viernes, 27 de agosto de 2010

El Lugar donde No Vuelan las Palomas: Capítulo XXXVI-Lágrimas de un ángel

Golpeé entusiasmada aquella puerta carcomida al menos un ciento de veces. Debajo de mi brazo, llevaba un gran lienzo envuelto en papel, para no desparramar la pintura. Miré mi reloj por enésima vez: marcaban las 8 de la mañana de un sábado que prometía brindarnos melancolía. Mis pies dieron pequeños saltitos para intentar sacar fuera la excitación mientras escuchaba unos pasos cansados dirigiéndose a la puerta. Se abrió lentamente.

-Emily, ¿qué haces aquí?-Tobías me miraba raro, alzando una ceja.

-Quería darte algo. No pude esperar.-sonreí ampliamente.- ¿Estabas dormido?

-Me desperté hace un ratito. Pasa.-me hizo un gesto con la cabeza.

Entré en su habitación mientras escuchaba cerrarse la puerta principal. Efectivamente, la cama estaba deshecha, y el resto de la estancia estaba sumido en el caos. Me fijé en la mesita de noche. La foto de su madre estaba boca abajo, como si su mirada tierna le hiciese recordar que todavía existían algunos sentimientos dentro de él, a los cuales hizo callar con las pastillas de Trankimazín que había desperdigadas encima de la mesa. Al lado, podía observarse una botella de alcohol, cuya etiqueta rezaba “Absenta”. Miré algo incomodada todo aquello. Sin duda era un presagio de lo que iba a suceder. Poco tardó Tobías en entrar en la habitación, vestido con la ropa del día anterior, descalzo. Se sentó en la cama a mi lado y cogió la cajetilla de tabaco que había sobre la mesa, a la par que un mechero. Encendió un pitillo colocando una mano por delante de él.

-¿Has dormido con la ropa?-le pregunté.

-Sí. Así comienzo el día más temprano.-sonrió.

Estuve a punto de reprenderle por lo que había visto antes de su llegada, pero encauzó la conversación hacia otro tema hábilmente.

-¿Qué querías darme que es tan importante?

-¡Ah! Esto.-le entregué el lienzo.-Me pasé toda la noche pintándolo.

Los ojos verdes que coronaban el rostro de Tobías lo miraban con muchísima curiosidad. Deslizó sus dedos largos por los pliegues del papel, haciendo que el celo que los unía se desprendiese. Aguantó su preciado cigarro en la boca, expulsando el humo por la nariz, mientras desnudaba el lienzo. De sus labios se escapó un hondo suspiro al ver lo que albergaba en su interior mi paquete. Era un cuadro, hecho por mí. En él aparecía un hombre, cuyo cabello llegaba hasta sus hombros, que lloraba, mirando hacia delante, exhibiendo sin pudor el dolor. En su espalda se alzaban un par de alas negras, pequeñas. En su pecho desnudo se entreveían las costillas, tapadas por una piel completamente blanquecina. Los tonos azules surcaban el lienzo, como si fuesen la expresión de una tristeza profunda y a la vez dulce. Iluminándolo, una titilante bombilla en el techo, rodeada de polillas, mariposas de la noche. El resto estaba sumido en la oscuridad más absoluta. Las polillas, además de las princesas, también reconocen a los verdaderos ángeles. Tobías, al admirarlo, se quedó completamente atónito, perplejo. Quizás en los ojos de aquel ángel caído vio reflejados los suyos.

-Es…Es precioso.-dijo, sin mirarme.

-Oh, vamos, exageras.-respondí, modesta.

-No, no, va en serio. El dominio de la luz y las sombras, la…la expresión… es perfecto.

Se le notaba casi emocionado. La verdad es que vertí en aquel lienzo todo el talento y la pasión que había guardado desde que dibujé a Terry. Volvió a sostener el pitillo con los dedos, los cuales temblaban suavemente.

-Me inspiré en ti.-susurré, mirando al suelo.

Ambos enmudecimos un instante.

-Yo no soy un ángel, Emily.

-¿Eso quién lo dice?

-Dame una sola razón.

-Porque eres muy bueno conmigo, te preocupas por mí, eres como un hermano, no sé.

Le dio otra calada al pitillo, asintiendo levemente.

-¿Dónde lo vas a poner?-pregunté.

Recorrió con sus ojos cada rincón de la habitación, hasta que movió la cabeza, señalando la pared enfrente de su cama.

-Ahí.

-¿Para verlo todas las mañanas al despertarte?-sonreí.

-No, por las mañanas no suelo ver a más de dos pasos.-se rió

-Entonces…

-Para verlo por la noche, cuando esté en condiciones.

-Tendrás pesadillas.-murmuré riéndome.

-Que va. No seas así, nunca había visto nada tan bonito. Eres una artista.

-Tú pusiste la inspiración, Tobías, yo solo puse las pinturas.

Volvió a mirar el cuadro. Seguramente estaba intentando perderse en la inmensidad de aquel azul tan profundo. O quizás sintió deseos de derramar lágrimas tan llenas de sentimiento como las del ángel del cuadro. Palpé una de sus manos. Desprendía calor. Sonreí.

-Ojalá dejase de llorar.-susurré, cerca de su oído, apoyando la cabeza en su hombro.

Escuché un fuerte suspiro salir de sus labios, acompañado de un espeso humo blanco. Me agarró por una cadera para conseguir acercarme a él. Desvié la mirada hacia su cuerpo. En aquel momento, era como si su piel estuviese hecha de cristal, y pudiese ver todo lo que escondía dentro. Pude verle tragar veneno, procedente del cigarro que portaban sus dedos. Pude ver su corazón latir cansado, casi lento y forzado. Pude ver las lágrimas.

-¿Crees que algún día lo hará?-le miré a los ojos, ansiando una respuesta.

Él no apartó la vista del cuadro.

-Puede.

Se levantó, para poder dejar el cuadro apoyado en la pared. Le echó un último vistazo antes de girar la cabeza hacia la cama, para volver a sentarse.

-Muchas gracias por el regalo, yo…

-Bah, no tienes por qué dármelas.

-Sí que tengo. Este es el segundo regalo que he recibido en toda mi vida.

Le miré algo asombrada.

-¿En serio? ¿Este y cuál más?

-Una guitarra que me regaló mi madre de crío. La tengo guardada en el armario. Pude ir a recogerla a mi antigua casa cuando cumplí la mayoría de edad.

Le miré con curiosidad. Otra vez volvía a salir aquella mujer. La curiosidad pudo ciertamente conmigo. No pude evitar preguntarle sobre ella.

-Tobías, apenas me has hablado de tu madre.-noté que se ponía nervioso.

-S…Sí.

-Podrías hacerlo ahora. Sabes que no voy a juzgarte.

Miró el cuadro de reojo.

-Supongo que te lo debo.-torció el labio. Posteriormente apuró el cigarro, mientras me lo contaba.-Mi madre era una mujer muy dependiente. Se aferraba tan fuertemente a las personas que si las perdía o si les pasaba algo, se autodestruía. Tras la muerte de mi hermano, se volvió loca. Ya nunca estuvo muy bien, ya me entiendes, esas cosas se detectan, pero allí ya…-hizo un gesto con la cabeza. Desvió la mirada.-Era el pan de cada día escucharla chillar de noche consigo misma, y por el día acunar almohadas o… o bolsas de azúcar o de lo que fueran, llamándoles por el nombre de mi hermano. La verdad es que era un crío, así que no comprendí bien lo que le pasaba, pero no quería perderla por nada del mundo. Era mi madre y era lo único que tenía. Me pasé meses cuidándola, sin apenas hablar con ella. Hasta un día, que llamaron a la puerta y apareció una tipa vestida de traje que me decía “ven, pequeño, ven conmigo” y me enseñaba chucherías y cositas para atraerme, pero no era gilipollas, así que no le obedecí. Entonces, me agarró por las muñecas-se las palpó.-y unos pavos fueron a por mi madre. Grité por ella con todas mis fuerzas, confiando que los echase fuera, pero lo único que me dijo fue…-tragó saliva, tembloroso.- “no llores, Tobías, deja de llorar ya.” Eso me lo repetía siempre cuando mi hermano estaba mal, porque me pasaba el día llorando porque no entendía nada. Entonces, fue como si me muriese por dentro, y todo me la sudaba. Dejé de forcejear y me rendí. Dejé simplemente que me llevasen, que me sacasen de mi casa, me metiesen en un coche extraño y me dejasen tirado en un orfanato de mala muerte. Me pasé allí años, hasta que cumplí los 18 y pude largarme. Cogí el primer empleo que vi, es decir, este, y me prometí buscar a mi madre.-se echó el pelo hacia atrás con una mano.-Indagué todo lo que pude, siguiendo métodos limpios y no tan limpios, hasta que di con ella, en el hospital mental St. Paul.-le dio una profunda calada al cigarrillo antes de tirarlo al suelo.-Fue una visita breve. Entré en la habitación. La miré, me miró. Al principio, me quedé completamente en blanco. Logré, no sin esfuerzo, arrancar la palabra “mamá” de la garganta, pero con voz entrecortada, casi como de crío. ¿Y sabes lo que me dijo ella?-respiró fuerte, haciendo esfuerzos para no llorar.-“Qué chico tan guapo. Te pareces a mi hijo”.-sollozó.-Te juro que casi me muero, que cuando dijo eso me quedé sin respiración. No supe qué decir. Hasta el hecho de escuchar su voz me hacía daño. Me di media vuelta,-se aclaró la garganta.-y me largué dando un portazo. Llegué a casa hecho una mierda, completamente destrozado. Me sentí desprotegido, solo, impotente.-tragó saliva.-Me senté en la cama y me comí la cabeza largo rato. Pensé en todo el tiempo que tuve que estar sin ella, en lo mal que estaba ahora. Y no puedo remitirlo, no puedo hacer que se ponga bien así,-casqueó los dedos.-por obra y gracia del Espíritu Santo. Es un sentimiento horrible pensar que tú la recuerdas, pero que ya no es la misma, que eres un simple desconocido. Además, es tu puta madre, la que te dio la vida, joder y…y no sabe quién coño eres.-se le inundaron los ojos de lágrimas.-Cogí del bolsillo la navaja, que siempre la llevo encima y me la clavé en la muñeca.-me enseñó el corte, profundo, rojizo, palpitante, mientras hablaba.-De un golpe seco. Y, ya dentro, comencé a deslizarla así lacia un lado, arrasando con venas, músculo, tendones, con todo. De hecho, aún no puedo moverla demasiado bien.-la giró suavemente. Posteriormente, siguió con la historia, bajando la mirada-Nunca vi hasta entonces tanta sangre junta. Me salía como su fuese una fuente, a lo largo del brazo, manchando las sábanas, el suelo, la ropa… Pero, ¿sabes qué fue lo peor? Que aquel dolor no era ni la mitad de intenso que el que sentía dentro de mí. Me sentí mareado, como con ganas de vomitar, y comencé a respirar pesadamente. No me llegaba el aire.-hablaba angustiado, como reviviéndolo.-Comencé a notar cómo se me aceleraba el corazón. Latía con muchísima fuerza, muchísima, contra mis costillas. Me golpeaba en las sienes como si me fuese a romper el cráneo. Las…Las mejillas se me pusieron al rojo vivo. Luego…me desplomé en la cama. Era como si estuviese cansado, como cuando tienes sueño y los ojos se te cierran. Pero los volvía a abrir, porque el dolor era insoportable. Se me extendía desde el brazo al resto del cuerpo, haciendo que no pudiese volver a levantarme. Entonces me di cuenta de que me moría, que me estaba muriendo, y me alegré. ¿Sabes lo que se dice de que cuando vas a morir ves pasar tu vida ante tus ojos? Pues yo lo que vi no era mi vida, era todo lo que me hizo tomar aquella decisión. Vi a mi madre; la vi llorando, la vi chillando, la vi hablando sola, diciéndome que no me conocía. Vi a mi hermano morirse delante de mí otra vez, aunque entonces no me quedaban lágrimas que llorar. Y la vi…la vi a ella.-se sonrojó ligeramente.- Me di cuenta de que no podría estar nunca a su lado, que era uno más, que no me echaría de menos. ¿Qué iba a ser? Tan solo una tumba más sin flores, haciendo bulto. Como siempre, un cero a la izquierda. Me esforcé en un momento por interesarme en si mi corazón seguía latiendo. Esta vez era casi como si no lo hiciera, porque pasó de ir a 100 por hora a ir lentísimo en muy poco tiempo. Sentí una debilidad horrible. Cerré los ojos, pero antes de hacerlo, la vi a ella. Luego no vi nada.

Se inclinó ligeramente hacia la mesita de noche para coger la botella de absenta y beber un trago. Lo miré entristecida; su historia me había conmovido. No solo porque yo sentí lo mismo, sino por la angustia que había en sus palabras. Era como si estuviese arrancando sus recuerdos para poder mostrármelos, como si fuesen garrapatas chupándole la sangre. Aquella sangre que había brotado de sus muñecas con tanta furia. Después de saciar su sed, volvió a colocar la botella en su sitio y me miró. Le retuve la mirada. Seguramente estaba deseando que se lo preguntara.

-Pero…ahora mismo estás vivo. ¿Cómo te salvaste?

-¿Acaso a eso se le puede llamar salvación?-escupió aquella respuesta mientras volvía a aferrarse a la cajetilla de tabaco.-La verdad es que me desperté tras no sé cuánto tiempo en una cama de hospital. Estaba completamente atontado, no sabía dónde estaba. Tenía la vista nublada y no era capaz de ver con claridad, pero sí con la suficiente para ver todos aquellos tubos y mierdas saliéndome de todos los lados.-encendió el pitillo, con expresión de repulsión. Exhaló el humo por un lateral de la boca.-También vi a una pareja sentados a mi lado, mirándome atentamente y preguntándome cómo me sentía. Las…las manos de ella me acariciaron la frente y me apartaron el pelo de la cara.-se la palpó.-No fui capaz de contestar, así que comenzaron a contarme. Se supone que eran testigos de Jehová. Vieron entreabierta la puerta de mi casa y entraron, como quien no quiere la cosa,-hablaba como si no se lo acabase de creer.-y me encontraron inconsciente en la cama. Cuando la ambulancia vino, me dijeron que ya no tenía pulso.-negó con la cabeza para reafirmarlo.-Clínicamente, estaba muerto. Aún así, me reanimaron a golpe de descargas eléctricas.-le dio una calada profunda al cigarro.-Me quedé completamente en shock al escucharles. ¿Acaso…acaso ni la pareja ni los tipos de la ambulancia vieron que morirme era exactamente lo que pretendía? Ves a un tío con las muñecas rajadas ¿y qué es lo que piensas? ¿Qué lo hace por deporte?-se rió amargamente.-A nadie le gusta verse así y si lo hace es por una razón.-volvió a aspirar el humo del cigarro.-Bueno, de los médicos mejor no digo nada; tienen un afán especial por jugar a ser Dios. Ojalá, ojalá pasen por lo que yo pasé. Porque de lo que no se dan cuenta es que no todo es ciencia, que es muy bonito salvar a alguien, pero ese alguien va a tener que acarrear con la cruz que ha llevado siempre durante el resto de sus días.-suspiró hondo.-Siento explayarme. El caso es que en cuanto fui capaz de asimilarlo, que tendría que seguir viviendo con la carga de que mi madre nunca va a saber quién soy, me levanté bruscamente de la cama, arrancándome todos los putos cables, y me largué. Ellos me siguieron, intentando hacerme entrar en razón, pero seguí dirigiéndome hacia la puerta de salida, con el brazo chorreando sangre, por culpa de la aguja del suero. Aún estaba débil, así que acabé desplomándome en el suelo y tuvieron que volver a llevarme a la habitación. Me pasé en el hospital…-recapacitó, alzando la mirada.-dos semanas, dormitando como un lirón y sin comer apenas. Luego salí y… a seguir con la vida que me tocó.-se encogió de hombros.

Desvié la mirada. Él miró hacia el suelo, sosteniendo el pitillo entre sus dedos, acercándolo a la boca cada poco tiempo.

-¿Por qué no vuelves a ir a verla?-propuse.-No va a reconocerte nunca si no vas.

Negó con la cabeza, nervioso.

-Tobías, podemos ir juntos. Yo estaré contigo en todo momento. Una vez me dijiste que te sentías cómodo conmigo.

-No sé, Emily.-suspiró hondo.-No sé cómo va a reaccionar.

-Si no vas, será peor para los dos, lo sé. Os convertiréis en mutuos desconocidos. De veras no te va a pasar nada.-le acaricié una mejilla.

-No sé.-volvió a repetir.

-¿Cuándo te he mentido yo a ti?-al ver que no me respondía, insistí, buscando su mirada.- ¿Cuándo, dime?

-Nunca.-susurró.

-Hazme caso. Vamos a verla. No tenemos por qué estar toda la tarde ni mucho menos.

-Está bien.-dijo, resignado.

Comimos juntos, en la cocina de su casa. La verdad era que la comida no estaba nada mal. Tampoco es que un par de bistecs con patatas fritas exigiese mucha preparación. Tobías no probó bocado; se limitó a mover el tenedor de un lado a otro en el plato, con la mirada fija en la comida, mientras escuchaba mis consejos.

-Cuando estés allí…-hablaba entre bocado un bocado.-tienes que estar muy tranquilo. Si comienzas a ponerte triste o cabreado, quizás ella puede reaccionar mal. Háblale suavemente, sin perder los estribos, con esa voz que pones cuando intentas calmarme.-sonreí.-Verás como sale bien.

-Va a ser difícil tener que aguantar todo eso.

-Desahógate antes de entrar o después. Pero tú estate tranquilo.

-¿Cómo sabes esas cosas?-me miró, curioso.

Me encogí de hombros.

-Tan solo te digo lo que creo que debes hacer. Cuando la gente está… mal-no me atrevía a pronunciar la palabra “loca”.-puede actuar de forma imprevisible.

-Entiendo.-volvió a desviar la mirada al plato, dejando escapar un hondísimo suspiro.

-Y ahora vete a arreglarte, ¿no querrás ir hecho una mierda?-me reí, señalándolo con el tenedor.

Se rió suavemente, más por acompañarme que por estar de humor. Salió de la cocina, dejándome terminar de comer sola. Tardé poco en llevar esa tarea a cabo, con lo cual fregué también los platos, para aligerarle el trabajo. Pude escuchar el incesante ruido del armario abriéndose y cerrándose. Sonreí levemente. No solo las mujeres tardamos en vestirnos. Aún así, sospecho que más que coquetería fuese ansiedad, por intentar causarle buena impresión. Fui a verle en cuanto terminé de secarme las manos. Le observé desde el marco de la puerta, sin que se percatase de mi presencia. Llevaba puestos un pantalón vaquero y una camiseta gris. Encima de esta, se había colocado una sudadera negra y una chaqueta verde militar, cuyo cuello ajustaba una y otra vez, obsesivamente. Rematando el conjunto, lucía un gorro de lana azul sobre su media melena castaña. Suspiraba una y otra vez pesadamente ante el espejo, como si no estuviese convencido con su atuendo. Me acerqué por detrás y posé una mano sobre su hombro.

-Estás perfecto. No le des más vueltas.

Sin decir nada, asintió levemente y dejó que lo agarrase por una muñeca, conduciéndolo hacia la puerta de entrada. El sonido de las llaves cerrándola presagiaba una larga tarde fuera de casa. Nos montamos ambos en su coche; yo en el asiento del conductor.

-El hospital St. Paul está poco antes del St. Bleeding Mary.-le informé, mientras provocaba en el motor del vehículo los primeros rugidos.- Tuve que someterme a un tratamiento durante mucho tiempo allí, y siempre pasaba por delante. Además, fue donde ingresaron a mi hija y a Terry.

-¿Tratamiento? ¿Tratamiento para qué?

-Si yo te contase…

Comencé a conducir muy despacio, encarrilándome a la perfección. Conocía como la palma de mi mano aquella carretera, que tantas veces había recorrido y tantas veces habría de recorrer. Fijé la mirada en la carretera; no obstante, no pude evitar mirar de reojo hacia Tobías. Apenas se escuchaba ninguna señal de vida por su parte. Permanecía con la cabeza recostada en el asiento, cerrando los ojos, respirando muy dulcemente. Cada poco tiempo, los entreabría, para averiguar dónde estábamos, y permanecía un rato con ellos abiertos hasta que dejaba caer los párpados de nuevo. Su rostro se veía completamente pálido; cada vez más a medida que avanzábamos, a la par que soltaba algún que otro gemido al dormitar, como si tuviese pesadillas.

-¿Vas bien, Tobías?-le pregunté, sin mirarle.

-Sí.-murmuró.- ¿Cuánto falta?

-Un pedacito pequeño. Duerme un poco si quieres, cuando lleguemos te despierto.

-No voy a dormir.

No lo hizo. Ahora, la angustia, el nerviosismo, le hacían mantenerse completamente despierto, mirando con curiosidad por la ventana, intentando vislumbrar aquel lugar que guardaba tantas sensaciones, tanto sufrimiento para él. En cuanto vio el letrero que contenía el nombre del hospital, le escuché tragar saliva. Aparqué el coche casi enfrente de la entrada.

Nos bajamos juntos, casi a la vez. En cuanto me situé a su lado, le devolví las llaves del coche, aunque él estaba completamente ensimismado mirando la puerta, como si esperase que ella saliese a recibirle. Le cogí de la mano. Estaba fría, mucho más que de costumbre. A juzgar por su temperatura habitual, era una mala señal. Era como si se le detuviese el corazón al llegar allí, y no fuese capaz de abastecer de sangre su cuerpo. Intenté que entrase, pero tensó el brazo, oponiendo resistencia. Decía que quería fumar un cigarro antes de entrar. Se apoyó en la pared, dejando descansar en ella su espalda y su nuca, mientras contemplaba con sus ojos verdes, más curiosos que nunca, a los pacientes, los médicos, las ambulancias entrar y salir del hospital. Se llevó una mano al cuello y tosió un par de veces profundamente, haciendo que las mejillas se le encendiesen. Carraspeó mientras tiraba el cigarrillo al suelo, completamente consumido. Antes de entrar juntos al hospital, lo pisó varias veces con furia.

-Perdone.-musitó Tobías al llegar a recepción, apoyando en ella ambas manos.

La enfermera que estaba al otro lado de la mesa dejó el teléfono a un lado en cuanto le vio y se giró hacia nosotros, sonriendo.

-¿Qué quería?-respondió.

-¿Puede decirme el número de la habitación de Lucy Cargill?-en cuanto pronunció aquel nombre, su voz se mostró más apagada todavía. Era como si el recuerdo le oprimiese la garganta, impidiéndole respirar.

-¿Me repite el nombre?-preguntó ella, sin percatarse de su abatimiento.

-Lucy Cargill.-en medio de ambos nombres tomó aire fuertemente con la nariz.

Las manos de la enfermera teclearon aquel nombre en su ordenador a toda prisa. Tras consultar la base de datos de los residentes, miró a Tobías algo extrañada.

-Es la 45.

-Gracias.-murmuró.

Nos disponíamos a irnos, cuando el grito de “Espere” de la recepcionista hizo que volviésemos a girarnos para mirarla.

-Lucy nunca ha recibido visitas, que yo sepa. ¿Quién es usted?-preguntó, con aire cotilla.

-Su hijo.

-¿Tiene en realidad un hijo?-exclamó, exaltada.- ¿Y cuál de los dos es? Porque ella siempre habla de dos. Uno que tiene nombre de chica y otro…que no me acuerdo cómo era…

Su rostro palideció completamente, como si hubiese muerto en el momento en el que escuchó que su madre hablaba sobre él.

-Tobías.-respondió, en un hilo de voz.

-¡Eso! ¿Ese es usted?

Asintió levemente, semejando no tener fuerzas. Simplemente aquel lugar, el oír hablar de ella, de Lucy, le consumía de una manera asombrosa. Confieso que me inquieté al verle así.

-La verdad es que me deja de piedra. Todos los del hospital creíamos que, ya sabe, que eran imaginaciones suyas. Y ahora está aquí, frente a mí.-se rió.-La verdad es que debería tener cuidado con ella, es bastante obsesiva, no sé si le han contado. Pero bueno, las personas que están aquí, por algo es ¿no?

Quizás fue el hecho de dudar de su existencia, o el de irse de la lengua en un momento tan delicado, aunque seguramente fue el de tratar a su madre como si fuese un animal que hizo que Tobías apretase sus puños con fuerza y golpease con ellos el mostrador, provocando un estentóreo ruido que hizo romper por un momento la calma que reinaba en los alrededores. La enfermera se echó hacia atrás asustada.

-¿Sabe lo que le digo?-le escupió, amordazando su ira.-Que cierre la puta boca, que hace menos daño a la vista.

Dicho esto, se dio media vuelta, indignado, caminando a paso ligero para intentar alejarse lo más posible de los gritos de aquella mujer, con los cuáles le reprendía su acción y su lenguaje. Intenté situarme a la altura de él, y no le quité ojo, algo asombrada por su comportamiento. Escuché que resoplaba furioso por la nariz.

-Que te follen.-murmuró entre dientes, despidiéndose así de la enfermera.

En cuanto se hubo calmado, nos pusimos ambos a buscar por la habitación. Noté que sus ojos recorrían cada uno de los recovecos de las paredes de aquel pasillo, con nerviosismo. Pronto encontramos el sitio. Aquel número se alzaba encima de la puerta, haciendo que lo recuerdos acudiesen a la mente de Tobías, dañándola, rajándola. Desesperación, sangre, impotencia… El hecho de entrar por aquella puerta y ver que la mujer que le dio la vida no sabe ni siquiera quién es. La ansiedad agolpó con fiereza su pecho en aquel momento, creándole una fuerte opresión que le hizo toser de nuevo, agarrándose la camiseta.

-A la mierda.-gruñó, girándose hacia la entrada.

-¿A dónde vas?-le agarré por un brazo.

-No puedo, Emily, joder, no puedo.

-Sí que puedes. Tranquilízate, ¿quieres?

-Déjame.-intentó soltarse.

-No hemos venido para nada.-tomé su rostro entre mis manos, haciendo que me mirase.-Te dije que estaría contigo. Y no te voy a dejar solo.-intentó desviar la mirada, pero moví las manos bruscamente.-Mírame.-le ordené. Lo hizo. Sus ojos reflejaban una profunda amargura.-Voy a estar contigo. Si te encuentras mal nos vamos. ¿De acuerdo?-asintió, resignado.

Opté por soltarle. Mis dedos se aferraron a su muñeca y volvieron a conducirla hacia la puerta de la habitación. Noté en mis sensibles yemas lo rápido que latía su corazón. Suspiró hondo, expulsando el aire por la boca, intentando tranquilizarse. Al hacer girar aquel picaporte, su mundo se vino abajo tras él. La miró anonadado, atemorizado, sobresaltado. Simplemente, era ella. Caminó hacia delante, sin dejar de mirarla. Le solté la muñeca, dejando que pudiese moverse. Lucy se encontraba sentada en la cama, mirando por la ventana completamente ajena a nuestra visita. Su cabello castaño le llegaba hasta la cadera, y sus mechones dormían entre las sábanas. Un débil humo blanco salía de un cigarrillo que portaba en sus manos, al cual le daba una calada de vez en cuando, provocando el sonido de un leve soplido. Seguramente buscaba algo de sol en aquel día nublado, pero las nubes no dejaban que lo viese. Tobías, que había estado completamente en silencio, se atrevió a llamar su atención idénticamente igual que la última vez que se vieran:

-M…Mamá…

Giró la cabeza suavemente, sin inmutarse al verle. Dejó descansar su cigarro en un cenicero que había encima de la mesita mientras sus dos ojos azules se clavaban curiosos en él y recorrían su cuerpo en su totalidad, una y otra vez, intentando buscar un rasgo conocido. Se mostró algo desconfiada, con lo que se aferró con fuerza a una almohada vieja, sucia y carcomida que descansaba sobre sus piernas, tapadas por un pijama blanco.

-Eres muy guapo.-contestó, con voz casi infantil.-Te pareces a mi hijo.

Tobías se mordió los labios. No obstante, recordó mis palabras y se colocó de cuclillas a su lado, mirándola desde abajo. Su expresión semejaba dulce y apaciguada.

-Mamá… s…soy tu hijo.-su voz delataba su nerviosismo.-Tobías… ¿te acuerdas de mí?

Ella le miró recelosa de arriba abajo de nuevo. Alzó una ceja, indicando su desacuerdo.

-Tú no eres Tobías.-respondió, convencida, estrechando la almohada contra su pecho.-Tobías es un niño.

-Escucha… ¿sabes cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos?-le apartó suavemente el pelo de la cara.-Diecisiete. Eso…eso es mucho tiempo. He crecido mucho desde entonces… ¿entiendes?

Ella le miró de arriba abajo con recelo, sin haber escuchado sus palabras. Aún así, asintió levemente un par de veces. Sus palabras, sin embargo, sonaron contradictorias.

-Pero tú no eres Tobías.

Él suspiró fuertemente, sin saber qué hacer. Aún así, siguió mirándola atentamente a los ojos, como si pudiese hacerle ver que su niño se encontraba escondido dentro, en algún lugar de su escaso brillo.

-¿Cómo quieres que te lo demuestre?

Lucy se encogió de hombros. Retrocedió un poco hacia atrás, aferrándose a la almohada, como si le tuviese miedo. Tobías respiró hondo. Aún así, no pudo evitar ponerse nervioso.

-Tienes que creerme, mamá. Tienes que creerme.-rebuscó en el bolsillo de su pantalón, del cual sacó su cartera de cuero desgastada por los años. Dentro de ella, en uno de los compartimentos, había una foto doblada. Se la entregó.-Mira, toma. La única foto que nos sacamos juntos. Nos la sacó mi padre pocos días antes de morir. Tenía yo 6 años. ¿Quién coño crees que estaría interesado en una foto medio desenfocada, en blanco y negro aún por encima y llena de polvo y mierda? Nadie, joder. ¿Por qué iba a mentirte?

Miró atentamente la foto, sosteniéndola con una mano, sin dejar de agarrar la almohada. Tras hacerlo, la dejó en la cama bruscamente, como si no estuviese del todo convencida con su argumento. La miré de reojo. En ella aparecía Tobías al lado de su madre, mostrándose tímido ante la amplia sonrisa de ella; en efecto su aspecto no parecía de personas bien avenidas. Realmente había algo en aquella foto que lograba desgarrarme. Lucy volvió a mirar a su hijo detenidamente, sin el recelo anterior. Quizás lo que había ahora dentro de ella era pena; ambos se necesitaban mutuamente. Seguramente fue eso lo que la hizo seguirle el juego.

-Tobías.-murmuró, mirándole.

Su mirada comenzó a volverse vidriosa, como si tuviese a punto de llorar. Sin duda estaba tremendamente emocionado.

-Mamá.-su voz sonaba temblorosa e incrédula.

Sus dientes contuvieron el impulso de abrazarla mordisqueando los labios. Bajó la mirada. Seguramente, no se esperaba aquella respuesta por su parte. Un par de lágrimas me demostraron que Tobías había descubierto, al igual que yo cuando nació mi primer hijo, lo que se siente al llorar de felicidad. O tal vez solo era nostalgia. Lucy, al ver cuánto le había afectado, posó una mano en su hombro. Se miraron mutuamente a los ojos de nuevo, como intentando reconocerse mutuamente. La mano de ella palmeó suavemente a su lado; en respuesta, él se sentó en el lugar que le había indicado, resignado. Le escuché tragar saliva de nuevo, mientras las manos de su madre rebuscaban en la mesita el pitillo que había dejado en el cenicero para rescatarlo dándole una calada.

-¿Puedo fumar uno?-preguntó Tobías señalándolo.

Lucy asintió en respuesta. Del bolsillo de sus pantalones sacó entonces una cajetilla de tabaco, de la cual extrajo un cigarrillo, que agarró entre dos de sus dedos.

-¿Tienes fuego?

Ella abrió un cajón de su mesita y cogió un mechero blanco. Tobías lo colocó entre los labios, mientras el humo comenzaba a salir de la punta quemada. Sus mejillas se consumieron al aspirar fuertemente. Cuando aquella llamita se retiró, tragó el humo muy rápidamente, intentando sentirlo dentro de sí.

-Gracias.-musitó apagadamente aguantando la respiración. Posteriormente, dejó salir el humo muy suavemente, expirando despacio.

Le miró curiosa, sin dejar de chupar también el filtro de su cigarro. Era como si le inquietase la forma de fumar de su hijo. La verdad es que a mí también. Podía hablar durante bastante tiempo sin soltar el humo, sin respirar. Se echó un mechón de pelo hacia atrás de la oreja, nervioso, sin dejar de mirar a Lucy.

-¿Recuerdas la guitarra que me regalaste, mamá, cuando cumplí los ocho?

Ella le miró, completamente serena. Asintió.

-Aprendí a tocarla.-prosiguió, sonriendo.-Un día te la traeré para que veas.

-Me gusta mucho la música.-sonrió ampliamente.

-Entonces seguro que te gustará.

Tobías la miró, quizás no plenamente feliz pero sí con ternura y satisfacción. Ella fijó su mirada en sus manos, cuyos huesos acariciaba una y otra vez. Sujetó el pitillo en la boca, mientras dejó que sus dedos recorriesen ambos brazos. Su mirada parecía curiosa, mas vislumbraba algo cercano, conocido, en aquel tacto. Se acercó a él mientras palpaba efusivamente su clavícula. Los deslizó entonces hacia su pecho, y allí los detuvo, mientras exploraban cada uno de sus rincones. Tobías esbozó una dulce sonrisa al verla. Comenzó a respirar muy lentamente, provocando un leve sonido al coger aire por la nariz, con el propósito de que lo notase. Ladeó su madre la cabeza, como si fuese completamente nuevo para ella. En aquel momento se abrió la puerta. Lucy giró la cabeza bruscamente, apartando las manos del cuerpo de él y colocándolas sobre su cigarrillo completamente consumido. Tobías se apresuró en apagar en suyo en el cenicero al percatarse de que la nueva visitante era una enfermera morena que sostenía una bandeja con comida.

-La cena, Lucy.-murmuró, mientras la posaba sobre una mesa camilla que había junto a la cama.

Dicho esto, se apresuró en irse. Ella miró la bandeja con expresión nula en su rostro. Luego, miró a Tobías.

-Cómela tú.-le dijo, asintiendo para reafirmarse.

-Mamá,-respondió él, algo perplejo por su reacción.-es tu cena.

-Estás muy delgado.-miró su cuerpo de nuevo, con angustia en la voz.

-Estoy bien, de veras. Come, yo no tengo hambre.

Negó con la cabeza, nerviosa.

-Tobías, sabes lo que pasará si no comes nada, ¿verdad? ¡Van a volver a decir que estoy loca y os van a llevar a ti y a tu hermano!-se volvió a aferrar a la almohada.- ¡No quiero perderos! ¡¡No quiero perderos!! ¡Sois lo único que me queda!-rompió a llorar, agarrándose el pelo, arrojando al suelo el pitillo.

-Mamá, tranquila.-le agarró de los hombros, haciendo que se girase hacia él.-Tranquila.

-¡No quiero! ¡Me volverán a coger y…y me llevarán a ese sitio horrible! ¡Horrible! ¡No quiero ir al sitio horrible!

Tobías me miró a mí esta vez. Su expresión parecía serena a pesar de la situación.

-Llama a la enfermera.-murmuró.

No escuché con claridad sus palabras, pero comprendí lo que quería decirme leyéndole los labios. Salí apresurada, chillando para que alguien viniese. La que le había ido a buscar la cena ya estaba demasiado lejos, pero un enfermero que pasaba por allí se acercó. Al ver a Lucy desquiciada, agarrándose el pelo y repitiendo sus palabras como si de una letanía se tratase, corrió a buscar un medicamento. Volví a acercarme a ellos.

-¡Tranquilízate!-él también comenzaba a alterarse.- ¡No me van a llevar a ningún sitio!

-¡Eso es porque no eres Tobías! ¡Lo sabía desde el principio! ¡Seguro que tú te lo has llevado! ¿¡Qué le habéis hecho a mi niño!?

Se quedó en blanco durante un momento, un breve instante en el que se dio cuenta de que ella sólo había estado fingiendo; realmente era todo como desgraciadamente lo recordaba: un desconocido, eso es lo que era. Un hombre que se había sentado a su lado y le había intentado convencer de que era aquel pequeño de 9 años que hacía años que había perdido. Quizás para poder calmar ambos su dolor le siguió la corriente, quiso creer que aquel chaval demacrado y enfermizo era en realidad su hijo, se esforzó por hacerlo, por poder hacer que su conciencia se callase al fin tras años de remordimientos. Pero no podía engañar eternamente a su mente. Llegó el enfermero, portando una aguja y unos algodones cuando las fuerzas de Tobías amenazaban con abandonarle por completo. En cuanto Lucy se percató de la nueva persona que había entrado, se retorció con todavía más ahínco, rehuyendo de él. Tobías tomó su rostro blanquecino y arrugado en sus manos. Su melena casi grisácea caía sobre sus hombros, arropando su expresión de absoluto pánico. El enfermero se sentó a su lado.

-Mamá,-dijo, con voz velada.-mírame.-ella intentó apartar la cara, pero las manos de Tobías la aprisionaron.-Mírame. No te va a pasar nada. No te van a llevar a ningún sitio horrible. Ni a mí ni a mi hermano nos van a apartar de ti. ¿Entendido?

La aguja comenzó a clavarse en uno de sus brazos. Quiso escapar de nuevo, revolviéndose en los brazos de su hijo. Él no cejó ni un instante. “Tranquila” susurraba reiteradas veces, mientras observaba de reojo los progresos del enfermero. No tardó en retirarla, tapando posteriormente la zona del pinchazo con un algodón pegado con gasa. Lucy dejó de moverse. Se limitó a observar a su hijo inmóvil, casi sin pestañear. Tobías le devolvió la mirada, preocupado. La abrazó con todas sus fuerzas, escondiendo el rostro en su hombro. Era como si fuese una estatua de cera, pues ni siquiera le envolvió en sus brazos. Se limitó a clavar los ojos en la pared, completamente rígida. Él la besó en la mejilla, con muchísima impotencia.

-Tobías nunca me abrazaba.-murmuró, con voz monótona y apagada.

-Quizás era porque tú tampoco le abrazabas a él.-se mordió los labios.

Se separó de ella, muy suavemente, como si temiese romper algo extremadamente delicado. Al verla en su estado, suspiró profundamente, intentando reprimir las lágrimas. Lucy apoyó su cabeza en el hombro de su hijo en un movimiento seco, sin dejar de mirar hacia la nada. Él me miró de reojo, sin saber cómo actuar, qué decir, pidiéndome consejo. La verdad es que yo tampoco sabía. La entrecortada, y a la vez honda respiración de su madre ronroneaba en sus oídos. La miró de reojo, con ternura, con nostalgia, con tristeza. Unos susurros saliendo de aquellos labios sin vida ensordecieron la sala.

-Tobías, no llores. Por favor, no llores, que lo vas a despertar.

Su rostro se tornó pálido. Al estremecerse, la cabeza de Lucy se sacudió débilmente, aunque seguía enfrascada en sus palabras, las cuales repetía con voz dulce. Volver al pasado, al pasado del que tanto había huido, que tantísimo daño le había provocado en su alma marchita, en sus destrozadas muñecas, en su frágil mente. Seguramente, volvía a sentirse en aquella casa, al pie de la cama de su hermano, viendo cómo se moría, sin poder hacer nada; tan solo esperar y rezar para que no sufriese tanto aquella noche y al menos él pudiese conciliar el sueño.

-Tobías, joder, te he explicado que si te oye llorar se va a poner peor.-murmuraba reiteradas veces.-Por favor, Tobías, por lo que más quieras. Deja de llorar.

Se mordió los labios, escuchando las palabras de su madre. En aquel momento era él el que se había petrificado. El único movimiento que le vi ejecutar era el de tragar saliva, que se reflejaba en las convulsiones de su nuez. Sentí que era el momento de sacarle de allí, aunque no tuviese fuerzas para pedírmelo.

-Tobías.-le dije, inclinándome hacia él.-Es tarde. Deberíamos irnos ya.

Asintió, algo agradecido. Abandonó su rigidez y se giró hacia su madre, para poder mirarla a los ojos. Le acarició los brazos, intentando infundirle tranquilidad.

-Tengo que irme, mamá.-susurró muy suavemente.-Pero voy a volver pronto, te lo prometo.

Ella perdió la mirada en el verde intenso que coronaba el iris de su hijo. Ladeó levemente la cabeza, con la boca entreabierta, respondiéndole:

-¿Vas a jugar con tus amigos, amor? Vuelve antes de que se haga de noche. Estará lista la cena en nada.

Tobías no encontró fuerzas para responderle. Cerró con fuerza los ojos y respiró hondo, al tiempo que se levantaba. Se dirigió veloz a la puerta, siendo seguido por mí. Igualmente, no pudo evitar echarle un último vistazo a su madre, tan herida por el tiempo, que clavaba la vista en la pared. En cuanto cerramos la puerta, sintió que algo se moría dentro, y suspiró muy dulcemente para poder echarse a llorar. En ese instante, fue interrumpido por un señor de unos 50 años, alto, con algunas canas en el cabello, que se detuvo ante él.

-¿Es usted…Tobías Cargill, el hijo de Lucy?-preguntó, habiendo dudado en su nombre.

-Sí.-contestó él, sin apenas voz.

-Soy el médico de su madre, el doctor Peterson. Querría hablar con usted en mi despacho, si no es mucha molestia.

Tobías negó con la cabeza. Posteriormente, ambos seguimos al doctor hasta donde nos había indicado. Aquel era un estudio bastante amplio, con diagramas, fotografías y mapas conceptuales sobre psiquiatría. En cuando se hubo situado tras su escritorio de caoba, nos pidió a Tobías y a mí que tomásemos asiento en unas mullidas sillas granates.

-Verá, señor Cargill,-comenzó a hablar, revisando sus papeles.-su madre padece de esquizofrenia. Estamos medicándola al menos para que no sufra demasiado cuando sufre los ataques, pero…usted podría costearle un tratamiento más potente. Aproximadamente 1.500 dólares le costaría.

-¿Para eso me quería?-gruñó.-No tengo esa pasta.

-Seguiremos entonces con el tratamiento al que está ahora sometida hasta que usted esté preparado.-Tobías le miró con sorna.- ¿Qué puede contarme del otro niño…?-rebuscó en el informe.-Jesse.

-Era mi hermano. Murió cuando yo tenía 9 años. Él tenía 4. –respondió de forma apagada.

-¿Su madre tuvo algún comportamiento extraño con él o con usted antes de que muriese?

-No. Antes estaba perfectamente.

¿Cuánto tiempo hace que no la ve?

-17 años.

-Ahá. Y… ¿por qué no ha venido hasta ahora?

Fue entonces cuando Tobías optó por levantarse del asiento, dolido, abrumado por las preguntas, deseando romper a llorar. Apoyó los puños en la mesa, ante el asombro del médico. Seguramente estaría deseando soltarle cuatro palabras fuertes que hiciesen retumbar el hospital, pero el dulce recuerdo de su madre le hizo amordazarlas.

-Lo siento, tengo que irme, se me hace tarde.-murmuró, sin mirarle.

Le acompañé a la puerta, posando la mano en su espalda. “Recuerde mi propuesta, señor Cargill” le espetó Paterson antes de que pudiésemos salir del despacho. Lo único que pudo hacer al respecto Tobías fue resoplar en desacuerdo.

Entre los muros del aparcamiento, todo se vislumbraba más gris que de costumbre, ignoro si serían nubes de humo, de lluvia o de sufrimiento. Aún así, era inevitable poder coger aire sin respirar la libertad que produce la soledad. Los que llegan, están apresurados por entrar; los que se van, están apresurados por salir. Allí era uno de los pocos lados que tienes a mano en un hospital en los que puedes intoxicarte a gusto de tristeza. Tobías, en cuanto se vio fuera, se arrimó a uno de los muros en una esquina, rehusando ser visto. Fue entonces cuando dejó que aquellas nubes descargasen su amarga agua en sus ojos. Se tapó la cara con las manos, y comenzó a gemir de desesperación. Me acerqué a él.

-Has sido muy valiente, Tobías.-le acaricié la frente, para apartarle el pelo.-Muchísimo.

En otra ocasión, quizás le habría prohibido llorar, intentando calmarle, pero no pude hacerlo entonces. Simplemente lo cogí de la mano y me coloqué a su lado, haciendo que ambos nos sentásemos a ras del suelo. Los sollozos traían consigo unos intensos escalofríos, como olas que rompen en las rocas. Quise de verdad susurrarle palabras que le tranquilizasen; me abstuve. Después de escuchar a su madre rogarle que no llorase, comprendí que era lo que más necesitaba en aquel momento. Le miré a los ojos, y vislumbré en ellos el triste brillo azulado que residía en los ojos tristes del ángel que había pintado en el cuadro.

Al día siguiente, recuerdo ir a visitarle a su casa, tras una intensa noche que apuesto que ambos pasamos en vela. Llamé al timbre, sin ni siquiera estar segura de si hacerlo. La verdad es que ardía en deseos de poder ver cómo estaba. Era obvio que la visita a su madre le había afectado, al igual que la última vez que había ido. Aunque esperaba no encontrármelo en el suelo, sin vida, acunado por un río de sangre, habiéndose dejado llevar por la fuerte corriente del sufrimiento, la desesperación, la tristeza, la melancolía más pura. Si me hubiese encontrado su pulso desgarrado por el filo dentado de su navaja, no sé qué habría hecho. Un ángel no podría permitirse perder a uno de sus protegidos. La puerta se abrió lentamente, dejándome entrever a un Tobías demacrado, con ojeras bajo sus ojos verdes, acariciándolos. Se apoyó en una pared temblando.

-Hola, Em.-murmuró, sonriéndome.

-Hola.-sonreí. Seguidamente, me abracé a él con suavidad.- ¿Cómo estás?

-B…Bien, muy bien. ¿Y tú?

Le aparté suavemente, haciendo que me mirase.

-Has titubeado.

-Te estoy diciendo que estoy bien, Emily.-respondió, cogiendo la cajetilla de tabaco del bolsillo. Uno de los pitillos se resbaló de sus dedos corazón e índice y cayó al suelo, aunque los acercó a la boca sin darse cuenta.

-No, no estás bien.-dije, nerviosa, tomando su rostro entre mis manos.- ¿Has vuelto a meterte?

Se inclinó ligeramente hacia delante y comenzó a toser profundamente, como si estuviese arrancando de sus entrañas veneno corrosivo; aquel que ponía en jaque a su mente y rasgaba su alma con la mayor crueldad imaginable, fríamente, pero con dolorosa lentitud, terminando con una vida deshilando lágrimas y penas hasta terminar vaciando el corazón de sentimientos. Negó con la cabeza para contestar a mi pregunta.

-Coca no.-murmuró.

-Entonces…

-Caballo.-volvió a aferrarse a la pared, sin respuesta por parte de sus piernas.

Le agarré por los hombros con fuerza, clavando en ellos las uñas. Le miré a los ojos incrédula, intentando escucharle desmentirlo, decirme que era una broma. Quizás, esperando que fuese un mal sueño, pero no sucedía. Seguía clavando en mí sus ojos apagados, sin apenas vida, parpadeando despacio. Sus manos completamente mórbidas sujetaban el resto del cuerpo con la ayuda de la pared blanca. Respiraba de una forma profunda y pesada, como si una perpetua opresión en el pecho le impidiese ejecutarla con normalidad. Simplemente, era cierto.

-¡¿Estás loco o qué coño?!-le reprendí, con tono acusador.

-El tipo no tenía coca.-se excusó.

En ese momento se desplomó en el suelo, como si su vida se hubiese escapado por la puerta, todavía entreabierta. Me arrodillé a su lado y grité su nombre. Coloqué una mano en su nuca empapada en sudor, intentando que siguiese manteniendo contacto visual conmigo. Entreabrió los ojos. Era como sostener en brazos una vela que se apaga, cuya cera ni siquiera es capaz de quemarte los dedos, pues golpea ya fría el suelo. Intenté sostener su cabeza de tal modo que no se le dificultase la respiración. Escuché un leve ronroneo que salía de su boca.

-¿Estás bien?-contuve mis lágrimas todavía sin querer creérmelo.-Joder…-murmuré.

Asintió muy suavemente, mientras intentaba incorporarse. Le ayudé colocando una mano en su espalda y otra en su pecho. Sentí golpear su corazón contra mi mano con fuerza.

-¿Por qué lo haces?-susurré, mordiéndome los labios.

-No me reconoce, Emily, no me reconoce.-respondió, con voz quejumbrosa, mientras se enderezaba.-Y nunca me va a reconocer.

No pude soportarlo más. Me aferré con fuerza a sus costados y hundí la cabeza en su pecho. Rompí en llanto, con el impulso súbito con el que alguien tira un vaso con violencia al suelo y deja que sus pedacitos cortantes se esparzan por toda una estancia. Comencé a gemir dolorosamente. Él no podía hacerse eso, no podía hacerme eso. Sentí su barbilla apoyada levemente en mi hombro. Sus temblorosos brazos me envolvían con mucha ternura. ¿Acaso la frialdad de la droga le había permitido salvar de su influjo un solo sentimiento, que estaba derrochando conmigo? Junté mis ambas filas de dientes con rabia, y a la vez con infinita tristeza. Le estaba perdiendo.

-Emily, no llores. No llores por mí.-me dijo, mientras me abrazaba.-Un día amaneceré muerto y ya se acabará todo.

Algo estalló dentro de mí. Quizás el recuerdo de todo lo que había tenido que sufrir para poder estar con él en aquel momento. Toda mi lucha por mantenerme con vida. ¿Él pretendía abandonar toda esperanza? Tanto había intentado conservar ese bien preciado que Dios nos había otorgado, ¿acaso quería deshacerse de él? No podía permitirlo. Entonces fue cuando, en un impulso ciego, lleno de ira, me aparté de él y le arreé un bofetón, con la mano completamente tensa.

-¡No vuelvas a decir eso!-chillé.- ¿¡Me oyes!?

Tobías cayó de rodillas en el suelo de nuevo, palpándose la mejilla con una mano. Bajó la cabeza. Se inclinó hacia delante. No pude volver a verle los ojos. Me di cuenta entonces de mi error.

-¿Tobías?

Me arrodillé enfrente de él, acercándome cada vez más a él gateando para que pudiese sentir mi presencia.

-Perdóname.-susurré, muy cerca de su rostro.

Movió la cabeza hacia los lados, temblando. Volví a abrazarle. Necesitaba paliar su frío, y con él el mío. No dije nada más; ni lo consideraba oportuno, ni tenía fuerzas para ello.

-No sé qué hacer con mi vida.-musitó, con voz quebrada, tras un rato.

-Tienes que dejarlo.

-No puedo.

-Sí puedes.-me separé suavemente de él y le acaricié la mejilla. Aún la tenía ardiendo.-Yo voy a ayudarte.

Volvimos a mirarnos a los ojos. Él se agarraba los brazos con fuerza, frotándolos con las manos.

-Soy tu ángel, ¿sabes?-dije.

-Mi ángel…-repitió, en un hilo de voz.

-No hace falta que lo comprendas, sólo que lo sepas.-sonreí cálidamente.

Las palabras que Klaus había dicho sobre mí lograron reconfortar por un momento a Tobías, ignoro si el efecto de la droga tuvo algo que ver. Le cogí de la mano y le ayudé a encaminarse a su habitación.

Aquel ángel experto, magullado de tantos golpes que la vida le había brindado, intentaba que su compañero malherido se aferrase a él. Llegaría un momento en el que sus ojos verdes agotasen todas las lágrimas que pudiesen derramar. Aquellas heridas que coronaban su cuerpo, su débil pecho, sus costados, su vientre, su cuello, sus brazos, antebrazos, mismo su boca, sus mejillas, sus manos, derramaban tantísima sangre todas y cada una de ellas que era imposible saber en cuál centrarse. Sus alas resquebrajadas, rotas, desfiguradas, eran incapaces de dejarle emprender el vuelo por sí sólo. El ángel salvador no se daría por vencido, a sabiendas de que el otro era un caso perdido. Algún día, llegaría a él una ráfaga de viento cálido que le curaría las heridas y le enseñaría a volar.

sábado, 7 de agosto de 2010

El Lugar donde no vuelan las palomas: Capítulo XXXV-Rastros de vida


Las mariposas son los más efímeros insectos que la naturaleza ha podido degustar. Solamente unos pocos días, quizás uno o dos, dura su corta existencia. Desde que se rompe la crisálida, la mariposa sólo debe buscar un macho con el que aparearse. Tras hacerlo, comenzará a agonizar lentamente hasta morir. Unos animales tan bellos, de vistosos colores, de acompasados vuelos, solamente deben encontrar, por así decirlo, el amor verdadero para morir en paz. Quizás la mariposa macho se encuentra tan cerca que todos los días se cruzan, y ella no puede verle. ¿Qué pasa si la hembra escoge la pareja equivocada? ¿Se morirá sin saber cuál es el sentimiento del amor más puro? ¿Acaso ese sentimiento no puede existir para ella? El tiempo se agota. Llegará el momento en el que la grácil mariposita agite por última vez las alas. ¿Podrá gozar de una noche, una sola noche, con él? Puede que nunca llegue a saberlo. Su bella y frágil naturaleza le encaminará hacia ese camino sin retorno llamado Muerte.

-¡Puaf!-gruñó Klaus agitando los brazos.- ¡Cuántos bichos hay aquí!

-No son bichos, son polillas.-extendí uno de mis dedos para que se posara una de ellas.-Estamos en la época.

-¡No me gustan! ¡Son feos!

-Que van a ser feos.-la observé de cerca, intentando que no se escapara.-Las polillas son las mariposas de la noche, ¿sabías?

-Ah, ¿sí?-se sentó a mi lado.

-Sí, solamente aparecen por la noche, y salen en busca de luz.

-Pero ángel, por la noche no hay luz.-negó convencido con la cabeza.

-Por el día la gente las mata, ¿no te das cuenta? Por eso salen por la noche, para estar seguras. Apenas encuentran la luz que buscan, por eso son animales tristes que persiguen metas que jamás pueden alcanzar.-moví el dedo ligeramente para dejarla volar.

-¡Caray, cuánto sabes, ángel!-asintió.

Me sonrojé ligeramente. En aquella cálida noche me sentía como pez en el agua sentada en aquel banquito con Klaus. Las polillas volaban a nuestro alrededor y se enredaban en mi pelo, provocándome una gran satisfacción. Rondaban alrededor de todas las prostitutas que cumplían con su labor, más sensuales que nunca. Las mariposas de la noche solo reconocen a las verdaderas princesas. Sharon también estaba entre ellas, cerca de nosotros dos, siendo la luz más atrayente de todas. Permanecía agarrada a los hombros de un hombre de unos 50 años. Sus gruesos labios recorrían el arrugado rostro del cliente como si fuesen exploradores de tierras desconocidas y yermas. Aquellas desgastadas manos la agarraban de las caderas con una descomunal fuerza, provocando dolorosos pliegues en su falda. Observé desde lejos aquella escena, que mezclaba una majestuosa voluptuosidad por parte de ella y una asquerosa repulsión por parte de él. Klaus notó mi interés y la miró igualmente.

-Es muy bonita.-dijo, convencido.

-Sí, sí que lo es.

-Además, es muy buena.

Le miré, algo desconcertada.

-¿Os tratáis?-le pregunté.

Lo negó con la cabeza.

-No, pero mira cómo le da besitos a ese señor. Ella siempre le da besitos a todo el mundo. La gente que da muchos besitos tiene un corazón muy grande, ¿no lo sabías?

-Sí, claro.

Volví a mirarla. No iba a explicarle a Klaus que Sharon le daba besos a la gente a cambio de dinero; el funcionamiento de la prostitución es demasiado complejo para una persona como él. Aunque no iba desencaminado su razonamiento: era realmente amable, la mejor amiga que haya podido tener. Observé con detenimiento su expresión de falso placer mientras el viejecito me seguía hablando.

-No debe ser fácil llevar un corazón tan grande.-afirmó, ladeando la cabeza.-Seguro que debe pesar mucho.

-Que va.-respondí, entre leves carcajadas.-Lo lleva bien, ¿no ves?

-No sé.-torció el labio.

Entonces fue cuando sucedió, como si de un presagio se tratara. Noté que, tras tenerlos cerrados todo el tiempo, Sharon abrió los ojos de repente, transluciendo miedo en ellos. Sus uñas se clavaron en la espalda de su falso amante, y sus mejillas se tornaron completamente pálidas, como la nieve, como las velas, como la muerte. Sus labios dejaron de besar aquel arrugado cuello y soltaron un desgarrador chillido. Ese fue el momento en el que cayó en el suelo de rodillas, gritando de dolor, oprimiéndose el pecho. El señor que la acompañaba la dejó caer como si se tratase de basura, sorprendido por lo que estaba pasando.

-¿Lo ves, ángel?-dijo Klaus.-Te dije que no resistiría.

Me había quedado petrificada, no sabía cómo actuar. Ni siquiera me creía lo que estaba pasando. Al ver la primera lágrima colisionar contra el suelo, reaccioné bruscamente.

-¡Sharon!

Corrí hacia ella y me tiré en el suelo a su lado, sentada encima de mis piernas. Coloqué una mano sobre su espalda y otra sobre su escote para mantenerla erguida. Ambas temblábamos.

-Sharon.-murmuré, de nuevo con la mente en blanco.

Ella levantó la cabeza. Vio como el cliente se escabullía como si no la conociese, mirando de vez en cuando hacia atrás.

-¡Eso! ¡Vete, maricón de mierda! ¡Tus putos muertos! ¡Lo que quieres es que te la levanten, y luego la pasta, pal moro! ¡Hijo de perra! ¡Rastrero de los cojones!

-Sharon, cálmate.-le reprendí, haciendo fuerza sobre su esternón.- ¿Qué te pasa?

Giró la cabeza hacia mí. Sus ojos translucían un grandísimo sufrimiento.

-No te preocupes, Emily.-sin apartar las manos del pecho, intentó levantarse, pero no tardó en derrumbarse de nuevo, chillando, derramando lágrimas.

-Que no me preocupe, dice. ¡¿Cómo coño no me voy a preocupar?! ¡Ya me estás diciendo qué te pasa!

Intenté apartar sus manos del pecho, de aquel en el que tenía la marca azulada de la radio, pero ella me empujó con un brazo.

-¿Recuerdas aquel dolor que te dije, Emily, el que me venía por culpa del…?-bajó la cabeza y gruñó de nuevo.

Hice memoria. Me lo había dicho una vez en el bar, el día en el que su tierno beso se que quedó grabado en la piel, en los dedos.

-Sí, sí lo recuerdo. Sh…Sharon, ¿puedes levantarte?-la agarré por un pulso e intenté hacerlo. Ella se dejó, logrando ponerse en pie.

Las piernas le temblaban todavía, y una de sus manos aún se aferraba a la zona dolorida, agarrando con fuerza el corsé negro. Gimió un par de veces, del esfuerzo.

-Tenemos que ir al médico.

-¡No!-se apresuró en contestar, clavando la mirada en mí.

-Pues no puedes trabajar así, ni de coña.-pensé con nerviosismo en qué hacer, mirando hacia los lados ansiosa.-Vamos a tomar algo, así podrás descansar.

Sharon asintió débilmente. No sin esfuerzo, comenzó a andar cabizbaja, con mi ayuda, hacia nuestro bar predilecto. Al entrar por la puerta, los ojos verdes de Tobías se clavaron en nosotras, horrorizados. Seguramente al verla en aquel estado se disparó su preocupación.

-Tobías, ponle un vaso de agua.-le ordené, mientras le ayudaba a ella a sentarse.

-P…Pero ¿qué le pasa?…-se apoyó en la barra para verla mejor. Noté que él también temblaba.

-Solo está un poco mareada.-respondí, para tranquilizarle.-Tráele el agua.

-Ni agua ni ostias.-murmuró Sharon.-Lo que necesito es un porro. Se me pasará al fumarlo, siempre se me pasa.-sacó de su bolso la cajita plateada, entre escalofríos. Miró a Tobías posteriormente, haciéndole tragar saliva.-Porque me dejas, ¿verdad?

-Sí, sí te dejo.

-Igualmente, vete a por el agua.-concluí.

Él me obedeció. Las manos de Sharon desenvolvían con rapidez un pitillo, cuyo tabaco mezcló con un trozo quemado de la maría que tenía dispuesta en una plancha. Le puso un nuevo filtro y lo envolvió habilidosamente, aunque con nerviosismo. Deslizó por el fino papel la lengua para cerrarlo. Su expresión translucía el dolor más absoluto. Lo introdujo en la boca y encendió la punta con un mechero. Al expulsar el humo, se le notaba la voz más calmada, aunque no dejaba de oprimir su pecho.

-Dentro de nada ya no me dolerá.

-Sharon, no puedes seguir así.-afirmé, tajante.- ¿No te das cuenta de que el tratamiento no te está haciendo nada?

-No estoy ciega, ¿vale? Lo sé igual que tú.

-¿Entonces por qué no te operas?

-Ya te lo dije.-le dio otra profunda calada al porro.-Porque tengo miedo.

-No me lo trago, ¿qué quieres que te diga? La Sharon que yo conozco se embarca en cosas más peligrosas, como andar chantajeando a sicarios, y no creo que le asuste una operación de la que hasta yo salí viva.

Giró la cara llena de ira, sosteniendo su preciado porro con fuerza. Chupó el filtro de nuevo y expulsó el humo con fuerza.

-¿Quieres que te diga la razón? ¿Eh? Pues es porque no me dejan.

-¿David no te deja operarte? Ridículo.-alcé una ceja.

-A mí también me lo parece, pero él me gestiona el dinero, así que no me lo dará si no le sale de la polla, y se da la casualidad de que es el caso.

-¿Pero por qué no quiere?

-No lo pillas, ¿verdad?

-Pues no, por eso espero que me lo expliques.

Tragó saliva, quejumbrosa.

-Nadie quiere a una puta sin un pecho, ¿entiendes? No le es rentable.

-¡Tócate los huevos! Maldito cabrón…-murmuré.

-Quizás tiene razón, Emily, una mujer sin un pecho…

-…Es tan mujer como cualquiera, no me vengas con mariconadas.-interrumpí.-No puedes ponerte de su parte porque sabes que no tiene razón. Si una mujer manca es una mujer, una mujer sin un pecho también lo es.

Bajó la cabeza.

-Entonces…

-Entonces que va siendo hora de que le plantes cara. No vas a estar sufriendo, poniendo en juego tu vida, porque a él le salga de la punta del mismísimo nabo.

Asintió, con algo de dificultad. Le dio otra calada al porro y se mantuvo en silencio, hasta que llegó Tobías con un vaso de agua entre sus manos. Lo dejó en la barra, cerca de Sharon, y la miró a los ojos.

-¿Estás mejor?

-Un poco, gracias por preocuparte. Eres un encanto.-le acarició la mejilla suavemente, sin separar del pecho la otra mano, mientras el porro descansaba en el cenicero.

-Las gracias no se merecen.-sonrió levemente.

Se sentó enfrente de nosotras, en un taburete al otro lado de la barra, y encendió un cigarro, al cual le dio una profunda calada, agarrándolo entre el índice y el corazón. Se liberó del humo en cuanto lo separó de los labios, como si tuviese necesidad de respirar aire más fresco y puro. Sharon bebió un par de traguitos entrecortados de agua antes de volver a fumar. Poco tardó en acabar el porro, alzando sus cejas en una mezcla entre incredulidad y horror.

-Emily, no me pasa.-murmuró.- ¡No me pasa! ¡Tendría que haberme pasado ya!

-Tenemos que ir a urgencias, sin excusas.-le ordené.

-No tengo coche.

Recordé que nunca llevaba el mío a aquella zona, por miedo a que me lo robasen.

-Mierda, ni tengo el mío aquí.-gruñí.

Tobías se levantó del asiento enérgico, sosteniendo el pitillo en la comisura de los labios.

-Yo sí que tengo, puedo llevaros.-exclamó.

-De puta madre.-dije, agarrando a Sharon por un pulso.-Vamos.

Ella no se rebeló. Sabía igual que yo que su estado no era nada bueno. Débilmente, nos siguió a ambos hasta el maltrecho vehículo de Tobías. Estaba aparcado detrás del bar. Era pequeño, negro y bastante antiguo. Seguramente era de segunda mano, a juzgar por su aspecto. Acercó sus llaves al contacto e hizo que los seguros de las puertas saltasen, dándonos plena libertad para subir.

-Iros metiendo.-nos ordenó, mientras apuraba el pitillo apoyado en el maletero.

Tanto Sharon como yo nos sentamos en el asiento de atrás. Tenía que estar cerca de ella por si le pasaba algo. Me dirigió una mirada con un ápice de reproche, seguramente por su deseo de que él no se enterase de su enfermedad. Ninguno de los dos sabía lo mucho que se ocultaban mutuamente. Sentí que se estremecía el coche cuando Tobías cerró la puerta del conductor con fuerza. Tiró el cigarrillo consumido por la ventanilla mientras murmuraba, agarrando con la otra el volante:

-Agarraos.

Tras girar la llave en el contacto, pisó el acelerador. Aquel coche comenzó a correr a lo máximo que daba. Al mirar el contador, me di cuenta de que ir a 120 km/hora por una ciudad era un suicidio. Sharon, atemorizada, se aferró a su cinturón, gruñendo de dolor. Yo me agarré al asiento de Tobías para gritarle:

-¿Es que te has vuelto loco? ¡Nos vas a matar!

-Tranquila, yo controlo.-contestó, sereno.

-No me gusta cuando dices eso porque significa todo lo contrario y lo sabes.

Dirigimos la mirada a la carretera, observando cómo nos llevábamos por delante un semáforo en rojo, provocando numerosos golpes de claxon por parte del resto de conductores. Le agarré por el cuello.

-¿Estás ciego o qué? ¡Te juro que te corto la cabeza en cuanto lleguemos al hospital!

-Si llegamos.-murmuró Sharon, retorciéndose de dolor en su asiento.

Al llegar a una rotonda, comenzamos a girar a una gran velocidad, siendo atraídos hacia los lados con furia. Aún clavando las uñas en el asiento del conductor me movía, perdiendo el poco equilibrio que tengo y golpeando el hombro izquierdo contra la ventana reiteradas veces.

-Tobías, ¿tú te has metido antes de conducir?-bromeé, aunque con expresión seria.

Me miró alzando una ceja, sin que Sharon llegase a verle.

-Vale, eso es un sí.-me confirmé a mí misma dirigiendo la mirada al frente de nuevo, concienciándome de nuestra inminente colisión.

Gracias a Dios y a todas mis oraciones, llegamos sanos y salvos al aparcamiento del hospital, aunque nosotras llevábamos el corazón desbocado. Él se salió del coche completamente tranquilo, abriéndonos posteriormente las puertas. Al tocar tierra firme, Sharon se abrazó a mí temblorosa. Alargué el brazo.

-Las llaves.-le ordené a Tobías.-A la vuelta conduzco yo.

-No seas exagerada.

-Ni exagerada ni nada. Llaves.-moví los dedos.

Chasqueó la lengua mientras me las entregaba resignado.

-Bah.-murmuró.

Las agarré contundentemente cuando cayeron sobre mi mano.

-Vamos dentro.-miré a Sharon. Estaba todavía más pálida, y se oprimía con mucha más fuerza.

-Voy ahora.-dijo él, sacando de nuevo la cajetilla de tabaco.

Nos acercamos las dos a la recepción, donde una enfermera releía papeles sentada en una silla blanca. Sharon apoyó el hombro cerca de ella y carraspeó un par de veces hasta que le prestó atención algo desganada.

-¿Quiere algo?-preguntó.

-Verá, es que necesito que me vea un médico.-respondió con dificultad.

-¿Me dice su nombre y apellido?

-Sharon Spierenburg.-murmuró, con voz apagada

-Ahá.-lo apuntó en un informe.- ¿Tiene seguro médico?

-No.

-Le cobraremos cuando salga, ¿de acuerdo, señorita…-dudó un rato en el apellido, el cual revisó en el papel.- Spierenburg?

-De acuerdo.

-Pase a la sala de espera.-la señaló. Estaba a la derecha de nuestra posición.

Se apoyó en mi brazo para que le ayudase a caminar. Sus piernas se encontraban demasiado frágiles como para moverse. La sala a la que nos mandaron entrar era minúscula, con las paredes verdes y los asientos incómodos y blancos. Las mesas de madera que servían de revisteros estaban completamente vacías. Era un lugar deprimente y desolador como pocos. Nos sentamos juntas, en una fila de bancos vacía. Ella estaba enfrente de una mujer embarazada que temblaba mirando hacia los lados, nerviosa. Era palpable su empatía. ¿Acaso también estaba sufriendo lo que Sharon había sufrido? Al poco tiempo, salió del baño un chico que parecía ser su acompañante. Escuché el hondo suspiro de mi amiga al verle, mientras intentaba acomodarse en el asiento. Seguro que necesitaba también que su novio estuviese a su lado. En medio de mis pensamientos, entró Tobías, con las manos en los bolsillos del pantalón; sonrió levemente al vernos. Se sentó al lado de Sharon y no le quitó ojo de encima, observándola de arriba abajo.

-Bloody.-le murmuró, acercando el rostro a ella.- ¿Qué te pasa? Sabes que puedes contármelo.

-No te preocupes, no es nada.-respondió ella esbozando una falsa sonrisa.

-P…Pero ¿dónde te duele? ¿Aquí?

Posó una de sus manos en el pecho de Sharon, provocando admiración por su parte. Intentó palpar donde ella sentía aquel desgarrador malestar, aunque no encontraba el lugar exacto. La torera negra que cubría sus hombros lo ocultaba. Le miró resignada. ¿De qué serviría ocultárselo? Seguramente su preocupación le resultó lo suficientemente admirable como para agarrar su pulso con fuerza y dirigirlo hacia la marquita azul, en aquel momento invisible.

-Aquí.-susurró.

Tobías comenzó a catar con los dedos la zona que ella le había marcado con curiosidad. Ladeó la cabeza, sin apartar la mirada de su pecho. En cambio, la mirada angustiada de ella se dirigía al rostro de él.

-¿Lo notas?-le preguntó, hablando muy despacito.

Seguramente se refería al bultito apenas visible que se encontraba bajo tan grotesca marca. La expresión de Tobías mudó en preocupación, con lo que su respuesta se vio respondida con una rotunda afirmación. No hacía falta explicarle nada más. Ante la sorpresa de ambas, apartó los dedos que con tanta dulzura habían recorrido el dolorido sitio. Sharon se llevó una mano a la boca para comenzar a morderse las uñas. Temía haberle hecho daño.

-Estoy…Estoy seguro de que no es nada.-dijo él titubeando.-Yo también siento a veces como…como una opresión en el pecho, pero no es nada, no es nada, pasa enseguida. Te…Te pondrás bien, ya lo verás.

Aquel intento de calmarla era sin duda una estrategia para calmarse a sí mismo. Ella lo notó enseguida, y con su tierna y a la vez triste mirada le agradeció sus palabras. Una tímida sonrisa fue esbozada en sus labios completamente rojos, como la sangre.

-Gracias, Tobías.-musitó.

Las esperanzas estaban completamente rotas para ella: frágil, débil, etérea, enferma, dolorida, sufridora. Pero mientras él las conservase, todavía habría cabida para un ápice de alegría. Quizás pequeño y casi invisible, transparente, pero estaría allí. Sharon miró hacia el suelo, seguramente para no volver a toparse con la mirada verde como el veneno de Tobías. Aunque aquel era un veneno lo suficientemente dulce como para beber de él hasta la saciedad. De repente, salió la enfermera por 2ª y última vez en nuestra estancia.

-Señorita Spierenburg.

Los tres nos levantamos a la vez. Sharon me miraba, yo la miraba a ella, Tobías miraba a la enfermera, con ojos casi acusadores. Ella fue la que nos detuvo antes de que saliésemos hacia la consulta para advertirnos:

-Solo pueden entrar dos personas a la consulta.

Sospecho que Sharon no lo dudó ni un instante.

-Tobías, será mejor que tú te quedes aquí. No tardaremos nada.

Él abrió ligeramente la boca para replicarle, aunque comprendió que no era bienvenido y se abstuvo de decir nada. Seguramente fue entonces cuando se dio cuenta de que la balanza estaba equilibrada: que ambos se ocultaban algo. Quizás era mejor que no supiesen el secreto del otro. No valía la pena que ella agotase las pocas lágrimas que pudiesen albergar sus lacrimales; y en correspondencia a su tristeza, que él se arrimara con más ahínco a su dama blanca. Posé una mano sobre el hombro de Sharon. Supo inmediatamente lo que quería decirle y asintió. Miró a Tobías por última vez antes de entrar en la consulta. Su rostro confirmaba nuestras sospechas: sí, él también lo había notado.

Entramos en la angosta consulta casi al mismo tiempo. El médico, un señor de unos 50 y tantos años cuya cabeza estaba repleta de pelos grises, nos miraba atentamente, sin perdernos ni un instante de vista. Nos sentamos enfrente de él en dos sillas blancas en cuanto la enfermera nos dejó solos. Sharon le miró preocupada, sin dejar de palparse el pecho.

-Oiga,-dijo.-sé muy bien lo que tengo. Lo único que quiero es que me de algo para calmar el dolor.

Sonaba quejumbrosa su voz, casi suplicante de un bálsamo. El médico le respondió sin apenas mover los labios, secamente:

-Siéntese en la camilla y desnúdese de cintura para arriba.

Ella torció el labio al escucharlo, pero cedió finalmente. Se desabrochó el corsé, tras quitarse la torera, y los dejó caer encima de su asiento. Encontró descanso en la camilla dura, con los hierros tapados por una sábana blanca. Se apartó la melena, dejándola descansar en un solo hombro, para que el médico pudiese posar el estetoscopio en su perfecta espalda convexa. Se mantuvo completamente recta mientras el médico le mandaba respirar hondo, mientras cerraba la cortina que nos separaba. Aún así, echando la cabeza algo hacia atrás, pude entrever sus ojos cerrados mientras respiraba pesadamente, cogiendo aire por la nariz y dejándolo escapar por sus labios color carmín. Tras escuchar un rato su ronroneo, se abrió la cortina y pude verla. Y en aquella camilla no vi a Bloody esta vez exhibiendo sus pechos con lujuria encima de una cama; vi a una frágil Sharon cubriéndoselo recatadamente con ambas manos, temblorosa en una sala de urgencias. Cada vez que me miraba, era como si me estuviese pidiendo que la matase. Intenté mantener una sonrisa cálida para ella entre toda la frialdad de mi cuerpo. En ese momento, el médico abrió la puerta y llamó a una enfermera, balbuceando nombres extraños y largos, seguramente de medicamentos. No tardó en venir ella con una aguja con la punta completamente afilada, aparte de otro instrumental. Se sentó al lado de Sharon en la camilla y comenzó a frotarle una zona del brazo, aquella que casi era azul por el reflejo de las venas, con un algodón y alcohol. Nos explicaron que iban a inyectarle un calmante para el dolor. Aguantó estoicamente el pinchazo, aunque mordiéndose los labios y desviando la mirada para no tener que verlo. Posteriormente, le taparon la zona con un algodoncito y un poco de gasa. Antes de que nos marcháramos, formularon las palabras mágicas; “Ingresará el importe en efectivo en recepción”.

Tobías nos esperaba sentado en la sala de espera. Tenía la mirada clavada en el suelo, apoyando sus brazos en ambas rodillas. Sharon se acercó a él con algo de dificultad y le golpeó el hombro. Levantó suavemente la cabeza, aún algo perdido. Le agarró por un brazo y, con su escasa fuerza, le ayudó a levantarse. Ya de pie, él le agarró la cadera para caminar uno con el apoyo del otro. En cuanto nos vimos los tres fuera, Tobías nos acribilló a preguntas.

-¿Cómo estás, Blood? ¿Qué te han hecho? ¿Qué te han dicho?

-Cálmate un poco, ¿quieres?-respondió Sharon riendo cansada.-Aún te va a dar algo.

-Está bien, no tienes de qué preocuparte Tob.-dije.-Le han inyectado un calmante, eso es todo.

Abrí las puertas del coche con las llaves que antes me había entregado. Me senté en el sitio del conductor; ellos dos se sentaron juntos atrás. En cuanto hube cerrado las puertas, ajusté los espejos. Reflejados en uno de ellos vi a Tobías y a Sharon mirarse mutuamente. Quizás, y como se suele decir, sobraban las palabras. Comencé a conducir despacio, deslizando mis manos suavemente por el volante. No soy la mejor conductora, pero al menos ninguno de nosotros sufría histeria. Al cabo de un rato, pregunté, sin separar los ojos de la carretera:

-¿Cómo vas, Sharon?

-Shhh…-escuché en respuesta.

Giré la cabeza levemente. Tobías se posaba un dedo en los labios indicando que guardase silencio. Ella tenía la cabeza apoyada en su hombro y dormía profundamente. La acarició; primero el pelo y fue bajando lentamente al cuello hasta el pecho, al llegar allí detuvo sus dedos en seco. La miraba con una desbordante ternura, quizás pensando en lo fuerte que parece y lo delicada que es en realidad. Efímera como una mariposa la envolvió en los brazos, como si tuviese miedo a desgarrarla, a romperla. En cuanto llegamos al bar, me detuve.

-Habrá que dejarla en su piso.-murmuró Tobías.

-Yo no sé dónde es. Despiértala.

Torció el labio, no conforme con la idea. No obstante, se dio cuenta de que era la única solución y la movió suavemente de un lado a otro con una mano, hablándole con voz dulce.

-Blood, despierta anda. Despierta.

Abrió los ojos muy lentamente. Se separó de él y se desperezó. Aún seguía pareciendo débil y cansada. Nos indicó, con voz apagada, el camino hacia su piso. Al llegar allí, Tobías le abrió la puerta, pues salió primero. Ella le sonrió por el gesto, pero tropezó con el bordillo de la acera y cayó de rodillas.

-¿Estás bien?-preguntamos ambos a unísono.

-Sí, sí.-respondió, levantándose con la ayuda de Tobías.-Solo que estoy agotada.

-¿Podrás ir al piso sola?-habló él.

-Sí, no te preocupes.

-Si eso, que te lleve el moreno en brazos.-dije, señalándole.

Sharon y yo nos reímos, aunque él se puso colorado como una manzana. Desvió la mirada, con el fin de no toparse de nuevo con la de ella. Me di cuenta de que estaba nervioso, así que pasé de seguir puteándole y dejamos a Sharon en la puerta.

-¿Estarás bien?-le susurré antes de irme, mientras Tobías abría el coche.

-Tranquila. Mala hierba nunca muere.-sonrió levemente.- ¿Recuerdas?

Aquella frase la había dicho yo cuando estaba ingresada para operarme. Respondí a su sonrisa.

-Tú no eres una mala hierba.

-¿Qué soy entonces?-alzó una ceja.

-Una mariposa.-me di la vuelta y subí al asiento del conductor de nuevo.

Al día siguiente, la llamé por la mañana, mientras estaba en el trabajo. Los otros tomaban un descanso a la par que pegaba el oído al teléfono para poder escucharla hablar. Su voz sonaba menos dolida y más contundente que aquella noche.

-¿Cómo estás?

-Mejor, mejor. Aún algo aturdida.-se rió suavemente.- ¿Sabes? Menos mal que no subisteis conmigo.

-¿Por?

-David estaba en casa.

Me estremecí.

-¿Te hizo algo?

-Digamos que no me recibió con caricias.

-Sharon, me parece ridículo que no le dejes. Te mereces algo mejor que eso.-dije, con convencimiento de mis palabras.

-No voy a hacerlo. Si no lo hice, no lo haré ahora que estoy débil.

-Pero, joder, un día te va a matar.

-Si no me mata él, me matará el cáncer, ¿qué más me da?-hablaba con amargura.

No quise discutir mucho más con ella. No tardé en colgar encolerizada. Sé que se daba cuenta perfectamente de lo que pasaba, ¿por qué no hacer nada? Seguramente fue la experiencia la que me enseñó eso. El problema es que no querría bajo ningún concepto que Sharon tuviese que sufrir lo que yo sufrí.

Era más por la tarde, cerca de las 7, cuando me vi sentada en el jardín de mi casa, sintiendo la hierba bajo mis pies, rozando mis piernas. Observé a mi hija Amy correr por el campo entusiasmada, riendo. Iba detrás de una mariposa. Era de color azul, bastante común por nuestra zona en aquella época del año. Sonreí levemente al ver sus esfuerzos por atraparla. En cuanto lo hizo, se acercó a mí, encerrando al animal entre sus manos.

-A ver…-asomé la cabeza.-Es preciosa, Amy.

-¿Verdad que sí?-la miró ella también, sonriendo.

Asentí, mientras deslicé mi dedo por las alas. Se quedó impregnado en él un polvito azulado, el cual mi hija miró con curiosidad.

-¿Qué es eso, mamá?-preguntó, añadiendo luego, triste.- ¿Está enferma?

-No, no.-sonreí.-Esto son los trozos de vida de la mariposa.

-¿Trozos de vida?

-Exacto.-palmeé a mi lado.-Siéntate.

Lo hizo, mirando mis dedos con curiosidad.

-Los trozos de vida son los recuerdos de la mariposa. Cada uno de estos polvitos es un recuerdo que guarda.

-Ahhhh.-asintió.

-Mira, si te fijas bien… Este es el recuerdo de cuando rompió la crisálida para convertirse en una mariposa.-señalé una zona de mi mano.

-¡Guau!

-Y esta-señalé otra-de cuando comenzó a volar por primera vez.

Amy miraba mis manos asombrada, casi incrédula.

-Dime tú qué ves.

-Yo no veo nada, mamá.-torció el labio disgustada.

Fue entonces cuando recordé que era solo eso, una invención. Suspiré.

-No pasa nada, cariño.-le acaricié el pelo.- ¿Qué te parece si volvemos a casa? Podrías ayudarme a hacer un pastel.

-¡Vale!-exclamó, levantándose y soltando la mariposa en el momento.

Sonreí levemente y nos metimos en casa. Antes de cerrar la puerta, le eché un último vistazo a aquel grácil animal azul. Me recordaba a ella.

Los días estaban contados para la dolorida mariposa. Su frágil corazón solamente le proporcionaba los suficientes latidos como para seguir volando, apenas a ras del suelo. Y mientras deja que los pájaros le picoteen las alas, seguirá mirando al cielo que aspira, sin esperanzas de alcanzarlo. Quizás otras mariposas intenten ayudarla; quizás una con el corazón tan grande que pueda latir por los dos. Pero ella seguirá aferrándose a lo que tiene, a un clavo ardiendo, permitiendo que le destrocen los sueños. Mientras, la paloma volará bajito para poder ir recogiendo las alas desgarradas, para respirar el polvillo que desprenden. Sus trozos de vida.