellevar. De repente, veo una sombra detrás de mí proyectada en el suelo. La observo sin dejar de fumar. El miedo se apodera de mí un instante. De repente, veo como dos brazos musculosos me envuelven. En los nudillos de aquellas recias manos estaban tatuadas las palabras KISS y KILL respectivamente. BESA y MATA. ¿Había alguien que fuese capaz de hacer compatibles aquellas dos palabras?

-Hola, corderito.-escucho.

Sí lo había. Me di la vuelta sobresaltada y contemplo, horrorizada, que el dueño de esos brazos, que seguía sin soltarme, era Robert.

miércoles, 22 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo IX- Reabrir mi corazón


Pasó un año de aquello. Josh y yo vivíamos felices en nuestra casita, como si fuésemos personajes de un cuento de hadas que parecía no tener fin.

Una noche, mientras yo estaba acostada, leyendo, si no me equivoco, un libro sobre nazis o no sé qué historia, y fumando un pito. Josh se sentó en una esquinita de la cama, a mi lado, y me dijo:

-Emily, tengo que hablar muy seriamente contigo.

Me alarmé. No me gustaba la expresión “hablar muy seriamente”. Casi siempre traía consigo desgracias.

-¿Qué pasa, Josh?-pregunté, preocupada, dejando el libro en la mesita de noche.

-Verás… Llevamos ya mucho tiempo juntos y… Como todo ser humano, tengo la necesidad de… Ya sabes, de crear descendencia… Ignoro si has superado lo de Jimmy y John, pero como creo que sí lo has hecho, te pregunto: Emily, ¿quieres que tengamos un hijo?

Realmente no me esperaba eso. ¿Un hijo? ¿Otro hijo? ¿Yo? Me quedé en blanco unos segundos, hasta que pude llegar a decir, titubeante:

-No… No sé si…

-Emily, serás una madre inmejorable, y lo sabes.- contradijo Josh- Que el padre no fuese el indicado, no significa que fuera culpa tuya, te lo digo siempre.

Lo pensé detenidamente. Quizás sí era hora de tener otro bebé, de empezar de cero. No sabía qué contestarle, tuve miedo. En cuanto miré los ojos de Josh, supe que tenía muchísimas gana de tener un hijo, un portador de sus genes, por lo que le dije, aunque no muy segura, mientras apagaba el pitillo en un cenicero:

-De acuerdo. Tengámoslo.

Estaba convencida de que no habría mejor padre que Josh, convencidísima. Por lo tanto, nos pusimos, como se suele decir, manos a la obra. Por primera vez en mi vida iba a tener un hijo conscientemente, es decir, sin sorpresas, sin llantos, sin angustias. Un hijo querido y esperado. En cuanto acabamos, recosté la cabeza en la almohada, invadida por el placer, mientras Josh, que estaba a mi lado, acariciaba mi vientre mientras decía:

-Ahora dejemos que la naturaleza haga lo suyo.

Sonreí. Estaba algo asustada, es decir, no era fácil pensar que iba a tener a otro niño creciendo dentro de mí, no era fácil pensar que volvería a ser madre otra vez. Recapitulé mentalmente todo lo que había hecho con mis otros hijos, para que no volviese a suceder. ¿Realmente estaba preparada para hacerlo, para reabrir mi corazón, para reabrírselo a otro niño? Me costó mucho quedarme dormida.

Durante unos meses, no dejaba de ir al médico, y siempre su respuesta a la pregunta de si iba a concebir otro hijo era un rotundo no que a Josh le taladraba las entrañas. Lo intentamos, y Dios sabe que lo intentamos varias veces, pero no había forma. Un día, me detuve a hablarlo con Josh, mientras fumaba cigarro tras cigarro con avidez.

-¡No hay forma!-repetía él una y otra vez llevándose las manos a la cabeza.- ¡No sé qué está pasando!

-Algo está yendo mal, eso fijo.-sentencié.

-¡Pero lo hemos probado todo! ¿¡Qué nos está pasando, Emily!?

-Josh, creo que lo mejor sería que fuésemos a hacer unos análisis por si acaso. Imagínate que el parto de los gemelos me ha hecho algo, no sé, o…

-O quizás el problema sea yo.-dijo entonces él, muy serio.

-Hazme caso, Josh.-le dije, acariciándole la cara.-Es lo más sensato.

Me asombró oírme hablar a mí misma sobre sensatez, yo, que siempre fui la impulsiva. Josh me miró a los ojos. Estaba a punto de llorar.

-Está bien, Emily. Por los dos.

-Por los dos.-repetí.

Así lo hicimos. Un especialista nos tomó muestras de sangre y orina. Al cabo de una semana, en la que Josh no levantó cabeza, llegaron los resultados. Mientras estábamos en la sala de espera, sentí cómo me cogía de la mano y me la apretaba hasta hacerme daño. Nunca lo había visto tan nervioso, por lo que no se lo impedí. En cuanto nos llamaron, sentí que comenzaba a temblar. El médico nos hizo sentar en las sillas que había enfrente de su escritorio y dijo, mirando detenidamente unos papeles que sostenía en las manos:

-Señorita Gray, según estas pruebas, usted no presenta ningún tipo de anomalía que le impida tener hijos. De hecho, según consta en los archivos, ha dado a luz una vez, a un pequeño llamado Jimmy, ¿me equivoco?

-No.-murmuré bajando la cabeza.

Me molestó que comenzase a tocar el tema de mis hijos. Aún así, ¿cómo iba a ocultarlo, teniéndolo tatuado en mi piel e inscrito permanentemente en lo más profundo de mi corazón? Y lo peor era que no había nombrado a John, básicamente, porque gracias a las mariconadas que había hecho Robert de venderlo y cambiar su identidad. A pesar de haber notado mi abatimiento, el médico prosiguió fríamente, todavía muy serio.

-Es perfectamente evidente que el problema es de él. Lo siento, señor Sidle, pero usted es estéril. De ninguna manera podría concebir.

Josh se quedó completamente perplejo, eso lo noté yo. Creo que no le habría hecho tanto daño ni aunque lo matase a hostias. Salimos de la consulta poco después de saberlo. Él no habló en todo el camino, pero, en cuanto llegamos a casa, se cubrió la cara con las manos y gritó:

-¡Mierda de vida!

Yo, que aún estaba en la puerta, entré y la cerré en el acto. Me acerqué a Josh por detrás y lo abracé muy fuerte.

-Josh, no te preocupes.

-¡¿Cómo no me voy a preocupar?! ¡Soy un ser inservible! ¡No podré darte un hijo!

Evidentemente, todo lo que estaba diciendo era fruto de su tristeza. Ese no parecía ser el Josh científico y calculador que se tomaba todo con filosofía, no. Estaba viendo a un Josh completamente destrozado. Entonces, lo cogí por los hombros y lo giré para que me mirase a los ojos.

-No está todo perdido.-dije- Todavía podemos tenerlos.

-¿Cómo?

-Adoptando. ¿No te das cuenta? Esos niños quieren padres que los quieran y nosotros queremos hijos a quien querer. Me encantaría hacerlo.

-No sé, Emily…-dijo, no muy convencido.

-No sabes por qué han pasado esos niños. Deben estar hartos de sufrir, y yo también lo estoy. Venga, Josh. Ayudémosles.

-Está bien.-dijo, después de estarlo pensando un buen rato, sin apartar su mirada de la mía.- Lo haremos.

Lo abracé con toda mi alma. Había estado pensando en adoptar en el coche. Eso era lo que hacían los padres que no podían tener hijos: adoptar. Esa misma noche quedé con Terry para tomar una copa en nuestro bar habitual: “El Templo de la Salsa”. Él ya estaba al tanto de todo el rollo del intento de suicidio, así que no quiso tocar el tema. Alabó mi tatuaje, eso sí, que lo acababa de descubrir, pues se veía a la perfección con el top rojo abierto por la espalda que llevaba. Estuvimos hablando horas, y, por supuesto, le conté lo de la adopción.

-Mañana iremos al orfanato “Holly Ghost” para que la asistente social nos evalúe y nos presente a los niños.-le dije, tomando de vez en cuando un trago de cubalibre o dándole una calada al pitillo.-Estoy nerviosísima. Tengo miedo de que no me lo den por el tema de Jimmy y eso.

Terry se quedó muy serio, entonces afirmó, mientras se desabrochaba algo del cuello:

-Eso no pasará.

Entonces, sostuvo en sus manos el collar que se había quitado. Era un collar con la cadena de plata. En el centro, como si fuese una espada, colgaba un diente de tiburón.

-Es mi amuleto. El diente de tiburón simboliza la fuerza. No es que crea mucho en estas cosas, pero me lo había regalado mi madre y significa mucho para mí. Me gustaría que te lo quedases.

-¿Estás loco? No, me niego. ¡Te lo ha dado tu madre, no te quitaré una cosa así!

-No me lo estás quitando, te lo estoy dando yo. Quédatelo.

Por mucho que le decía que no, Terry era mucho más insistente que yo. Acabó por cogerme de la muñeca y metérmelo en la mano.

-Toma.-reiteró.

Acabé por cogerlo. Era un colgante precioso, pero me sabía mal aceptárselo, pues era de su madre y yo sabía mejor que nadie que la echaba de menos. Aún así, me lo puse.

-Te dará suerte.-dijo.

-Muchas gracias, Terry.

-De nada.

En ese momento, sonó mi canción favorita y lo saqué a bailar. Parecía que el ritmo fluía por mis venas. Me lo pasé genial esa noche, y apuesto a que Terry también. Aún así, nos fuimos pronto del bar. Tenía que descansar.

Al día siguiente, por la mañana, Josh y yo nos encaminamos al orfanato. Yo me vestí de traje, que consistía en una falda y una chaqueta, y me recogí el pelo en una coleta. Debía estar perfecta para la entrevista. Por supuesto, en mi cuello, estaba el collar de Terry, faltaría más. Necesitaría mucha suerte para que me aceptaran.

El orfanato era grande pero parecía caerse a cachos. Estaba pintado de marrón rojizo, y tenía un enorme reloj a lo alto. En la puerta estaba la asistente social.

-Buenos días, señor Sidle.-dijo, estrechándole la mano a Josh, y luego añadió, haciendo lo mismo conmigo.-Señora Gray. ¿Les parece que comencemos con la entrevista?

-Sí, por qué no.-respondió Josh.

Entramos. Los niños estaban en el recreo. Mientras aquella mujer interrogaba a Josh mientras miraba unos informes, yo contemplaba por la ventana del despacho cómo aquellos preciosos pequeños jugaban inocentes. Me fijé en uno, en uno en concreto. Era de piel color café, con el pelo corto, ricito y negro como el petróleo. Los ojitos eran color miel, los reconocí perfectamente. Estaba en una esquinita, sentado, apartado de todos. Cuando yo era pequeña, también hacía lo mismo. Eso era una mala señal. Indicaba que algo en su vida estaba fallando. De repente, la agente social, que no había dejado de mirarme de reojo en ningún instante, nos dijo:

-Me gustaría que viesen los dibujos que han hecho los niños. Verán qué monada.

Nos llevó a varias clases, diciéndonos quién lo había pintado, cuántos años tenía y enseñándonoslo en fotos que llevaba ella en una carpeta. De repente, en un aula, vi encima de un pupitre un dibujo. No tenía firma. En él, se veía a un hombre blanco desfigurado apuñalando a una mujer negra. Abundaba el color rojo, en pinceladas hechas con golpes secos y temblorosos, llenas de miedo y angustia. No pude evitar imaginármelo, imaginar cómo aquel desalmado mataba a puñalada limpia a la mujer, indefensa. Comencé a sentirme mal. Relacioné directamente ese dibujo con el asesinato de mi madre. Me apresuré a ir al baño, corriendo y tapándome la boca.

-¡Emily!-gritó Josh en cuanto vio que huía.

Allí en el baño vomité lo que quise. Cuando volví a la clase, la agente social me miró con recelo y preguntó:

-¿Se encuentra bien, señora?

-S…Sí.-respondí, todavía temblando- Creo que el almuerzo me sentó mal.

-Entiendo…

-Y… ¿Podría decirme una cosa? -me atreví a decirle.

-Pregunte lo que quiera.

-¿Quién pintó ese dibujo?

Lo señalé con el dedo. Josh se horrorizó al verlo, aunque no tanto como yo, claro. La asistente, en cambio, se mostró muy serena.

-Ah, ¿ese? Lo pintó Adrien Meltzler. Tiene 10 años, vino el año pasado.

-Algo tuvo que pasarle para que pintara eso.-repuse.

-Pobrecillo. Es porque su padre mató a su madre y luego se suicidó, por la noche, mientras él estaba en la cama. Se despertó al oír el jaleo y, evidentemente, lo vio todo.

El corazón me golpeaba en el pecho como si no tuviese sitio. Era inevitable pensar en el trauma que tendría, casi tan grande como el de mis hermanos, o el mío. Me resultaba imposible pensar en las similitudes que tenía con él emocionalmente hablando.

-Esperen,-dijo la asistente rebuscando en su carpeta.- Creo que tengo aquí una foto suya.

Nos la enseñó. Casi me desmayo, lo puedo asegurar. Era el niño que había visto por la ventana, sin duda alguna. Estaba visto que estaba predestinada a ayudarle. En cuanto Josh y yo volvimos a casa, se lo conté.

-Josh, ese pequeño me necesita. ¡Me necesita de veras!

-Ni siquiera te fijaste en los otros chavales. Puede que nos necesiten más que él.

-Lo dudo. Por un momento llegué a sentir lo que él sintió y ver lo que él vio a través de aquella pintura. Nunca me había pasado.

-Lo relacionas con lo que te ha pasado a ti, eso es todo.

-Y justo por eso quiero a ese niño. Nunca te pido nada, Josh. Accedí a tener un hijo porque tú me lo rogaste. Lo necesito. En cuanto lo vi por primera vez volví a sentir ese instinto maternal que tuve con mis hijos biológicos.

Josh se lo pensó un rato. Comencé a ponerme muy nerviosa, tanto que hasta me vino el mono del tabaco, que lo había sabido controlar todo el día.

-De acuerdo, Emily. Tienes razón, os necesitáis uno al otro, y eso se nota. Si nos conceden el derecho a adoptarlo, lo haremos.

Lo abracé con todas mis fuerzas, mientras dejaba que las lágrimas de felicidad se deslizasen por mi rostro con total libertad. Ardía en deseos de volver a ver a Adrien y darle aquello que tan desesperadamente necesitaba: amor.

Días después nos llegó una carta. Buenas noticias, muy buenas. Nos concedieron el derecho a adopción. En cuanto lo oí de los labios de Josh, que era quien la había abierto, me harté de besar el collar de Terry una y otra vez. Luego lo llamé por teléfono para darle la noticia. También llamé a mis hermanos, que casi lloran de emoción cuando se enteraron de que iban a ser tíos por 2ª vez. Josh, Terry y yo nos fuimos de copas por la noche para celebrarlo. Lo peor fue la resaca del día siguiente, pero valió la pena.

Estuvimos varios días teniendo encuentros esporádicos con el pequeño Adrien, es decir, haciendo salidas al campo, al parque, y un largo etcétera, para conocernos mejor. Creo que le caí bien desde la primera vez que me vio, pues a los pocos días de vernos ya me llamaba “mamá” con toda naturalidad. Eso me calentaba el corazón.

Pasamos un mes así, hasta que pudimos llevárnoslo a casa. Lo encontré muy nervioso y un tanto asustado. Mientras le ayudaba a hacer la maleta me preguntaba, con aquella vocecilla de ángel:

-¿Cómo es la casa, mamá? ¿Es grande?

-Sí, cielo, es grande.-respondí- Y tiene un jardín muy bonito lleno de flores y árboles. Ya lo verás.

-¿Y tiene piso de arriba?

-Claro. En el piso de arriba están las habitaciones.

-No me gustan los pisos de arriba.-musitó.

En cuanto hubimos hecho las maletas, bajamos a la recepción, donde nos esperaba Josh jugueteando con las llaves del coche.

-Ya estamos listos.-dije, cogiendo la maleta más pesada con una mano y cogiendo a Adrien por la muñeca con la otra.

-Bueno, pues vamos al coche y nos largamos de aquí.

Así lo hicimos. En cuanto llegamos a casa, noté como Adrien se impresionaba. La miraba con ojitos ilusionados, intentando cerciorarse de que aquella casa grande y bonita era su nuevo hogar. Josh y yo lo ayudamos a instalarse en su cuarto, el que habíamos pintado y arreglado para él. Pronto se hizo de noche. Vimos una película, reímos, cenamos una pizza riquísima y luego acostamos a Adrien. Me pareció que algo lo había horrorizado en cuanto se metió en la cama, pero intenté no darle importancia. Lo arropé y Josh y yo le dimos cada uno un besito de buenas noches. Lo vi muy complacido, seguramente añoraba aquellos besos paternales llenos de ternura que seguramente sus verdaderos padres le habrían dado.

Josh y yo nos fuimos a la cama un poco más tarde. Él estaba cansado y un poco deprimido porque al día siguiente tendría que ir a trabajar. Yo me quedé dormida enseguida, pues estaba agotadísima. Pero aproximadamente a la una de la madrugada, sentí como si golpeasen mi hombro muy despacio.

-Mamá…

Era la voz de Adrien. Abrí los ojos lentamente y giré la cabeza. Efectivamente, el pequeño estaba allí de pie detrás de mí, muerto de miedo.

-¿Te pasa algo, cielo?-murmuré.

-¿Puedo dormir contigo?

-Claro que sí. Acuéstate aquí.

Le hice un sitio en la esquina de la cama. Me giré para estar enfrente de él y poder mirarle a los ojos. Estaba a punto de llorar.

-Es normal que estés algo asustado.-le dije, acariciándole el pelo- Es tu primera noche aquí, pero ya verás como mañana estás mucho mejor.

Él permanecía a mi lado sin inmutarse. Miraba a Josh, me miraba a mí y sentía como temblaba entre mis dedos.

-Tengo miedo porque si me duermo pasan cosas malas.-murmuró.

Entonces lo comprendí. Cuando había pasado el desafortunado incidente de sus padres, él estaba dormido. Me estremeció la simple idea de que Josh pudiese hacerme algo semejante. Es más, desde que mi madre murió me pregunto por qué algunos maridos hacen eso, ¿por qué acceden a dar el “sí quiero” si se va a convertir en un “no te quiero”? La imagen que más se repetía en mi adolescencia resurgía en mi mente arrasando todo buen pensamiento a su paso. Lo peor es que mi padre no solo pegaba a mi madre, si no que nos tiene pegado a mis hermanos y a mí; alguna vez tengo estado en el suelo encharcada de sangre retorciéndome de dolor. Si nos odiaba, si de verdad nos odiaba tanto, que nos hubiese dejado en paz y que se hubiese ido. Pero bueno, dejémoslo estar. Ya no tengo por qué pensar en él.

Observaba cómo Adrien me miraba con aquellos ojos repletos de terror. Me acerqué un poquito más a él, llegando a sentir su agitada respiración, y le dije, en voz baja y con mucha ternura:

-No va a pasarme nada malo, cielo. No vas a pasar otra vez por ese calvario. Yo te protegeré.

Mis palabras debieron tranquilizarse, pues se quedó dormido al poco rato. Miré a Josh de reojo. Era completamente imposible que él llegase a hacerme eso. Era incapaz. Intenté dejar de comerme la cabeza con mis oscuros pensamientos y cerré los ojos. Ahora era yo la que temblaba. No sé cómo fue el quedarme dormida.

lunes, 20 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo VIII- Tres Puñales


Desesperación. Ese era el amargo nombre del sentimiento que pugnaba por hondar en mí. No tenía fuerzas para luchar y a veces llegaba a automutilarme, gozando al ver derramada mi propia sangre, o simplemente me echaba a llorar encima de la cama, hundiendo la cara en la almohada, intentando dejarme sin aire. Sentía como si fuese el ser más repugnante y cruel del mundo. Todo esto porque estaba convencidísima de que yo había matado, aunque fuese indirectamente, a mi madre y a mi hijo Jimmy.

Josh comenzaba a inquietarse. Los cortes en mis brazos y el mis manos eran abundantes y parecía haber más y más cada día. Apenas hablaba, no comía, no dormía. A veces, hasta sentía los labios fríos, como si la sangre dejase de transitar por ellos. Josh acabó recetándome un antidepresivo y un somnífero. Al dormir mejor, decía, comenzaría a recuperar el apetito poco a poco y, con ello, el humor y las ganas de vivir. Pero, si él no se daba cuenta, pasaba de tomar nada. Aunque había momentos en los que parecía faltarme el aire, o me ponía de los nervios, a gritar, o simplemente comenzaba a sufrir unos dolores en la cabeza, o a veces en el pecho, insoportables, y eso sólo los antidepresivos podían calmármelos.

Me pasé días así. Muchos días. Josh me planteó varias veces el ingresarme en el hospital y que pudiesen administrarme fármacos más potentes, pero lo único que obtenía por respuesta era un no rotundo, acompañado de un débil “estoy bien”. Eran unas de las pocas cosas que decía en todo el día.

Hasta que un día mi pompa de depresión y angustia acabó explotando, y sucedió lo que nunca pensé que llegaría a sucederme. Era por la tarde, más o menos a las 7 u 8. El cielo ya estaba oscuro, salpicado por pequeñas estrellas que semejaban diamantes. Estaba mirando por la ventana. No era capaz de llorar, pero sentía una tensión horrible. Parecía que se me hubiesen agotado las lágrimas. Josh me abrazó por detrás y me besó el cuello. No me inmuté. Tampoco dije ni palabra. Permanecí allí, muy quieta, observando la inmensidad del firmamento.

-Voy un momento al supermercado. Volveré en un santiamén.

Volvió a besarme. Yo no aparté la vista del cielo, por lo que Josh se fue, resignado. Pude oír claramente cómo se cerraba la puerta principal. Estuve largo rato en la ventana. No pude evitar permitir que me invadiesen los recuerdos, recuerdos desgarradores. Comencé entonces a escuchar voces… Voces que conocía perfectamente.

-¡¡Así que te escapaste por él de casa! ¿Eh? ¡Veo que no eres tan gilipollas como creía! ¿¡Pues sabes lo que te digo!? ¿¡Sabes lo que te digo!? ¡¡Que ya no te vas a escapar por él nunca más!!

-¡¡Que la puta de Emily no hace más que dar problemas!! ¡¡Atrévete a defenderla ahora!!

-¡¡Has matado a mi hijo!! ¡¡A mi hijo!!

-¡¡Suéltame, por favor!!

-¡¡Puta insolente!!

Todos aquellos sonidos se clavaban en mi cabeza cual si fuesen dagas ardientes. Me oprimía las sienes, intentando no seguir oyéndolos, pero todavía los oía más fuerte y mezclándose unos con los otros. Me fui, como pude, al baño, casi arrastrándome por el suelo. Un dolor inaguantable surgió de mi pecho, mientras seguía oyendo todos aquellos gritos, aquellos llantos. Me agarré al lavabo y cogí del mueble que se disfrazaba de espejo, alzándose ante mí, las pastillas que Josh me había recetado. Sin pensarlo demasiado, volqué unas cuantas en mi mano, que me temblaba, y me las tomé. Todas y casi sin masticar. A pesar de eso, el dolor seguía persistiendo, extendiéndose por los brazos. Volqué otras cuantas pastillas y también me las tomé. Pero ni todo eso me calmaba, ni hacía callar todas aquellas voces horribles:

-¡Las mujeres sólo servís para limpiar y parir!

-Es por tu madre. Tu padre la… la ha…

-¡¡No puede ser!!

-¡¡Ya no te vas a escapar por él nunca más!!

-Esto no me puede estar pasando.

-¡¡Has matado a mi hijo!!

-¡¡Atrévete a defenderla!!

-¡Asesino!

-¡Suéltame! ¡No! ¡¡No!!

-Ni tus hermanos ni tú vais a decir nada, ¿entendido?

Cuando me di cuenta, el botecillo de pastillas estaba completamente vacío. Lo dejé caer en el suelo, escandalizada. Me tapé la boca con las manos y me eché a llorar desconsoladamente. Poco tiempo estuve así, pues el efecto de los antidepresivos fue rápido, y pronto caí en el suelo, semiinconsciente, sangrando por la nariz. No era capaz de respirar, mi débil aliento parecía desvanecerse. Comencé a temblar, como si se congelasen cada una de mis venas. En mi cabeza todavía residían pensamientos evanescentes que nacían y morían en los rincones más inhóspitos de mi mente como si fuesen lenguas de fuego sofocadas por un frío helador. De repente, oigo una voz, como si se produjese muy lejos de mí.

-¡Emily!

Sentí como si alguien me tomase en brazos, sin levantarme del suelo, y me apartase el pelo de la cara. Aunque mi visión no era del todo precisa, logré distinguir a una persona: Josh.

-¡Emily! ¡Qué has hecho!

No pude responder. Era como si mi boca no albergase saliva y fuese incapaz de articular sonido alguno.

-¿Me escuchas? ¡¿Me escuchas?! ¡Si me escuchas, asiente! ¿De acuerdo?

Asentí débilmente, sin apenas mover la cabeza. Josh se percató enseguida de que había tomado las pastillas, al ver el envase en el suelo.

-¿¡Cuántas te has tomado!?

Su voz me sonaba distorsionada, pero noté enseguida su notable preocupación. Seguí siendo incapaz de hablar, por lo que Josh se apresuró a coger el móvil y llamar a urgencias:

-Oiga, necesito que manden una ambulancia enseguida. Tienen que atender con urgencia a una mujer en estado de shock. Tiene el pulso muy irregular. Dense prisa, por amor de Dios.

Dicho esto, y sin dejar de agarrarme ni un solo momento, colgó el teléfono y volvió a hablarme.

-Emily, tranquila. No va a pasarte nada.-dicho esto, colocó una de sus manos en mi pecho y añadió- Respira. Eso es. Respira.

A veces, por mucho que lo intentase, no era capaz de coger aire. El simple hecho de inspirar me causaba un dolor muy fuerte en las costillas, pero Josh insistía:

-¡No dejes de respirar! ¡Emily, no dejes de respirar!

A pesar de parecerme casi imposible, una frase salió de mis labios sin vida:

-Déjame morir.

-¡No, Emily, no morirás! ¡Pongo a Dios por testigo de que no permitiré que te mueras!

Josh seguía ordenándome que respirase, pero mi respiración comenzó a hacerse costosa y pesada. Pude sentir cómo sus lágrimas ardientes caían sobre mi piel como si fuesen gotas de agua cayendo sobre una flor marchita. Dejé de ejercer control sobre mi cuerpo. Notaba cómo la vista se me nublaba. El dolor insoportable que albergaba mi pecho se iba disipando muy lentamente. Todos los sonidos se distorsionaron y se fundieron unos con otros, aunque podía oír con toda claridad los latidos lentos y débiles de mi ya cansado corazón. Pensé que aquella era la mejor manera de pagar por mis pecados. Ahora veía lo inútil que sería luchar por mi supervivencia. Cerré los ojos muy despacio, resignándome a mi aciago destino, mientras escuchaba a lo lejos cómo Josh intentaba devolverme la vida…


Todo estaba muy oscuro. No sabría describir la sensación de serenidad que se había apoderado de mí. No me preocupé si seguía respirando, creí que no tendría por qué hacerlo. De repente, delante de mis ojos veo una luz. Una luz blanca, cegadora. Cada vez comienzo a ver con mayor claridad qué se esconde tras aquel radiante resplandor. “Emily, Emily”, una preciosa voz me llama. ¿Serán los ángeles? ¿Será Dios? ¿Será Satán? Todas mis dudas son contestadas en cuanto recupero la consciencia. Era Josh, que estaba a mi lado, cogiéndome de la mano. Mi miedo a la inminente muerte desapareció.

-Emily, ¿estás bien?-preguntó.

Su preocupación era claramente patente. Yo no contesté. Era evidente que había tocado fondo, muy fondo. Josh me acarició, a punto de deshacerse en lágrimas. Entonces, fui capaz de decirle, con un hilo de voz:

-Perdóname.

Las lágrimas comenzaron a fluir por sus mejillas como nunca antes lo había visto. Lo miré a los ojos muy fijamente. Me dolía verlo entristecerse por mi culpa.

-¿Por qué lo hiciste, Emily?-preguntó, con palpable angustia.- ¿Por qué? ¿Por qué no dejaste que te ayudase? ¡Podría haberte ayudado a superarlo!

Bajé la cabeza con sumisión. Estaba consternado y furioso por lo que había hecho, y no era para menos. Si hubiese hecho lo mismo que hice yo, creo que me habría muerto con él.

-Sé que la muerte de tu madre tiene mucho que ver,-prosiguió-¡pero mi padre murió hace dos putas semanas! ¡Y aquí me ves! Vida no hay más que una, Emily. En cuanto se te para el corazón ¡fuera! ¡Ya no hay segundas oportunidades! ¡No puedo creer que hayas podido… llevar a cabo un acto tan egoísta! ¡Piensa en tus hermanos! ¡Y en mí!

No pude contener más mi llanto. Con la cabeza mirando a las sábanas blancas que envolvían mi cuerpo frágil y enfermo, dejé que las lágrimas se deslizasen por mi rostro libremente. Entonces, Josh me agarró por la barbilla e hizo que nuestras miradas se cruzasen.

-Estuve a punto de perderte.-dijo- No sé qué habría hecho sin ti.

Acercó sus labios a los míos. Nos besamos, muy intensamente. La verdad es que lo deseaba con todo mí ser. Cuando nos separamos, y teniendo mi rostro todavía próximo al suyo, le dije, entre lágrimas:

-Soy una mala madre, Josh, y una hija pésima.

-No es cierto, Emily, y con mi ayuda tú también te darás cuenta de que no lo es.

Aquella frase me llenó de fuerza. Comencé a sentirme avergonzada de querer hacerlo, de querer acabar con mi vida. Me imaginaba lo que dirían los periódicos: “La mujer cuyo hombre mató a su hijo intentó suicidarse”, como si lo viese.

En cuanto salí del hospital, me dispuse a curarme, a salir de aquel infierno en el que estaba metida. En el hospital me habían recetado unos medicamentos muy fuertes, por lo que no tardaron demasiado en hacer efecto. Con el paso de los días comencé a comer algo, a dormitar, a reír. Mi piel fue recuperando su tono habitual, abandonando aquel blanco enfermizo y en mis ojos brillaba a veces una pequeña chispita de felicidad.

Un martes día 29, al salir del trabajo, ocurrió algo que me marcó, y nunca menor dicho, para siempre. Iba por la calle tranquilamente hacia casa. Llovía. No llevaba paraguas y me estaba mojando, pero me daba bastante igual. Venía pensando en lo que me había estado pasando aquellos días, y por muchas vueltas que le daba, parecía una horrible pesadilla, o una macabra jugarreta del destino. Me metí por una calle por la que nunca había ido por equivocación. Vagué por allí bastante tiempo, hasta que la encontré. Allí, en una humilde esquinita, había una tienda de tatuajes, que poseía enormes letreros luminosos. Me acerqué al escaparate sin titubear. Los dibujos que había expuestos eran sencillamente preciosos, algunos los encontraba llenos de furia y angustia, y por eso gozaba mirándolos. Entonces encontré uno. No era uno cualquiera, no, era uno de un ave, seguramente un fénix, que tenía clavados en su pecho puñales. Puñales encharcados de sangre. Sentí un impulso irrefrenable de entrar. El dependiente, que era un chaval joven, lleno de piercings y tatuajes por los brazos, me miró impresionado. Debía ser una de las pocas veces que entraba una mujer allí, y menos una mujer empapada a la que se le transparentaba la camisa blanca y se le veía el sujetador. Me acerqué a él.

-Perdone,-dije, señalándolo- ¿cuánto cuesta el tatuaje del escaparate, el del pájaro?

-El del… ¡Ah, ese! Costar, cuesta 400 dólares, porque ocupa la espalda de punta a punta… pero por ser usted se lo dejo en 200 dólares, ¿le parece bien?

Miré en la cartera. Por suerte, llevaba allí la tarjeta de crédito que Josh me había dado.

-¿Aceptan tarjetas?-pregunté.

-¡Claro! ¡Claro! Venga por aq…

-¡Espere!-interrumpí- Antes de nada me gustaría pedirle un favor…

El chico me miró con curiosidad.

-Sus deseos son órdenes, señorita.

-A ver… El pájaro que aparece ahí es un ave fénix, ¿me equivoco? Pues en lugar de eso, agradecería que me hiciese una paloma.

-Una… ¿paloma?

-Sí, y a poder ser, con tres puñales.

Tres puñales, ni uno más ni uno menos. Tres puñales que impiden sobrevivir a la débil paloma: su madre, sus hijos y ella misma. Tres puñales clavados eternamente en su corazón, pero ella aún sigue ahí, de pie, luchando, aguantando todo aquel dolor, aquel veneno, sin más ayuda que su propia fuerza de voluntad. Era como si aquel tatuaje estuviese hecho para mí.

-Está hecho, señorita.-dijo el dependiente, alardeándose.- Confíe en el menda. Antes querría hacerle un boceto para que viese los cambios…

-De acuerdo. Perfecto.-interrumpí.

Así lo hizo. Realmente el simple boceto parecía ya una obra de arte en sí. La paloma se veía de perfil, con tres puñales muy grandes clavados en su pecho. Le di mi visto bueno al diseño e hice que el chaval se sonrojase.

-Acuéstese boca abajo en esa camilla de ahí.-dijo, señalándola.

Sacó los instrumentos de bolsitas esterilizadas y se puso manos a la obra. En cuanto noté la aguja clavándose en mi piel creí que me moría del dolor. Él se percató enseguida.

-No es fácil pasar de 0 a 100 de golpe.-afirmó- Intente relajarse un poco, que está tensa.

Lo hice. Poco a poco fui dejando de notar un dolor tan fuerte. Mi cuerpo se fue acostumbrando a él. Sentía cómo los trazos de la paloma eran dulces y redondeados, y los de los puñales eran rígidos y duros. Percibí enseguida que la camilla en la que estaba se encharcaba de sangre. Me horroricé al principio, pero luego se me pasó. Si iba a morir, no iba a ser allí, de eso estaba convencida.

Tardó lo suyo en hacerme el tatuaje, pero al final lo consiguió. En cuanto terminó dejó que me lo viese en un espejo. La sangre no dejaba verlo con claridad, pero le di mi visto bueno de todas formas. Me lo tapó con una gasa y me cobró. Marché de la tienda satisfecha, sin pensar ni por un solo segundo en lo que me diría Josh cuando me viese. No tardé en salir de aquella calle y ubicarme. Logré llegar a casa. Entré y me fui a la habitación sin ni siquiera molestarme en encender la luz. Me quité la camisa, que estaba empapada de lluvia y sudor y, enfrente del espejo, levanté un poco la gasa, encharcada de sangre. Allí estaba, el reflejo de mi alma gravado para siempre en mi piel. Una sonrisa asomó de mis labios inconscientemente. Aunque el sudor rozaba la zona todavía sangrante y parecía irritármela, no era capaz de dejar de admirar su belleza. De repente oigo que alguien abre la puerta.

-¿Hola?

Es la voz de Josh. Volví a tapar el tatuaje y me apresuré en coger la camisa. Aún así, Josh fue más rápido que yo y me pilló de espaldas a la puerta intentando taparme.

-Emily, ¿qué te ha pasado en la espalda?-preguntó, preocupado.

-Eh… Verás, Josh… No es fácil de explicar…

Vi su inquietud desmedida en el reflejo de sus ojos. Sin añadir nada más, me quité la gasa y se lo mostré. Me miró boquiabierto, creo que si le hubiese arreado un guantazo, no iba a sorprenderlo más.

-Me lo hice hoy, en una tienda que está en una calle cerca del trabajo.-dije, pues él no abría la boca.- Siento no haberte dicho nada, fue un arrebato, no sé si me…

-No…Me parece que… Te entiendo.-dijo, titubeante.

Había estado mirando el tatuaje con todo detalle, como solía hacer con todo. Supongo que comprendió el valor simbólico del dibujo, por eso, en lugar de echarme uno de esos sermones sobre los inconvenientes de los tatuajes y todo ese rollo, me dijo:

-Es precioso.

Me agarró por la cintura. Yo me dejé llevar. Al contrario que con Robert, con él no tenía ningún tipo de miedo, me conocía a la perfección. Era capaz de coger todo lo malo que había en mi mente y convertirlo en algo completamente hermoso. Comenzamos a besarnos con pasión. Nuestras lenguas parecían fusionarse y convertirse en una sola, que danzaba sin cesar por nuestros labios. Sus manos acariciaban mis caderas muy sensualmente. Yo lo agarraba del pelo, sin llegar a hacerle daño. Él me acostó, muy despacio, en la cama, sin dejar de besarme ni por un segundo. Se me olvidó el dolor de la zona todavía sangrante cuando sentí cómo me desabrochaba el sujetador. Yo le quité la camisa ardientemente y desabroché sus pantalones mientras él hacía lo mismo con los míos. Todas las sensaciones negativas que había experimentado con Robert en aquella inexperta e inocente primera vez se habían convertido en un auténtico paraíso sensorial, en el que cada caricia, cada beso frío, hacían que me estremeciera. Al acabar, nos quedamos completamente dormidos, tapando nuestros cuerpos simplemente con una fina sábana blanca. Después de eso, comprendí perfectamente por qué a ese acto tabú que es el practicar sexo, también se le llama hacer el amor.

viernes, 17 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo VII- Mensajeras de la muerte (2ª parte)


-¿Sí?... Sí, es esta la casa, ¿con quién hablo?... … No… per… ¿Cómo ocurrió?... … … Entiendo… Entonces se lo comunicaré. Muy amable. Buenas noches… Buenas noches.

En ese momento colgó. Yo me desperecé y le pregunté:

-¿Quién era, cariño?

Josh guardó silencio. Seguramente no era capaz de decírmelo. Tampoco es que sea fácil decir algo así. Tragó saliva y se armó de valor.

-Llamaron del hospital. Es por tu madre. Una de tus hermanas llamó a una ambulancia. Ha… ha…

Me temí lo peor.

-No… No puede…-dije.

-La encontraron con un golpe en la cabeza, desangrándose. Los médicos no pudieron hacer nada…

Me llevé las manos a los labios, para evitar no gritar.

-No puede ser…

-Lo siento, Emily.-dijo Josh, acercándose a mí.

-¡¡No puede ser!!-chillé, entre lágrimas.

No podía creérmelo. No era capaz de asumir que mi madre, esa madre que siempre me quiso y me protegió por encima de todo, esa madre que siempre había dado la cara por mí, esa madre que me había enseñado a ser mejor persona y a que aprendiera de mis errores y de los suyos propios había muerto. ¡Muerto! En aquel momento sentía como si mis apesadumbradas lágrimas se tornaran de hielo y me rasgaran los ojos. Me abracé a Josh con todas mis fuerzas. Necesitaba sentir que alguien me devolviese el calor que me parecía estar perdiendo. Allí acurrucada en su pecho lloré como nunca antes lo había hecho, tanto que a veces se me cortaba la respiración.

-Ese maldito hijo de puta...-sollocé.

-Los médicos no han podido determinar si las heridas que la mataron fueron producidas por él.-dijo Josh.

-¡Si nadie lo dice, lo diré yo!-grité desquiciada, levantando la cabeza.- ¡Y me escucharán! ¡Ese bastardo pagará muy caro lo que le ha hecho a mi madre!

-Emily, tranquilízate. No puedes hacer nada. Nadie puede. No hay suficientes pruebas incriminatorias.

-Pero…ella…

-Sería inútil.

Volví a abrazarlo, empapándolo de lágrimas. Cerré los ojos fuertemente, escuchando los latidos de su corazón, que no tenían nada que ver con los míos, pues el corazón me golpeaba como si no tuviese sitio. Cuando comencé a tranquilizarme, le dije a Josh, sin que dejase de acariciarme el pelo, y sin dejar yo de abrazarlo.

-Tengo que ir a ver a mis hermanos… Estarán viviendo un auténtico infierno.

-Ahora necesitas dormir, Emily, no te encuentras en condiciones. Además, conviene mantenerte alejada de tu padre un tiempo.

Intenté protestarle, pero ni para eso tuve fuerzas. Me separé de él, mientras él me acariciaba la mejilla con una mano, a la que yo me aferraba.

-Ambos sabíamos que iba a pasar tarde o temprano. Tú me lo dijiste en la consulta.-dijo Josh.

Era cierto, se lo había dicho. Siempre me había horrorizado pensar que esto podía ocurrir, y ahora que había ocurrido…

-Serénate, mañana será otro día.

Dicho esto, Josh se acostó en la cama, recostándome a mí en el acto, pues me agarraba ahora por la cintura. Él no tardó en quedarse dormido. Yo no podía. Pensaba en lo frágil que era la vida, en lo fácil que era que mis más oscuros temores se hiciesen realidad. Costaba creer que hacía unas horas estaba con ella, riéndome sin parar, y en ese momento estaba llorando desconsolada por su muerte. Acabé quedándome dormida entre lágrimas.

Toda la noche fue una pesadilla que para qué contarla. Era como revivir los momentos cuando mi padre encerraba a mi madre en la cocina y comenzaba a arrearle, sin importarle que ella es un ser humano con los mismos, o quizás más, derechos que él. Yo los contemplaba a través de una puerta de cristal. Veía cómo la boca de mi madre emanaba sangre, que empapaba su vestido blanco impecable. Intentaba entrar en la cocina, pero la puerta estaba atrancada y el cristal era tan grueso que mis débiles puños no eran capaces de romperlo. Era imposible no oír su llanto. Él le gritaba “que no-se-qué de Emily”, “que no-sé-cuantos de Emily”, “que esa puta de Emily esto”, “que esa puta de Emily lo otro”… Mi madre al principio del sueño, me defendía, pero a medida que transcurría, de lo único que se preocupaba era de mantenerse respirando. ¡Era horrible! Josh me despertó. Yo estaba empapada de sudor frío y sangrando a mares por la nariz. Me tranquilizó saber que era una pesadilla, pero parecía estar diciéndome algo: que mamá había muerto por mí.

Me duché. En agua fría. Lo cual fue raro, pues yo siempre me duchaba en agua caliente, pero necesitaba espabilarme. Después, con la toalla anudada al cuerpo, miré en mi fondo de armario. Me puse una falda negra, una camisa blanca y una chaqueta negra, con zapatos negros. Acto seguido, abrí el cajón de mi mesita y cogí un rosario rojo de un pequeño joyero. El rosario era de mi abuela, de la madre de mi madre, que también había sido una sufridora. Era ciega. Murió a mis 7 años, pues tenía hepatitis ¡Si ella estuviese aquí!

Hice unas cuantas llamadas telefónicas. Primero, a unas pompas fúnebres que recogiesen el cadáver; después a la Iglesia de mi antiguo pueblo, por el entierro y el funeral; y por último a mi tía Margarite, pues no iba a dejar que mis hermanos siguiesen viviendo con ese monstruo.

En cuanto me llamaron los de las pompas, me dirigí al tanatorio, que me llevaría Josh. Estaba en mi antiguo pueblo. Pasaba muchas veces por delante de él cuando tenía que ir al colegio. Nunca había entrado dentro. Cuando pasaba un entierro por cerca de nuestra casa, mamá o la abuela cerraban las puertas, las ventanas y las persianas, sumiendo la casa en la penumbra. Siempre quisieron protegerme de la muerte y que nunca descubriese el oscuro final que nos depara la vida. Cuando Amy murió fue cuando me di cuenta de que todo es efímero, de que nuestra existencia apenas dura un suspiro. Entonces no pudieron seguir ocultándomelo.

En cuanto llegamos al tanatorio, noté que mi corazón se aceleraba. No estaba preparada para verla. Entramos a dentro, cogidos de la mano. La tía Margarite estaba allí, vestida toda de negro, sosteniendo un pañuelo blanco con sus largos y huesudos dedos. En cuanto nos vio, se levanto apresuradamente.

-¡Emily! ¡Cariño!-gritó.

Se dirigió hacia mí corriendo y me abrazó. Yo intenté parecer impasible, pero una lágrima salió inevitablemente de mis ojos.

-¡Te estaba esperando!

-¿Dónde están mis hermanos?-dije yo fríamente.

Me soltó, extrañada por mi actitud.

-Los he dejado con una vecina. Tranquila, es de confianza, Los traerá cuando comience el funeral.

Yo asentí. No podía ignorar la presencia del cadáver de mi difunta madre, por mucho que lo intentase. Se me helaba la sangre.

-Está como un ángel.-dijo la tita acercándose al féretro, y añadió, mirándome a mí.- ¿Quieres verla?

-N…No. Por ahora no.

Ella notó mi aturdimiento y calló. Estuvimos horas y horas allí sentadas, sin intercambiar palabra. Josh me miraba de vez en cuando. Debía esta hecha una mierda. Entre lo de Jimmy y esto había adelgazado bastante. Tenía unas profundas ojeras a base de no dormir y mi piel estaba tan pálida como la de un muerto. Todo aquello me estaba conduciendo a la autodestrucción.

Aproximadamente a las 6 de la tarde los de las pompas fúnebres optaron por trasladar el cuerpo a la Iglesia, y allí fuimos los tres. Lo peor fue al llegar allí. Toda la gente del pueblo quería entrar, ver el cadáver y darle el pésame a la hija destrozada. Montones y montones de vecinas y vecinos entraron para escuchar el funeral. Yo estaba sentada en primera fila, con la tita y Josh. De repente, y para mi asombro, veo que entra, prácticamente desapercibido en la Iglesia, mi padre. Sí, aquel desalmado que mató a sangre fría a mi pobre madre, pero “In dubia, pro reo”, por lo que lo dejaron en libertad. El despecho nubló mi juicio completamente. Me dirigí hacia él con actitud desafiante y lo agarré de un brazo para llevarlo a la puerta.

-¿Qué haces aquí?-pregunté, desquiciada-¿Cómo te atreves?

-Quiero ver por última vez a mi mujer, antes de que no pueda volver a hacerlo.

-¿¡Pero cómo puedes decir eso!? ¡Tú la mataste, y todos lo sabemos!

-El juez no lo sabe, y su opinión vale más que la de todos vosotros juntos.

-Tu libertad pende de un hilo.-dije- Si mis hermanos o yo decimos algo…

Sin dejarme terminar, me agarró por el cuello y me apoyó contra una de las paredes exteriores de la Iglesia.

-Ni tus hermanos ni tú vais a decir nada, ¿entendido? ¡No os creerán!-murmuró, conteniendo su ira.

-Aprieta más fuerte, papá.-logré decir, con la voz entrecortada y sin apenas poder respirar.- ¡Aprieta! Tú todo lo arreglas matando, ¿no? Eres un vulgar asesino.

Dicho esto le escupí en la cara con la poca saliva que mi boca podía albergar en aquel momento. Noté que mi rostro se enrojecía, a causa de la falta de aire.

-Por mucho que intentes ahogarme, seguiré respirando.-dije con un hilo de voz.

Mi padre se dio cuenta de que la gente podía percatarse de lo que estaba haciendo, así que me soltó. Me agarré la camisa fuertemente y comencé a recobrar el aliento.

-Puta insolente.-gruñó él.

-Todo el que se enfrenta a ti lo es, ¿no es cierto?

Guardó silencio por unos segundos. En cuanto me hube recuperado del todo le dije, acercándome a él:

-Puedes ahogarme, pero seguiré respirando. Puedes cortarme las piernas, pero seguiré estando de pie. Puedes derramar mi sangre, pero seguirá transitando por mis venas. Puedes incluso arrancarme el corazón, pero seguirá latiendo en tus manos. ¿Quieres saber por qué? Por que no te tengo miedo. Se acabó la servidumbre hasta la muerte. Yo no voy a soportar lo que ella ha soportado. Si me matas, alguien me pondrá voz, porque dos muertes son demasiadas.

Noté la furia en sus ojos. Furia desmedida que se descargó en su puño. Justo en el momento en el que Josh salió de la Iglesia para ver cómo estaba, mi padre me asentó un puñetazo. El más fuerte que nadie me había dado nunca. Me llevé ambas manos a la nariz y vi que sangraba a mares.

-¡Emily!-gritó Josh en cuanto lo vio.

Se acercó a mí y me sostuvo, pues yo estaba tan aturdida que apenas podía mantenerme de pie. En cuanto la gente comenzó a venir a socorrerme, mi padre se fue.

-¡Ahora huye! ¡Cobarde! ¡Asesino!-grité yo fuera de mí.

-Emily, por favor.-dijo Josh, pretendiendo calmarme.

Yo no estaba calmada en absoluto, pero no añadí nada más. La tía Margarite se me acercó y me sostuvo, susurrándome angustiada:

-Mi niña, ¡ay! Mi niña.

Josh giró la cabeza bruscamente y le dijo a todos los que me rodeaban.

-¡Ya no hay nada que ver! ¡Entrad para dentro!

Margarite comenzó a llorar, abrazándome fuerte. Yo me encontraba bastante mareada, por lo que no dije palabra.

-Señora,-dijo Josh- váyase a dentro y déjemela a mí.-ella iba a protestarle, pero él añadió.-Tranquilícese, soy médico.

La tita se resignó a entrar, empapada en lágrimas. Josh me ayudó a sentarme en el suelo, apoyada en la pared. Sacó un pañuelo del bolsillo y comenzó a limpiarme la sangre.

-Estás loca, Emily. Completamente loca. Dios sabe lo que pudo haberte hecho.

-Lo desarmé. Le jodió oír las cuatro verdades que le solté a la cara, por eso lo hizo.

-Pudo haberte matado.

-Si no consiguió detener mi respiración, aún será menos capaz de detener mi corazón. Por eso estoy muy tranquila.

En ese momento, Josh dejó de limpiar y me miró fijamente a los ojos.

-¿Intentó asfixiarte?-logró preguntar.

-Lo intentó, pero que siga soñando.

Él no añadió nada más. Estaba tan aturdido que se había quedado sin habla, hasta que terminó de limpiarme y dijo:

-Te ha roto la nariz. Tienes el tabique algo desviado.

-¿Y no puedes hacer nada?-pregunté.

-Poder, sí puedo, pero te dolerá.

-He demostrado que aguanto bastante bien el dolor, como ves. Haz lo que tengas que hacer.

Josh puso el índice y el pulgar sobre mi tabique torcido. Entonces, de un golpe seco, me lo colocó correctamente. Me dolía, sí, pero noté cómo me dejaba de sangrar.

-¡Au…!-me quejé yo, en voz baja y llevándome las manos a la nariz.

-Te dolerá un buen rato, pero se te acabará pasando.-dijo Josh.

Me acarició. Realmente lo había preocupado mucho, quizás mucho más de lo que pensaba en ese momento. Aunque yo estaba satisfecha. Mi padre había quedado como un cobarde al haber huido de aquella manera. Aún me costaba tragar y la nariz me dolía cosa mala, pero había valido la pena.

-¿Te encuentras mejor?-preguntó.

-Sí, creo que sí.

-Deberíamos entrar. El sacerdote ya ha llegado, no creo que falte mucho para empezar.

Yo me levanté resignada, sin necesitar la ayuda de Josh. Él me dejó pasar a mí primero al interior de la Iglesia mientras me susurraba al oído:

-Sé fuerte.

Estuve a punto de echarme a llorar. Josh estaba siendo mi único apoyo en aquellos momentos de desesperación. Aunque nunca se lo dije, no sabía cuanto le agradecía en mi interior que estuviese allí, ayudándome a seguir adelante.

Dio comienzo la misa. La mayoría de las mujeres del pueblo de la edad de mi madre subieron al altar para expresar su dolor. Al acabar ellas, subió la tía Margarite, que acabó deshaciéndose en lágrimas. Mis hermanos, que habían llegado poco después de dar comienzo la misa y que estaban sentados a mi lado, optaron por no subir. Yo sería su representante, una vez más. Thomas se aferraba a mí, eso lo noté enseguida. Toda la misa quiso estar apoyado en mi costado, mientras yo lo acariciaba. La verdad es que no se me ocurría otra forma de tranquilizarlo. Entonces, y casi sin darme cuenta, me tocó a mí.

-Ahora, me gustaría que subiese Emily, la hija primogénita de Rose, para compartir con nosotros su dolor.-dijo el Pastor.

Me pareció una expresión muy equívoca la de “compartir con ellos mi dolor”. No creo que ninguno de ellos sintiese el dolor que yo estaba sintiendo, y verdaderamente no estaba de humor como para decir nada. Aún así, subí al altar, notando como mi agitado corazón golpeaba violentamente contra mis sienes, y dije, nerviosa y titubeante:

-Eh… En fin… ¿Qué podría decir de mi madre que no hayan dicho ya?... Ella era una mujer luchadora. Tenía una paciencia preocupante. Sí, han oído bien, preocupante.-recalqué- Porque ha estado soportando a alguien como mi padre desde los veintitantos años, y todo por lo que ha pasado no debería haberlo tolerado nunca. Debería haber cortado por lo sano hacía muchísimos años. Es más, creo que ni debería haberme tenido, si con eso nunca hubiera conocido a semejante monstruo, a semejante cobarde, a tal lobo que se esconde bajo la piel de una oveja mutilada. Ella siempre intentó protegernos a mis hermanos y a mí de que no cometiésemos sus mismos errores. ¡Si lo hemos hecho, no ha sido por que no nos lo hubiese dicho! ¡Habría sido porque nos habría dado la puta gana!... O… O porque nos hubiesen engañado… En cualquier caso, creo que no sería capaz de decir, una a una, todas las cosas que ha hecho por nosotros. Desde darnos la vida…Hasta permitir que provocásemos su muerte…-al decir esto, una lágrima, y sólo una, se deslizó por mi mejilla- Sé que quizás esperaban otro tipo de discurso… y lo comprendo… no se me da bien improvisar… Aún así, espero… espero que hayan captado el mensaje…

Después de hablar, y viendo como toda la gente cuchicheaba, sorprendida por mi chocante, y no por eso menos profundo, discurso, me fui a mi asiento. Josh me miraba fijamente, algo preocupado por mi actitud, aunque yo fingí no percatarme de ello y volví a sentarme al lado de Thomas, que le faltó tiempo para volver a abrazarse a mí.

Al acabar la misa, la gente, una a una, se iba acercando al ataúd, que estaba en el altar. Antes estaba cerrado, y encima de él había una foto de mi madre, vestida con una chaqueta roja, sonriente, pero ahora lo habían abierto y se veía con claridad su cadáver, blanquecino y casi de un tono amarillento. Se divisaba la herida que le había abierto la cabeza, limpia y algo tapada por el pelo. La foto era muy poco realista, a mi parecer, pues casi nunca reía. Dios sabe cuándo se la había sacado, pero estaba claro que no era reciente. De último fuimos la familia, cuando todo el mundo nos había dado el pésame y se había marchado. La tía Margarite lo estaba pasando realmente mal. A veces me imaginaba lo que estaba sintiendo, ver a su hermana pequeña dentro de un ataúd de madera de roble. Yo pensaba que si una de mis hermanas se muriese, se moriría algo dentro de mí, eso seguro, como se murió cuando Amy pasó a mejor vida. Josh había sido el primero, para poder estar con Thomas mientras nosotros montábamos procesión hacia el féretro. Por último, como era costumbre, me tocaba a mí. Ya no estaba tan nerviosa. Estaba rodeada de gente que conocía, no tenía de qué avergonzarme. La miré un momento. Recuerdo con exactitud la expresión incluso triste de su rostro. Iba vestida de domingo, con un vestido blanco. Parecía un ángel. Las lágrimas comenzaron a fluir por mis mejillas. No era capaz de contener el llanto. Acerqué mi cara a la suya. Nunca había estado tan fría. Allí la besé cuanto quise, empapándola con mis lágrimas y repitiendo, una y otra vez como si de una obsesión se tratase:

-Nos engañaron a las dos. Nos engañaron a las dos. Nos engañaron a las dos.

Le di mil vueltas a esa frase, y cada vez que la decía sentía como un mazazo en medio de mi pecho. Josh tuvo que separarme de ella. Me cubrí el rostro con las manos para que mis hermanos no me viesen llorar, sobre todo lo hice por Thomas, que el pobre ya estaba sufriendo lo suyo. Pero, sin que me percatase, todo aquel sufrimiento que reprimía duplicaba su daño.

Josh y yo decidimos quedarnos a dormir en un motel que habíamos visto al ir hacia la Iglesia. Así podríamos estar en el pueblo para asistir al entierro. Por la noche, mientras Josh dormía, Terry me llamo. Me dijo que se hubiera tenido que enterar por el periódico de la muerte de mi madre. Creo que estaba algo indignado. La verdad es que no se lo discuto, tenía razón, debía habérselo contado. Le expliqué que no había estado en condiciones y lo comprendió. Vendría al pueblo para asistir al entierro, por petición mía. Al acabar de hablar con él, me acosté en la cama, pero no dormí en toda la noche.

Al día siguiente me levanté pronto. En cuanto Josh se despertó, fuimos a desayunar y a misa. Quise ir, pues consideraba que, al estar de luto, debería rezar por mi madre. Aún así, apenas atendí al sermón. Me vino a la memoria el recuerdo de mi abuela, de la madre de mi madre. Lo único de lo que lograba acordarme con todo lujo de detalles era del último día en que la vi:

Era un domingo. Como todos los domingos, íbamos mis padres y yo a su casa. Aunque ella había caído enferma, por lo que la tita estaba cuidándole. Mientras mi padre nos esperaba en el coche, mi madre y yo entramos en aquella ruina de casa que parecía venirse abajo. Sentí un terror horrible al estar allí que, cuando antes estaba con Amy, parecía apaciguarse, pero ahora que había muerto… Mi madre y la tita hablaban en el vestíbulo. No recuerdo qué decían exactamente, pero veía a mi madre llorar, y eso me estremecía. Al rato, ella me miró y me dijo:

-Princesa, ¿por qué no vas a la habitación de la abuelita a verla?

Yo asentí, y acto seguido me dispuse a subir aquellas empinadísimas escaleras, que lograban poner los pelos de punta al producir ruidos extraños cuando las pisabas. De pronto, me vi enfrente de la puerta de la habitación. Sentí verdadero pánico por entrar, quizás porque no sabía cómo me iba a encontrar a la abuela. Abrí la puerta muy despacio y me metí dentro, procurando no hacer ruido. Allí estaba, en la cama, sosteniendo un rosario de piedrecillas rojas. Yo permanecí de pie cerca de la puerta mientras escuchaba los latidos de mi agitado corazón. No me atrevía a decir nada, era como si algo me atenazase la garganta. De repente, ella, que no sé cómo demonios pudo reconocerme, dijo:

-¿Emily? E… ¿Eres tú, tesoro?

-Sí, abuela.-respondí, titubeante.

-Acércate aquí, Emily. Quiero poder tocarte una última vez.

Aquella frase logró ponerme los pelos de punta. No dejaba de pensar si la abuelita correría la misma suerte que Amy. A pesar de mi aturdimiento, me acerqué a ella. En cuanto me sintió cerca, con una de sus manos huesudas me acarició mis mofletitos, que habían palidecido desde que había entrado allí.

-¿Cómo estás, cariño?-preguntó, llena de ternura.

-Bien. ¿Y tú estás mejor, abuela?

-He tenido tiempos mejores, pero me voy a poner bien. Ya lo verás.

Sin duda lo decía para tranquilizarme. Observé que había adelgazado muchísimo y su piel había adquirido un desagradable tono amarillento. Las lágrimas comenzaban a fluir de sus ojos blanquecinos y sin vida. Yo permanecí quietecita a su lado mientras ella me hablaba de cosas sin importancia, como de cuando tenía mi edad y trabajaba de costurera para contribuir al sostenimiento de su paupérrima familia. De repente, mamá llegó a la habitación, muy nerviosa y temblando.

-¡Vamos, princesa!-dijo-¡Tenemos que irnos a casa!

-¡No quiero!-grité, fuera de mí.

No solía contradecir a mi madre, pero sentía que, si me iba de aquella casa, dejaría sola a mi pobre abuela.

-¡Emily, por amor de Dios! ¡Vámonos!

Dicho esto, me agarró del brazo fuerte, pero yo me agarré con todas mis fuerzas a la cabecera de la cama.

-¡No me lo hagas más difícil todavía, cariño!

Entonces, mi abuela dijo, con semblante serio:

-Esta prisa te ha entrado por él, ¿me equivoco, Rose?

-¡No te metas en esto mamá!

Mi madre comenzaba a llorar de la rabia y del miedo.

-Todas las noches rezo para que mil cuervos le arranquen los ojos al cabrón de tu marido y sienta de una vez por todas lo que yo estoy sintiendo.

Mamá dejó de agarrarme. Ese comentario que había hecho la abuela, que recuerdo con total nitidez, había conseguido ahondar en ella.

-Antes de que os vayáis-prosiguió- quiero darle algo a mi nieta.

Yo la miré desconcertada. Ella me agarró de un pulso y, con la otra mano, me colocaba suavemente su rosario, su querido e inseparable rosario, en la mía.

-Reza mucho con él, vida mía.-dijo, con voz débil.

Las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos. Aún así, contuve el llanto un momento y conseguí agradecerle el regalo dándole un gran abrazo, sintiendo su débil respiración cerca de mi oído. De repente se oyó un ruido que hizo asustar a la abuela.

-¿Qué ha sido eso?-preguntó, asustada, agarrándome con fuerza y moviendo la cabeza, intentando indagar la procedencia de aquel sonido.

Lo volvimos a oír otra vez. Inconfundiblemente, era la bocina del coche de mi padre. Se estaba impacientando. Mamá sabía perfectamente que cada bocinazo era una paliza más que él iba a darle en cuanto llegásemos a casa, por lo tanto dijo, un poco más tranquila.

-Vámonos cielo.

Me separé de la abuela con sumisión y cogí de la mano a mi madre, que me llevaba afuera de la habitación. Pero, antes de cerrar la puerta, miró a la abuela y le dijo:

-Adiós, madre.

Estoy segura de que ella sabía que aquel adiós era definitivo.

A las 5 de la tarde comenzó el funeral de mi madre. El día estaba nublado y ya había llovido un par de veces, como si fuesen las lágrimas que mil millones de ángeles derramaban sobre aquella tierra donde mi madre iba a descansar. La gente comenzó a llegar, todos dándome el pésame, llenándome de besos. También llegó Terry, casi de los últimos. En cuanto lo vi, sentí como un latigazo en el corazón. Se plantó delante de mí y, antes de darle tiempo a hablar, me abracé a él muy fuerte. Y yo lloraba, y Terry lloraba, y la gente se emocionaba o murmuraba barbaridades sobre nosotros, pero no me importó. Tuve miedo de que fuese a Josh a quien le hubiese importado, pero era evidente que no, pues después en el hotel me dijo que estuvo muy bien que le mostrase mis sentimientos a alguien. Mis hermanos llegaron un poco más tarde que él. Thomas me abrazó tan fuerte que casi me deja sin respiración.

-Chicos,-les dije-tenéis que ser fuertes. Nos tenemos unos a los otros, y recordad por encima de todo que yo siempre estaré ahí. Mi casa es vuestra casa y podéis venir cuando os dé la gana. Y si os pasa algo, no dudéis ni un solo segundo en llamarme. No voy a abandonaros nunca.-recalqué.

Mis hermanas se echaron a llorar como si fuesen fuentes. Thomas simplemente levantó la cabeza y me miró con una cara muy triste. Yo le acaricié el pelo y volvió a recostarla en mi pecho. Poco después llegó el Pastor. Nos sentamos en nuestros sitios: Josh y Terry a mi lado, mis hermanas al lado de Josh y Thomas en mi regazo. La misa era tediosa y aburrida. Yo leía y releía la lápida: “Rose Gray. Madre y esposa. Fallecida a los 40 años de edad. Tus hijos, tu hermana y tu marido no te olvidan.” Y debajo de eso, una estrella con la fecha de nacimiento y una cruz con la de la muerte. Me pareció hipócrita e innecesario poner eso de “tu marido no te olvida”. Creo que debí decir, o mejor, gritar, que lo quitasen, pero no lo hice. Ya había dado mucho el cante en el funeral.

Al acabar la misa, los sepultureros se dispusieron a enterrarla. Me desgarraba ver cómo miles de toneladas de tierra nos separaban a una de la otra. Yo, que siempre había estado tan unida a ella y que siempre la había necesitado tanto. Comencé a llorar en silencio con aparente serenidad, para que la gente no me viese, pero en realidad aquel dolor me estaba matando.

En cuanto terminó el entierro, la gente se marchó, dejándonos a Terry, a la tita Margarite, a mis hermanos, a Josh y a mí solos delante de la tumba. Estuvimos allí en el cementerio bastante tiempo. En cuanto fueron las 7, me volví hacia Terry y le dije, muy aproximada a él:

-Terry… yo… No sé cómo agradecerte que hayas venido.

-No tienes nada que agradecer.

-Te he echado de menos en el funeral. Siento no habértelo dicho, pero es que todo se había convertido en una carrera a contrarreloj.

-Tranquila, Emily. No te disculpes por eso.

En ese momento miré mi reloj de pulso. Me escandalicé al ver que hora era ya y le dije:

-Terry, tienes que irte. Ya es tarde y oscurecerá pronto. Tienes un autobús a las 7 y media. Puedes cogerlo en el centro. Si te vas ahora, aún podrás pillarlo.

Volví a abrazarme a él. Su simple presencia lograba tranquilizarme un montón, pero las despedidas me quebrantaban el alma.

-Adiós, Terry. Llámame cuando puedas.

-Descuida. Y si te pasa algo, avísame. ¿De acuerdo?

-Sí.

Me acarició. Acto seguido, dejó una rosa blanca que había traído encima de la tierra mojada bajo la que yacía mi madre. Volvió a despedirse de mí y seguí mirándole hasta que lo vi desaparecer entre todas aquellas lápidas con nombres de gente que ni siquiera conocía, y que acompañaban a mi madre en su descanso eterno. Josh me abrazó por detrás. Vio que me estaba poniendo triste y me besó en el cuello. Lo miré agradecida. Necesitaba su amor más que nunca.

-¡Uy, qué hora es ya!-dijo Margarite, mirando su reloj- ¡Vámonos, niños! ¡Decidle adiós a vuestra hermana!

Así lo hicieron. Los tres, tan cariñosos como siempre, me abrazaron. Yo los llené de besos, y los encharqué con lágrimas. Después de que se hubiesen marchado, Josh me dijo, sin dejar de abrazarme.

-Tienen razón, Emily, se está haciendo de noche. Y a mí personalmente no me gusta mucho estar a estas horas en un cementerio. Vámonos al motel, ¿de acuerdo?

-Vete yendo tú a la salida. Yo te alcanzo ahora.

Nos besamos levemente en la boca. Acto seguido, hizo lo que le mandé. Miré a mí alrededor. En circunstancias normales me tendría puesto los pelos de punta estar allí, pero no me importaba, porque mi madre estaba conmigo. En una tumba humilde, mucho más humilde que las demás, que estaban rodeadas de velas, fotos, flores y había alguna que estaba acompañada de alguna estatua de piedra. Miré al cielo. Entre la oscuridad, vi cientos de palomas blancas sobrevolando el cementerio como mensajeras de la muerte. Como si le estuviesen gritando al pueblo que mi madre había fallecido. Y pensar que seguramente aquellas palomas la habían visto crecer, o la habían visto jugar conmigo, criarme, educarme. Quizás aquellas palomas habían visto morir a Amy y también habían contemplado cómo la sumergían bajo tierra. Quizás aquellas palomas le estaban diciendo adiós a mi madre. Su último adiós. Y quizás también me lo estaban diciendo a mí, sabiendo que nunca más volvería a pisar aquel pueblo, aquella tierra húmeda de aquel cementerio. Me fui de allí, girando la cabeza de vez en cuando y viendo cómo me alejaba de ella cada vez más, y más, y más, y más hasta perderla de vista en la lejanía.