martes, 14 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo IV- ¿Es este el precio que tengo que pagar?


Fue el 20 de diciembre, unos días después de mi cumpleaños, por la noche, cuando comencé a tener contracciones. Robert cogió el coche apresurado y nos fuimos, en pijama, al hospital. Aún me parece estar sintiendo aquellos horribles dolores, y lo peor es que tenía miedo de quejarme, bueno, no era miedo exactamente, pero era una sensación que me oprimía las entrañas.

-¡Robert!-logré decir, entre lágrimas-¿Dónde estamos?

Sí, yo ni siquiera era consciente de dónde estaba. Por aquella carretera había pasado mil veces, pero en aquel momento no era capaz de reconocerla.

-¡Ya llegamos, ya llegamos! Tú respira hondo, ¿Vale?

Estaba muy nervioso, mucho. No era quién de asumir que iba a ser padre de dos niños. Aunque no lo culpo, yo tampoco me acababa de creer que tuviese a alguien creciendo dentro de mí, ni que ese alguien me estuviese haciendo tanto daño en aquel momento.

Me ahorraré los detalles de antes del parto. Todo era un dolor enorme, y vomitar cada muy poco. Eso sí, sin haber comido nada. Robert insistió en que no me pusiesen la epidural, se puso a decirle a las enfermeras que éramos cristianos, que tenía que parir con dolor, y que no y que no, por mucho que ellas intentaban convencerlo. Me acostaron en una camilla fría, muy fría, y venga a empujar. ¡Tenía yo unas ganas de arrancármelos de dentro y que se me calmara el dolor! No sé muy bien cuánto duró aquello, pero debió ser mucho. Yo agarraba las sábanas con fuerza mientras las enfermeras intentaban tranquilizarme.

-Respire, señora Piadget.-oía, como entre niebla.-Ya casi está, respire.

Por mucho que me pidiesen que respirase no era capaz. Tenía la respiración entrecortada, ahogada nuevamente por mis lágrimas. De repente, sentí un alivio muy grande, inmenso. ¡Entonces sí que pude respirar tranquila! Oí llorar. Buena señal.

-Son dos niños sanísimos, señora.-me informó una enfermera.

Me los acercó al cabo de un rato, limpitos, con los trajecitos que les había comprado mamá. Los acostaron a mi lado. Lloré, pero esta vez no de dolor, sino de felicidad. De felicidad por haberlos tenido, con lo que los había maldecido cuando estaban en mi vientre, y ahora… Ahora… Nunca antes había comprendido por qué la gente lloraba cuando estaba contenta, pero en aquel momento se disipó esa duda, al comprobarlo en mis propias carnes. Me trasladaron, un poco más tarde, a una habitación del hospital. Tenía las cortinas y las sábanas blancas, muy bonita. A los niños los acostaron en una cuna. Yo los miraba con mucha ternura. El instinto maternal comenzaba a pugnar por hondar en mí. Aquella noche sí que dormí tranquila, sin pesadillas, sin sufrir. ¡Fue una sensación tan bella que no la cambiaría por nada del mundo! Robert se había empeñado en ponerles el nombre, por ser varones y tal. A uno, el que había nacido antes, le llamó John; y al más pequeño, Jimmy. Mi madre se pasaba en la habitación día y noche, acompañándome. Robert, en cambio, sólo venía de vez en cuando. Días después, salí de allí, llevando a mis niños en un cochecito azul con ositos que me había regalado mamá.

Al principio, estaban casi todo el día tranquilos, pero según fueron creciendo, mi vida se fue convirtiendo poco a poco en una pesadilla. Lloraban toda la noche. Y si lloraba sólo uno, el otro se le unía, era pura empatía. En muchos matrimonios, cuando pasa esto, los padres se turnan para ir a atenderlos; en el nuestro no pasaba eso, si los niños lloraban, yo iba a atenderlos, siempre yo. Y eso comenzó a notarse en mi rendimiento laboral, en mi estado de ánimo… Me pasaba el día deprimida, angustiada. Me “auto-convencí” para ir a un psiquiatra. Por suerte, entre todos los psiquiatras que había en la ciudad, que no eran pocos, me topé con Josh. Josh había sido compañero del colegio, en primaria. Éramos muy buenos amigos, aún entonces, pero hacía tiempo que no nos veíamos. En cuanto entré por la puerta de la consulta, me soltó el típico: “¡Emily! ¡Quién te ha visto y quién te ve!” Sí, quizás era verdad que había cambiado mucho desde la última vez que fuimos a tomar un café, pero no precisamente para bien: tenía unas ojeras enormes, la piel se me había tornado pálida, enferma, débil y mis ojos infundían una tristeza tan grande… Y no por los niños, ¡qué va! Ellos lloraban porque tenían que llorar, sino por Robert, porque lo notaba tan despreocupado, tan distante… En cambio, Josh sí que estaba guapo. Cierto que lo estaba. Sus ojos azules transmitían tanta alegría y sinceridad, su cabello pelirrojo brillaba de una manera asombrosa. Tuvo que recomendarme otro psiquiatra, según él, el mejor de la ciudad. Dijo que lo hacía porque un psiquiatra tiene prohibido atender a sus amigos y conocidos. Aquel otro señor no estaba mal, pero lo que habría dado porque Josh me atendiese; él me conocía mejor que nadie. Aún así, retomamos nuestra amistad.

Aunque un día, todo cambió. Mi vida, y la de Robert dieron un giro de 360º. Todavía me pregunto por qué lo hizo, cómo se le pudo pasar por la cabeza una acción tan ruin y despreciable.

Sí. Recuerdo aquel día como si fuera ayer, y cuando lo hago siento como si se me encogiese el corazón. En el trabajo, bien, me acababan de cambiar de empresa, es decir, mejor trabajo, mejor sueldo… Aunque ser operadora era muchísimo más agotador, y volvía a casa con el ánimo por los suelos. Allí me esperaba Dorothy, la niñera, y mis dos niños, de dos añitos. Dorothy era una mujer mayor, quizá tendría unos 70 u 80 años. Siempre llevaba el pelo recogido en un moño, una chaquetita de lana y una falda muy larga. Cuando yo llegaba, me ayudaba con los niños un rato hasta las 9 y media, que marchaba. Ese día, repetimos ambas la rutina.

-Tiene unos niños preciosos, señora Piadget.-me dijo, cuando recogía sus cosas para marcharse.- De verdad que lo son. Espero que la hagan muy feliz., como me hicieron a mí los míos.

Sonreí. Dorothy había dicho aquello con una palpable tristeza. Ella tenía dos hijos, Saúl y Ryan. Cuando tenía 8 años, Ryan cayó en un pozo, un río, o algo así un día que estaban de vacaciones y se ahogó. Me había dado qué pensar aquella historia. Sé lo horrible que es perder a un hijo: Mamá a Amy, Dorothy a Ryan… ¿Pero correría yo la misma suerte? Cada vez que me lo contaba, comenzaba a temblar, tanto que Dorothy me tuvo hecho una que otra tila, y a veces por la noche no podía dormir, y me echaba a llorar en silencio, acostada al lado de Robert, que roncaba como un cerdo. Era dolorosísimo ponerse en la piel de ellas, o de cualquier madre que pasase por esa situación.

Además, y para más INRI, Saúl nunca ayudaba a su madre y la trataba como a una mierda, y eso la hacía estar siempre deprimida. Era tanto menos extraña la empatía que sentía con la pobre Dorothy, pero era algo que no podía evitar.

Más tarde, a las 10 de la noche, aproximadamente, yo acababa de conseguir que los niños se quedasen dormidos y los miraba, con mucha ternura. De repente, llegó Robert a la habitación y me abrazó por detrás. Me sorprendió su actitud, pues hacía día que no se portaba así conmigo, pero al mismo tiempo me halagó.

-¿Se han dormido?-me preguntó.

-Sí. Parecen angelitos.

-Oye, Em. Estás muy cansada de todo el día. Vete a la cama, que yo te prepararé un vasito de leche caliente.

-Ahora recuerdo por qué me casé contigo.-dije, dándome la vuelta para mirarle a los ojos.

Nos besamos en la boca. Me pareció percibir más cariño en los labios de Robert que de costumbre. En aquel momento me alegré, pero ¿quién podía saber qué venía después? Al cabo de un rato, Robert vino a mi habitación y me dio la taza de leche. La cogí. Me calentaba las manos, que las tenía heladas, pues era febrero y llovía. En cuanto hube bebido la leche, comencé a sentirme muy, muy cansada. Parecía costarme incluso respirar. Apoyé la cabeza en la almohada y me quedé profundamente dormida.

No sé cuánto tiempo estuve así. Quizás una hora. Me desperté como en una nube. En un acto prácticamente involuntario, miré por la ventana. Seguía lloviendo. No me pareció extraño, pues para mí era como si sólo me hubiese dormido un par de minutos. Lo que sí que no esperaba ver eran dos paraguas. Dos paraguas negros que salían de mi casa. Como era un primer piso, pude distinguir perfectamente que eran un hombre y una mujer. Él llevaba debajo del brazo una especie de carpeta o fichero, y ella llevaba en brazos a un niño que lloraba. Lloraba mucho. Aquel llanto me resultó desgarradoramente familiar. De repente, sentí como si mi corazón se paralizara cuando lo metieron en el coche y vi, con total claridad que era John, mi pequeño. Observé, sin atreverme a hacer nada, que aquel coche nuevo y reluciente se alejaba del piso, arrebatándome a mi hijo. No sabía qué hacer. Me encontraba tan confusa, asustada, triste… Me senté en la cama y me eché a llorar en silencio, cubriéndome la cara con las manos. Sentía una impotencia tal por no saber qué hacer ni qué había pasado… ¿Por qué esas personas de los paraguas negros se llevaban a lo que yo más quería en el mundo? ¿Por qué no lo impedí? ¿Por qué no bajé al portal e hice que me lo devolvieran? ¿Por qué no llamé a la policía para reclamar lo que era mío?... En ese momento, oí un ruido. Unos sollozos muy débiles que procedían de debajo de la cama. Comprobé, atemorizada, si había alguien. Para mi sorpresa, Jimmy estaba allí, agazapadito, muerto de miedo. Lo cogí en brazos e intenté tranquilizarlo mientras me preguntaba cómo había hecho para que no lo raptasen aquellas horribles personas. Quizás había logrado salir de su cuna y ocultarse bajo mi cama, o estaba jugando y, en cuanto vio gente extraña, entró en mi habitación, o… O quizás tuvo mucha, mucha suerte. En cuanto Jimmy se hubo tranquilizado, me dispuse a marchar, pero recordé que Robert seguía despierto y rondando por la casa. Miré el reloj, ya eran las 11 y media. Para fortuna mía, a esta hora comenzaba el programa de televisión favorito de Robert, ese que no se perdía por nada en el mundo, aunque ahora mismo no recuerdo con claridad su nombre. Logré salir de la habitación y colarme a través de la cocina al vestíbulo. Abrí la puerta con cuidado y me fui.

Anduve un rato por las calles mojadas y oscuras en camisón y descalza con mi hijo en brazos, estrechándolo contra mi pecho muy fuerte. No sabía hacia dónde dirigirme, hacia dónde encaminarme. Me sentí indefensa, marginada y sola, sin saber qué hacer. Entonces, se me ocurrió ir al hospital donde trabajaba Josh. Sabía que allí no iba a encontrarlo, pero podían decirme al menos cómo localizarle. Fui hasta el hospital corriendo. Llegué cansada, jadeante y a punto de caer desmayada. Me acerqué a la recepcionista y conseguí decirle, ahogando mis palabras en mi entrecortada respiración:

-Necesito… saber… dónde está el…doctor… Josh… Joshua… Sidle…

-Lo siento, señorita, pero en estos momentos el doctor Sidle no se encuentra en el hospital.-respondió la recepcionista, atemorizada por mi aspecto.

-¡Ya sé que no está aquí! ¡Déme su dirección, o su teléfono… o algo!

-No me está permitido darle esa información, lo siento.

-Oiga, ¿hace falta decirle que si no veo al doctor Sidle inmediatamente podrían matarme? ¡O quizás algo peor! ¡Ya no sé! Así que, por favor, se lo pido por lo más sagrado, por lo que más quiera, ¡ayúdeme!

En cuanto me di cuenta, estaba agarrando una de las solapas de la camisa de la recepcionista con fuerza, mientras me miraba con cara de miedo. Me había dejado llevar, pero cualquiera que hubiese pasado por algo así me comprendería.

-¡No me haga nada, se lo suplico!-dijo la recepcionista, y añadió, alargándome temblorosa, un papel- Aquí tiene la ficha del doctor Sidle. Figura todo. ¡Todo lo que me pide! ¡Pero no me haga daño!

La solté. Creo que entre las dos habíamos escandalizado a todo el hospital, pero me daba igual. Cogí el papel y me largué de allí. La casa de Josh estaba bastante lejos de allí. En medio de la carretera, andando kilómetros y kilómetros sin saber dónde estaba, me sentí como si fuera un animal moribundo que intenta buscar el camino a casa en plena noche, cegado por las luces de los coches. Me perdí unas cuantas veces, pero al final acabé dando con ella. Era una casita pequeña con un jardincito ínfimo, aún así, era muy cuca. Llamé apresurada al timbre. Salió Josh en pijama a la puerta. Evidentemente se escandalizó de verme empapada, temblorosa, llorando y sangrando, pues me había caído muchas veces y mis rodillas y mis pies sangraban aparatosamente.

-¡Josh!-grité, sollozando- ¡Necesito que me ayudes! ¡Ha pasado algo horrible!

-Tranquilízate, Emily. Entra dentro y abrígate.

Así lo hice. Me senté, sosteniendo a mi hijo en brazos, en el sofá y Josh nos cubrió con una manta y me trajo una tila.

-Ahora cuéntame. ¿Qué haces aquí, descalza, a estas horas de la noche?

-No… He visto cómo unas personas extrañas se llevaban a mi hijo… a John… Eran una pareja… Llevaban también unos papeles… No sé… Me fui de casa… Tenía miedo… Tengo la impresión de que Robert tiene algo que ver, no sé por qué. Me lo da el corazón.

-¿Papeles dices?... Sospecho que sé lo que pasa.

Lo miré con nerviosismo y curiosidad, Ardía en deseos de despejar las ideas y cerciorarme de lo que había visto.

-He atendido a varios padres con este problema.-prosiguió.- Se trata de una práctica ilegal, bastante conocida que consiste en que padres que tienen hijos pero generalmente no los quieren se los dan a otros padres que no pueden tener hijos, a cambio de una gran compensación económica, que suele rondar entre los 5 y los 10 millones de dólares. Nadie se da cuenta, pues simplemente cambian el nombre del niño por otro distinto, y el de los padres por el de los nuevos. De esta manera, en los archivos oficiales consta que el niño que ha sido dado ha nacido de esos padres. Es algo bastante complejo, lo sé, y por supuesto no es fácil de asimilar en una situación como la tuya.

-¿Eso quiere decir que, mientras dormía, Robert vendió a John a unas personas extrañas para deshacerse de él?... Entonces… En la leche… ¡Dios Mío!

Me eché a llorar desconsoladamente, agachando la cabeza y arrimándola a la de Jimmy. Josh se sentó a mi lado y me acarició. ¡Pobre Josh! Temía estarlo vinculando en algo horrible, que escapara a mi control y que debería afrontar sola. Robert era tremendamente celoso, y si se enteraba de esto… Nos mataría a Josh y a mí. A mí, por lo menos, seguro.

-¡Soy una madre horrible!-grité, fuera de mí.

-No es cierto, Emily, no lo eres.-dijo Josh, intentando sosegarme, con un tono amigable y cariñoso- Que tu marido sea un mal padre no implica que tú también lo seas. Cualquier niño desearía tener una madre como tú.

Levanté la cabeza suavemente para alcanzar sus ojos y lo miré. Mi mirada era seguramente más infantil que la de Thomas, pero es que en aquel momento necesitaba que alguien me alentase. Verdaderamente, su comentario me tranquilizó mucho más de lo que creía que podía hacerlo y dejé de llorar.

-¿Tú crees?-le pregunté en un hilo de voz.

-¿Y tú lo dudas?-contraatacó.

Miré a Jimmy. Él también estaba empapado, pero gracias a Dios no estaba herido. Lo acaricié. Tenía sueño. Lo sabía, son cosas que sabemos las madres. Me detuve un momento a pensar en que, si nos íbamos de allí, tarde o temprano Robert nos daría alcance, además, que no teníamos ni dinero ni ropa limpia, así que no tendríamos dónde pasar la noche. Volví a mirar a Josh y le dije, a punto de volver a romper a llorar:

-Josh, te ruego por lo que más quieras que dejes que Jimmy y yo nos quedemos aquí una temporada. ¡No te daremos ningún problema!-me apresuré en asegurar- Y yo te haré la comida, la colada, limpiaré la casa… ¡Todo lo que me pidas! ¡Absolutamente todo! Además, si quieres, Jimmy y yo dormiremos en el sofá, sin hacer ruido. ¡Pero, por el amor de Dios! ¡Déjanos quedarnos!

Temí que la respuesta de Josh fuese una rotunda negativa, pero en vez de eso, sonrió levemente y me respondió:

-No vais a dormir en ningún sofá, que vais a dormir en mi cama hasta que yo compre otra. Y no hace falta que hagas nada de eso. Os quedaréis, hagas lo que hagas y pase lo que pase.

Yo, en un arrebato de euforia, dejé apresuradamente a Jimmy en el sofá y me eché en los brazos de Josh. Allí lloré, lloré como una idiota; pero no de tristeza, sino de alegría y agradecimiento. Me sentía segura ahora que iba a vivir con Josh. Sentía como si ahora nadie me pudiese hacer daño, por mucho que lo intentase, y por mucho que lo desease.
Me di una ducha y bañé a Jimmy, para limpiarnos del lodo de las calles. Después, envolví a Jimmy en una mantita y lo acosté. Yo me quedé un rato charlando con Josh mientras se me secaba el pelo, pues Josh no tenía secador. Y allí en el salón, sosteniendo la toalla de ducha, que era lo único que cubría mi cuerpo mojado, sentados en el sofá, hablamos horas y horas. No recuerdo muy bien sobre qué, pero no volvimos a tocar el tema de John. Josh no quería volver a verme llorar, eso seguro. Luego, él me prestó la parte de arriba de uno de sus pijamas, ¡me quedaba grandísimo! Nos reímos un buen cacho viendo como mi cuerpo frágil y esquelético estaba cubierto por una tela enorme y gruesa. Nos dimos dos besos y me fui para la cama. En cuanto entré en la habitación sentía como mi corazón golpeaba muy fuerte contra mis manos. Entonces me di cuenta. Josh sería el que sustituiría a Robert, sí. Estaba completamente enamorada, más de lo que lo había estado nunca. Pero si Robert se llegara a enterar… No quiero pensar en lo que me habría hecho. Intenté alejarme de mi padre y me topé con alguien peor, con alguien que daría a su hijo, al fruto de su amor, al portador de sus genes, a gente que desconoce para ganar cuatro duros. ¿Es ese el precio que tendría que pagar?

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo III- Nos engañaron a las dos


Me río yo de los sensibleros romantico-nes de mierda que les da por decir que casarse es lo mejor que le puede pasar a una mujer. Ja, ja, ja. Mi boda, esta boda, fue la peor del mundo.

Se celebró el 13 de mayo. Yo me vestí en casa, ayudada por mi madre. El vestido era de un blanco inmaculado que cegaba. Dicen que sólo las mujeres vírgenes pueden casarse de blanco; yo me había saltado la regla, así que me sentía bastante extraña. Aún así, era innegable que el vestido era bonito, ¡como para no serlo, con lo que había costado! Era muy amplio, para disimular la barriga. Estaba ya de cuatro meses. Las mangas eran también grandes, y caían. Tenía una cinta atada al cuello de color lila, a juego con las que traía consigo el vestido debajo del pecho y en los codos. Llevaba el pelo recogido en un recatado moño, dejando que dos mechones negros cayesen, como cascadas, por mis hombros. Y a lo alto de todo, cubriéndome algo los ojos, estaba el velo, transparente y largo, muy muy largo. Había ido a la peluquería las 6 de la mañana. Allí me habían peinado y me habían maquillado, los ojos de negro con la sombra en lila y los labios de rojo. Parecía la princesa de un cuento de hadas con final aciago.

Mi madre y yo llegamos a la Iglesia bastante tarde. Habíamos ido desde casa de mis padres hasta allí corriendo. Nunca me había imaginado que correr vestida de novia fuese tan incómodo, y que además llamase tanto la atención. La gente de la calle me miraba con ojos asesinos como pensando: “¿Qué hace esta loca así disfrazada?” En la puerta de la Iglesia me esperaba la madre de Robert, mi madrina, Diana. Ella siempre me había odiado, desde que Robert le dijo que estaba embarazada de él, más o menos. Siempre pensó que yo era una puta y que su hijo era un santo. Si supiese…

-Se supone que la novia llega tarde, pero no tanto.-refunfuñó.

-Lo siento, Diana, fue culpa mía.-dijo mi madre.

-Pues hay que mirar más el reloj.-y añadió, mirándome a mí- A ver, niña, arréglate un poco y entra rápido, que mi hijo está de los nervios.

Así lo hice. Me coloqué un poco el moño y el velo. Acto seguido, arrimé el ramo de dientes de león al pecho y me dispuse a entrar en aquella iglesia gótica enorme y majestuosa.

Mi entrada causó expectación. Las viejas y cotillas amigas de Diana me miraban con recelo y cuchicheaban a mis espaldas. Los demás asistentes me miraban extrañados, preguntándose dónde había estado y qué había hecho hasta que entré. Sólo percibí una cara amiga, una mirada limpia y tierna. Una sola. ¡Y cuánto bien me hizo! Robert estaba en el altar con mi padre, lanzándome miradas acusadoras. Intenté esquivarlas y me situé a su lado. Dio comienzo la misa.

En las películas que había visto, las bodas duraban poquísimo tiempo. Entonces me di cuenta de la paciencia que tiene que tener una para soportar tal sermón. Era interminable. Hasta que, al final, pronunció esas frases que había esperado toda la misa en oír:

-Robert Piadget, ¿quieres a Emily Gray como legítima esposa en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

-Sí, quiero.

-Y tú, Emily Gray, ¿quieres a Robert Piadget como legítimo esposo en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

-S…Sí, quiero.

Titubeé. Verdaderamente titubeé. En aquel momento sentía como si estuviesen firmando mi sentencia de muerte, o peor, como si me hubiesen condenado a cadena perpetua.

-El que no esté de acuerdo con esta unión, que hable ahora o que calle para siempre.

Se hizo un silencio absoluto. Todos los asistentes (miento, casi todos) se miraban unos a los otros para ver quién se atrevía a impedir nuestro matrimonio. Desgraciadamente, nadie tuvo el valor de hacerlo.

-Entonces, por el poder que Dios me ha concedido, os declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Robert, puedes besar a la novia.

Así lo hizo. Me cogió con la cintura y me besó. Pero aquel había sido el beso más frío, falso y desganado que me había dado nunca. Me di cuenta de que mi vida estaba cambiando a velocidad de vértigo: ayer era una niña inocente, feliz y despreocupada y al día siguiente me había convertido en la “señora de Piadget”. Esa cruel realidad me llenaba de amargura.

Después de la sesión de fotos, salimos de la Iglesia y toda la comitiva se dirigió corriendo como alma que lleva el diablo en sus respectivos coches al restaurante. No estaba lejos. El menú había salido bastante barato y no era mal lugar. La comida tenía una pinta deliciosa, pero yo apenas probé bocado. Cuando estábamos tomando el segundo plato me levanté disimuladamente.

-¿A dónde vas?-preguntó Robert con recelo.

-A tomar el aire.

Me dirigí al jardín de atrás y me puse a fumar un pitillo que le había birlado a Robert sin que se diese cuenta. No debía estar fumando, estando embarazada, pero el cuerpo me lo pedía. En ese momento llegó allí alguien. Antes de que le diese tiempo a hacer o decir nada, percibí su presencia y me di la vuelta sobresaltada. Para mi alivio, era Terry, mi Terry. Fue compañero mío de clase, y amigo. ¡Cuánto tuve que agradecerle en mi vida! Pero bueno, eso ya se verá.

-¿Estás bien, Emily?-dijo, con su voz grave y dulce.

-Sí.

Se acercó a mí y me miró a los ojos.

-Dime la verdad, fue de penalti, ¿no?

Gran habilidad de Terry: adivinar siempre lo que me pasaba, por muy oculto que lo tuviese. A veces pensaba que era suerte, pero el pobre no es que fuese muy afortunado. Su padre era un puto borracho, y su madre había muerto cuando tenía 14 años. No tenían dinero para apenas nada, por lo que, evidentemente, él tampoco pudo ir a la universidad y se escapó de casa. En aquel entonces trabajaba como empleado en una gasolinera. Trabajo mal pagado y mal agradecido, pero le daba para comer y para el alquiler. Habían circulado sobre él rumores de que trapicheaba con droga, pero sospecho que no eran para nada ciertos. Yo lo quería como si fuese un hermano, y lo mejor de todo es que ese cariño era mutuo.

-Sí.-logré contestar, en mi asombro.

-¿Niño o niña?-preguntó, acariciando mi vientre suavemente, y con más ternura que Robert, cuando lo hacía, sobre todo, para quedar bien.

-Todavía no lo sé, sólo estoy de 4 meses. Lo que sí sé es que son dos. Gemelitos.

-Espero que hagan muy feliz, a pesar de su origen.

Sonreí. Después de días, semanas, ¡meses! Sonreí. Le sonreí a Terry. A mi Terry. ¿Quién sino él me diría algo así? ¿A quién sino a él podría sonreírle con tanta sinceridad?

El resto de la boda transcurrió sin novedad. Yo intenté dar la falsa imagen de novia feliz e ilusionada, simplemente para mantener satisfechos a los comensales. A la única a la que no pude engañar fue a mi madre. Ella siempre sabía lo que me pasaba. Siempre. Por mucho que fingiera.

Pronto llegó la noche. Todos los invitados se fueron, casi en manada. Los últimos fueron mis padres, mis hermanos y mis suegros. Antes de irse, se quedaron a hablar un poco con nosotros. Diana, como si fuese una leona atacando a su presa, me enganchó a mí.

-¡No sabes qué joya te llevas, niña!-me dijo, orgullosa- ¡Mi Robert es un auténtico cielo! ¡Ya verás, ya!

Yo le daba la razón en todo, como se hace con los locos. Sí, sí, sí, ¿no se callará nunca?... Mientras me hablaba de lo cuco que era su hijo de pequeño, de lo bien que comía y de lo bueno que fue siempre, yo desviaba la mirada hacia mi madre, que estaba al lado de mi padre, que hablaba abiertamente con Robert y su padre, mientras mis hermanas jugaban con Thomas. ¡Pobre mamá! ¡Sometida durante toda su vida a un marido así! ¿Realmente se lo merecía? Me fijé en ella. Estaba preciosa. Llevaba un traje de chaqueta y vestido lila, como mi vestido, y una camisa blanca inmaculada, cubriéndole el pecho, que todo era piel y costillas, la verdad, de lo delgada que estaba. Tenía un mechón del pelo cubriéndole un ojo. No era la primera vez que se hacía ese peinado. Siempre que tenía un ojo morado, se peinaba así. Deduje que papá y ella habían discutido recientemente. Y lo que más me dolía era que seguramente había sido por mi culpa.

-Bueno,-oí decir a mi padre- nosotros nos vamos que estamos muy cansados, ¿verdad, cariño?

Mamá asintió con resignación. Mi padre tenía la fea costumbre de hablar en plural, como si supiese lo que sentía y quería mi madre en todo momento. Su actitud me repugnaba. Les di dos besos a Diana y a su marido. Mi padre no quiso repetir el ritual, simplemente me miró con desprecio; sabía lo que pensaba de la boda. Yo le devolví la mirada, sin albergar temor dentro de mí. Ahora ya no le pertenecía. Mamá también me dio dos besos, pero yo la abrazaba fuertemente. Acerqué mis labios a su oído y le susurré, sin que nadie se percatase.

-Nos engañaron a las dos, mamá.

Ella se mordió los labios para no echar a llorar. Aún así, una lágrima se asomó al borde de sus largas pestañas temblorosas. Yo también hice esfuerzos para no llorar, pero no sucumbí. Nos separó papá, con su habitual nerviosismo, y metió a mamá en el coche, aunque no muy bruscamente, para no quedar mal delante de Robert y sus padres. Observé con tristeza como el coche blanco de mis padres se alejaba del restaurante, como una paloma, aunque todavía era capaz de vislumbrar a mi hermano pequeño, en el asiento de atrás, diciéndome adiós con la mano.

La noche de bodas la pasamos en un hotel de 4 estrellas, para variar. Diana, que era una mujer de dinero, lo había dispuesto todo. Champagne, velas, pétalos de rosa sobre la cama… Una verdadera mariconada, pero no me atrevía a decirlo. Aunque creo que Robert había pensado lo mismo que yo. Nos sentamos en la cama, uno a cada lado, dándonos la espalda. No nos habíamos hablado en todo el día, pero Robert rompió el silencio:

-Que, ¿te encuentras bien?

-¿Acaso tengo que encontrarme mal? Vamos a ser padres. Yo estoy muy contenta. No sé tú.

-Yo también estoy muy contento, más de lo que piensas.

-Me alegro por ti.

Noté enseguida que mi reacción le había parecido mal. Me abrazó por detrás y me besó en el cuello.

-¿Quieres…?-me preguntó.

-No. ¿Y si les hacemos daño?-interrumpí.

-El médico dijo que podíamos.

-El médico no tiene ni puta idea de lo que siento aquí dentro. Además, estoy muy cansada. Deberíamos dormir.

¡Qué excusa más vieja! Aún así, Robert la respectó. Me comportaba con él con una frialdad, como de anestesia, increíble. Nunca le había hablado con tanta dureza. Nunca. De mis labios siempre habían salido palabras tiernas hacia él. Pero todo cambió después de que me dijeran que estaba embarazada. Sí. En aquel momento les echaba la culpa a mis bebés, pero después, mucho después, no los cambiaba por nada, ni siquiera por todo el oro del mundo. Tardé en quedarme dormida. Toda la noche fue una pesadilla angustiosa y horrible, que todavía se ve clara en mi mente: Mi vientre estaba sangrando, sangraba aparatosamente, empapando mi camisón blanco. Alguien, un ente, una persona, se los llevaba, delante de mis ojos. Y ellos lloraban. Y yo lloraba. Quería ir a por ellos, pero sentía un dolor insoportable, que no me dejaba moverme. “¡¡Suéltalos!! ¡Mis bebés! ¡¡¡Suéltalos!!!” gritaba. Pero no había manera, se los llevaba. Yo lloraba, y me ahogaba con mis propias lágrimas. No podía respirar, pero seguía gritando y gritando hasta que el sonido de mi voz se iba apagando lentamente.

¿Quién iba a pensar que los sueños pudiesen llegar a decir tantas cosas?