lunes, 24 de agosto de 2009

El Lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XV- Puñaditos de gusanos


La espera hasta el jueves me parecía interminable. Los días pasaban lentamente, y yo, enfrascada en mi actitud pesimista, pensaba: “un día menos”. No podía evitar pensar en la horrible idea de que podría acostarme por la noche en la cama y no volver a despertar, por consiguiente, evitaba dormir. Tenía algo de sueño, pero podía resistir perfectamente las noches en vela fumando pitillo tras pitillo. Ni siquiera por el día estaba cansada, simplemente sentía como una congoja, que parecía sofocarse al ocultarla tras el humo de un cigarrillo. Un día, Terry decidió hacerme entrar en razón. La verdad es que si él no lo hacía, no lo haría nadie, y mucho menos yo, con lo terca que soy. La verdad es que creo que escogió el día idóneo, el día en que mi congénita cabezonería había bajado la guardia. Llegó a la cocina, donde estaba yo fumando, como el que no quiere la cosa y cogió la botella de agua del frigorífico. Yo lo miré, con la cabeza gacha; quizás pensé que así pasaría un poco desapercibida. Se sirvió el agua en un vaso y se sentó enfrente de mí, para poder mirarme a los ojos. Levanté un poco la cabeza, pero sin aventurarme a dejar entrever las horribles ojeras que acunaban mis ojos. Antes de que pudiese reprocharme nada, yo me apresuré a decirle:

-Sé lo que vienes a decirme. Que no puedo estar así. Lo sé y he estado pensando.

Me tomé una pausa. Él me escuchaba atentamente.

-Hay millones de gente que está pasando por la misma situación que yo.-proseguí.- O una situación aún peor. No quiero hacerme la víctima, no busco eso en absoluto. Quiero seguir llevando una vida normal.

-Y la vas a llevar.-dijo Terry, finalmente.- Contarás con todo mi apoyo, y lo sabes.

Sonreí.

-Pero quiero hacer todo lo que esté en mi mano para curarme lo antes posible. A partir de ahora mismo, dejo el tabaco.-en cuanto pronuncié esa frase, apagué el que iba a ser mi último cigarrillo en el cenicero.- Y voy a levantarme todos los días a las 6 de la mañana para ir a correr.

Terry se quedó extrañado. Lo del tabaco seguro que le chocó, pues ni yo misma me imaginaba diciendo esa frase. Pero lo del ejercicio también le impactó; él sabía que yo era más de actividades creativas como la escritura y, sobre todo, la pintura. Adoraba pintar, solía hacerlo a carboncillo, pero hacía años que no hacía ni un simple boceto a pesar de que, desde siempre, mi sueño había sido ser pintora.

-¿Ir a correr?-preguntó.

-Digo yo, para aumentar la capacidad respiratoria y… ya sabes… todas aquellas cosas que decía el profesor de gimnasia. Puede venirme bien.

-Yo a ese hombre prefiero olvidarlo.

Y con razón. El profesor de gimnasia que teníamos, el señor Patterson, era un malnacido. No es la primera vez que Terry sufrió una crisis en su clase, y por su culpa. La verdad es que yo no era demasiado mala en gimnasia, pero no era demasiado comprensivo cuando se trataba con gente con limitaciones como un asma. Y, desgraciadamente para Terry, cuya asma no era tan manejable como el de otra gente. Su padre se negaba a llevarlo al médico y, cuando tenían que ingresarlo, intentaba sacarlo del hospital lo antes posible. Decía que era gastar el dinero. Terry siempre quedó marcado por su padre, limitado por él cuando era menor de edad, y limitado por sus actos cuando pudo independizarse.

-Lo intentaré, al menos.-añadí, cambiando de tema.

-Lo conseguirás, estoy seguro.

Pronto se hizo de día. Terry estuvo toda la noche a mi lado en la cocina, hablando. Sólo el hecho de escuchar su voz, me tranquilizaba. Cuando estaba a su lado, ni siquiera me acordaba de fumar; estaba ante una droga más potente que el alcohol, el tabaco, la coca o el caballo, mucho más. Y no todavía ni me había dado cuenta.

Pasó la semana volando. Yo comencé con mis carreritas matinales, la primera de las cuales fue horriblemente agotadora, tanto que no veía la hora de llegar a casa, y me llené los brazos de parches de nicotina. No era la misma sensación, y la echaba de menos, cada día más.

Recuerdo con exactitud aquel jueves. El día estaba nublado, aún así, no llovía, pero el ambiente estaba cargado. Cogí el coche y me dirigí al hospital, una hora antes de la cita. Aparqué cerca de la entrada. En cuanto cerré la puerta, me quedé contemplando atentamente mi reflejo. Había adelgazado bastante, a base de no comer durante toda la semana. Tenía ojeras y en mis mejillas, que en otro tiempo habían sido rosaditas y hermosas, se entreveían unas enfermizas líneas, producto de la delgadez. No comía por el mero hecho de no tener hambre, no por querer mantenerme más delgada, ni nada por el estilo. El por qué de esa repentina inapetencia me traía de cabeza. Y apuesto que a Terry también.

Me dirigí a la sala de espera. No le pregunté a la recepcionista, no tenía ganas de hablar, simplemente me limité a seguir los cartelitos. Allí había un silencio sepulcral, solo interrumpido por el ruido que producían mis tacones al andar. Había mucha gente esperando, mayormente mujeres, de las cuales casi ninguna conservaba su pelo natural, por lo que miraban con envidia mi longuísima y lustrosa melena negra. Al no haber sillas libres tuve que esperar de pie, apoyada en una pared. Estaba bastante ansiosa, y me atrevería a decir que un poco intimidada, ya que no me quitaban ojo de encima. De repente, y sin más previo aviso, la puerta de la sala de radioterapia se abrió. Todos dirigimos nuestras miradas hacia allí. Entonces salió una mujer, vestida de negro, que se fue apresurada de allí. Era como si necesitase huir, escapar, respirar aire puro. Los ojos se me clavaron inevitablemente en ella. Vi que tenía una melena larga rizada, de color negro, pero no llegué a verle la cara. De repente, escuché la voz de una señora. La recepcionista me llamaba para entrar yo en aquel lugar.

Era una sala amplia, pero se empequeñecía por causa de aquella máquina enorme que se alzaba delante de mí, como un monstruo, provocándome un pavor semejante. El primer día era simplemente para evaluar cuál era la posición correcta que tenía que adoptar, dónde debían aplicarme la radiación, y esas cosas. Una enfermera, al terminar de deliberar sobre estos asuntos, me marcó en el pecho con tinta. En una parte determinada del pecho, hacia la derecha. Me advirtió que, cuando me duchase o me asease, limpiase esa zona con cuidado de que no se borrase la marca. En cuanto salí de la sala, no paraba de mirármela. De mirarla y de palparla con mucho cuidado, pudiendo sentir en el acto, mi corazón golpeando salvajemente contra mi mano. Salí por la parte del aparcamiento. Allí, un puñado de enfermeros y médicos fumaban sus pitillitos a escondidas. Yo me allegué a una esquina, me apoyé en una verja que separaba el parking de la carretera, y saqué un cigarro del bolso. Antes de llevármelo a los labios para poder fumarlo, lo miré con detenimiento. Esa había sido mi perdición. Si aquel día, cuando tenía 17 años, no le hubiese aceptado a Rosalyn, mi compañera de clase, aquel pitillo, mis pulmones estarían completamente sanos, no sufriría, no haría sufrir a Terry, no gastaría dinero en un costosísimo tratamiento… Y, a pesar de todo eso, estaba sosteniendo un cigarro en mis manos, a punto de encenderlo y de tirar por la borda todos mis esfuerzos de dejar de fumar. ¿Estaba dispuesta a consentirlo? Lo arrojé al suelo con furia y, acto seguido, me llevé las manos a la cabeza, mientras caía de rodillas en el suelo.

-Pero, ¿qué estoy haciendo?-murmuré.

Estaba nerviosa, llena de rabia, impotente, y con una adicción increíble. Ni yo misma comprendía lo que me estaba pasando por la cabeza. De repente, escucho una voz cerca de mí. Una voz femenina.

-Chica, ¿te encuentras bien?

Levanto la vista, con los ojos llenos de lágrimas y con el rímel desparramado por mis mejillas. Era una mujer, efectivamente, aparentemente de treinta y pocos. Tenía el pelo largo, negro y ondulado. Su piel era pálida, casi como un cadáver. Sus dedos eran finos, y estaban coronados por unas larguísimas uñas rojas. Era poseedora de unas piernas quilométricas, que se dejaban entrever, ya que el abrigo que llevaba sólo le cubría hasta las rodillas. Y sus ojos eran color miel, casi amarillentos. Su mirada felina reflejaba una ternura y una comprensión inimaginables desde el momento en el que la miré, y en sus labios rosados, dotados de perfección, se dibujó una cálida sonrisa. Me tendió la mano, y yo me aferré a ella sin más, sin pararme a pensar que no la conocía de nada, y que podría hacerme daño. No, en ella no sé por qué confié. En cuanto me hube levantado, ella me miró a los ojos fijamente, y me dijo, con una voz muy dulce y serena:

-Tú también lo tienes, ¿no?

-¿Yo también tengo el qué?-pregunté, extrañada.

-Cáncer. Tú también lo tienes.

Me quedé callada un instante, intentando averiguar cómo lo había adivinado.

-C… ¿Cómo lo…?-titubeé.

-Te vi en la sala de espera de radioterapia.

Entonces me di cuenta de quién se trataba: ella era la mujer que había salido apresuradamente de la sala, antes de que me llamasen a mí. En un acto prácticamente involuntario, agarré el abrigo que llevaba y me tapé la marca de tinta del pecho, pues llevaba un poco de escote y se me veía. No quería que se me viera. Ella se percató en seguida.

-¿Puedo preguntarte de qué lo tienes?-me preguntó aquella mujer, un poco intimidada por mi posible negativa.

Aunque esa negativa no llegó a producirse.

-De pulmón.-respondí, mirándola con timidez.- Cáncer de pulmón. ¿Y tú?

-De mama.

Levanté la cabeza bruscamente, casi como si me arreasen un puñetazo. Intercambiamos las miradas. ¿Existía alguna compenetración entre nosotras? ¿Había alguna posibilidad de que el destino dispusiera nuestro encuentro, guiándose por esa fatídica coincidencia?

-Los dos…-dije- lo suficientemente cerca del corazón como para…

-Yo también lo he pensado.-interrumpió.- ¡Es tan agradable imaginarse un puñadito de gusanos en cada ojo!-esto lo dijo con una graciosa ironía- Justo por eso evito hacerme preguntas. Ya se las haré a ellos. Tendré toda la eternidad para hacerlo.

No sé muy bien por qué, quizás porque ella me contagió aquel aparente buen humor, a pesar de su enfermedad, me eché a reír.

-¡Puñaditos de gusanos!-exclamé, entre carcajadas.

-¿A ti también te va el humor negro?

La miré. Asentí. La verdad es que sí, me gusta el humor negro. La risa es la única manera de ahuyentar a la muerte, o por lo menos, temerla poco. Entonces, ella interrumpió mis carcajadas, diciendo:

-¡Lo siento! Yo preguntándote todo eso sin ni siquiera presentarme.-entonces, extendió su brazo hacia mí, mientras decía:- Me llamo Sharon.

Yo repetí el ritual, hasta poder llegar a agarrar su mano. Estaba tibia, en cambio las mías estaban congeladas.

-Yo me llamo Emily.-respondí.

-Emily…-repitió Sharon.- Me encanta ese nombre.

Sonreí. Entonces, como si de empatía se tratase, las dos nos sentamos en el suelo, a la vez, mano a mano. Era como si supiésemos lo que la otra quería hacer. Tras un breve instante de silencio, le pregunté:

-¿Se lo has contado a alguien?

-¿Lo del cáncer?

-Sí.

-A mi novio, David. Es mi única familia, tenía que hacerlo.

La verdad es que esperaba otra respuesta. Una respuesta más parecida a mi situación, aunque, en cierto modo, lo era.

-¿Y tú?-preguntó.

-Yo… Yo sólo se lo conté a… al padre de mi hija; un muy buen amigo mío.

-¿Tienes hijos?-noté que le brillaban los ojos.

-Sí. Tengo una hija de 5 años, que es mía propia, quiero decir, biológica, y un hijo adoptado, de 18 años.

-¡Qué envidia!-exclamó.

-¿Envidia? Creo que todo esto es más difícil de sobrellevar así, mirando sus caritas inocentes… Sus ojitos… que te ven llorar sin saber qué te está pasando…

-Un hijo-dijo Sharon, que parecía que ni me había escuchado.- es… es sangre de tu sangre. Es alguien a quién querer… alguien que te quiere… Es algo muy bello, a mi parecer.

Hablaba con emoción en la voz, a pesar de que, a su vez, temblaba y contenía las lágrimas. Me privé de preguntarle más sobre ese asunto, aunque me reconcomía la curiosidad. Ella metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó una cajita. Pensé que iba a enseñarme algo, así que la miré con curiosidad. Era plateada, con el dibujo de unas flores. La abrió y de su interior sacó papel de fumar y algo que aparentemente era tabaco. Con eso, hizo un cigarro a toda velocidad, demostrando una habilidad increíble.

-¿Tienes fuego?-me preguntó.

Le encendí el pitillo con un mechero que tenía a mano. En cuanto lo hube hecho, Sharon aspiró con fuerza el humo y luego lo exhaló todavía más fuerte. Necesitaba un alivio, calmarse. Sé lo que es eso. Inocentemente, y al ver que el humo olía bastante extraño, le dije:

-Oye, ¿de qué marca es?

-¿De qué marca es el qué?
-El tabaco que te estás fumando.

Sharon soltó una estruendosa carcajada.

-¿Tabaco?-respondió- Querida, esto es maría.

Al oír esa palabra, me turbé. No tenía ni idea de que ella fuese una drogadicta, pues su aspecto jovial y amable no la delataba, aunque quizás era que yo estaba cayendo en los tópicos de siempre.

-Oye, no te asustes.-dijo Sharon- No quiero que pienses que soy una yonky. Simplemente, lo necesito. La quimioterapia hace que pierda el apetito. Esto es lo único que me hace comer, ¿entiendes?

En cuanto oí aquella última frase, sentí como si mi corazón saltase. ¿Comer? ¿Un porro podría devolverme el hambre? No lo pensé demasiado. Estaba desesperada, hice lo primero que se me pasó por la cabeza. Me acerqué a ella un poco más y le pregunté, en voz baja:

-¿Me das un poco?

Creo que le sorprendió mi reacción.

-Claro. Si quieres…

Dicho esto me lo dio. Antes de que arrimase mis labios al porro, me advirtió:

-Aunque, la verdad, no te recomiendo que lo fumes, teniendo cáncer de pulmón.

Le agradezco que me lo dijese, eso demostraba que estaba, en cierto modo, preocupada por mí. Aún así, no le hice caso, por lo que le respondí:

-A la mierda el cáncer y la puta madre que lo parió. Llevo días sin comer.

Dicho esto, inspiré muy fuerte, hasta el punto de dolerme el pecho, aquel humo de sabor parecido a la hierbabuena. Lo solté lentamente, saboreándolo, sintiendo como se expandía por mis pulmones. Debería sentirme culpable después de hacerlo, pero la verdad es que me produjo una enorme satisfacción. Sharon había estado examinándome, seguramente apoyándose en lo que dije de que llevaba sin comer mucho tiempo.

-¿Por qué no comes?-preguntó.- ¿Tienes anorexia…o algo?

Seguramente lo decía por lo delgada, enfermiza y débil que estaba. Me apresuré en responderle:

-¡No! No soy anoréxica, lo que pasa es que… no tengo hambre. Debe ser el tratamiento.

-Te entiendo.

Entonces fue ella la que le dio una calada al porro.

-Y…-dijo Sharon.- ¿Cómo es tu novio?

-¿Qué novio?

-El que me dijiste que era el padre de tu niña. ¿No es tu novio?

-¿Terry? No, no lo es.-al decir esto, me reí nerviosa.- Es un amigo íntimo mío… Es una historia muy larga y muy absurda, cualquier día te la cuento.

-Yo estoy aquí todos los días en cuanto salgo de radio, por ahí de las cinco, cinco y algo.

Después de decirme eso, recordó su pregunta anterior, e insistió en ella con todavía más ahínco:

-Pero, cuéntame, ¿cómo es…-dudó un momento en el nombre.- Terry?

-Bueno… él… es más o menos tan alto como yo… aunque quizás un poco más. Ojos marrones, pelo castaño, con rastas, perilla… Hazte una idea.

-Tiene pinta de ser guapo.-respondió, con algo de picardía.

-Y tu novio, ¿cómo es?

-David.-suspiró Sharon.- David es… es lo mejor que pudo pasarme nunca. Tiene unos ojazos… Y un cuerpo…

Dicho esto, sacó del bolsillo de la chaqueta una cartera negra con una calavera bordada. De su interior, sacó una foto de carnet. Me la enseñó.

-Este es David.-añadió, mientras me la daba.

La foto era de un hombre joven, aproximadamente de la edad de Sharon. Tenía los ojos grises, como yo, pero todavía más claros. El pelo era castaño, alborotado, como un rebelde sin causa, o un chico malo. Tenía algo de barba, pero no demasiada. Era guapísimo, ciertamente. Por un momento, sentí verdadera envidia de ella, aunque no era de extrañar que una mujer tan hermosa tuviese a su lado a un hombre así.

-¿A que es divino?-me preguntó, orgullosa, y algo sonrojada.

-Lo es. ¿En qué trabaja?

Sharon se quedó un momento en blanco, ni siquiera la escuchaba respirar. La miré extrañada. Algo le había pasado. Aquella pregunta había desencadenado algo en su interior.

-David y yo trabajamos en un bar.-respondió, al fin.- Yo soy camarera, y él… él atiende en la barra.

-Yo trabajo de operadora en una compañía de seguros.-dije.- Y Terry es mecánico, está a punto de abrir su propio taller.-entonces, recapacité.- Bueno, suyo y de un amigo: Charlie.

Sharon sonrió. Estaba pálida. La noté turbada desde que le hablé del empleo de David. Volvió a ofrecerme porro, y yo no le hice ascos. De repente, después de tomar aquella segunda calada, mis tripas comenzaron a rugir. Me palpé la barriga.

-¡Coño!-exclamó ella.- Te ha hecho efecto prontísimo.

-¿Hambre?-pregunté, tímidamente.

-Eso parece.-al decir esto, ella también posó una mano sobre mi vientre. Efectivamente, eran las tripas.- ¿Quieres venirte al bar a tomar algo? Invito yo.

Asentí. Pensé que quizás me llevaría a su bar, pero no. Fuimos a una cafetería que estaba cerca del hospital. Deduje que Sharon sería asidua del local, por la naturalidad con la que trataba al camarero cuando le dijo:

-Johnny, mira, me traes un café irlandés con un bollito de chocolate y… ¿Tú qué quieres, Emily?

-Pues… Un cubalibre y… otro bollito de chocolate.

En cuanto el camarero, que era un hombre de veintitantos, se dirigió a la barra, Sharon me dijo, sonriendo:

-¿Bollito con un cubata?

-¿Qué le quieres, hija? Tengo antojo.

La verdad es que sí, era una combinación bastante extraña, pero me moría por algo de alcohol con el que mojarme los labios. Sharon, poco después de decir esto, optó por quitarse el abrigo. Llevaba puesto un vestido de licra negro. La marca de tinta que le había puesto la enfermera en el pecho, como me había hecho a mí, a penas se veía, a pesar de tener el vestido un escote enorme. Tenía un cuerpo precioso, envidiable. Nunca había visto nada igual. Nos pasamos un buen rato hablando. Debo reconocer que el bollito me sentó genial, además de que estaba de muerte. Pronto oscureció. Cuando me di cuenta, eran las 7 y media y tenía que ir a recoger a Amy de la casa de mi tía. Me despedí de Sharon, muy a mi pesar, pues era una persona estupenda y muy interesante. Cuando me alejaba con el coche y la veía por el espejo retrovisor, tenía ganas de dar la vuelta e ir a tomar algo juntas. Tendría que esperar hasta mañana.

A las 10 de la noche llegó Terry a casa. Era más tarde que de costumbre, por lo que me extrañé. No pude evitar preguntarle, en cuanto llegó:

-¿Dónde estabas? Me tenías preocupada.

-Estaba con Charlie, arreglando unos asuntos de trabajo.
-¿No podíais hacerlo mañana?

Terry enmudeció un instante. Seguramente estaba buscando la manera de terminar con mis reproches y endulzar mi corazón. Por eso, me plantó un beso en la mejilla y me dijo:

-La próxima vez te llamaré. Lo siento.

Me ruboricé un poco. Aún así, intenté disimular y añadí:

-Esperemos que te acuerdes.

-Descuida.

Colgó el abrigo en el perchero. Estaba cansado, lo noté desde el momento en el que entró por la puerta. No hacía más que suspirar. Me acerqué a él por detrás y apoyé una mano en su espalda.

-¿Quieres cenar algo?-le pregunté.

-¿Eh?... No, la verdad es que no tengo hambre.

Él se percató enseguida de mi preocupación, por lo que optó por cambiar de tema con rapidez.

-¿Qué tal en radio?

-Bien. Todos han sido muy amables conmigo. Aunque hoy ha sido día de prueba, por así decirlo. Mañana empezará lo duro.

-¿Quieres que te acompañe?-dijo Terry, para mi sorpresa, mirándome a los ojos.

-N…No, no hace falta. Ya he encontrado con quién estar allí.

Ardía en deseos por contarle lo de Sharon.

-¿Sí? ¿Quién es? ¿Alguien que yo conozca?

-Lo dudo mucho. Se llama Sharon. Es camarera. Una mujer muy agradable.

-Haces amigos prontísimo en todos los lados.

-Ya ves.

Sonreí.

-Y, ¿has conseguido comer algo?

Lo noté algo intranquilo al formular aquella pregunta. Seguramente temía que mi respuesta fuese un no.
-Pues sí.-respondí, alegre.

Giró la cara para mirarme. Estaba completamente anonadado, creo que si le hubiese pegado un puñetazo no lo habría sorprendido más.

-¿En serio? ¿Y ese milagro, reina?

La parte de la droga debía habérmela saltado. Debí inventarme una excusa, no debí decírselo. Pero en aquel momento sólo el hecho de haber comido después de tantos días era para mí increíble, por muy alto que fuese el precio que tuviese que pagar.

-Si quieres que te diga la verdad,-dije- es que me…en fin… tomé un par de caladas de un porro. Y fue mano de santo.

Esta vez, su semblante cambió radicalmente. La agradable sorpresa inicial dio lugar a un desconcierto embargado por la preocupación.

-¿Qué?-preguntó, como con incredulidad.

-Ya sé que suena poco ético, pero si funciona…

Estaba comenzando a arrepentirme de habérselo contado.

-¡Joder, Emily! ¿Y ahora qué?

-Bueno, bueno, que sólo han sido dos caladas.

Ahora hablaba con dureza en la voz:

-Se empieza con un par de caladas y se acaba uno viciando.

-Sé controlarme, Terry.

-Lo mismo dijiste mil veces del tabaco, y ya ves. Hasta que no caíste enferma, no te diste cuenta. ¿Qué pasa? ¿Para ver el suelo tienes que caerte de morros?

-¿Pero tú qué coño sabrás sobre esto?

-Sé más de lo que piensas. Si no quieres hacerme caso, es cosa tuya.

Ambos nos estábamos irritando. Creo recordar que mencioné que Terry cuando se cabreaba, se cabreaba, y ahí está la prueba. A mí casi me saltaban las lágrimas de la rabia.

-¡Cómo te gusta exagerar!-grité.- ¡Coño, Terry, no soy una cría! ¡No tienes por qué estar pegado a mi puto culo todo el rato!

-¡Después vienes llorando con no se qué de un tratamiento, y soy yo el que tiene que acarrear con los gastos!

Eso ya me pudo. Esa frase atravesó mi pecho como un dardo envenenado. No podía creer que el Terry que me había abrazado y había secado mis lágrimas sentado al borde de la cama aquel fatídico día en el que me dijeron que tenía cáncer era el mismo que me lo estaba reprochando.

-Mira, cancela el tratamiento si quieres, o haz lo que te salga de la punta del nabo. No te necesito.

Comenzaban a caerme las lágrimas. A pesar de tener el privilegio de decir la última palabra, me invadió una impotencia y una falta de cariño desorbitadas. Me fui de allí, antes de que pudiese decirme nada. Ni una palabra de disculpa, ni una palabra de reproche. No quería ni siquiera oír su voz. Me encerré en el baño y me eché a llorar. Terry y yo nunca habíamos tenido una discusión tan fuerte, nunca. Siempre nos habíamos entendido a la perfección, y ahora, por una chorrada así… Cuánto maldije a Sharon en ese momento, a pesar de que ella lo había hecho con buena intención. Cuánto maldije también a Terry, el hecho de haberme acostado aquel día con él, el hecho de tener a Amy juntos. Cuánto me maldije a mí, por no haber detenido la pelea antes de que estalláramos, por haber fumado aquello como una inocente, desconociendo todos los peligros que albergaba. Comencé a sentirme algo mal. Tuve miedo de que fuese a darme una bajada de tensión, pues soy hipotensa, como mi madre. Me puse de rodillas mirando al váter y vomité. En cuanto pude levantarme, me miré al espejo. Tenía los ojos rojos y la cara preocupantemente pálida. Los nervios podían conmigo. Mi temperamento, nuestro temperamento, había hecho que dijésemos cosas que no pensábamos. De repente, golpean la puerta con suavidad. Escucho una voz:

-Emily, ¿estás ahí?

Mi corazón comenzó a palpitar. Era Terry. La verdad es que no sabía si contestarle. Quería arreglar el asunto, pero verme cara a cara con él me producía un brutal nerviosismo. Miré hacia la puerta. Me dirigí hacia ella, sin darme tiempo a pensar si era lo que realmente quería, y la abrí. Allí estaba Terry, efectivamente. Se quedó horrorizado cuando me vio. Intenté aparentar indiferencia ante su presencia, pero ansiaba con todas mis fuerzas echarme a llorar en sus brazos.

-Emily,-dijo él, titubeando.- lo… lo siento. Me he dejado llevar. Ya…ya sabes cómo me pongo a veces…

-No pasa nada.-logré decir, con voz débil.

-Lo que dije estaba fuera de lugar.-prosiguió.-Estoy feliz de haberte pagado el tratamiento, y no me arrepentiré nunca de haberlo hecho.

Intenté reprimir las lágrimas, pero no fui capaz. Me tapé la cara con las manos y él me envolvió en sus brazos. Volví a sentirme segura, volví a sentirme feliz tenerme acostado con él y orgullosa por haber tenido a nuestra hijita. Terry estaba perdonado, y él lo sabía. Yo también supe que estaba perdonada. Levanté un poco la cabeza:

-No volveré a hacerlo. Fui una insensata.

Él me miró sin decir nada. Vi ternura en sus ojos. Volví a acurrucarme en su pecho esperando tranquilizarme. Sobraban las palabras.

jueves, 20 de agosto de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas. Capítulo XIV- ¿Cuánto cuesta una vida?


Los primeros añitos de vida de Amy, al contrario de los de los gemelos, fueron como un paseo. Lo peor fue alguna que otra visita al hospital por lo del asma y tal. La mayoría de esas veces me asolaban los pensamientos negativos de que iba a perderla. Una vez recuerdo que habían tenido que ingresarla en el hospital, cuando tenía 6 o 7 meses, como medida preventiva, pues sufrió de insuficiencia respiratoria. Todo ese tiempo pensé que me daba algo. El día en el que la ingresaron, le monté un escándalo a Terry en casa, repitiéndole una y otra vez: “¡Que se me muere! ¡Que se me muere!” Pero todo se quedaba en un susto.

Por las noches, cuando la pequeña lloraba, ya no tenía que ir yo, por muy cansada o mal en general que estuviese, a atenderla siempre. Muchas veces, Terry me susurraba al oído: “Ya voy yo”, aunque algunas veces ni siquiera me enteraba si lloraba o no de lo agotada que estaba.

Él era un padre excelente. Para qué engañarse, era prácticamente perfecto. Aunque a veces era demasiado modesto o demasiado introvertido, y a veces callaba demasiadas cosas; y como lo calentaras demasiado en una discusión, se ponía como una hiena. Todos tenemos defectos, eso es cierto, pero aún así era inimitable. Cuando estaba con él me sentía alguien; no como con Robert, que hacía que me sintiese como una mierda, o como con Josh, que él era tan inteligente y tan tal que a veces hacía que me apocase. No, Terry era un igual. Siempre había sido mi mejor amigo, siempre me había comprendido y escuchado mejor que nadie. Aunque a veces me preguntaba si lo que realmente sentía por Terry era algo mucho más intuitivo, salvaje e indomable que una simple amistad.

Adrien cumplió los 18 y se marchó a la universidad, como yo siempre deseé. La despedida fue muy emotiva. Todos llorábamos como fuentes, sobre todo yo, que perdía a mi pequeño. La verdad es que aquel mozo no tenía nada que ver con aquel niñito que lloraba en una esquina en el patio del orfanato.

Todos aquellos años transcurrieron sin incidentes. Pero como era de esperar, a las épocas de felicidad le siguen las épocas de depresión y tristeza. Y esta vez no iba a ser menos. Pero ahora me había metido en una espiral de amargura y sufrimiento de la que no iba a volver a salir. Nunca más.

Todo comenzó un día cualquiera. Por la mañana estaba profundamente dormida boca abajo en la cama. Terry había ido ya a trabajar y entonces tendría que levantarme yo para hacer lo mismo que él y dejar a la niña, que ya había cumplido los 5 años, en el cole. Pero se me olvidó. Permanecí tumbada, soñando con los angelitos, a pesar de que el sol que se entreveía por las mirillas de las persianas me arañaba la cara. De repente, noto una mano pequeñita en mi espalda. Y una voz. “Mamá, mamá. Despierta”. Era Amy, la reconocí enseguida. Seguramente pensando que era sábado, enderecé un poco el cuerpo, busqué su cara con una mano y, en cuanto la hube encontrado, la acerqué a mí y le besé muy fuerte en la mejilla. Acto seguido, volví a caer en la cama dormida mientras murmuraba:

-Déjame dormir un ratito más, mi amor. ¿Sí?

-¡Pero mamá!-gritó Amy mientras me seguía moviendo de un lado para otro- ¡Voy a llegar tarde!

¿Llegar tarde? ¿A dónde? Entonces fue cuando hice cuentas: lunes, martes, miércoles… ¡Estábamos a jueves, no a sábado! Error tonto que se suele cometer cuando el cansancio le gana la batalla a la coherencia, el deber y al almanaque. Eché las sábanas para atrás apresurada mientras chillaba:

-¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Amy se asustó un poco, pero es que mi comportamiento era normal en aquella situación. Mientras iba hacia el armario, le dije:

-¡Cariño, vístete ya!

Ella así lo hizo. Se fue corriendo a su habitación. Cuando volvió ya tenía puesto su camisita y su vestidito rojo por encima. En cuanto me hube vestido, la peiné, le hice una coleta anudada con un lacito a un lado de la cabeza y bajamos las escaleras a toda velocidad.

-Pero mamá, ¿no desayunamos?-dijo, jadeante, agarrándome de una mano y sujetando de otra la mochila, que la tenía en la espalda.

-No, ya comerás más después.

En cuanto nos hubimos metido en el coche, arranqué y no dudé ni un segundo en pisar el acelerador a fondo. Pensaba en la bronca que me iba a caer del gilipollas del jefe, tal y como era. Tenía miedo de que me recortase el sueldo, o me despidiese. En cuanto llegamos al colegio, me giré hacia Amy. Le vi el rostro encendido y caliente como el fuego, y tenía la respiración agitada y forzosa, que la escuchaba yo desde el asiento del conductor, estando ella atrás. Malditas prisas, me había olvidado de que Amy era asmática y había puesto en peligro su delicada salud. Me sentí como la peor madre del mundo. Me desabroché el cinturón de seguridad del coche y me giré completamente para poder acariciarle la mejilla.

-Cielo, ¿estás bien?-pregunté, dominada por la preocupación.

Amy asintió. Aún así, le ardía la cara, lo noté enseguida. Pero lo que más me inquietaba era su respiración, cada vez más fuerte. Vi que sufría.

-Coge el ventolín de la mochila.-le ordené.

Ella así lo hizo. Sacó de un bolsillo exterior de la mochila el pequeño inhalador azul. Se lo arrebaté de las manos, presa del pánico, y lo agité. Le quité la tapa y eché una dosis al aire para comprobar si funcionaba. Acto seguido se lo acerqué.

-A ver, echa el aire.

Amy echó todo el aire en un golpe seco. Entonces le metí el inhalador en la boca.

-Respira fuerte.

Me obedeció. Comenzó a coger aire lenta pero fuertemente, dándome tiempo de subministrarle la dosis. Hecho esto, se lo quité.

-Aguanta un nadita sin respirar, cielo.

Ella asintió. Parecía tener mejor color, aunque le costaba mantener el aire. En cuanto pasaron unos segundos y el medicamento se hubo asentado en su cuerpo, le dije:

-Respira normal. Estás mejor ahora, ¿a que sí?

-Sí.

-Vamos a hacerlo otra vez, ¿vale?

Repetimos el procedimiento, aunque esta vez mi angustia era mucho menor, al ver que comenzaba a reponerse. En cuanto le vi ya buena cara, le dije:

-Ya tienes mejor cara. Anda, vete a clase. Y si te preguntan por qué llegas tarde, diles que fue por culpa de mami que se quedó dormida.

Amy se rió. Agarró su mochilita rosa y se la puso a la espalda.

-Dame un besito antes de irte.

Aceptó mi petición con una sonrisa y me besó en la mejilla. Adoraba cuando me besaba. ¡Eran unos besitos tan delicados y dulces! Se lo devolví plantándole un beso con mucha ternura en la frente. Ella era mi felicidad, todo por lo que yo vivía. Es mi única hija y la guardo dentro de mí como a un tesoro.

En cuanto salió del coche, todavía me dijo adiós con la mano un par de veces antes de meterse en aquel amplio y maravilloso colegio. En el momento en el que la perdí de vista, cogí un pitillo del bolso. No me gustaba fumar delante de ella. Lo encendí y arranqué para el trabajo.

Cuando llegué, me cayó una bronca de parte del jefe, eso no se puede negar, aunque no presté mucha atención. Luego me senté en mi silla, enfrente de mi humilde ordenador y de mi mesa de mercadillo. Y toda la mañana con la misma rutina: “Seguros “Happy House”, al habla Emily Gray. ¿Qué desea?”. Era prácticamente automático. Aunque en cuanto podía, me escabullía para fumar un cigarro fuera o encerrada en el baño. Quizás era ansiedad provocada por la monotonía, no sé, pero la verdad es que sí que fumaba muchísimo. Era apagar un pitillo y vender mi alma al Diablo por otro.

A las 14:30 salí de la oficina. Menos mal que no tenía más guardias aquel mes. Cogí el coche y salí disparada para el colegio. La pobre Amy me estaría esperando a la puerta, como de costumbre. Era en mayo, así que podía esperar allí por mí sin acabar mojada de pies a cabeza y con un resfriado que duraba días, semanas o incluso meses si le pillaba muy fuerte. Entró en el coche y comenzó a hablarme de qué había dicho en el colegio. La escuché con atención, aunque hoy por hoy no recuerdo qué me decía exactamente. Algo de unos dibujos que habían hecho sobre animales o no sé qué. En cuanto llegamos a casa se empreñó en enseñármelos. Subió las escaleras con rapidez, mientras gritaba:

-¡Vamos mamá! ¡Te los enseño en la habitación! ¡Sube!

Las tres o cuatro primeras escaleras las subí sin ningún tipo de problema, pero después comencé a sentirme cansada. Sí, cansada en aquellas escaleras que subía todos los días desde que habíamos comprado la casa. Aunque hacía al menos una semana o más en la que me encontraba un poco decaída, pero no tanto como aquel día. A la mitad de las escaleras parecía notar como si mi corazón intentase escapar por la boca. Entorné la cabeza hacia arriba. El recorrido parecía infinito. La escalera parecía no terminar nunca y perderse ante mis ojos salpicados por el sudor. El esfuerzo que hacía por respirar era tan grande que hacía que me doliese. Al final, y sin llegar a creérmelo de todo, conseguí llegar al piso de arriba, sofocada, tosiendo y a punto de desfallecer. Amy salió de la habitación y se acercó a mí.

-Mamá, ¿estás bien?-preguntó, un poco asustada.

-C…Claro, cielo.-respondí como pude.- No te preocupes… Vete a la… A tu habitación, que yo voy ahora.

Aunque la que me había preocupado era yo. Nunca me había pasado nada semejante. Realmente yo siempre había subido esas escaleras con agilidad, me preguntaba qué estaba pasando. Qué estaba pasando dentro de mí.

Aproximadamente a las 8 y media llegó Terry del trabajo. Yo estaba haciendo la cena. No es que estuviese muy acostumbrada a cenar, pero no iba a dejar que Amy se muriese de hambre. En cuanto entró, se dirigió a la sala de estar, donde nuestra hija estaba viendo los dibujos animados. Todos los días a las 8, no fallaba. Al cabo de un rato, más largo de lo que esperaba, Terry vino a la cocina. Se acercó a mí y me besó muy suavemente detrás de una oreja. El cuchillo que estaba utilizando para cortar las zanahorias me resbaló de las manos tal si fuese un pez. Me giré y le eché las manos al cuello.

-¡Hola, Emily!-dijo.

-¡Hola, Terry! Hoy vienes un poco más pronto que de costumbre.

-Me dejaron salir antes, eso es todo.

Cruzamos por un instante las miradas. Sonreí, aunque no conseguí sacarle a él ni la más mínima sonrisa. Me di cuenta de que estaba preocupado por algo.

-¿Qué te pasa?-le pregunté.

Le costó lo suyo decidirse a decírmelo, pero tragó saliva y se armó de valor:

-Amy me contó que te encontrabas mal por la mañana. ¿Es cierto eso?

Solté una carcajada nerviosa.

-¡Estos niños! Solo es que estaba un poco fatigada. Tampoco es para montar un drama de eso, ¿no?

-Quizás deberías ir al médico.

Lo solté. Me puse nerviosa.

-¿Al médico? ¡¿Al médico?! ¡No digas chorradas, Terry, joder!

-¿Por qué no? ¿Qué es lo que te da tanto miedo?

Miedo. Me daba miedo que me encontrasen algo. Me daba miedo que tuviesen que ingresarme o algo peor. Me daba miedo simplemente que de verdad estuviese enferma.

-¡Esto se me pasa! ¡Tampoco me voy a morir!-chillé.

-Tampoco te vas a morir porque te miren. Es que no sé, Emily…

Noté que estaba realmente preocupado. Simplemente para tranquilizarle y terminar la discusión, me acerqué a él y le dije, más calmada:

-Está bien, iré. Pero ¿a cuál voy?

-Vete a mi neumóloga. No es la más agradable del mundo, pero es lo suficientemente eficiente como para decirte qué te pasa.

-¿Está lejos?

-No, si quieres te acompaño…

-¡No!-dije, esta vez, nerviosa de nuevo- No hace falta. Co… Con que me apuntes la dirección en un papel, me sobra.

Me miró extrañado. Aún así, lo hizo sin contradecirme. Se lo agradecí. En el papel que me daba figuraba el número de teléfono de la consulta y la dirección. El precio por consulta no era excesivamente caro. Nos lo podíamos costear. En cuanto pude llamé para confirmar la cita. Según aquella mujer con voz de pito, el lunes a las 11:30 tenía que ir. Fue lo más parecido que sentí que había hecho a firmar mi sentencia de muerte.

Llegó el lunes como si fuese una mosca revoloteando hacia un montón de mierda. Me levanté de la cama, abrumada por el despertador, como si fuese una marioneta. Sin fuerzas, sin ánimo, sin voluntad. Aunque a veces me pasaba. Me dirigí a la consulta en coche, sin desayunar. Terry había llevado a Amy al cole, pues había cogido vacaciones. Aquel día yo había pedido permiso en la oficina, pues iba a faltar toda la mañana, y seguramente toda la tarde.

La consulta estaba en un hospital. Palidecí al entrar allí. Se respiraba la tristeza, la desesperanza, la enfermedad en cada persona coja, que tosía o que simplemente sollozaba sentada en un sillón o se paseaba nerviosa por el pasillo. Bajé la cabeza y me limité a seguir los carteles que me indicaban a dónde tenía que ir.

En la sala de espera había un montón de viejos que se me quedaron mirando, pensando que quizás me quedaban dos telediarios. Me senté en medio de ellos, intentando que no me afectasen sus miradas acusadoras. Cogí una revista y me entretuve un poco, pero sin dejar de pensar que en cualquier momento una enfermera saldría de la consulta y diría:

-Emily Gray.

Cuando lo oí, mi corazón pareció dar un salto. Era la primera vez que iba a una consulta de ese tipo, por lo que no sabía qué iban a hacerme y con qué me iba a encontrar. Intenté calmarme mientras colocaba la revista sobre el montón de la mesa donde la cogí. Luego, como si de un cordero que va hacia el matadero se tratase, me dirigí hacia el interior de la clínica, procurando respirar hondo y no caer desmayada, de los nervios.

La doctora era una mujer pelirroja, con muchas pecas sobre la nariz. Tenía los ojos pequeños y verdes. La enfermera que me acompañaba, me dejó allí, sin darme ni los buenos días, y le dijo:

-Ya está aquí la señora Gray.

Acto seguido, cerró la puerta bruscamente. A pesar del estruendoso portazo, la doctora no dejó de mirar atentamente a su ordenador. Me estaba ignorando por completo. No supe qué hacer, así que me limité a esperar en la puerta, mirando hacia abajo y esforzándome en seguir respirando hondo.

-Siéntese.-dijo, sin más previo aviso y sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.

En cuanto me senté, me miró al fin. Sus ojos parecían escáneres que me observaban de arriba abajo, intentando buscar alguna tara en mi aspecto.

-¿Qué le pasa exactamente?-me preguntó.

“Si lo supiese, no estaría aquí”, pensé. Pero en vez de eso, e intentando expresar cortesía, le respondí:

-Pues que me encuentro un poco fatigada y con tos. Pero seguro que no es nada.

-Eso ya lo veremos.-musitó, no sé si en buen o en mal plan, mientras se volvía a girar cara el ordenador.-Ahora le haré unas preguntas para incluirlas en su ficha médica. Responda sinceramente, ¿entendido?
-Si, entendido.

-A ver… ¿Es usted fumadora?

Realmente odio que me hagan esa pregunta.

-Sí.

-¿Cuántas cajetillas consume al día?

-No sé, no las ando contando. Pero creo que entre una y dos.

-¿Tiene algún familiar con problemas pulmonares?

-No, que yo sepa.

-¿Ha sido sometida a alguna intervención quirúrgica?

-¡No!-no sé por qué me alteré tanto al oír aquella pregunta.- ¡Cielos, no!

-¿Ha sufrido algún episodio parecido a lo largo de su vida?

-No, no recuerdo ninguno. Igual, igual a este, no.

-¿Es una tos persistente…?

-Sí, creo. Dura un rato, unos minutos.

Vi que la doctora separaba las manos del teclado.

-Ahora, si hace el favor de quitar la camisa. Voy a auscultarla.

-S…Sí.-contesté.

Mientras la doctora se colocaba el fonendoscopio, yo dejé el abrigo y el bolso en la silla que estaba al lado de mi asiento y me desabroché la camisa como ella me había mandado. Me levanté y me fui a su lado. Me colocó aquel aparato, frío como la mano de la Muerte, en la espalda. Noté como los pelos de los brazos se me erizaban.

-Respira por la boca, fuerte.-ordenó.

Lo hice. Respiré creo que lo más fuerte que pude, tanto que a veces me parecía sentir que me temblaban las manos.

-Ahora tosa.-dijo.

-¿Qué tosa?-pregunté, girándome para mirarla.

-Pues sí. Haga un esfuerzo y tosa.

Así lo hice. Me salió una tos cavernosa y profunda. Era sin duda la misma de todos los días, pero no me había dado cuenta de lo realmente mal que sonaba. De repente, y sin más previo aviso, la doctora apartó bruscamente el fonendoscopio de mi espalda, sin ni siquiera decirme que dejase de toser como una boba. De repente, se plantó enfrente de mí sin que me diese cuenta, como si fuese un fantasma, y me dijo:

-Aparte las manos, que tengo que escucharle el corazón.

Lo decía porque tenía las manos cruzadas en el pecho para paliar el dolor que me había producido toser. Las quité de allí y dejé que volviese a ponerme aquella cosa horriblemente fría en contacto con mi piel.

-Respire hondo.-me ordenó otra vez.

Suspiré. Acto seguido, lo hice. La verdad es que estaba incómoda y cansada de estar allí encerrada. Tenía ganas de que me soltase lo jodida que estaba y que me dejase salir de aquel deprimente hospital de una vez para poder aspirar aire fresco. Observé a la neumóloga mientras repetía lo que me había mandado. Era difícil leer su expresión, pero parecía algo preocupada. Comencé a angustiarme. No había nada más desagradable que aquel silencio. En cuanto al fin hubo acabado y sentí que mi piel volvía a recuperar calor, ella se sentó en su silla y volvió a teclear en el ordenador.

-Vístase y siéntese.-dijo, con aquella frialdad que parecía caracterizarla.

Me puse la camisa, con todas las ganas de estar cubierta otra vez, y me senté en la silla. En el momento en el que lo hice, sentí que un cúmulo de nervios me paralizaba desde la barriga hasta el cuello, haciendo que mi cerebro solamente prestase atención a lo que la doctora iba a decirme.

-Señora Gray, seré franca con usted.-ahora hablaba mirándome a los ojos- No me gusta nada la tos que tiene, ¿me explico? Por lo tanto me gustaría que en un momento que tenga usted libre fuese en un momento a radiología para hacerse una radiografía de tórax y cuando tenga la próxima consulta se haga una espirometría. También agradecería hacerle una broncoscopia, por si acaso. Tendría que abonar algo más de dinero, pero no creo que le suponga ningún problema.-me pareció notar sarcasmo en sus palabras.

-No, no lo supone.

-Pues vuelva a pasarse por la consulta el día 14, ¿de acuerdo?

-De acuerdo.

Salí de la consulta lo más rápido que me dieron las piernas intentando no dar la sensación de estar huyendo. Tenía ganas de apartarme de aquel ambiente tan jodidamente depresivo y volver a mi casa, con mi niña, con Terry y olvidarme de todo. Mientras iba caminando por la calle, dirigiéndome a mi coche, me puse a pensar. ¿Broncoscopia? ¿Espirometría? ¿Qué era eso? ¿Qué iba a meterme en el cuerpo aquella bruja? Por mucho que intentaba no pensar en ello, no era capaz. Esos pensamientos rondaban en mi mente, hambrientos de mis sesos. Me di cuenta, gracias a una pequeña valla publicitaria que había en la calle y que tenía un reloj digital, de que eran las 3 de la tarde, es decir, me había comido toda la mañana encerrada en aquel deprimente hospital. Aún así, pensaba que iba a tardar mucho más. Si me iba ahora a casa me daría tiempo de comer algo calentito y no precocinado. Mientras conducía y hacía esfuerzos por centrarme en la carretera, las palabras de la doctora resonaban en mi cabeza como si fuesen las campanas de una Iglesia tocando para un funeral: “Seré franca con usted, no me gusta esa tos que tiene…” ¿Por qué no le gustaba? ¿Qué tenía de extraño? ¿Cómo sonaba? ¿Qué estaba yendo mal dentro de mí? Es increíble que, a pesar de haber vivido con ese cuerpo 29 años, no sabía responder a ninguna de esas preguntas. Llegué a casa.


En cuanto me di cuenta, estaba enfrente de la puerta, abriéndola todo lo rápido que podían mis manos. Entré en la cocina, y allí estaban Amy y Terry comiendo. Pescado con patatas, lo vi perfectamente, aunque se podía adivinar por la carita de asco que ponía Amy.

-¡Emily!-dijo Terry, mientras se levantaba de la mesa- ¿Ya has llegado?

-Sí.-respondí, un poco decaída.

-¿Todo bien?-me dijo, un poco más bajo para que Amy no lo oyese.

-Sí, lo que pasa es que me tengo que hacer unas pruebas.

-¿Qué pruebas?

-Una radiografía, una broncoscopia y una espiro…no sé qué.

-Espirometría.

-¡Sí! ¡Eso!

Había notado a Terry preocupado en cuanto le dije que me iban a hacer unas pruebas. En cuanto supo de cuáles se trataba, quedó más aliviado.

-Eso no es nada, Emily. No tienes de qué preocuparte. Una radiografía no hace ningún daño y la espirometría… ¡Le has visto a Amy hacer 50.000! Es simplemente soplar.

-¿Y la broncoscopia qué?

Terry se quedó callado un instante. No sabía qué decirme para tranquilizarme en aquel aspecto. Al ver que tardaba en contestar, me preocupé.

-Seguro que no es nada. Esas pruebas suelen ser gilipolleces.

No añadí nada más. Él había intentado tranquilizarme, pero yo comenzaba a imaginarme más y más aparatos dentro de mí y me asustaba. Cené algo. No demasiado, pues no tenía el cuerpo para comer, y nos fuimos a la cama. Pasado mañana iría a hacerme la radiografía, por lo que al día siguiente pediría cita. Mientras Terry dormía, me incorporé en la cama y puse el portátil encima de mis piernas, intentando no moverme demasiado como para despertarle. Lo encendí. Miré en Internet todo lo que pude sobre la broncoscopia. Me horrorizaba que llegasen a meterme un tubo por la boca y me lo deslizasen hasta llegar a lo más hondo de mis pulmones. En cuanto vi aquellas fotografías, comencé a palidecer. Realmente me haría falta mucho valor para enfrentarme a todo aquello, y mucho más para enfrentarme a lo que estaba por venir.

El día que fui a hacerme la radiografía tampoco acudí al trabajo. Evidentemente mi jefe me iba a matar, pero yo en lo único que pensaba era en hacer todas las pruebas de una vez y despreocuparme. No tenía ni idea de cuán preocupante era mi situación.

Llegué al hospital con ganas de nada. Le entregué a la recepcionista el volante firmado por la doctora y la pasta. Acto seguido, me senté en la sala de espera, como un autómata, esperando a que me llamaran, como un preso espera que lo ejecuten. Miré a mi alrededor. Estaba completamente rodeada de enfermos, lo cual hacía que me sintiese mucho más agobiada y nerviosa. A mi lado había una mesa, con unas cuantas revistas encima. Cogí una al azar, la única que no hablaba de salud, de médicos ni de enfermedades. No me importaba en absoluto cuál era la locura que la lunática de Britney Spears había hecho esta vez, pero por lo menos dejaba de pensar en mi inminente futuro. La leí sin prestarle demasiada atención, es más, a decir verdad solamente me digné a mirar las fotos. Todas prácticamente iguales y agrupadas en dos tipos: los que posan y a los que pillan por sorpresa, y vaya diferencia hay de unas a otras. Cada poco levantaba la vista y miraba el reloj que estaba colgado en la pared, casi enfrente de mí. Por un lado deseaba que mi nombre nunca fuese pronunciado por aquella gente, pero por otro quería acabar con todo aquello de una vez por todas y poder salir a fumar un cigarro. En cuanto la desesperación se apoderó de mí, comencé a leer en serio la revista para calmarme: “Recientemente Angelina Jolie ha declarado que no está embarazada, como varias fuentes han afirmado al ver que la actriz presentaba una barriguita prominente y…”. De repente, mientras procuraba no morirme de asco al leer aquellas estupideces, escucho una voz, que parece venir del inframundo:

-Veroniek Stephens, Shonna Brown, Gabriel Parker, Emily Gray.

Al oír mi nombre, levanté la cabeza bruscamente. Vi como dos mujeres, una de color bastante mayor y una rubia de unos 40 o 59 años, y un chico con la pierna escayolada se dirigían hacia un hombre joven, que llevaba una bata blanca y que los miraba como si fuese a juzgarlos por un crimen, o a castigarlos por sus pecados. Entonces, me di cuenta de que yo también tendría que verme las caras con esa especie de Demonio terrenal. Dejé la revista encima del asiento y me levanté silenciosamente, con la intención de no llamar la atención. Pero aquel hombre, en lugar de mirarme como a los otros, no pudo evitar posar su mirada como si fuesen un par de moscas en mis pechos y erguir una ceja en el acto. En cuanto me planté delante de él, salimos de la sala de espera.

A lo largo del pasillo había varias puertas blancas. El señor mandó meter en una a la señora, en la siguiente a la otra señora, y en la siguiente al chico. En cuanto se metieron, les dijo algo, a cada uno por separado, y cerraron las puertas. A mi me ordenó abrir la puerta contigua a la del chico. Era un cubículo minúsculo en el que sólo había un espejo, un perchero en la pared y una banqueta. Enfrente de la puerta de entrada, había otra puerta más. El joven, que en una placa que había en su bata ponía: “Enfermero Johnson”, estaba revisando unos papeles, al igual que había hecho durante todo nuestro paseo por el pasillo. Entonces, mirándome con picardía, dijo:

-Desvístase de cintura para arriba y espere a que le llame. No cruce la otra puerta hasta que se lo pida, ¿de acuerdo?

-Sí.

En ese momento cerró la puerta, dejándome a mí allí, al borde de la claustrofobia. En aquella habitación fría, sólo iluminada por una enervante y casi cegadora luz blanca. Me desabroché la camisa lentamente, mientras me miraba inevitablemente al espejo, como tenía por costumbre. En cuanto me encontré desnuda, me cubrí con uno de los batines que dan en los hospitales, el cual estaba colgado en la percha. Volví a mirarme al espejo. No me sentía cómoda. Sentía como si mi cuerpo y todo lo que en había pudiese ser descubierto. La verdad es que es un sentimiento extraño, pero me infundía tal debilidad que sentía como si fuese una muñeca de trapo.

Después de esperar un rato, por la otra puerta se asomó el enfermero diciéndome que ya podía pasar a hacerme las radiografías. Lo hice. Traspasé aquella puerta y me encontré, como me temía, con él y conmigo solos.

Aquella sala estaba prácticamente vacía. Entre otras cosas estaban la camilla y una pantalla pegada a la pared para hacer las placas. Comencé a ponerme algo nerviosa.

-Apoye el pecho en la pantalla de la pared.-me ordenó el enfermero.

Así lo hice. Me mandó también levantar los brazos, seguramente para que no saliesen en la radiografía. En cuanto lo hice, se refugió en una cámara de cristal en la que había un panel, el cual toqueteaba mientras me decía, casi gritando:

-¡Contenga la respiración!

Obedecí. Observé como una especie de haz de luz blanca se deslizaba por la pantalla, rozando mis pechos. Cuando hubo pasado, volvimos a repetirlo un par de veces más y luego se acercó a mí descaradamente, diciendo:

-Y… Dime, bonita… ¿A qué has venido a este hospital?

A lo que yo contesté, mirándolo con verdadero desprecio:

-¿Y a usted qué coño le importa?

¡Habrase visto! Acto seguido, me largué a la habitación en la que había estado inicialmente y me vestí. Al haberlo hecho, me apresuré en coger el coche y marcharme a casa. El resto del día me lo pasé haciendo las tareas de la casa, y por la noche no pude ni pegar ojo: al día siguiente tenía que ir a hacerme la broncoscopia.

Pronto se hizo de día, aunque la noche fue lo suficientemente larga como para poder pensar, y recordar aquellas horribles fotos que había visto en Google, aquellas personas a las que les metían tubos por la boca, como iban a hacerme a mí, para coger una muestra de tejido de sus pulmones. Cuando me hube levantado de la cama eran las 5 de la mañana. Terry seguía profundamente dormido.

Lo peor de todo es no podía comer nada; me habían dicho que había que ir en ayunas, porque podían darte arcadas y tal, por lo que ni una tila pude tomar. Fumé durante horas. Me llené los pulmones de humo, poco antes de que me los examinasen. Era y siempre fui una insensata.

A las 7 fui a la parada a coger el autobús. No pude llevar el coche, pues los calmantes que iban a administrarme eran demasiado potentes como para poder concentrarme en la conducción. En el autobús también le fui dando vueltas a la cabeza, pensando en la prueba, sobre todo en el dolor. El hecho de si iba o no a dolerme me traía de cabeza. Sabía que iban a drogarme, para paliar el dolor, pero no estaba completamente segura de su efectividad. Una de las fases del nerviosismo es, ciertamente, la paranoia.

Después de estar un rato en la sala de espera, me llamaron. Entonces sí que comencé a inquietarme. Antes de comenzar, me sentaron en la camilla donde iban a examinarme y me introdujeron tres o cuatro calmantes distintos por vía intravenosa. Esperamos pacientemente a que hiciesen efecto. En cuanto comencé a notar que tenía la garganta dormida y, por consiguiente, tragar era una tarea ardua, me di cuenta de que era el momento idóneo de comenzar. Me tumbé en la camilla, ayudada por una enfermera, que era la que me había pinchado hacía apenas unos minutos. Otra sanitaria que estaba con ella, me colocó una mascarilla y me conectó a una máquina, que controlaba el ritmo de mi corazón. Debían vigilarlo por si algo salía mal. Una de ellas sacó el broncoscopio de marras y lo aproximó a mi boca. A aquella boca que rebosaba de saliva a causa de las drogas que no me dejaban tragar. La ansiedad se apoderó de mí. Cerré los ojos fuertemente. No quería ver cómo me metían aquel tubo enorme con aspecto de anaconda por la garganta. Nada más metérmelo en la boca, sentí como volvía a sacarlo. Abrí los ojos.

-Tranquilícese.-dijo la enfermera.- Respire hondo, así será mucho más fácil practicarle la prueba.

Me di cuenta de que estaba, ciertamente, respirando demasiado rápido, a causa de la inquietud. Giré suavemente la cabeza sin que pudiesen percibirlo. Según reflejaba aquella máquina, mi corazón latía acelerado. Parecía que ninguna droga que me diesen pudiese calmarlo. Efectivamente, no me dieron ninguna droga, si no que esperaron un rato hasta que notaron que me iba serenando.

-Ahora procure estar tranquila y no moverse. ¿De acuerdo?-dijo una de ellas.

Asentí. Entonces, dio comienzo, y ahora sin interrupciones, la prueba. Estuvieron alrededor de 15 minutos hurgando en mi interior con aquel aparato, hasta que, por fin, se dignaron a retirarlo de mi tráquea y dejarme marchar. Mientras me libraba de todos los aparatos a los que estaba conectada, una enfermera me hablaba:

-Ahora no debe conducir ni realizar ninguna actividad que requiera reflejos y suma atención, pues el efecto de la anestesia y los calmantes durarán unas horas. Durante uno o dos días, no más, escupirá o toserá sangre, pero es algo normal. También puede experimentar algo de fiebre, convulsiones y depresión respiratoria. Si advierte otro tipo de síntomas o esos que le he nombrado se prolongan demasiado, venga al hospital inmediatamente.

-Vale, vale.-respondí.

La verdad es que la mitad de las cosas no se las escuché. Me parecía una de estas pibas que salen en los anuncios y se poner a hablar durante varios minutos de cosas que seguramente sólo ellas entienden. Cogí el primer autobús que pude pillar, después de haber comido una sopa en un bar que estaba cerca de la estación, y me fui a casa.

Serían alrededor de las 3 cuando llegué. Me había hecho esperar muchísimo en la sala de espera, como siempre, de ahí la demora. Llevaba un pañuelo de papel en las manos. Efectivamente, durante todo el viaje en autobús había estado escupiendo cantidades bastante considerables de sangre, pero lo más desconcertante es que todavía no me dolía.

Abrí la puerta. Intenté no hacer ruido, pues sabía que Amy estaba arriba durmiendo; después de comer le obligábamos a que se durmiese una siestecita. Oí un ruido que provenía de la cocina. Agua. Terry estaba fregando los platos. Me acerqué a él por detrás y apoyé la barbilla en su hombro. Giró la cabeza sin estar demasiado sobresaltado. Sabía que era yo.

-Hola-dijo, suavemente-¿qué tal te ha ido en la prueba?

-Bien. He conseguido soportarla.-respondí, sin separar la cabeza de él.

-Te lo dije. ¿Ves como no confías en mí?

-Claro que confío, Terry. Dime una sola vez que no me haya dejado guiar por ti.

Sonrió. Sabía que eso nunca había sucedido, que yo siempre había seguido sus consejos. Siempre había sido como un hermano para mí, por lo que era casi profano que en ese momento estuviese apoyada en su hombro, proyectando mi aliento sobre su mejilla, la cual dejaba entrever una sonrisa limpia y perfecta. Y aquella mirada, aquellos ojos… parecían querer envolverme con su cálido influjo, invitándome también a sonreír. Optó por cambiar de tema:

-Por cierto,-dijo- hoy he hablado con Charlie. Hemos encontrado un solar bastante bueno para el negocio, tirado de precio.

Se le veía contento, y no era para menos. Terry y Charlie, un amigo suyo, estaban trabajando para montar su propio taller. Él había soñado con eso creo que desde pequeño, por lo menos desde que yo lo conocí. Seguro que le parecía mentira que se estuviese cumpliendo a una velocidad de vértigo.

-El día que abramos, nos vamos a tomar algo a mi cuenta.-prosiguió Terry.

-¿Con Charlie?-pregunté.

-Sin Charlie. Tú y yo nos bastamos.

Lo miré a los ojos. Sonaba tentador revivir las noches locas que pasábamos antes. Después de tener a Amy, nuestras salidas eran algo más moderaditas, pero todavía en el mismo local. Eso sí, bebiendo menos y, por lo menos yo, fumando más. Entonces, me acordé de Amy.

-¿Y la nena, que?

-Al mediodía, al mediodía. Pero por la noche no la vamos a llevar.

-Ahí me has pillado.

Me separé de él mientras se reía. Si seguía allí de pie un segundo más, se me destrozarían los pies.

-¿A dónde vas?-preguntó, quizás con miedo de haber dicho algo que no me gustara.

Aunque todo lo que había dicho me había sonado a gloria.

-A cambiarme. Odio esta ropa, odio estos zapatos, y cuanto antes me los quite, mejor.

Subí las escaleras, escuchando a Terry reírse y volver a abrir el agua para seguir fregando. Verlo feliz me alegraba el día.

Pronto llegó el día 14, el día en el que me tendría que hacer la espirometría y, acto seguido, oír el diagnóstico de la doctora, fuera cual fuese. Me levanté pronto, me tomé una ducha, desayuné una tacita de café con un par de galletas, cogí el coche y me fui. Recuerdo como si fuese ayer, que Terry, antes de irme, me besó en la frente.

-¿Vendrás para comer?-me preguntó.

-No creo. Pude que llame a Faith para tomar una café por la tarde, con lo cual…

No terminé la frase. No hacía falta. Sabía que no iba a volver a casa hasta la noche. Entonces fue cuando me besó. La verdad es que no me lo esperaba, por lo que me sonrojé. Acto seguido nos miramos. Noté que estaba algo preocupado.

-Espero que te vaya bien.-dijo.

-Tranquilo,-respondí- llevo el amuleto que me diste.

Mientras decía eso, saqué de mi camisa el collar, que estaba colgando en mi cuello. Terry sonrió. Nos despedimos y dejó que me fuese.

Estuve esperando aproximadamente media hora para hacer la espirometría. La verdad es que estaba un poco asustada pero resultó ser lo que dijo Terry: una bobada. Una prueba tal como era soplar por un tubo era lo más estúpido y la mayor pérdida de tiempo que me podía imaginar. Aunque esa prueba servía para saber muchas cosas.

Volví a la sala de espera. Parecía ser que tenían que volver a repetir la prueba, por si acaso, lo cual significaba otra media hora de espera. Me revolví por dentro. Después de haber hecho la prueba, tuve que volver a la sala de espera a que la neumóloga me atendiese. Aquella hora de espera me parecía eterna. No era capaz de distraerme ni mirando una revista. No dejaba de mirar el reloj cada poco tiempo, y descubrir que la aguja parecía no moverse cuanto más la miraba. Mi corazón latía muy rápido, muchísimo más que la aguja de los segundos, que, al igual que las otras, parecía estar inmóvil. Lo que habría dado por un pitillo, pues la ansiedad era insoportable. Sólo eso me serenaría. Sólo eso calmaría mi corazón. Sólo eso haría que las agujas del reloj se apresurasen un poco, y que llegase el momento en el que la enfermera gritase a pleno pulmón desde su despachito, con aquella voz prepotente e insoportable:

-Emily Gray.

En medio de mis pensamientos, el peor de mis temores se había cumplido. Me levanté de mi asiento y me dirigí a la consulta, acompañada de la susodicha enfermera, la cual me abrió la puerta. La doctora estaba allí sentada, mirando hacia la puerta. Me esperaba.

-Puedes retirarte, Stephanie.- le conminó.

La enfermera, entonces, se fue, dejándonos solas, no sin antes dirigirle una mirada a la neumóloga, que esta supo interpretar a la perfección. Ese tipo de miradas, quien no está en el mundillo de la sanidad, no las entiende.

-Siéntese, señora Gray.

Señora. Me resultaba extraño que me llamase así. Me senté, evidentemente. La doctora estuvo un buen rato mirando informes y tragando saliva. De vez en cuando me miraba disimuladamente, pero pronto volvía a refugiarse en aquel montón de papeles.

-Oiga,-dije- llevo aquí un rato. ¿Me dice lo que tengo o no?

Al decir esto, ella por fin se dignó a separar la mirada de los informes. Respiró hondo y me miró largo.

-Escuche, señora Gray, no es fácil decírselo, pero tanto la radiografía como la broncoscopia no dejan la menos duda.

-Q… ¿Qué pasa?- tartamudeé, haciéndome oír por encima de los agitados latidos de mi corazón.

Se hizo un silencio incómodo, la doctora no se atrevía a decírmelo. Pero logró armarse de valor y escupírmelo en la cara.

-Señora… Tiene usted cáncer.

Esa frase… Todavía la recuerdo. Recuerdo cómo la dijo, cómo aquella palabra, “cáncer”, se le había atascado en la garganta y le había costado decirla, para que se clavase en medio de mi pecho como un dardo envenenado. Me había quedado paralizada, congelada, sin poder articular ni una sola palabra.

-Lo siento.-dijo la neumóloga.

Por mucho que lo sintiese, nada de eso podría hacerlo desaparecer y devolverme la salud. Me llevé las manos a la boca, muy despacio, sin dejar de clavar la vista en aquellos informes, como intentando interpretarlos y poder averiguar que todo aquello era mentira. Desgraciadamente, no era así.

-¿Necesita que le traiga algo?-preguntó, levantándose un poco de la silla y acariciándome el pelo.- ¿Un vaso de agua? ¿Una tila?

Cerré los ojos y me negué con la cabeza, moviéndola con algo de dificultad. Con esto, hice que la doctora volviera a sentarse y dejase de abrumarme con su falsa compasión.

-Quizás será mejor que hablemos otro día…

-No.-interrumpí, con un hilo de voz.- Si tiene que decirme algo, dígamelo ahora.

Creo que la dejé algo sorprendida. Seguramente esperaba que le diese la razón y que pudiese ir a tomar algo y tranquilizarme, pero no. Yo siempre he sido así. La verdad es que no podría dormir ni comer hasta que me dijese cómo estaba y cómo me podía poner bien. Después de un breve instante en silencio, se decidió a hablar:

-Verá, debo decirle que ha tenido mucha suerte, por un lado, porque el cáncer está en fase inicial, por lo que será más fácil erradicarlo.

-P… ¿Pero de qué es?-interrumpí.

-De pulmón.-respondió- Seguramente por el tabaco.

Esa última frase me hizo callar. Si no, seguramente le haría muchas más preguntas.

-Sabe usted-prosiguió- que el cáncer evidentemente tiene varias curas, pero ninguna de ellas es especialmente barata, ¿me explico? Dada su situación (mujer joven, sana y en fase inicial de cáncer), el remedio más barato, que sería aplicarle la radioterapia, costaría aproximadamente 25.000 dólares.

Entonces sí que me quedé de piedra. 25.000 dólares me parecía excesivo, me parecía querer matar a la gente, así, sin más.

-¿No me lo cubre el seguro?-pregunté.

-No, he estado mirando y procedimientos de este calibre no los cubre. Tendrá que intentar abonar esa cantidad de su bolsillo.
Le faltaba aclarar que si no podía pagar aquella gran suma de dinero tendría que resignarme a morir, para acabar de rematarme. La doctora me miraba, seguramente estaba esperando a que dijese algo, pero no fui quién de hacerlo. Simplemente intentaba no echarme a llorar allí mismo, pues las lágrimas golpeaban contra mis ojos, furiosas por querer ver la luz. Entonces, la neumóloga se levantó.

-Yo que usted-dijo- me iría a mi casa, me prepararía una tila, e intentaría despejar la cabeza. Cuando esté más tranquila, piense en lo del tratamiento. ¿De acuerdo?

Asentí, intentando coordinar mi respiración para intentar no parecer abatida y para no llorar. Yo también me levanté. Ella me acompañó a la puerta y me la abrió.

-Intente no tardar demasiado en pensarlo. Debe saber que puede desencadenar en algo peor.

En cuanto pude, me marché de la consulta, sin darle las gracias, sin despedirme, aquello que había dicho, había hecho que me desmoronara por completo. Aceleré el paso, cegada por las lágrimas, que se agrupaban en mis ojos, luchando por salir. Las personas que estaban en la sala de espera, en su mayoría viejos, se quedaron mirándome extrañados, seguramente porque mi nariz comenzaba a gotear sangre. En cuanto me percaté, me tapé la nariz con ambas manos y me apresuré todavía más para llegar a la salida. Cuando la hube alcanzado, dejé por fin que las lágrimas se deslizasen con libertad por mis mejillas, al tiempo que emití un sollozo desgarrador, sin apartar las manos de mi rostro. Necesitaba ir a algún sitio en el que pudiese llorar tranquila. Me fui a la parte de atrás del hospital. Estaba oscuro, pues allí no daba el sol, y hacía frío. Las ambulancias aparcaban por la parte de adelante, con lo cual estaba sola, allí, entre los cubos de basura. Me acurruqué en una esquinita, apartada del mundo y de cualquiera que quisiera molestarme, y me puse a llorar, de cuclillas en el suelo, mientras notaba cómo la sangre encharcaba mis manos. Todo aquello me parecía una horrible pesadilla en la que estaría atrapada por siempre.

Me quedé allí un rato pensando. Pensando en cuál fue el pecado que había cometido para que Dios me sometiese a tan duro castigo. Pero quizás peor que aquella enfermedad, que consumía mis pulmones como un Demonio que me arrancaba lentamente la vida, era el precio de su curación. Y eso me hacía preguntarme, ¿cuánto vale una vida? ¿25.000 dólares? Este país realmente me pone enferma. Si no abonaba esa cantidad los médicos me dejarían morir como una perra, dominada por un insoportable dolor. ¡Lo que hube maldito aquella consulta! ¡Lo que hube maldito ir allí a que me obligasen a firmar mi sentencia de muerte! En cuanto la nariz comenzó a emanar una cantidad menor de sangre, me levanté y me fui de allí. Ansiaba sentir que estaba lejos, lejos de ese lugar. Lejos.

Me limpié la nariz. Aunque seguía sangrando, con ponerle un taponcillo ya estaba arreglado. Así lo hice, pues siempre llevo algodón en mi bolso, para casos como ese. Lo que sí que no podía contener eran mis lágrimas. Por mucho que intentaba dejar de llorar, volvía a recaer al momento. Había pasado una hora. Eran las dos del mediodía. Pensé en comer algo, pero me abordaban las náuseas al pensar en comida. No probé bocado.

Pronto dieron las 5. Antes de ir a la consulta tenía planeado llamar a Faith para tomar algo. No lo hice. No quería que me viese llorar. Aún diría más, no quería que se enterase de lo de la enfermedad. No debía enterarse nadie, había tomado esa determinación. Prefería morir en silencio, como lo había hecho Josh. Aunque pensé en el daño que me había hecho en su momento que no me contase lo de su enfermedad, determiné que sería lo correcto. No podía soportar la idea de disgustar a nadie. Y menos a Terry, que fue en el que más pensé. No me merecía sus lágrimas.

Me pasé la tarde en el parque, sentada en un banco, acurrucada, mirando las personas que pasaban. Todas madres con hijos. Pensé en Amy inevitablemente. ¿Cómo encajaría mi muerte? Seguramente mal, pero era lo suficientemente pequeña como para borrar de su memoria mi recuerdo en pocos años. Entonces, sería como si nada hubiese pasado para ella. Quizás Terry cogería novia, o se casaría con una mujer, y Amy la asimilaría como su madre. Ya no significaría nada para ella. ¿Y Adrien? Él ya era lo suficientemente mayor como para saber lo que es un cáncer y lo alto que es su índice de mortalidad. Aunque se sentiría muy dolido, pues su madre biológica también había muerto. Estuve allí sentada, llorando, y quebrándome la cabeza, largo rato.

Me digné a volver a casa a las siete y media. Cogí el coche, aunque las lágrimas apenas me dejaban ver la carretera. Aún así, llegué sana y salva. Me planté delante de la puerta, sin llegar a acercarme. Todavía estaba llorando, y me atemorizaba enfrentarme a la realidad, al hecho de que Terry y Amy estarían en casa esperando y me preguntarían cómo me había ido todo. Me sequé las lágrimas. Les diría que todo había ido bien. Evitaría llorar delante de ellos. O por lo menos lo intentaría. No, no debía decírselo. No podían saberlo. No. Me armé de valor y entré en casa.

En cuanto me vio, Amy me abrazó. La acaricié sin ninguna emoción. Terry me preguntó qué tal la consulta, como me temía. Le dije que bien, sin novedad. Lo único que quería era quitármelo de encima. Aguanté, muy a mi pesar, las lágrimas.

Acostamos a Amy a las 10. La arropé y le di las buenas noches, como era común en mí. Terry y yo nos fuimos a la cama acto seguido. Mientras él estaba tomando los medicamentos que tenía que tomar antes de dormir, en la cocina, yo me acosté en la cama y me puse a pensar. Estaba comportándome exactamente igual que Josh. Había casi rechazado un abrazo de mi niña por miedo a emocionarme por ello. Apenas había intercambiado un par de palabras con Terry desde que había llegado de la consulta. Mi propio comportamiento me estaba consumiendo. En cuanto él llegó a la habitación, se sentó en un borde de la cama. Seguramente quería hablar conmigo. Yo permanecí acostada.

-Emily,-dijo- ahora que no está Amy quiero que seas totalmente franca conmigo. Has llorado, te lo he notado. Quiero que me digas que ha pasado.

Iba a inventarme una coartada, pero ¿de qué serviría? ¿De qué me serviría mentirle?

-Mira, si no hubiese pasado lo de Josh, seguramente no te lo diría, pero no puedo soportarlo más.

Me miró serio. Sabía que iba a soltarle algo horrible. Me eché a llorar.

-Tengo cáncer, Terry.-le solté, entre lágrimas.

No se lo esperaba, por supuesto que no, ni yo me esperaba habérselo soltado así. Se quedó callado, sentado en la cama, mirándome a los ojos, incrédulo.

-Por eso he llorado.-proseguí, con lágrimas en los ojos.-Me pasé la tarde llorando. Me duele la cabeza.

En cuanto se cercioró de que estaba hablando en serio, giró la cara y se llevó las manos a la cabeza, apoyando los codos en las rodillas.

-No puede ser.-susurraba.-No puede ser.

La segunda vez que lo dijo, noté que le temblaba la voz. Me incorporé y lo miré fijamente. Vi que una lágrima resbalaba por una de sus mejillas y se desprendía en la barbilla. Iluminada por la feble luz de la lámpara, se veía como una esquirla de cristal. Estaba llorando. ¿Terry? ¿Llorando? Lo había visto llorar alguna vez, pero no así, no evitando mirarme a los ojos, no con aquel desconsuelo, con aquella congoja que le notaba en la respiración. Eran lágrimas de impotencia, impotencia por no poder hacer nada para curarme, ni para impedir que el cáncer remitiera. Salí de entre las sábanas y me acerqué hacia él, gateando encima de la cama. No lo abracé, no sé por qué, simplemente apoyé mi frente en su espalda.

-No llores tú también.-le dije, sin dejar de sollozar.

Se giró. Quizás se dio cuenta entonces de lo horriblemente destrozada que estaba. Me abrazó, y yo me abracé a él. Ya no tenía tanto miedo, supe que él me apoyaba.

-Emily, cálmate.-dijo, con voz serena. Nadie diría que seguía llorando.- Vas a salir de esta.

-No lo entiendes. No van a poder curarme. ¿Sabes cuanto cuesta la radio? ¡25000 dólares! ¡No tenemos tanto dinero!

Estaba completamente histérica. Aún así, mi tono de voz era lo suficientemente bajo como para, aparentemente, no despertar a mi hija. A pesar de la noticia, me pareció notar que Terry se calmó. Se secó las lágrimas con el puño de la camisa; todavía estaba vestido con ropa de calle.

-Del dinero me encargo yo.-respondió, seriamente.

-P…pero…

-Deja que me encargue yo y punto. ¿De acuerdo?

Lo decía con un tono muy firme. Seguramente tenía algún as en la manga. Asentí, mientras me separaba de él.

-¿Cómo te encuentras?-me preguntó.- ¿Mejor?

-S…Sí, creo. Un poco más tranquila.

-Lo importante es que te sientas bien.

Me acosté en la cama otra vez. Vi como Terry, en vez de ponerse el pijama, y para mi asombro, se puso una chaqueta. Tenía la intención de salir.

-¿A dónde vas?-pregunté, con voz débil.

-A dar una vuelta. Necesito pensar.

No le contesté. No dije nada más. No hacía falta. Me quedé mirando como se iba. No me besó, simplemente, antes de irse, me dijo, con voz muy dulce:

-Que descanses.

Miré fijamente hacia la puerta. Sentía la necesidad de verlo por última vez antes de que se fuera. Cerró la puerta lentamente, con el fin de no hacer ruido. En cuanto lo hizo, cerré los ojos, aunque tardé en quedarme dormida.

Me desperté aproximadamente a las 8 o 9 de la mañana; no sobresaltada y encharcada de sangre, como me temía, si no por mi propia voluntad, con el sonido de fondo de la lluvia golpeando los cristales. El invierno había llegado.

Fui a la cocina en pijama, descalza. Terry no estaba en la cama, así que me temí que aún no llegase de su paseo. Luego me di cuenta de que, a pesar de ser sábado, había tenido que irse a trabajar. Pobre. Creo que no tuve mucho tacto para contarle lo que me había pasado, aunque yo estaba demasiado nerviosa como para pensar en una manera más delicada de decírselo. Lo único que nunca quise fue hacerlo sufrir, y temía haberlo hecho.

No nos vimos hasta el mediodía. Preparé algo sencillo para comer, no tenía muchas ganas de ponerme a cocinar. Amy estaba viendo los dibujos en el salón, como todos los días a esa hora. Terry llegó a la cocina silenciosamente, sin que yo me diese cuenta; estaba demasiado ocupada calentando los canelones congelados en el microondas. Me acarició el pelo, con mucha dulzura. Me estremecí, pero no de temor, si no de placer. Giré la cabeza.

-Hola, Emily. ¿Qué tal el día?

Lo vi feliz. Yo también sonreí.

-Bien, ¿y tú? ¿Mucho trabajo en el taller?

-No más que otros días.

Entonces, se acercó a mí y me susurró:

-Tengo el dinero.

Me quedé perpleja. ¿Cómo había podido conseguir todo ese dinero en tan pocas horas?

-P…Pero… ¿Cómo?-titubeé, excitada.

-Tengo mis contactos.-dijo.

Supuse que se lo había pedido a Charlie, o que lo había sacado del banco, de alguna cuenta que tenía y de la que yo no tenía constancia. Eso es lo que quise creer.

-El jueves que viene tienes cita en el hospital St. Bleeding Mary, a las 5. No sé todavía en qué sala es el tratamiento, pero ya se lo preguntarás a la recepcionista, ¿no?

-Hasta has pedido cita.-dije, sin pensarlo, en un ataque de emoción.

-Bueno, que tampoco fue tanto.

Lo abracé. Él no se lo esperaba, pero yo lo hice. Lo hice, y casi me echo a llorar. No podía creer que estuviese haciendo aquello por mí, que consiguiera todo aquel dinero. Pero, ¿cómo lo había hecho? Esa pregunta me devoraba las entrañas. Era como si, de la noche a la mañana, hubiese transformado todas mis lágrimas en billetes de dólar. Ojalá, pero nada más lejos de la realidad. Él me acarició la espalda.

-¿Cómo puedo agradecértelo?

-Simplemente no me lo agradezcas.

Me reí. Él también sonrió. Le gustaba verme feliz, y yo gozaba viéndole feliz a él. Comenzaba a ver la luz al final del túnel.

viernes, 14 de agosto de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XIII- Saluda a tu princesa

Pasaron unas cuantas semanas desde aquello. Todo iba bastante bien: Terry y yo seguíamos siendo amigos sin derecho a roce y Robert todavía no sabía nada de mi inconsciente engaño. ¡Ah! Y celebré mi 24 cumpleaños. No vale la pena contarlo, pues no fue nada especial. Estaba bastante feliz en aquella época, pero llegó un día en el que todo cambió.

Era por la tarde. Estaba dándome una ducha, pues hacía calor y necesitaba refrescarme un poco. Oí voces en la casa, pero no me preocupé. Yo seguía enjabonándome el pelo como si nada. Cuando me lo estaba aclarando, noto que me agarran por la cintura. Me sobresalté. Tenía champú en los ojos, así que no podía ver quién era. Eso hacía que me pusiese todavía más nerviosa si cabe.

-Hola, palomita.-oigo detrás de mí.

Ya más tranquila y sin jabón que me impidiese ver, me di cuenta de que era Robert, desnudo, dentro de la ducha.

-¿Pero qué haces, Robert?-le dije, sonriendo- ¿No sabes esperar fuera?

-No, Em. Necesito tocarte.

Subió las manos rápidamente hasta mis pechos, haciéndome cosquillas. Yo no dejaba de reír. Aunque era una grosería, sentía un placer y morbo extraños al experimentar esa situación.

-Necesito tocar tus pechos.-e iba bajando las manos lentamente.- Tu cinturita de avispa. Tu caderita. Tu barriguita plana…

Entonces me abrazó por detrás, apretándome la barriga. No ejercía mucha presión, pero comencé a sentir un dolor insoportable. Cerré los ojos muy fuerte. Intenté que no se enterase. No debía enterarse. Pero tuve mucho miedo. Le agarré las manos con fuerza e intenté que me soltase.

-No dejaré que te escapes de mis garras.-dijo él, todavía de broma.

-¡Suéltame, Robert, por amor del Cielo!

Se dio cuenta de mi preocupación y así lo hizo. Salí de la ducha apresurada, presa del pánico. Robert cerró el agua y salió detrás de mí. Me cubrí el cuerpo con una toalla, anudada en forma de vestido, y me acaricié el vientre muy suavemente.

-Em, ¿qué te pasa? Creo que no te apreté demasiado.

-No, ya, pero… ¡Joder! ¡Podrías haberle hecho daño!

Dicho esto, me tapé la boca con las manos. ¡”Haberle”! ¡No debía haber dicho eso! Pensé que quizás Robert no se había dado cuenta, pero me equivocaba.

-¿Haberle?-dijo con recelo acercándose a mí, que seguía de espaldas a él.- ¿Haberle hecho daño a quién?

-A… A…

No era capaz de articular palabra. Entonces noté que Robert se ponía nervioso.

-¿¡A quién!?

Sin apartar las manos de mi barriga, más que nada por miedo a su posible reacción, le dije, aún sin darme la vuelta.

-Robert, esta mañana he ido al médico. Me ha dicho que estoy… Que estoy… Embarazada.

Creo que nada le habría sorprendido más que eso. Me di cuenta de que su nerviosismo se había transformado en ira desmedida al oír la palabra “embarazada” otra vez de mi boca. Lo miré de reojo. Tenía los puños apoyados en el lavabo y miraba para abajo, conteniendo su rabia. De pronto, golpeó el lavabo sin previo aviso, con el puño tatuado con KILL, haciendo que mi corazón se acelerase. Sentí verdadero terror de que pudiese pasar lo mismo que con Jimmy.

-¡Me cago en tu puta madre, Emily!-gritó.- ¡Me cago en tu puta madre! ¡Yo me puse un puto condón cada vez que lo hicimos! ¡Cada vez! ¿¡Cómo coño te has quedado preñada esta vez!? ¿¡Por obra y gracia del Espíritu Santo!?

-No…No lo sé, Robert. Quizá te olvidaste de ponerlo algún día…

-¿¡Pero es que tú no podías habérmelo dicho!? ¿¡O tomado la puta píldora!?

No dije nada. Estaba demasiado asustada. Protegí mi vientre con los brazos, por si a él se le ocurría hacer algo. Las lágrimas pugnaban por huir del centro de mis ojos, pero intenté impedírselo. De repente, y sin más previo aviso, Robert me agarró por una muñeca, aunque no logró que separase la otra del vientre, y consiguió darme la vuelta, para que me viese cara a cara con él.

-¡Contéstame!-ordenó.

-Yo no estoy en todo, Robert. Yo no ando llevando la cuenta de si te pones condón o no.

-¿¡Y ahora qué cojones hacemos!?

-El… El médico me ha dicho que estoy a tiempo de abortar.

Era cierto, me lo había dicho. Entonces Robert, quizás un poco más calmado que antes al saber esto, me dijo:

-¡Pues hazlo! ¡Haz lo correcto por una vez en tu vida!

Lo correcto. Ese era el momento en el que tenía que demostrar mi valía y escoger por mí misma, sin importarme las presiones. Ese era el momento en el que tendría que aferrarme con vehemencia a mis decisiones y no cejar por nada. Miré a Robert a los ojos y le escupí, con rabia:

-Entonces está decidido. No abortaré.

Esto le sentó como una patada en el estómago. Volvió a agarrarme con fuerza y a hablarme con tono autoritario y amenazante. Su voz sonaba desagradablemente estentórea.

-¿¡Qué!?-preguntó, sorprendido por mi respuesta.

-Sí, Robert. Voy a hacer lo correcto por una vez en mi vida, por eso voy a tenerlo, te guste o no.

-¿¡Pero cómo te atreves!?

-¡Mi hijo es mío! ¡Y voy a hacer con él lo que me salga del coño! ¡Que para algo voy a parirlo y a cuidarlo!

-¡Emily, piensa bien lo que haces! ¡O ese saco de huesos que todavía no ha nacido o yo! ¡Tú eliges!

Me quedé callada un instante. ¿Estaba dispuesta a renunciar a una vida de felicidad, amor y excesos con Robert, el hombre de mis sueños? Pues sí.

-No voy a abortar porque tú me lo ordenes. No voy a arrancarme de las entrañas algo que es mío y que llevo dentro de mí. O aún diría más, no voy a dejar que me arrebates otro hijo. Vete si no estás contento, no te lo voy a impedir, pero no sacrificaré al fruto de mi vientre sólo porque a ti te salga de la punta de la polla.

No era capaz de creer ni yo misma que todo aquello estuviese saliendo de mi boca. Me sentí fuerte, al haberle dicho a Robert de una vez por todas lo despreciable que era.

-¡Está bien! ¡Haz lo que quieras!-gritó fuera de sí, mientras se ponía el pantalón y se disponía para irse, con la camiseta en la mano.- ¡Tú si que no has cambiado! ¡Sigues siendo la misma puta insolente de siempre!

Me inquietó por un instante oír de los labios de Robert la misma expresión que había dicho mi padre anteriormente. Aún así, le contesté lo mismo que a este en dicha ocasión:

-Todo el que se enfrenta a ti lo es, ¿o no?

Me miró con rencor, aunque se fue sin añadir nada más. A mi parecer hizo bien; ya había abierto demasiado la boca. En ese momento llegó Adrien al baño, sorprendiéndome simplemente cubierta por la toalla. Aún así, omitió ese detalle.

-¿Estás bien, mamá?-preguntó con patente preocupación.- ¿Te hizo daño?

-No, cielo.-respondí.- No te preocupes.

No, ya nunca más me volvería a hacer daño. Había exorcizado al demonio que habitaba en el interior de Robert de esta casa. Ya nunca más volvería a verlo o saber nada de él. Hubo una temporada, a lo largo de mi embarazo, en la que llegué a echarlo de menos. ¡Fíjate cómo es el ser humano! Nuestra mente se engancha a una persona, tal si fuese una droga, por mucho que nos haya menospreciado, dañado o apocado. Eliminar esa droga del cuerpo no es fácil, pero se logra superar. O sustituir por otra droga todavía más potente.

Recuerdo que un día, estando yo de 4 o 5 meses, mis hermanas vinieron a visitarme. Eran ya dos pollitas de dieciocho y diecinueve años, cursando ambas Empresariales y con una educación, posterior a la muerte de mi madre, exquisita. Yo estaba en casa, agotada, con dolor de cabeza y ganas de desmayarme o poder dormir tranquila un rato. Mis hermanas iban vestidas con sus pantalones vaqueros y sus camisetas provocativas, mientras yo me conformaba con mi pijamita y mi batita azul, que por lo menos no pasaba frío. Les había preparado unos cafés. Mientras los tomábamos, sentadas en el sofá, charlábamos. Después de hablar de qué tal les iban los estudios, si Thomas y la tita estaban bien, si ligaban mucho, y chorradas por el estilo, salió a la luz el tema de mi embarazo. A Liza le faltó tiempo para apoyar la cabeza en mi vientre, por si sentía al bebé dar pataditas y tal. Le hacía mucha ilusión.

-Joer, chica.-dijo Lorelay.- Tener un hijo debe ser lo más precioso del mundo.

-No te creas.-respondí.- A vuestra edad tener un hijo no es nada “precioso”. Siempre que tengáis relaciones, usad condón; si no os acordáis, tomad la píldora del día después; y si tampoco os acordáis tampoco, abortad. Lo digo por experiencia.

-¿Y por qué tú no abortaste?-preguntó otra vez Lorelay.

-No pude. Ya estaba en un estado de gestación bastante avanzado.

-¿Ahora con este te lo has planteado?

-La verdad es que sí, pero decidí tenerlo. Estoy preparada.

Cogí un pitillo del bolsillo de la bata y me apresuré en encenderlo. No le había mencionado a nadie lo de Robert. El único que sabía algo del asunto era Terry, que le había contado que había roto con él, aunque no entré en detalles. Lo único que quería era arrancarme de la mente el recuerdo de Robert. En cuanto mis hermanas percibieron el olor del pitillo me miraron con ojos asesinos.

-¿Pero qué haces, tonta?-dijo Liza, sin levantar más que su mirada.- ¿No ves que puedes hacerle daño al bebé?

-¡Oye, que he reducido mi cajetilla diaria a un pitillo!-respondí, desquiciada. Reducir tanto mi dosis de nicotina me hacía ponerme agresiva.- además, un cigarrito no lo va a matar.
-¿Y ya sabes cómo lo vas a llamar?-preguntó Lorelay.

-Todavía no. Tengo que pensarlo.

-¡Si es un niño ponle Bryan, que es un nombre precioso!-dijo Liza.

-¡Cállate la boca, sapo!-le conminó Lorelay- ¡Ya le pondrá ella el nombre que le dé la gana!

En ese momento, sentí cómo el bebé daba una patada con ahínco contra mi vientre. Sentí un escalofrío.”Ya empezamos” gruñí. Y no era para menos, a veces se pasaba así la noche, y por consiguiente, yo no podía pegar ojo. Liza, en cuanto lo percibió, gritó:

-¡Ostiá! ¡Ha dado una patadita! ¡Ha dado una patadita!

-¿De verdad? ¡A ver!

Entonces Lorelay apoyó su mano en mi barriga, esperando ambas emocionadas a que el bebé volviese a moverse.

-Voy a tener que cobrar entrada.-murmuré.

La verdad es que no me molestaba. Aún diría más, me alegré de que cuidasen tanto de él y que lo quisiesen antes de haber nacido. Su actitud me calentaba el corazón.

Pasaron meses y meses en los que fui llevando mi embarazo con filosofía y muchísima más felicidad y apoyo que con el primero. Esta vez, la gente que me conocía no me miraba mal por la calle. Esta vez ya ni siquiera estaba preocupada por el “qué dirán”. Esta vez ya no estaba dominada por un amor superior a mis fuerzas. Esta vez ya no tenía que andar con la cabeza baja por haber permitido que me preñasen, no. Todo aquello me había encallecido. Anduve con la cabeza bien alta y orgullosa de tener un hijo mío y de nadie más. Adrien me ayudó mucho durante mi embarazo, tengo que reconocerlo. El nene de la casa se había convertido en un hombrecito de 13 añazos que ya me ayudaba en todo lo que podía, respaldándolo con un “descansa, mamá, que yo me ocupo”. Siempre estuve orgullosísima de él.

Aproximadamente a las seis de la tarde de un otoño gris y lluvioso, comencé a sentirme extraña. Reconocí inmediatamente aquella sensación. Adrien estaba en casa, por lo que me apresuré a decirle:

-¡Adrien, llama a un taxi! ¡Rápido, por Dios!

Él así lo hizo, sin desobedecer. Según iban pasando los minutos, el dolor se hacía cada vez más y más insoportable, tanto que hasta tuve ganas de llorar. El taxi no tardó demasiado. Con apenas un hilo de voz le indiqué a dónde quería que me llevase. Adrien me acompañaba en el asiento de atrás. Intentaba tranquilizarme, seguramente para que dejase de quejarme, pero sus esfuerzos eran inútiles. Aunque mis quejas solo eran unos cuantos sollozos. Llegamos al hospital en poco tiempo, pero a mi me parecieron siglos. Tuvieron que llevarme a la sala de partos en silla de ruedas, que ni en pie me sostenía, aunque esto me hizo sentir algo inútil. Adrien estaría en la sala de espera hasta que yo estuviese en mi habitación acomodada y tranquila. Lo preferí, tampoco era plan de que un chaval viese un parto. Me acostaron en una cama fría e incómoda. Una enfermera, al ver mi cara de dolor, me preguntó:

-¿Desea la epidural, señora?

-¡Sí, por amor de Dios!-grité.

Entonces le hizo un gesto a un enfermero que estaba a su lado. La comadrona me agarraba de la mano para que me tranquilizase e intentaba que hiciese ejercicios de respiración, aunque eso lo veo un poco absurdo, por lo menos me sentí acompañada. Pronto llegó el enfermero con una aguja del tamaño de dos o tres de mis dedos. Me la enseñó y, haciendo la gracia, me dijo, con voz burlona:

-¿A que da miedo?

Pero yo, que no estaba para bromitas, le respondí, apretando los dientes por el dolor:

-Clávemela ya y déjese de mariconadas.

Así lo hizo. Me la clavó en la espalda, un poco más abajo del tatuaje. Me mordí los labios, pero aquel pinchazo no era comparable con el dolor que sentía. En cuanto lo hizo, me recostaron. Una enfermera se acercó a mí y me preguntó si me encontraba bien mientras me sostenía una mano. Asentí, sin apenas mover la cabeza. La verdad es que la epidural me calmó mucho el dolor, debo reconocerlo, pero todavía me encontraba fatigada.

-Ahora tiene que empujar, ¿entendido?

Volví a asentir. Entonces vino lo fuerte: venga a empujar y empujar como si me fuese la vida en ello, y las enfermeras pidiéndome que respirase pero yo no podía, el aire no parecía querer penetrar en mis pulmones. Y venga empujar, empujar, empujar. Pero me sentía cansada y sin fuerzas, pero me pedían que empujase y yo empujaba. Tuvieron que colocarme una mascarilla, pues llegó un momento en el que ya sentía dolor con el mero hecho de inspirar. Aunque al fin llegó el esperado alivio del nacimiento, aunque esta vez no oí llorar. Levanté la cabeza nerviosa, aunque a penas veía nada. Solo a un médico que sostenía a mi bebé por una pierna, boca abajo. Me temí lo peor. De repente, veo como el médico le da una palmadita en el culo, así de simple. ¡Eso sí que hizo llorar a la criatura! Suspiré. Lo peor parecía haber pasado ya.

-Tiene usted una niña preciosa, señora Gray.-dijo una enfermera, entregándomela todavía llorando.

La cogí en brazos. En cuanto me sintió, dejó de llorar. Aunque entonces fui yo la que me eché a llorar como una idiota. Estaba tan contenta por tener al fin a mi niña en mis brazos. Era una sensación perfecta. A pesar de que estuviese rodeada de médicos que deseaban quitarme a mi hija de los brazos para empezar a hacerle pruebas y pruebas, yo estaba eufórica.
Me trasladaron a una habitación preciosa con vistas a la ciudad. Poco tardaron las enfermeras en devolverme a la niña. Dijeron que pesaba un poco por debajo de lo normal y que su capacidad respiratoria era baja, pero que le harían más pruebas. Antes de que les diese tiempo a salir de la habitación les dije, sosteniendo a la niña en brazos:

-¡Esperen! Me gustaría pedirles que le hicieran una prueba de paternidad. Todavía no sé quien es… el padre.

Las enfermeras me miraron extrañadas. Seguramente estarían pensando que era una puta y que ya habría perdido la cuenta de los que me había tirado. Entonces una de ellas, morena ella, se volvió hacia mí y me dijo:

-De acuerdo, ¿me dice los nombres de los posibles padres?

Dicho esto, sacó una agenda y un bolígrafo.

-Son… Robert Piadget y Terry Grives.

Sí, Terry. No estaba del todo segura de que el acto impuro que ambos habíamos cometido hubiese quedado impune. Quizás sería demasiada suerte. Aunque no sabría decir se sería mejor que la niña fuese de Robert. Creo que en cuanto la viese la mataría.

-Los llamaremos lo antes posible.-dijo la enfermera, que lo había estado apuntando todo.

-De acuerdo. Gracias.

Me sentía tan avergonzada que apenas pude articular palabra. ¿Realmente sería Terry el causante de mi embarazo? ¿Sería Robert, como me temía? ¿O quizás, pero más difícilmente, Josh se había levantado de la tumba para darme un hijo suyo? Todas aquellas dudas conseguían apocarme y quitarme el sueño por las noches, mientras sentía al fruto de mi vientre dormir a mi lado.

Adrien no se separó de mi lado. Estaba contentísimo con la llegada de su hermanita. Estoy segura de que le hizo ilusión ser el hermano mayor por primera vez. Aunque la pequeña no era de las que disfrutaban en los brazos de cualquiera, no. Ella si no estaba conmigo, no dejaba de gimotear. A Adrien también lo reconocía, pero no era el mismo efecto. Ella encontraba en mis brazos algo que no había en ningunos otros.

Al día siguiente de dar a luz, la tía Margarite y los niños vinieron a visitarme. En cuanto mis hermanas entraron en la habitación corrieron hacia la cuna como alma que lleva el diablo.

-¡Oigh, que cosita tan mona!-gimió Lorelay.

-¡Cuchi-cuchi-cú!

Les caía la baba con su nueva sobrina. Thomas, que ya era un jovencito, las miraba desde la distancia. Mientras, la tita Margarite se mantenía a mi lado, a la par que Adrien.
-¿Qué tal estás, cariño?-me preguntó.

-Bien, estoy bien.

-¿Y cómo se porta la pequeñaja? ¿Da mucha guerra?

-No, es un cielo. Lo que pasa es que a veces se pone histérica y si no la cojo, no se calla.

-Eso es normal, hija. Acaba de nacer hace un día escaso. Seguramente se siente desprotegida, ¿comprendes? Ella lo único que quiere es estar en contacto contigo, como en estos nueve largos meses. Volver a escuchar tu corazón como todo este tiempo…

Era la primera vez que oía algo así. ¿Que mi hija añoraba mi corazón? Eso era nuevo. Aún así un sentimiento extraño se apoderó de mí y me giré para mirarla con dulzura. Quizás era el instinto maternal que volvía a apoderarse de mí. Intenté disimularlo diciendo:

-Eso con los gemelos no pasaba.

-Ya pero es que las niñas son más mimosas. ¿Qué te crees? ¿Qué tú de pequeña no eras así? ¡Si supieras cómo gimoteabas para que tu madre te hiciese caso!

Entonces sí que sentí como si algo me subiese subido pecho arriba, haciendo hecho que mi corazón latiese mucho más fuerte. Era oír hablar de mi madre y ponerme pálida. Me imaginaba que si estuviese allí me habría comido a besos y habría llorado de alegría, por el mero hecho de verme sonreír. No dejaba de pensar en lo mucho que la echaba de menos. La tita Margarite lo notó enseguida, por lo que se apresuró en cambiar de tema.

-Por cierto, Emily.-dijo, mientras metía la mano en su enorme bolso de cuero- Te he traído un detallito.

-¡Tita! ¡No tenías que haberte molestado!-respondí, complacida.

Entonces me hizo entrega de tres paquetitos de regalo: una manta para envolver a la niña, un vestidito rosa también para la niña y una caja de bombones de licor para mí.

-¡Pero cuidado con los bombones, eh!-bromeó la tita- ¡Que luego eso te pasa a la leche y a ver si se nos emborracha la nena!

Me reí. Le agradecí una y otra vez los regalos, y ella me repetía que no era nada. Ese mismo día, la pequeña estrenó el vestido.

Pasaron un par de días desde aquello cuando me comunicaron el resultado de las pruebas de paternidad. Yo estuve toda la mañana con el corazón en un puño. Me iba a ser revelada la verdad, es decir, por fin iba a saber quién había plantado la semillita en mi vientre y me fecundó en el acto. Al mediodía ni siquiera comí. Estuve la mayor parte del tiempo acariciando a mi hija, que estaba acostada en una esquina de mi almohada.

Aproximadamente a las 5 de la tarde unas enfermeras me comunicaron quién era. Debo decir que me quedé de piedra, ¡es que no me lo esperaba! Les ordené que lo dejasen entrar en la habitación. Me quedé un buen rato con los ojos clavados en la puerta, deseando verlo y hablar con él. De repente se abrió la puerta, y sin que nos diésemos cuenta habíamos cruzado nuestras miradas. Sus ojos color tequila me miraban con nerviosismo. Cuando no pude aguantar más en aquella situación, cogí a la niña en brazos y le dije:

-Saluda a tu princesa, Terry.

Se acercó a mí, aunque todavía sin decisión.

-Sospeché -proseguí.-que era tuya en cuanto me dijeron que tenía asma. Sería demasiada casualidad, ¿no?

-Es la peor herencia que pude dejarle.-dijo, al fin.

-Estoy segura de que heredó cosas mejores.

Volvimos a mirarnos. Ahora que por fin había dicho algo, parecía sentirse menos turbado.

-Cógela, vamos.-dije, separándola un poco de mí.- No tengas miedo, que no muerde… Todavía.

Terry sonrió. Ahora no dudó ni un segundo en coger en brazos a la criatura.

-No puedo creérmelo.-musitó emocionado.

-La cuidaré bien por los dos.-dije.

Él volvió la cabeza hacia mí, como si le hubiese insultado.

-No dejaré que esta niña crezca sin padre, Emily. Por experiencia lo digo. No quiero cometer ese error. Así que, veníos a vivir a mi casa.

-Es que ya le tenía la habitación hecha y todo. Además, está Adrien.

-¿Entonces qué hacemos?-preguntó, preocupado.

-¿Qué te parece si te vienes tú a vivir a mi casa?

A Terry le sorprendió mi respuesta.

-No quiero ser una molestia.-repuso.

-No eres ninguna molestia porque te lo estoy ordenando.-vi que sonreía. Entonces, añadí:- Eso sí, si no te importa dormir conmigo. Ando algo escasa de camas.

-No hay problema por eso. Ya compartimos cama una vez.

Sonreí. Sonreímos. A pesar de todo estábamos felices. De repente, la pequeña comenzó a gimotear en los brazos de Terry.

-¡Eh!-gritó, no sin sorpresa por la reacción de la niña.- Mejor atiéndela tú, Emily, que yo soy primerizo.

Me la entregó dicho esto. La cogí en brazos y al poco tiempo se calmó. Terry se quedó impresionado.

-Pe… Pero… ¿cómo…?-tartamudeó.

-Tranquilo, todavía tiene que acostumbrarse. Es sólo que no reconoce tu corazón.

Aludí a las palabras de tita Margarite, aunque él no llegó a comprenderlo. Me miró levantando un poco una ceja.

-Déjalo.-sentencié.- Es igual.

-¿Tienes pensado cómo le vas a llamar?-preguntó Terry después de un corto silencio.

-No. ¿Alguna idea?

-Hombre, contando que me acabo de enterar de que es hija mía, no, la verdad. Además, es una niña. Tienes que elegirle tú el nombre.

Seguramente lo decía refiriéndose a la retrógrada filosofía de Robert, aún así, yo ya sabía cómo llamarle desde hacía mucho tiempo.

-Pues…-dije, titubeante, mientras miraba con ternura a la pequeña.- Yo ya había pensado un nombre, pero no sé si te…

-Desembucha.

Levanté muy despacio la cabeza hasta alcanzar sus ojos. El mero hecho de pronunciar aquel nombre hacía que las lágrimas quisieran escapar de mis ojos y que un fuertísimo sentimiento de tristeza quisiese apoderarse de mí, aunque lo hice:

-Amy.

Me esforcé por no desviar la mirada. No noté ninguna alteración en el rostro de Terry. Seguramente sabía el por qué de ese nombre. Simplemente e acercó a mí muy despacio y me dijo:

-Es precioso.