jueves, 19 de noviembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXIII-Sin vuelta atrás


Terry llegó al hospital a las 4 de la tarde, tan pronto como le dejaron entrar en aquel día fatídico. Se suele decir que lo peor en una batalla es la calma que la precede. En mi caso, la calma se convertiría en un nerviosismo extremo, en una incertidumbre que parecía no terminar nunca. Él se sentó en el sofá que había al lado de la cama. No sabía qué decirme, ni yo sabía qué contestarle. Lo cogí de la mano. Enlacé mis dedos en sus dedos como si estuviese intentando establecer entre nosotros un vínculo, un vínculo que nada podría separar.

-Da ganas de ser algo cobarde y echarse atrás. ¿Verdad?-dije.

-Ahora ya no te dejarían salir de aquí.-repuso Terry.

-Ábreme la ventana y me iré volando, como las palomas.

Él sonrió.

-¿Como las palomas?

-Sí, y te llevo a ti conmigo. Y nos vamos a pasar mis últimos meses de vida a las Bahamas. ¿Qué te parece?

-Tendremos tiempo de ir cuándo te pongas bien.

-Eso es esperar demasiado tiempo. Quizás nunca me pongo bien.

-Ya empezamos, Emily.

-No es empezar. Simplemente te digo lo que tienes delante de las narices.

-Arráncamelas.-conminó.

-Sólo si tú me arrancas el mal que tengo.

-Si pudiera lo haría, créeme.

Se hizo el silencio. Entre nuestra imaginación desbordada y casi infantil se escondía toda aquella angustia que la enfermedad, la operación, traían consigo.

-¿Te has parado a pensar.-pregunté.- en que podría no salir con vida de allí…?

-Todo el rato.

-Yo también.

-Pero, ¿sabes?-dijo Terry.- Si mueres, te coronarán princesa en el cielo.

Una sonrisa surcó mis labios, al tiempo en el que una lágrima luchaba por salir de mis ojos. No me imaginaba esas palabras, esa frase, evocando mi ya conocido mote, evocando a mi madre, a mi inocencia. Me llevé una mano al pecho, mientras apartaba la cara.

-¿Por qué dices eso?

-Porque estoy completamente seguro de ello.

-Prefiero seguir siendo una princesa sin trono ni corona y poder seguir disfrutando de mi verdadera princesa.

Terry apartó la mirada. Sabía perfectamente a quién me estaba refiriendo.

-Lo peor no es morir o no morir, lo peor es no poder despedirme de ella.-afirmé, a punto de romper a llorar.

-¿Y qué quieres que haga, Emily?-gritó.- ¡He intentado hablar con Fortman, pero no me hizo ni caso! ¡Yo también quiero que la veas! ¿Qué te piensas? ¡Pero tu médico es terco como un cabrón!

-Oye, lo siento. Ya sé que no es culpa tuya, Terry. Pero es que no puedo, no puedo.

Me tapé la cara con las manos. Rompí a llorar, después de prometerme durante la mañana que no lo haría. Llevaba días sin ver a Amy, y la necesitaba más que nunca. Necesitaba poder abrazarla, poder hablar con ella, poder hartarme de besarla antes de irme, de una ida con un posible y casi remoto retorno. Terry optó por no abrazarme. Me apartó las manos de la cara para mirarme a los ojos.

-Se lo explicaré todo, Emily. Si quieres, haré que habléis por el móvil, pero yo no puedo hacer más.

-Mira, vete a casa.-le ordené.- Vete a casa con Amy. Quiero descansar un rato.

Terry se fue muy desganado, pero supo entender mis razones. En cuanto se marchó, yo, que estaba incorporada en la cama, me dejé caer hacia atrás como si no tuviese vida. De repente, sonó mi móvil. Al estar sola en la habitación, optaron por dejarme tenerlo. Era Sharon.

-Hola, Emily.-dijo ella.- ¿Cómo se encuentra mi valiente?

-Mal.

-¿Por?-noté que se preocupaba.

-No me dejan ver a Amy. A mi Amy. A mi pequeña. No me dejan.-respondí con la voz entrecortada.

-¿Quién es el hijo de puta que no te deja?

-Fortman, el doctor Aaron Fortman. Mi oncólogo.

-¿Aaron Fortman? Tranquila, lo localizaré.

-¿Lo conoces? ¿Qué vas a hacer?

-Digamos que nos vimos un par de veces. Tú tranquila, no le haré daño.

-Eso espero.

Después de esto, colgó. Ahora parece que tenía un rayo de esperanza. Diminuto y borroso, pero probablemente podría ayudarme, traerme a mi niña. Deposité toda mi confianza en Sharon, sabía que era una buena opción, lo presentía, aunque apenas nos conociésemos. Me quedé en la habitación completamente sola, pensando. Pensando en lo que iba a pasar, si sus esfuerzos serían en vano.

De repente, entró en la habitación el doctor Fortman. Me puse nerviosa ante su presencia. De sus palabras dependía que viese a mi hija quizás por última vez o no.

-Señora Gray,-dijo.- he estado hablando con una… amiga suya que me comentó acerca de la posibilidad de que su hija venga a visitarla. La verdad es que me lo he pensado. Dada la gravedad de su enfermedad y el riesgo de la operación, sería un buen estímulo que vea a la niña.

Se me iluminó la mirada. Era casi un sueño escuchar aquellas palabras salidas de los labios del doctor Fortman. No había palabras para expresar mi gratitud. Me habría echado a llorar, si no fuera porque estaba demasiado excitada.

-Pero no debe estar aquí mucho tiempo.-prosiguió.- No es bueno que se exponga a la radiación que forma parte del tratamiento de algunos pacientes durante mucho tiempo.

-G…Gracias. Gracias.-logré pronunciar, juntando las manos y bajando la cabeza como si estuviese rezando.

-No me las de, señora.

-¿Podría… podría hacer una llamada?-pregunté con dificultad.

-Por supuesto.

Cogí el móvil de la mesita y marqué de memoria el número de teléfono de Terry. Un toque… Dos toques… Comenzaron a temblarme las manos… Tres toques… Un pitido.

-¿Diga?

Una voz. Era Terry inconfundiblemente. En ese momento era como si algo me atenazara la garganta, aún así, conseguí sacar de ella unas palabras:

-Soy yo. Tráeme… tráemela inmediatamente.

-¿Emily?... Mira reina, ya hemos hablado de esto.

-Me dejan.-interrumpí.- Fortman me deja.

-¿Hablas en serio?-estaba tan confundido como yo.

-Sí, sí, lo tengo aquí al lado.

-¿Señor?-dijo Fortman, acercando su rostro a mi móvil.- Su hija puede venir a ver a su esposa. Pero tendrá que estar muy poco tiempo.

No escuché lo que le contestó, pues el doctor me había cogido el teléfono. Lo miré atentamente, con las mejillas ruborizadas. Cuando Fortman dijo que yo era la esposa de Terry se me aceleró el corazón. Apuesto que él también se sintió algo avergonzado. Supuse que lo corregiría, pero no escuché que el médico pronunciase ninguna frase de disculpa. Seguramente Terry se encontraba tan aturdido que ni siquiera se había fijado. Después de intercambiar dos o tres palabras más con él, Fortman me pasó el teléfono. Acto seguido, se fue de la habitación.

-Dice que te pongas.

Lo cogí, ansiosa. Lo allegué a mi oído apresuradamente. Necesitaba saber cuál era la contestación de Terry.

-¿Y bien?-dije.

-Me has convencido, reina. No sé cómo lo conseguiste, pero bueno.

Me reí. Mientras lo hacía, podía escuchar su risa al otro lado del teléfono. Un escalofrío de placer recorrió mi columna. Era casi como tenerlo allí.

-Antes de traerla-le sugerí.- ponla en antecedentes. Me van a dejar poco tiempo para hablar con ella y tampoco quiero estar explicándole todo… ¿Comprendes?

-Perfectamente. Bueno, pues entonces a las 6 la tienes ahí.

Eran las 5 y media. Aún así, me parecía demasiado esperar, aunque era comprensible que se tomase su tiempo. Después de esto, optamos por despedirnos. Colgué y dejé el móvil encima de la mesita. Entonces, al cabo de escasos minutos, volvió a sonar.

-¿Sí?

-Que, sirvió mi ayuda o no.-era Sharon inconfundiblemente.

-No te imaginas cuánto te lo agradezco, Sharon.

-No me lo agradezcas, solamente hice mi trabajo.

-Por cierto, ¿cómo lo conseguiste?

Al formularle esta pregunta se hizo un silencio. A través del teléfono sólo pude escuchar su agitada respiración.

-La verdad es que no me costó demasiado, no tiene importancia.

Acto seguido de decir esto, se decantó por cambiar de tema.

-Y qué, ¿nerviosa por ver a la pequeñina?

-Pues claro. Tengo los nervios electrizados.

-Tengo ganas de conocerla.

-Algún día, si salgo de esta, te la presento. Verás qué monada.

-Saldrás de esta.-respondió, elevando el tono de voz.- Como me llamo Sharon que sales de esta.

-Tampoco te pongas así, mujer.

De repente, al otro lado del teléfono, escuché un ruido. Una puerta que se cerraba bruscamente y provocando un estentóreo sonido.

-Tengo que colgar.-susurró.- Ya hablaremos. Un beso, cuídate.

Sin darme tiempo a despedirme, la llamada se cortó.

Las 6 tardaron en llegar. Hasta entonces, estuve haciendo zapping en la televisión de mi habitación, muerta de nervios. De repente, la puerta se abrió. El corazón me dio un salto. Sabía que era él.

-¿La hago pasar?

-Sí.-conseguí responder.

Entonces, vi cómo entraba despacio, intimidada. Con su pelo castaño suelto y su débil cuerpecito envuelto en un vestido rojo con un osito bordado. En la mano traía a Sally. En cuanto pude reconocerla, me caían las lágrimas de alegría.

-Ven aquí, mi vida.-le dije.

Amy, abrazada a la muñeca, se acercó a mí un poco asustada. Seguramente aquel lugar, completamente desconocido para ella, le producía temor. La estreché contra mi pecho fuertemente, llenándola de lágrimas y de besos. Añoraba su presencia, poder volver a sentirla en mis brazos. Al cabo de un rato me separé de ella y tomé su cara en mis manos.

-Te eché mucho de menos, cariño. ¿Cómo estás?

-Bien.-se atrevió a decir.- ¿Y tú?

-Ahora que te he visto, ya me encuentro mejor.-respondí, sonriendo.

Volví a besarla en la mejilla, y Amy hizo lo mismo conmigo. Me calentaba el corazón notar la dulce presión que ejercían sus labios.

-Mamá.-dijo, separándose un poco.- ¿es verdad que te van a quitar el bicho?

-Así es.

-¿Y te van a… te van a abrir?

Vi que estaba preocupada. Dios sabe lo que se le pasaba por la cabeza.

-A ver, no sé si papá te lo explicó bien…

-Él me dijo que te iban a operar, y que te iban a quitar el bicho.

-¿Entonces? ¿Por qué te asustas?

-Porque yo sé lo que es que te operen.

-¿Ah, sí? ¿Y qué es?

-Es que te abren por la mitad. Y en las películas, la gente que se opera muchas veces muere.

-Es verdad que me van a abrir… que me van a abrir el pecho pero no te preocupes. Lo van a hacer especialistas, que es gente que sabe mucho de eso. Además, van a estar mirando que respire, van a controlar los latidos de mi corazón… No hay de qué preocuparse.

-Pero, ¿te vas a…?

-Mira Amy,-la interrumpí.- no te lo puedo asegurar. Seguramente que no, y que me pondré bien, pero espérate cualquier cosa.

Volvió a abrazarse nuevamente a Sally. Comprendo que estuviese nerviosa, después de mi última respuesta, pero no podía mentirle. No quería mentirle. Ella había venido para que le contase la verdad, y no quería que se hiciese una idea equivocada de la realidad de la situación.

-Sally también tiene miedo.-dijo Amy, mirándola.

-¿Quieres que la tranquilice?

Ella asintió.

-A ver, déjamela.-al decirle esto, me entregó a la muñeca muy suavemente. La cogí en brazos como si fuese un bebé.- Sally, no te preocupes por mí. Verás cómo no pasa nada y me pongo bien. ¡Seguro que sí! Anda, cuéntaselo a Amy, que está toda triste.

-No estoy triste.

Le devolví a Sally. Ella volvió a abrazarla.

-Antes de que te vayas, quiero darte una cosa.

Me giré hacia la mesita y comencé a rebuscar en el cajón. Amy me miró extrañada. De su interior, saqué uno de mis objetos más preciados, al que le tenía más cariño, aquel del que no me separaría nunca, estaba a punto de ser entregado a mi hija. Le agarré una de sus muñecas suavemente para que extendiese su mano. En ella, deposité el rosario, aquel rosario rojo como la sangre que me había entregado mi querida abuela. En cuanto el rosario ya se encontraba en su mano temblorosa, le cerré los dedos. Bajé la cabeza, sin dejar de mirarla, intentando contener las lágrimas. Reproduje, inconscientemente, las palabras que dijo mi abuela al dármelo a mí:

-Reza mucho con él, vida mía.

Amy abrió la mano y lo observó detenidamente. Seguramente no era quién de comprender que me entristeciese al dárselo. Me tapé la boca con las manos y mis ojos estallaron en lágrimas. Intenté no hacer ruido para que ella no se percatase, pero un suspiro fuerte que despidieron mis labios llamó su atención. Me miró atemorizada, sorprendida. Seguramente pensaba que me estaba callando cosas, y en parte lo hacía, o que me había hecho algo malo.

-Mamá…-dijo, extendiendo los brazos hacia mí.

No pude contener el impulso de volver a abrazarla con todas mis fuerzas. No podía comprender la razón de mi abatimiento. Fueron simplemente los recuerdos, aquel momento tan emotivo en el que mi abuela me entregó el rosario. Yo tampoco lo comprendí, pero supe hacerme una idea al hacer estado expuesta a la muerte anteriormente. Era como si el gesto que acababa de hacer estuviese también presagiando mi muerte. ¿Lo que me impulsó a hacerlo era el deseo de que mi recuerdo permaneciese vigente en su mente, que mi presencia siempre la acompañase? ¿O quizás el miedo a la muerte me hizo hacerlo? De repente, Terry abrió la puerta.

-Amy, vamos, que ya me están calentando los huevos.

La separé de mi pecho. Ella no quería, y todavía se agarraba con más fuerza a mi batita fina de hospital.

-No me lo pongas más difícil todavía.-le susurré, emulando las palabras de mi madre, el fatídico día en el que vi por última vez a mi abuela.

Quizás aquella también sería la última vez que ella me vería.

Conseguí que se fuese con su padre. Antes de que saliese de la habitación, volvió la vista atrás para verme. Le lancé un beso. Amy sonrió, con ojillos tristes y se fue. Se fue de mi lado, y puede que no volviéramos a vernos, que no pudiese abrazarla de nuevo. No detuve mi llanto, seguí llorando, en presencia de Terry, que aunque la pequeña se había ido, él permanecía en la habitación, con la puerta cerrada.

-Emily, no llores.-le escuché decir.

-No puedo más. No puedo más.-repetí, entre sollozos.

Terry se acercó a la cama y se sentó en un borde. Me miró. Yo cerré los ojos, como deseando que todo aquello desapareciese, y cuando los volviese a abrir me encontrase en casa, con él y con nuestra hija, sana, contenta, otra vez. Pero por la contra, cuando los abrí me encontré abrazada a Terry, a la única persona en la que sentía que podía depositar mi confianza. Envolví su cuello con mis brazos, me aferré a él, como si fuese lo único que me mantiene a flote en un mar embravecido.

-Nunca te voy a abandonar, mi reina.-dijo, con una voz muy velada.- Así que no llores más.

-Pero…Amy…

-Tendrás la ocasión de volver a verla. No pierdas esa esperanza.

Esperanza. La esperanza es lo único que nos quedaba. Tener fe de que todo iba a salir bien. Rezar, tendría que rezarle mucho a Dios para convencerle de que todavía no había llegado mi hora. Solamente mañana sabría si aquellas plegarias se harían factibles.

-¿Dónde está?-le pregunté, un poco más calmada.- ¿La has dejado sola?

-No, está con tus hermanos. Les digo ahora que pasen, y llevo a la niña a casa.

Me levantó la cabeza muy delicadamente, colocando uno de sus dedos en mi barbilla. Lo miré a los ojos, como suplicándole que me sacase de allí. Me devolvió la mirada, una mirada cargada de una dulce tristeza. Ninguno de los dos podía controlar aquella situación. Lo único que podíamos hacer era tener fe.

En cuanto Terry salió, entraron mis hermanos, los tres, coronando su rostro con una sonrisa de resignación. Acto seguido, vi otra silueta que los acompañaba. Era una mujer, que caminaba un poco encorvada, con el pelo por los hombros, completamente blanco, a pesar de que ella no era tan mayor, y con un bastón en la mano, por sus problemas de huesos. Me quedé de piedra.

-¡Emily!-exclamó, sonriendo.

La voz era inconfundible, al igual que su enorme bolso de cuero. La frágil tía Margarite había ido a verme, después del disgusto que le había dado la noticia, a pesar de su quebradiza salud. No me abrazó, sino que acarició mi mejilla, como si fuese una entrañable abuelita.

-¿Cómo estás, mi niña preciosa?

-Bien, tita, vamos tirando. ¿Y tú?

-Como siempre, con esta condenada artrosis.

-Estoy muy contenta de que hayas venido a verme.

-¡No iba a ver a mi sobrinita antes de que la operasen…!

Miré de reojo a mis hermanos. Lorelay y Thomas se reían por puro compromiso, pero la pobre Liza no podía soportar la tensión. Yo también sonreí por compromiso, pero en parte por haber tenido la oportunidad de ver a mi tía. Aunque entonces, ella dijo algo que lo estropeó todo.

-Por cierto, vi que Amy llevaba el rosario de mamá.

-Sí.-respondí.- ¿Por qué lo preguntas?

-No me gusta mucho que se lo hayas dado. Tu abuela te lo dio ti, a nadie más. Así que no es como para que ahora tú lo andes dando… así…-hizo un gesto como si a mí me produjese diferencia haberle entregado el rosario a Amy.

-La abuela quería que lo tuviese para que la recordase, para que tuviese algo suyo.-respondí con serenidad.- Ella, si me está viendo desde el Cielo, sabrá que yo la recordaré siempre. Ese rosario se convirtió en algo importantísimo para mí, por eso se lo di.

-Si fuera de verdad importante, no se lo darías.

-Se lo di por si no vuelvo a verla. Prefiero que lo tenga mi hija, que se oxide en un cajón.

-¡Ay, si estuviese aquí tu madre…!

Entonces sí que estallé. Estalló todo mi nerviosismo, mi miedo, mi furia, mi tristeza. Comencé a llorar, segregando unas lágrimas que me quemaban en las mejillas.

-¡¡Pero no está aquí, ¿verdad?!!-grité.- ¡¡No está aquí!! ¡¡Y si estuviese, por lo menos no le encontraría pegas a todo lo que hago, a todo lo que digo!! ¡¡No me dejas vivir, coño!! ¡¡Por lo menos podías dejarme tranquila lo que me quede de vida!!

Mis hermanos se quedaron impresionados por mis palabras, nunca me habían visto comportarme de aquella manera con ella. La tía Margarite simplemente giró la cara, como si así pudiese paliar mi ataque de nervios. Sentía mi corazón latir desbocado, al ritmo de mi respiración fuerte.

-¿Sabes lo que haría mamá si estuviese aquí?-dije, intentando mirar a la tita a los ojos.- Lloraría. Lloraría y se le acabaría rompiendo el corazón, por ver así a su hija. A la niña que más quiere en el mundo. Eso es lo que haría.

Noté que comenzaba a arrepentirse.

-Y si muriese, mamá moriría conmigo. Moriría de tristeza.-reproduje las palabras de Angus.

-¡Basta!-exclamó la tita Margarite.- ¡No hables más de Rose!

-Tú fuiste la que comenzó, te recuerdo.

-Lo siento, Emilita. No quería hacerte daño.

-Da igual, ahora el daño ya está hecho. Pero bueno, estás perdonada.

Poco después de aquello, llegó Sharon. Esta vez, sin médicos lamiéndole el culo a sus espaldas. Venía vestida con una falda roja cortísima y un corsé rojo y negro de tartán. En su cuello, adornaba una gargantilla de esos dos colores, con una perla colgando que parecía una lágrima ensangrentada. En cuanto vio que no estaba sola, se encontró tremendamente aturdida.

-¡Hola!-dije para llamar su atención.

-Ho…hola.-respondió.

-Pensé que no vendrías.

-Estuve a punto de no hacerlo. David no quería dejarme.

-¿Tu novio? Mujer, ni que fuese tu padre. Él no tiene que dejarte nada.

-Lo sé… No tiene…-repitió.

-¿Quién es esta, Emily?-preguntó Lorelay.

-Esta es mi mejor amiga.

-¡Qué cosas dices, boba!-dijo Sharon en voz baja, muerta de vergüenza.

Mi tía fue la primera en presentarse.

-Hola, me llamo Margarite Cargill. ¿Y usted?

-Yo me llamo Sharon.-le respondió, dándole la mano.

-Ah… ¿Sharon qué más?

-¿Qué más?

-Tu apellido.-le aclaró.

-N…no tengo apellido.-respondió Sharon, temblando.

-¿Cómo que no tienes? Eso es imposible. Todo el mundo lo…

-Tita, no la presiones más.-le reproché, al ver que Sharon comenzaba a ponerse pálida.

Ella me lo agradeció, lanzándome una sonrisita apenas perceptible mientras soltaba la mano de la tía. Mis hermanos también se acercaron a ella.

-Yo soy Lorelay, la hermana de Emily, encantada.

-Yo, Liza, también su hermana. Es un placer conocerte, Sharon.

-Lo mismo digo.-respondió ella.

Thomas no abría la boca, pero percibí desde el primer momento que al mirar a Sharon se enrojecía.

-¿Y tú cómo te llamas, guapo?-le preguntó.

-Th…Thomas.

-No tienes que tenerme miedo, Thomas. No voy a comerte.

Su respiración comenzó a descompasarse. El comentario sugerente de Sharon había hecho volar su imaginación adolescente. Seguramente pensaba que una mujer lúbrica, voluptuosa, sensual y bella como ella sólo podía encontrarse en las revistas porno. Seguramente, así sea, pero Sharon siempre había sido una excepción.

Acto seguido, se acercó a mí y me abrazó. Tenía ganas de verla en persona, y de poder agradecerle todo lo que había hecho.

-Sharon…yo…

-Sé lo que me vas a decir. No es nada, te lo he dicho.-me susurró al oído.

Nos separamos. Se quedó sentada en la cama, enfrente de mí.

-Eres la persona más fuerte que he conocido.-afirmó rotundamente.

-No soy fuerte, Sharon, simplemente lucho por sobrevivir. Pero eso no quita que me rinda.

-No lo hagas. Lucharemos juntas.

Todos nos miraron con admiración. Supongo que llegaron a la obvia conclusión de que también estaba enferma.

-¿Y luego, te pasa algo, Sharon?-preguntó Liza, que siempre había sido una cotilla.

-¡Elizabeth! No preguntes esas cosas.-le reprendí.

-No le riñas, Emily.-entonces añadió, mirando hacia ella, con dulzura.- Sí, bonita, yo también tengo cáncer, como tu hermana. Cáncer de mama.

-¡Dios mío! Lo…lo siento.

-¡Eh! Te dije que no pasaba nada. No te preocupes.

-¿Y usted no se opera?-preguntó Margarite.

-Yo no tengo esa fuerza de voluntad.

-Entonces es por eso por lo que tienes tan grandes las…-dijo Thomas, haciendo un gesto que sugería los pechos de una mujer.

-¡Thomas!-gritó la tita, escandalizada.

-Pues no, pequeño guarrillo. Estas las tengo grandes desde que tenía tu edad, y me seguirán creciendo.

-¿Más?

-¡Thomas, por amor de Dios!-volvió a gritar Margarite.

-No son tan grandes, sólo uso una 100.

-¿Insinúas que todavía las hay más…?

-Poco más, no te creas. Naturales, no mucho más. Pero las tengo visto de silicona más grandes que tu cabeza.

-Yo las prefiero como las tuyas, para que me quepan mejor en las manos.

Sharon se rió. El sonido de su risa era reconfortante para mí.

-¡Thomas! ¡Castigado sin salir un mes! ¿Qué te parece? ¿Qué es normal hablarle así a una mujer que acabas de conocer?

-Vamos, no le riña.-dijo Sharon.- Usted no sabe lo que tiene que aguantar una durante el día.

-Bueno, Sharon, no lo defiendas, que no son maneras.-interrumpí.

-Perdona, Em, pero es que me hizo gracia lo de las manos.-aprovechando que Margarite reñía con Thomas y que nadie más que yo la atendía, añadió, mirándolos y tocándolos con las palmas:- Mis pechos sí que cogen en las manos de David. Si las estira, casi son de la misma medida. ¿A ti te caben en las manos de Terry?

-No sé. Nunca me he fijado.-respondí, intentando esquivar el tema.

-Deberíais mirar. Es como muy carnal que te los acaricie así. Yo siempre he dicho que la perfecta armonía entre el hombre y la mujer es que el pecho de ella sea como las manos de él.

-No quiero que me los acaricie, Sharon.

-Pero ¿lo hizo? Cuando hicisteis a la niña, digo.

-No lo sé. Estaba trompa, no lo recuerdo.

-Seguro. A ellos les excita muchísimo. Por eso estoy tan orgullosa de que sean como sus manos.

-Le excitará a David, pero ¿a todos, todos?-me extrañó su afirmación general.

-Eso he dicho. Tú hazme caso, que sé del tema.

Estuve acompañada por ellos un buen rato, hasta las siete y media u ocho menos cuarto. Cuando estaba ya completamente resignada de que Terry no vendría otra vez, apareció por la puerta.

-Siento no haber venido antes.-dijo.

-Pensé que no vendrías a despedirte ¿Dónde has dejado a Amy?

-Está en la sala de espera.

Nos miramos, sin saber qué decir. La verdad es que los dos estábamos demasiado tensos. Aún así, me atreví a planteárselo, influida por las teorías de Sharon.

-Terry, ¿podrías hacerme un favor?-dije, mirándole a los ojos, a pesar de ser la proposición más indecente que le había planteado en mi vida.

-Pide por esa boquita, reina.

No dudé ni un solo segundo en pronunciar aquella orden.

-Pon las manos sobre mis pechos.

-¿Qué?-preguntó, sorprendido, naturalmente.

-Lo que oyes. ¿No me decías mil veces que ya habías visto más tetas que las mías? Pues.

-Pero Emily…-intentó buscar algún argumento en contra, pero su garganta no pudo articular ni un solo sonido más.

-Ni pero ni ostias. No me seas vergonzoso.-después de decir esto, lo atenacé por las muñecas y arrimé sus manos a mi pecho, sin ningún tipo de reparo, a la mayor velocidad que mis brazos me permitieron.

Terry se resignó, y optó por obedecerme. Posó sus manos donde yo le había indicado. El simple contacto que se estableció entre nosotros hizo que me estremeciera, aunque mi bata nos separase unos milímetros. Observé, con curiosidad, como aquellas manos abarcaban mis pechos como si fuesen piezas de un puzle. Una sensación de placer recorrió mi columna, haciendo que mi corazón latiese a toda velocidad contra sus dedos.

-¡Me caben!-dije, riéndome.- ¡Me caben en tus manos!

-¿Qué tiene de especial?-preguntó él, todavía confuso por mi petición.

-Cosas mías.-respondí, con recato.

Terry levantó una ceja, sin apartar las manos de mi pecho. Lo miré con picardía.

-¿Qué pasa? ¿Es que una no puede tener sus secretitos?

-Tanto secretito.

Volví a reírme, mientras le cogía las manos. Él también me las agarró fuerte. No queríamos separarnos otra vez, la que quizás sería la última vez que nos veríamos. Noté que evitó mirarme a los ojos, supongo que por la angustia que le producía pensar que aquellos ojos todavía rebosantes de vida podrían apagarse.

-Por lo menos tengo la esperanza de que me coronarán princesa en el cielo.

-Todavía te queda mucho tiempo para eso.

Sonreí. Supe que dijo aquello para tranquilizarme, y tranquilizarse a sí mismo. Aún así, sabíamos que podría pasar cualquier cosa, y que ahora ya no había vuelta atrás.

Me pasé la noche en vela rezando. Aunque las enfermeras me habían aconsejado que durmiese, me encontraba demasiado nerviosa. Sentía todos los músculos de mi cuerpo en tensión, como si se estuviesen preparando para una huida. En lugar de eso, estando acostada de lado, helada de frío, junté mis manos y oré entre lágrimas:

-Virgencita, no me dejes morir. Después de todo lo que he luchado, no permitas que acaben conmigo. Virgencita, que Tú también eres madre, y sabes lo que estoy sintiendo. No quiero abandonar a mi familia. Ahora que por fin estaba feliz, la enfermedad me lo ha estropeado todo, todo. Y si me pasa algo,-dije, resignada.- por favor, cuida de mi hija. Que no le pase nada malo. Protégela como yo la protegería.


Te lo ruego, mi Virgen, que siempre velaste por mí. En el nombre de Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Intenté confiar en Ella, en que me ayudaría, como siempre lo hizo. Pero al mismo tiempo temí que Dios quisiese ya que me fuera con Él. Y con Amy. Pensé mucho en ella aquella noche, en ella y en mamá. Seguramente estarían allí, mirándome desde lo alto. Amy estallaría en un mar de lágrimas al escuchar a su hermana mayor llorar, y a mi madre… A mi madre se le quebraría en mil pedazos el corazón, que desgarrarían su corpórea aparición.

La noche fue más corta de lo que desearía. Al ver los primeros rayos de luz entrando por las persianas, me di cuenta de que no quedaba mucho tiempo. A las 7 me introducirían en el quirófano, en aquella misteriosa habitación, para intentar quitarme aquel mal del cuerpo, si es que no acababa él antes conmigo. A las 6 entraron unas enfermeras para comenzar a prepararme. Me desnudé, me taparon el cuerpo con una sábana blanca y me acostaron en una camilla, sin llegar a librarme de los aparatos a los que estaba conectada, para llevarme ya allí, pero antes de que arrancaran, una de ellas me dijo:

-Su familia está fuera. ¿Quiere decirles algo?

Sentí como una bocanada de aire fresco que consiguió que me tranquilizase un poco. No estaba sola, ellos me apoyarían. Y también Sharon y Amy, mi pequeña, aunque no estuviesen allí.

-Sí. Dígale a Terry que quiero hablar con él.

Mientras una enfermera se quedaba a mi lado, colocándome bien la mascarilla, la otra había salido a fuera. Dijo algo, no pude oír el qué. Después de hacerlo, se apartó de la puerta para dejar paso a Terry, que entró como alma que lleva el Diablo, aunque al cruzar el umbral de la puerta, sus piernas se paralizaron completamente. Nos miramos fijamente. Ninguno de los dos nos acabábamos de creer que nos viésemos envueltos en aquella situación.

-Acércate.-le ordené.

Lo hizo, con dificultad. Se situó al lado de la camilla y me cogió de la mano. Por primera vez en su vida, tenía las manos igual de frías que las mías.

-Ahora no hay vuelta atrás.-dije.

Terry no contestó, se sentía demasiado aturdido. No sabía qué decirme, ni cómo tranquilizarme.

-Tenemos que ser fuertes.-proseguí.- Yo ahí adentro y tú aquí afuera. Y cuando yo me encuentre inconsciente, tienes que ser fuerte por los dos.

Las lágrimas comenzaron a fluir por mis ojos sin que pudiese impedirlo. Después de hablar sobre fortaleza, me di cuenta de que yo era la más débil, la más vulnerable. Terry me acarició una mejilla muy suavemente, como si fuese quebradiza como un cristal, y la mínima presión que ejerciesen sobre mí pudiese partirme en mil pedazos.

-Emily…-consiguió pronunciar.- yo…

Sin dejar que terminase la frase, lo abracé, incorporándome ligeramente. Él me agarró por la espalda, mientras me acariciaba mi melena.

-Reza mucho, por Dios.-conminé, entre sollozos.

-No quiero dejar que te vayas, Emily, eres todo lo que me queda.

-Voy a volver. No acabarán conmigo tan fácilmente.

Lo dije simplemente para tranquilizarle, pero, ¿realmente no me dejaría vencer? Nos separamos. Noté que las enfermeras comenzaban a impacientarse. Me recosté, cruzando las manos sobre el pecho, mientras ellas me arreglaban. No supe lo que hacían, simplemente me centré en las caricias que Terry me brindaba en la mejilla, en sus ojos, en poder memorizar cada detalle de su rostro y no olvidarlo jamás, no mientras mi mente todavía guardase un recuerdo en su interior. Una de las enfermeras comenzó a empujar la camilla y me llevó de allí, mientras Terry seguía en la habitación, observándome con resignación. Antes de perderle de vista, giré la cabeza y le lancé un beso, colocando una mano por debajo de mis labios, con el fin de que volase mucho más rápido hacia él.

De repente, me encontré en el quirófano. Completamente desnuda, con el pecho destapado. Me sentí frágil al saber que mi destino, mi vida, estaba en manos de desconocidos, a los que les resultaba tan fácil salvarme la vida como matarme. Intenté averiguar qué hacían los cirujanos, qué se decían entre ellos, pero una de las enfermeras me tapó la boca y la nariz con una mascarilla. El dulce olor de la anestesia entró por mi nariz y pronto embargó todo mi cuerpo. Supe que mi destino estaba en manos del Señor. Cerré los ojos resignada a que quizás no volvería a abrirlos. El recuerdo de mi familia, de todo lo que había querido en mi vida, surcó mi mente como un relámpago, fugaz y evanescente, antes de perder el conocimiento. Ya no había vuelta atrás.



viernes, 13 de noviembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXII- Las palomas dejarán de volar


No veía la hora de que me dejasen ir a mi habitación a descansar. Habían estado toda la tarde haciéndome pruebas en aquel primer día agotador. Me instalaron al fin en la habitación. Esta vez me había tocado en la cama que no tenía acceso a la ventana, lo cual quería decir que iba a pudrirme de aburrimiento durante mi estancia en el hospital. Me recosté en la cama. De mi pecho se escapó un hondo suspiro, un suspiro en el que la resignación era claramente palpable. No pude controlarlo, simplemente había estado pugnando por salir desde que habían comenzado a hacerme miles de pruebas. Ese suave ruidito hizo que la persona que estaba a mi lado apartase la cortina que nos separaba. En ese momento me asaltó la curiosidad de quién sería. Descubrí que detrás de aquella cortina se escondía un viejecito, que me miraba con una ternura comparable a la de un abuelo.

-Así que tú eres mi compañera de habitación.-dijo, con voz entrañable.

-Sí, lo soy.

El señor giró la cabeza. Había unas cuantas palomas blancas apoyadas en la cornisa de la ventana, mirando hacia el interior curiosas.

-Las palomas se alegran de verte. Siempre se alegran de ver a las mujeres bonitas.-se dio la vuelta y añadió, sonriente.- Ven a verlas.

Me levanté de la cama. Las palomas me miraron con admiración, pero seguían sin moverse, como si confiasen plenamente en mí. Me acerqué a la ventana y las observé. Ellas simplemente giraron levemente la cabeza hacia un lado, intentando verme desde otro ángulo. Quizás al verme con la piel tan blanca pensaron que era también una paloma y me invitaban a escapar volando por la ventana en su compañía. Nunca había entendido el comportamiento de aquellos animalitos.

-Vamos, iros a volar.-dije, golpeando suavemente el cristal. Las palomas me hicieron caso omiso.

-Prefieren mirarte.-respondió el viejecito.- Es comprensible, con esos ojos tan claros y tan bonitos. Hasta las propias palomas se asombran al verte.

Sonreí, mirándolo de reojo. Era bastante gratificante pensar que las palomas estaban allí para verme. Para ser las únicas que pudiesen consolarme en aquel día duro en el que me ahogaron los recuerdos provocados por una amarga ausencia. Antes de que las lágrimas de gratitud y emoción pudiesen abordar mis ojos, el viejecito volvió a hablarme:

-Yo tomándome tantas confianzas y todavía ni sé cómo te llamas.

-Emily. Me llamo Emily.

-Y Yo Angus. A tu servicio.

Angus se levantó de la cama, pues había estado recostado todo el rato, y se situó a mi lado, acompañándome en la observación de aquellos mórbidos y gráciles animales.

-Cuando yo era pequeño, mis amigos les arrancaban las patas a las palomas. Yo lo hice sólo una vez. Era bastante pequeña, se la arranqué de cuajo, de un tirón un poco fuerte. En cuanto lo hice, comenzó a dar bocanadas para coger aire, pero se murió en mis manos. ¿Te das cuenta? Años después me di cuenta de que las palomas tienen como unas bolsas de aire por el cuerpo o algo así. Mis amigos lo sabían. No sé cómo no les atormenta la visión de las palomas muriéndose ante sus ojos.

Lo escuché pacientemente, a pesar del hecho de que me horrorizaba imaginarme a aquellas palomas que estaban tan felices mirándonos agonizando, asfixiándose, muriendo, como yo. En cuanto llegó la enfermera, le pedí permiso para hacer una llamada. Al principio se resistió, pero acabó cediendo. Me metí en el pequeño cubículo donde se encontraba mi ropa y de ahí cogí el móvil.

-¡Terry!... ¿Me escuchas?... ¿Qué tal?... Desde el hospital, me dejó una enfermera, aunque no podré hablar mucho tiempo… Estoy bien, no te preocupes, sólo un poco cansada…. ¿Y la niña cómo está?... ¡Ay, Dios! Dale un beso de mi parte, ¿de acuerdo?... ¿Mañana vendrás?... De 4 de la tarde a 8 de la noche… Hum… Y, ¿podrías traerme una cosa?... Eso mismo… ¿Me lo traerás mañana?... Acuérdate…Voy a tener que dejarte… Hablaremos mañana. Un beso… Chao… Chao…

Había estado durante toda la llamada eufórica. Hasta me temblaban las manos de la emoción. Tenía tantas ganas de hablar con Terry. Acababa de colgar y me moría por volver a escuchar su voz otra vez. Hacía que me sintiese segura. Volví a meter el móvil en el bolsillo del pantalón y me dirigí hacia la habitación. Inconscientemente, posé una mano sobre mi pecho delicadamente. El corazón me latía muy rápido. En cuanto me asomé por la puerta, Angus me dijo:

-Hablando con el novio, ¿eh?

-No.-me apresuré a contestarle.- Era un amigo mío.

-Estás colorada.

-Estoy nerviosa, eso es todo.

Poco más pude saber de Angus más que era un señor finlandés que había venido a vivir a Estados Unidos de joven y que había contraído cáncer de colon. Ahorré contarle algo sobre mí. Quise mantener mi vida en secreto. Aunque no fuese importante, era mi vida. Sharon era un caso aparte, pero a ese señor no le contaría nada.

Al día siguiente llamé a Sharon al móvil por la mañana sin que nadie me viese. Cuando le conté que estaba ingresada, le faltó tiempo para preguntarme, a voz de grito y con la voz temblorosa, qué tal estaba, qué me habían hecho y cuándo podría ir a verme. Le conté lo del horario de visitas. Me prometió que a las cuatro estaría allí.

Más o menos a esa hora, me despertó de mi plácida siesta unos ruidos que procedían del exterior de la habitación. La puerta de abrió. Una esbelta figura se erguía en la oscuridad de aquel día nublado y lluvioso.

-Ya hemos llegado, señorita.-escuché una voz, era la de un hombre.

Me incorporé. Pude verificar que era Sharon, vestida con un corsé violeta apretado de un modo que realzaba al máximo su lúbrico cuerpo, y una falda larga negra, cubriendo pudorosamente sus larguísimas y esculturales piernas. Una manada de médicos la rodeaba, mirándola de arriba abajo como si fuese un objeto a vender. Un voluptuoso y sensual objeto.

-Gracias, de veras, pero podía haberme acompañado uno solo.-dijo ella.

-Todo es poco para usted, señorita.

-Es verdad.-respondió un enfermero, que estaba a punto de agarrarle las caderas. Sharon lo apartó posándole una de sus blanquísimas manos en el pecho.

-Si necesita algo más, no dude en llamarnos.

-Descuidad, encantos, lo haré.

Dicho esto, se apresuró en cerrar la puerta. Suspiró aliviada.

-¡Por Dios!-exclamó.

Dicho esto, y después de haberse asegurado de que los médicos seguían con sus tareas allegando su oído a la puerta, vino hacia mi cama. Se sentó en el suelo, a mi lado, y sostuvo una de mis manos entre las suyas, suavemente.

-Emily, ¿cómo…? ¿Cómo estás?

-Estoy bien, Sharon. No te preocupes.

-Es que… cuando me dijiste que estabas en el hospital… se me detuvo el corazón, pensé que te había pasado algo malo.

-Las malas hierbas no peligran.

-¡No digas eso, tonta!-exclamó.- Tú por lo menos eres una rosa… o un clavel. No una mala hierba.

-Preferiría ser una paloma.-musité.

-¿Qué?

-Nada, cosas mías.

Tras un instante de silencio, Sharon prosiguió.

-Es admirable que quieras operarte. Debe dar mucho miedo.

-Da mucho miedo. Pero el miedo hay que procurar vencerlo, o no me curaré nunca.

-Yo también me operaría.-dijo, bajando la cabeza.- Pero me asusta tanto.

Me agarré a su cuello para abrazarla. Ella puso una de sus manos en mi espalda, para que no me separase de su lado.

-No desesperes.-le dije.- No vale la pena rendirse.

Sentí como una lágrima que emanaba de sus ojos ambarinos caía en mi hombro, álgida como si fuese un copo de nieve. Hizo que me estremeciese. Lo que menos deseaba era entristecer a Sharon. La aparté suavemente de mí. Ella cerró los ojos y dejó que una lágrima más se deslizase por su rostro de fracciones perfectas, dulcemente. Esa última lagrimita parecía querer agradecerme que no dejase caer a Sharon en la desesperación. Le acaricié el pelo. Sonreí. Ella hizo un esfuerzo por mirarme y acompañarme en mi sonrisa.

Nos pasamos un buen rato hablando, intentando distraer nuestras mentes de un asunto que estaba demasiado presente en nuestras vidas. La conversación acabó recayendo en Terry. Y una cosa lleva a la otra.

-¿Dónde está Terry?-preguntó Sharon.- ¿No ha venido a verte?

-Vendrá un poco más tarde, sobre las 7. En teoría tendría que estar en el trabajo hasta las 8 media, pero dice que mientras esté en el hospital vendrá a verme a esa hora cueste lo que le cueste.

-¿Y tu familia vendrá?

-Le comentaré a Terry que los llame y los avise. Ya te he explicado que no nos dejan hacer llamadas aquí. La tuya fue una excepción porque no había nadie. Y la de Terry ayer… fue suerte.

-Supongo que les será un golpe duro.

-Lo sé, pero no puedo ocultárselo durante más tiempo. Tarde o temprano tendrán que saberlo.

Tras un momento de silencio, proseguí:

-¿Sabes? Por quien más me duele es por Amy. Si me costó explicarle cómo iba la enfermedad, imagínate esto. ¿Cómo coño le dices que a su madre le van a abrir el pecho y…? Ya no sé.

-Sabrás hacerlo, estoy segura.

De repente, la puerta de la habitación se abrió. Se me aceleró el corazón. Apuesto que a Sharon también, pues vi que sus siempre pálidas mejillas se sonrojaban ligeramente. Era Angus, que había salido a dar un paseo acompañado de su inseparable bastón. Detrás de él entró una mujer de largos y rubios cabellos, de clara ascendencia nórdica. Parecía su hija.

-¡Eh, Emily! ¿Ha venido una amiga tuya a verte?-preguntó, mientras se acercaba a Sharon y le besaba las manos.- Es usted más hermosa que todas las flores que han pasado por delante de estos ancianos ojos.

Sharon sonrió. Aquel gentil piropo de un entrañable viejecito le había llegado a su enigmático corazón, mucho más que aquellos halagos que decenas de médicos le habían dicho al entrar.

-Muchas gracias.-dijo ella mientras Angus sostenía una de sus manos, la cuál había sido besada.

-Padre, por favor.-exclamó aquella mujer.- No moleste a estas señoras.

-Señorita, si no le importa.-respondió Sharon, airosa.

Angus se separó de Sharon con algo de dificultad y se acostó en su cama, ayudado por su hija. Esta, en cuanto se hubo acostado, cerró la cortina que nos separaba con rapidez.

Sharon se fue aproximadamente a las 7 menos cuarto, excusando que tenía cosas que hacer. Poco después, llegó Terry. En cuanto lo vi cruzar el umbral de la puerta, me puse eufórica. Le eché los brazos al cuello, perforadas por los goteros, y lo abracé fuertemente. Por poco me habría echado a llorar, pero parecía que me faltaban las fuerzas. Todas ellas estaban concentradas en mis extremidades, y en mis labios, los cuales recorrían sus mejillas repartiendo besos intermitentes, rápidos, breves pero intensos, como si fuesen los salvajes latidos de mi corazón. Lo único que pude hacer fue sollozar en su oído con los ojos secos como arenales. Me separé de él en cuanto la alegría desmesurada del primer momento se fue paliando.

-¿Cómo estás, reina?-me preguntó Terry, tan nervioso como yo, acariciándome el pelo.

-Bien. Pero no te puedes ni imaginar cuantísimo te eché de menos.

-Yo también te he echado de menos. Tenía tantas ganas de verte.

-Y yo.-tras una breve pausa, dije:- ¿Me trajiste lo que te pedí?

-Claro, no te lo iba a traer.

Dicho esto, rebuscó con una mano en el interior del bolsillo de su chaqueta. De él sacó mi más preciado objeto, aquel que me acompañó durante toda mi vida, aquel que enroscado en mis manos parece mitigar el dolor de mi espíritu: El rosario de perlas de sangre y fuego de mi abuela.

Terry lo depositó con cuidado en mis manos, como si se tratase de la más delicada alhaja. Lo sostuve con dos de mis dedos, dejando que el Cristo crucificado de metal danzase en el aire, como si estuviese ejecutando el baile más exquisito que podrían degustar mis ojos. Las perlas jugueteaban entre mis dedos, titilando como si fuesen pequeñas estrellas hijas de Arcturus. Aparté la vista un momento del rosario y miré a Terry a los ojos.

-Muchas gracias por traérmelo.-dije.

-¡Bah! No ha sido nada. Si todo se redujera a traerte un rosario…

Sonreí levemente. Los dos estábamos en el fondo demasiado tristes. Tristes por el miedo a perdernos mutuamente, por lo que pudiese pasar al cabo de 4 días, o por lo que pudiese pasar justo aquella noche. En el transcurso de mi enfermedad, nunca habíamos estado tan confusos como entonces.

-Terry,-dije.-me gustaría que llamases a Adrien y a mis hermanos para contarle todo esto. No pueden seguir desconociendo el problema.

-¿Qué quieres decir con todo?

-Diles lo que tengo y que estoy aquí. De tranquilizarlos y eso me encargo yo, que para algo son mi familia.

Poco tiempo estuvo Terry conmigo, pues le insistí mucho para que se fuera a casa a descansar y a cuidar de Amy. Pensé mucho en ella por la noche. En el pabellón en el que estaba ingresada no dejaban entrar a los niños, sobre todo porque había gente sometida a unos tratamientos enormemente fuertes que podían perjudicarles. Aún así, moriría por verla, aunque solo fuese un segundo, poder besarla en la frente, darle un abrazo tranquilizador, decirle que no me pasaría nada, aunque pudiese ser mentira. Poder estar con ella antes de que me metiesen en una gélida habitación de la que puede que no saliese.

A las 3 del día siguiente, mientras dormía una siesta, pues estaba agotada de pasarme la noche en vela, escuché unos gritos ininteligibles que procedían del pasillo. Solamente pude diferenciar una voz que me resultaba familiar. Era la voz de un hombre. “¡Quiero verla! ¡Dejadme!” chillaba. Permanecí con los ojos cerrados, escuchando atentamente lo que decían aquellas enigmáticas voces, planteándome la hipótesis de que todavía siguiese soñando. Descarté automáticamente esa opción cuando la puerta se abrió bruscamente y se cerró de un portazo. De un salto, abrí los ojos y me incorporé, con el corazón en un puño. Era Adrien, que había entrado en la habitación a verme fuera del horario de visitas. Estaba nervioso, sudaba aparatosamente. La puerta volvió a abrirse sin que me diese tiempo a reaccionar y entraron un par de enfermeros.

-¡Este no es el horario de visitas, ya te lo hemos dicho!-dijo uno de ellos.

Entonces comencé a comprenderlo todo. Terry había llamado a Adrien y este se había apresurado a venir, saltándose el horario de visitas. Yo, que todavía tenía los nervios de punta, me llevé una de mis manos al pecho en un acto involuntario y les dije a los enfermeros, con un tono bastante sereno:

-Déjenlo estar. Hora más, hora menos. Por favor, no lo obliguen a marcharse. No querrán montar otro espectáculo, ¿verdad?

Seguramente esta última frase fue la que los hizo callar e irse, dejándonos al fin a Adrien y a mí solos. En cuanto llegamos a esta situación le dije, con un tono de voz bastante alto:

-¡Adrien! La próxima vez no me asustes así, que aún me va a dar algo.

-No pretendía…-respondió él excusándose.- Es que me llamó Terry… y me dijo que…

-Me imagino lo que te dijo.-respondí seria.

Adrien, que permanecía de pie enfrente de la cama, se apretó los puños por la brutal colisión entre la impotencia y la rabia que se produjo en su interior. Entonces se dio cuenta de que lo que le había relatado Terry era verdad, que no le había mentido, como seguramente intentaba suponer para buscar consuelo. Mi semblante fue el que confirmó sus temores. Se acercó a mí, intentando contener las lágrimas.

-Mamá, ¿por qué no me lo contaste? Podría haberte ayudado.

-¿Cómo?-grité, a punto de echarme a llorar.

-Te apoyaría.

Nos quedamos un momento en silencio. Él me miraba; yo clavaba la vista en las impolutas sábanas de mi cama.

-Cuando me lo dijeron no pensé en eso. No me paré a pensar en el apoyo que necesitaba. Lo único que pretendía era no haceros sufrir, y lo he empeorado todo.

Una lágrima se deslizó por mi pálida mejilla. Lo necesitaba. Necesitaba llorar, sacar todo aquel cúmulo de tensión, todo aquel veneno, fuera de mí. Llorar delante de mi hijo me producía bastante vergüenza, él nunca me había visto llorar, pero ya no era capaz de aguantar más. Sentí que unos brazos me envolvían. Me dejé llevar. Seguí llorando. Le acaricié su cabello rizado con mis manos eternamente frías. Lo único que quería era arrancar de mi ser toda aquella tristeza.

-No quería hacerte daño.-sollocé.- Pero no sabía qué hacer, ni cómo decirlo. Perdóname.

-No tengo nada que perdonarte, mamá.

Al cabo de un rato me separé de él, con el rostro empapado de lágrimas. Temblorosa en sollozos me lo limpié con el dorso de la mano. Me había comportado de una manera bastante inadecuada; no debí llorar delante de Adrien, de mi hijo. Le preocupé todavía más. Retrocedí unos cuantos años, a cuando era una cría y lloraba abrazada a mi madre. Tornamos los papeles.

Después de haberme tranquilizado, estuvimos un par de horas hablando hasta que vino Terry. Él entró en la habitación acompañado por un aura de angustia y preocupación. En cuanto vio a Adrien pareció calmarse algo.

-Hola,-dijo, desde la puerta.

-Hola.-respondí. Adrien parecía que no se atrevía a hablar.

-¿Cómo estás, Emily?

-Bien. Muy contenta.-añadí, mirando hacia Adrien. Él se percató enseguida y me sonrió.

Terry fue a su lado y le posó una mano en el hombro, con una gran ternura.

-¿Qué tal te encuentras?-le preguntó.- ¿Quieres salir a tomar el aire? Te acompaño, si eso.

-No, estoy estupendamente.

-Tu madre es una mujer fuerte. Soportará eso y mucho más.-al decir esto, me guiñó un ojo. Me reí.

-Más no, por Dios.-dije.

Al cabo de un rato, opté por echar a Adrien de la habitación. Lo vi muy cansado. Me rompía el alma que siguiese allí.

-Cariño, necesitas irte a casa.

-Me quedo, mamá.

-No me hagas esto, Adri. Aún tienes que llegar al Campus, hacer la cena… Mañana será otro día, ¿de acuerdo?

-Pero…-quiso contradecirme.

-Yo la cuidaré. Vete tranquilo.-interrumpió Terry.

Adrien se rindió a nuestros argumentos y al agotamiento que estaba sintiendo. Me besó en una mejilla. Lo abracé. Quería sentirlo en mis brazos, como cuando era un niño, cuando lo adoptamos. Era una personita tan débil y tan inocente. Parecía que lo notabas al mirarlo a los ojos, al dejar que te agarrase de la mano, del cuello, con el propósito de sentirse seguro. Al soltarme, le dio una palmada en la espalda a Terry, a modo de despedida, y se fue resignado.

-¿Qué tal la tarde con Adrien?-preguntó Terry.

-Por una parte bien, porque tenía muchísimas ganas de verle, pero… Nunca pensé que podría hacerle tanto daño.

-Es normal que una noticia así haga daño.

-Ya, pero… No sé, quizás debería habérselo dicho antes.

-De los errores se aprende. No te preocupes más, mi reina, que ya has estado demasiado mal todo este tiempo.

-¿Has llamado a mis hermanas?

-Lo haré mañana, no creí conveniente que viniesen todos a la vez.

Estuvimos un momento en silencio. Comprendí sus razones. Si hoy tuviese que estar también con mis hermanas, escuchar sus llantos, sus gritos… Creo que me habría vuelto loca.

-¿Y la niña cómo está?-pregunté.

-Está bien, pero no deja de preguntarme cuándo volverás a casa.

Me llevé las manos a la cabeza. Estuve al borde de las lágrimas.

-No sé si podré soportarlo más, Terry. Todo esto es superior a mí.

Me abrazó, con una dulzura mayor de la habitual. No como a una amiga, sino como quien coge en brazos a un bebé que llora, o a un objeto tan sumamente delicado que sería fatal ejercer demasiado fuerza sobre él. No quise dejar que las lágrimas se escapasen, pero de lo más hondo de mis pulmones se escaparon unos lastimosos sollozos, que se introdujeron en su oído, provocándole un perceptible escalofrío. Él también estaba asustado.

De repente, la cortina que separaba las dos camas de la habitación se corrió. Terry giró la cabeza muy bruscamente. Yo simplemente la ladeé, sin separarla ni un solo momento de su hombro. Sabía que era Agnus, que quería algo de charla.

-Es muy puntual tu novio.-dijo, sonriendo.- Todos los días a la misma hora lo tienes aquí como un clavo.

-No es mi novio.-afirmé, luego añadí, al ver que Terry levantaba cómicamente una ceja.- A ver, Terry, este es Angus, mi compañero de habitación. Angus, este es mi amigo,-recalqué.- Terry.

Se dieron la mano. De un modo muy cortés, Terry pronunció un “encantado” en voz baja. Angus, lejos de seguir por la línea caballerosa y habitual de saludarse, le dijo, sin soltarle la mano:

-Deberías cortarte esas greñas, hijo, que generan mierda y pareces un hippie.

Él, en un acto inconsciente, miró sus propias rastas, pensando quizás, en si sería verdad eso de que acumulaban suciedad, o que parecía un hippie, algo que él no era ni nunca había sido. Yo me reí a carcajada limpia. La cara que ponía Terry, el absurdo comentario de Angus, desencadenaron en mí la más descabellada de las alegrías.

-¡Tú ríete aún por encima, tonta!-exclamó Terry, sonriendo también.

Se acercó a mi cama y me empujó suavemente, para bromear conmigo. Yo se lo devolví mientras me tapaba la cara con una mano. De repente, y sin poder preverlo, se convirtió en una lunática pelea de empujoncitos, como si fuésemos niños pequeños. De repente, le agarré las muñecas, y nuestros rostros se encontraron, se toparon súbitamente. Nuestros labios se encontraban tan cerca, que era inevitable que no se me pusiera la piel de gallina, al mirar inevitablemente en lo más hondo de aquellos ojos oscuros, que dejaban entrever unos reflejos ambarinos al empaparse con los últimos rayos de sol que entraban por la ventana.

-Si no me gustase, te las tendría cortado yo.-susurré.

Nos soltamos. El impulso era demasiado abrumador. Abrumador, promiscuo, lúbrico. El impulso de volver a cometer un acto tan carnal, placentero y a la vez descabellado, sin ni siquiera estar ebrios. Delante de Angus, delante del mundo. Sólo éramos amigos, eso sería contra-natura, pero sentir el suave calor que desprendían sus manos, sentir aquella proximidad palpable, inminente, latente, era algo que se escapaba de mi control.

Terry estuvo allí un rato más. Poco más, pues tenía que irse con Amy. Recuerdo lo que hablamos antes de irse.

-¿Ya te vas?-pregunté.

-O me voy o me echan. Van a ser las 8.

-Prométeme que volverás mañana.

-Vendré a verte todos los días que estés aquí, te lo dije.

-Odio este sitio, Terry.-sentencié.

-Y yo odio que estés aquí, sin poder sentir tus pataditas en la cama mientras duermes.

Levanté una ceja y sonreí.

-No doy pataditas mientras duermo.

-Bueno, a veces sí. No es la primera vez que me has arreado.-entonces, agregó:- Pero hasta eso echo de menos.

-Yo también te echo tanto de menos.

Antes de irse, al ver que estaba comenzando a entristecerme, Terry me besó en la frente, con mucha suavidad, dejando que sus labios ejerciesen una cálida y dulce presión contra mi frente. Yo le atenacé un brazo, por miedo a que me dejase. Después, se separó de mí. Permití que se fuera. Lo solté. Tenía que cuidar de Amy, tenía que hacer las tareas de la casa, tendía que irse a descansar, pues al día siguiente madrugaba. Lo comprendí, con gran dolor en mi interior. Cada vez me resultaba más duro que Terry se fuese a casa y me dejase allí, sola. En cuanto cerró la puerta, Angus me dijo:

-Es majo el chaval. Hacéis buena pareja, ¿sabes?

-No somos novios, repito.

-A ver, él te trata bien, te quiere…

-Es otro tipo de cariño, Angus. Nos conocemos desde hace años, es como si fuésemos hermanos, ¿comprendes?

-Ya me habría gustado ser tan atento con mi mujer, que en paz descanse.-dijo él, como si no me escuchase.- Si lo hubiese hecho, no se habría muerto.

Me daba algo de reparo formular aquella pregunta, pero la curiosidad era demasiado fuerte en mí.

-¿De qué murió su esposa?

Angus miró hacia la ventana, hacia el cielo, con ternura.

-Murió de tristeza, hija. Mi queridísima Anja murió de tristeza.-volvió a repetir, con amargura en la voz.

Seguía mirando al cielo, recordando. Quizás albergaba la esperanza de que ella lo estuviese mirando desde allí, alegrándose de que se diera cuenta de su error. Angus prosiguió:

-Pero yo no lo veía. Estaba ciego porque no le prestaba atención. Y Anja, mi Anja se moría. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde, como el estúpido que soy.-entonces, me miró.- Terry no cometerá ese error. Mientras él viva, no dejará que te mueras. Verás que es cierto lo que te digo, te vas a dar cuenta. Esas cosas se detectan. Los que nos equivocamos, lo detectamos.

-Anja…-repetí en un susurro casi imperceptible, como si estuviese invocándola.

Estuve dándole vueltas al tema toda la noche. Quizás yo también me moriría de tristeza. No de la tristeza a la que se refería Angus, sino a otro tipo de tristeza. Tristeza por tener miedo, por pasarme la vida de hospital en hospital, por el dolor, por haber perdido tanto tantas veces. Se suele decir que si Dios cierra una puerta, abre una ventana. A veces tengo creído que Él, además de cerrarme la puerta, me cierra la ventana en los morros justo antes de salir por ella. Para encontrar una felicidad relativa más que salir por una puerta o por una ventana, salía por el conducto de ventilación, o por el alcantarillado.

-Oye, Angus.-le dije, después de estar un rato en silencio.- ¿Aquella chica que vino a visitarte ayer, era tu hija?

-En efecto. Se llama Sirkka. ¿A que es preciosa? Sale a su madre.

-¿Cuántos años tiene? Parece joven.

-Eh... Tiene más o menos como tú, 20.

-¿Me echas 20 años? No me lo puedo creer.

-¿Y luego cuántos tienes?

-29.

Se quedó callado un instante.

-29 años como 29 soles. De verdad que aparentas mucho más joven.

-Créeme que no querría volver a tener 20 años ni que me pagasen.-murmuré.

Era cierto. No quería volver a sentir la frustración de no poder ir a la universidad y tener que casarme con Robert. Todo lo que me recuerda a Robert suscita en mí una rabia desorbitada. Lo único bueno que salió de él fueron nuestros hijos, y hasta eso me arrebató. Hacía tiempo que le deseaba la muerte, pero comprendí que el mayor sufrimiento para él en aquel momento era seguir vivo.

Angus pasó bastante mal aquella noche. Apenas me enteré de nada, pero el barullo que produjeron los médicos por dos veces me despertó. Parece ser que el dolor que sentía en el vientre se había multiplicado. Seguramente el simple recuerdo de su mujer lo había hecho empeorar. Tuvo fiebre, también, seguramente por la infección. Mientras dormía, pronunciaba unas palabras ininteligibles, pero que me recordaban mucho al nombre de Anja. Después, por puro agotamiento, me quedé profundamente dormida.

Me despertó una enfermera a la hora del desayuno. Es de destacar que en aquel hospital eran bastante estrictos con los horarios de las comidas y eso. La cortina que nos separaba a Angus y a mí estaba corrida. Él estaba acostado en la cama, con la cara ardiendo y una sonda en la mano. En la barriga tenía un tubo de drenaje que se entreveía debajo de las sábanas. Su hija, Sirkka, estaba allí a su lado. Se supone que al estar su padre tan enfermo, dejaron que se quedara con él.

-¿Cómo está?-le pregunté, sosteniendo la bandeja de la comida que estaba posada en mis piernas.

-Mal; lleva toda la noche mal. Con dolor, con mucha fiebre… Estoy muy preocupada, tengo miedo de que le pase algo. Aunque no sé por qué te digo esto, si no te conozco de nada.

-Soy la compañera de habitación de tu padre.

-No, si eso ya lo sé.

-Pues ya sabes mucho más que otra gente.

Sirkka giró la cabeza. Seguramente esperaba una respuesta que le esclareciese algo sobre mi identidad, pero como ya he dicho, intento no contar nada de mi vida a los desconocidos, a no ser la excepción que confirma la regla: Sharon.

-Escucha, Sirkka.-le dije, sin apartar la vista de la bandeja en la que yacían un huevo duro, bacon, tostadas y café.- No te agobies. Va a pasar lo que tenga que pasar, pongas como te pongas.

-¿Y qué quieres? ¿Qué permanezca insensible viendo como mi padre se muere?

-No he dicho eso. Sé que es imposible. Simplemente prepárate para lo que pueda pasar, y no dejes que él te vea mal en lo que pueda quedarle de vida.

Al decirle aquello, no apartó la vista de mí, sino que me miró fijamente, como si quisiera hablar más conmigo, contármelo todo, o como si esperase una respuesta a alguna pregunta que tendría preparada. Ignoro si mi respuesta inmediata la satisfizo, pero la formulé:

-Te lo digo por experiencia.

La verdad es que me estaba pasando algo parecido. Me estaba muriendo progresivamente y sin ni siquiera darme cuenta mientras no me operaba, y esa operación podría devolverme la vida perdida, acortármela, o quitármela simplemente. Ver a la gente llorar por mí, a mi hijo, a Terry, a Sharon, a quien fuese, me ponía todavía peor. Me sentía todavía peor. En cambio, con las bromas de Angus, y sobre todo, con las de Terry, pasaba todo lo contrario. Es extraño, cada vez que veía sonreír a Terry, que era algo bastante difícil de esperar acorde con la situación, pero en cambio pasaba bastantes veces, era como si ganara un minuto más de vida, como si mi corazón se animara a latir una vez más. Una sola vez, pues sabía perfectamente que aunque bromeáramos, el dolor seguía por dentro.

Al mediodía comí. Poco, muy poco, pero comí. A Angus ni siquiera le dejaron. Le proporcionaron todo lo que necesitaba a través de una sonda. Hasta no sé qué me daba tomar aquel bistec con patatas, a pesar de que sabía bastante bien. Llegada la tarde, en cuanto se abrió la veda del horario de visitas, mientras yo bisbiseaba mis rezos sosteniendo el rosario de la abuela muy, muy cerca del corazón, se abrió la puerta. Eran mis hermanas, no había duda. Ambas se quedaron unos segundos en la puerta, mirándome, cerciorándose de que era yo aquella que estaba en la cama. Liza, al momento, rompió a llorar desconsoladamente y se apresuró a acercarse a mí y abrazarme fuerte, escondiendo la cabeza en mi pecho, como cuando era pequeña. Le acaricié el pelo, un tanto aturdida.

-¡Emily! ¡No puede ser!-gritaba Liza entre sollozos.

-Liza, mi vida, no te preocupes.-dije, con una voz bastante tranquilizadora.- ¿No os comentó Terry que me iba a operar? Pues en cuanto lo haga, muera la historia.

-¡Podrías habérnoslo dicho tú!-dijo Lorelay, con rabia en la voz.

-Yo no podía. Tenía miedo de haceros daño, por eso no os lo dije antes.

-¡Habrase visto! ¡¿No ves cómo estamos ahora?! ¡Parece que siempre optas por contar todo en el ultimísimo minuto!

-Escucha, Lorelay.-respondí, con mucha solemnidad.- No puedes comprender la situación en la que me vi envuelta. Es muy jodida, hazme caso, no sé si te haces una idea. Pero mira, la única manera que tienes de saber exactamente cómo me sentí y qué me rondaba en la cabeza es a través de la experiencia. Y créeme que no se la deseo a nadie, a nadie, a nadie.-recalqué, mientras movía la cabeza ligeramente hacia los lados.

Lorelay se quedó callada. Creo que se arrepintió de decirme lo que me dijo después de oír mi rotundo argumento. Lo peor del asunto es que también lo había oído la pobre Liza, quien reforzó su llanto, sin separarse ni un solo milímetro de mi pecho. A veces, la sentía sollozar tan fuerte que parecía ahogarse.

-Liza, que no pasa nada. Ahora ya me encuentro mejor.-le decía. Nada, ni un gesto de alivio ni de tranquilidad, sólo lágrimas.

-¡Liza, joder, que llorona eres! ¡Estás siempre igual!-exclamó Lorelay.

Ella ni siquiera se atrevió a responderle. Yo miré a Lorelay con reproche. Supongo que había captado el mensaje o seguiría metiéndose con su hermana.

-¿Dónde están Thomas y la tita?-pregunté.

-¿Dónde van a estar?-respondió Lorelay.- En casa. La pobre tita agarró un disgusto que no te puedes ni imaginar cuando le conté lo que me dijo Terry. Thomas se quedó cuidando de ella, pero te manda saludos.

-Dales saludos de mi parte también a los dos. Y dile a la tita que por Dios no se preocupe, que yo me encuentro perfectamente y que me pondré bien en nada.

Al cabo de un rato, en el cual no mediamos palabra entre nosotras, y Liza ni siquiera se movía, Lorelay se levantó del sillón y dijo:

-Me voy un momento a tomar el aire. ¿Vienes, Liza?

-No.-respondió ella con una vocecilla diminuta y quebrada.- Me quedo aquí.

Dicho esto, Lorelay se fue. En cuanto lo hizo, Liza colocó la cabeza de modo en que uno de sus oídos seguía apoyado en mi pecho. Así podría hablar algo conmigo.

-Yo no entiendo por qué pasan estas cosas.-dijo Liza.- Por qué las personas caen enfermas así, de esta manera, y ni se dan cuenta. Yo sí que me imagino cómo te sentiste, ¿sabes? No como “esa”.

-Mujer, no le llames “esa” a tu propia hermana.

-No le voy a llamar. No hace más que insultarme. Es una hija de puta.

-¡Eh! Más cuidado, que si ella es una hija de puta, tú y yo también lo somos, que nos parió la misma madre.

-Tú eres distinta. Tú siempre me protegiste, me defendiste, me consolaste. Me gusta estar contigo, tú me comprendes. Y no me llamas “llorona”.

Nos quedamos un instante en silencio.

-No tienes que avergonzarte por llorar, Liza, por mucho que te digan. Yo también lloré cuando me enteré. Lloré durante toda la tarde, muchísimo. Amy también lloró cuando se lo conté.

-¿Se lo contaste a la niña?-interrumpió Liza.- Criatura…

-Tenía que hacerlo. Quería hacerlo. Terry y ella son las personas que viven conmigo día a día, tenían derecho a saberlo antes que nadie, ¿comprendes?

-Sí.

-Fíjate,-proseguí, retomando el tema.- que hasta Terry rompió a llorar cuando se lo conté.

Liza giró la cabeza bruscamente para mirarme, sin separarla de mi pecho.

-¿Hablas en serio?

-Y tan en serio. Se sintió muy impotente, Liza. Sabes que él nunca permitió que me pasase nada malo.

-Nunca lo vi llorar. Qué palo, ¿no?

-Que va. A ti te puede resultar extraña la idea, pero es que apenas lo conoces. Sabía que se disgustaría.

-¿Y qué hiciste?

-¿Qué iba a hacer? Romper a llorar como una boba yo también.

Ella bajó la cabeza. Seguramente se estaba imaginando la escena. Solamente recordarlo a mí me producía un dolor inimaginable.

Estuvieron un rato más allí y se fueron. Estuve una hora viendo la televisión y mirando el reloj, ansiosa. No llegaba la hora en la que venía Terry a verme. Angus estaba al lado, con la cortina corrida para que no lo viese, bajo la atenta mirada de Sirkka. Llegué a temer algo por él. Era como si el recuerdo de su esposa desencadenase en él un agravamiento desmesurado de la enfermedad. En medio de mis pensamientos, apareció Terry, cruzando la puerta, todavía con la mochila donde llevaba la ropa de trabajo al hombro. Se apresuró en venir a mi lado y abrazarme.

-Lo siento, es que tuve que quedarme un rato más. Ya ves que vengo sin aire y…

Posé una mano en sus labios para interrumpirlo. Pude sentir entonces las cosquillas que me hacía en ella cuando respiraba por la nariz.

-¿Te pedí explicaciones, acaso?-dije, sonriendo.- Recupérate y luego ya me dirás lo que quieras.

Entonces le aparté la mano. Por consiguiente, él volvió a retomar su agitada respiración y se sentó en el sofá que había al lado de la cama.

-¿No sabes lo que son los coches o que?-bromeé.

-Vine en coche.-recalcó.- Pero igual estuve bastante apurado para poder verte.

-Para poder verme…-repetí, y al hacerlo se me aceleró el corazón.

-Claro. Lo peor es que no voy a poder estar mucho a tu lado.

-Aunque sólo estés un minuto. Lo único que quiero es verte.

Creo que Terry también se sintió halagado cuando le dije aquello. Vi que se ruborizaba un poco, pero intentó disimular cambiando de tema.

-Y bien, ¿cómo estás, mi reina?

-Un poco nerviosa ya, pero bien.

Era normal que estuviese nerviosa, pasado mañana me operarían. No podía evitar pensar en el destino que correría, en todas las variables posibles para llegar a una desagradable y desalentadora verdad: sobrevivir o morir.

-No tienes por qué estar nerviosa, Emily. Todo saldrá bien. Siempre has tenido mucha suerte.

-¡Ja!-reí irónicamente.- ¿Desde cuando?

-Por lo menos desde que estás conmigo.

-Tener cáncer no es tener suerte.-afirmé. Llevaba tiempo sin pronunciar esa palabra, y cuando lo hice, se me erizó la piel.

-Tener una hija es tener suerte. Tener un apoyo incondicional de bastante gente es tener mucha suerte. Hacer amigos en cada rinconcito por el que pasas, también es tener suerte. Tener una familia que te quiere es tener suerte. ¿Te parece poco?

-La mayor suerte que tengo-dije, cogiéndolo de la mano.-es tenerte a ti.

-Emily, por Dios, no digas eso.-dijo Terry, escondiendo la cara.

-Un amigo como tú no lo tiene cualquiera.

-Ni falta que hace. Nadie querría.

-Si no quieren es que son igual de gilipollas que tú.

Después de decir esto, me reí a carcajadas. Terry me golpeó un hombro.

-Hablando de todo un poco,-dijo- ¿dónde está Angus?

Bajé la cabeza.

-¡Oh!, Angus está en la cama. Se encontró muy mal esta noche.

-¿Por? ¿Qué le pasó?-lo noté algo preocupado.

-No lo sé demasiado bien. Creo que empeoró la cosa y…

-Ya entiendo. Cuando puedas dile de mi parte que se mejore.

-Descuida. Por cierto, ¿cómo está Amy?

-¿Cómo va a estar? Preciosa, como siempre. Hoy me estuvo recitando el abecedario, que se lo enseñaron en clase.

-¿Sí? Debe estar toda emocionada la pobre.

-Tenías que verla. Estaba que no cabía en sí de gozo.

-Eso es lo que quiero, Terry.-murmuré.- Verla.

-Ya pronto podrás hacerlo. Ten un poco de paciencia.

-¿Y si no llego a volverla a ver?

-No pienses en eso, mi reina. Intenta pensar positivamente.

Positivamente. Tendría que ver positivamente mi futuro incierto. ¿Pero cómo? ¿Vendándome los ojos y haciendo como si nada estuviese pasando? Desde fuera parece muy fácil ver todo con optimismo, pero si ya es difícil estando en contacto con el mundo exterior, todavía es más difícil en contacto directo con la enfermedad, en un ambiente como aquel. Terry no tardó demasiado en marcharse. En marcharse muy a su pesar y volver a dejarme sola una vez más.

Al cabo de un rato, vi que la hija de Angus se marchaba de la habitación. Intuí que iría a tomar el aire o al servicio. En cuanto ella cerró la puerta, la cortina que separaba ambas camas se abrió. Él la había abierto.

-Emily. ¿Qué tal estás, bonita? No te he visto nada en todo el día.

Angus estaba tumbado en la cama, conectado a mil y un aparatos y con un aspecto muy desgastado. Aún así, se le iluminó la cara al verme.

-Yo estoy bien, un poco nerviosa. ¿Y tú?

-Bueno, he tenido tiempos mejores. Pero, ¿por qué andas nerviosa?

-Pasado mañana me operan. Tengo miedo de lo que pueda pasar.

Bajé la mirada. Se hizo el silencio. Miré de reojo a Angus. Vi como una lágrima se deslizaba por su rostro, recorriendo las marcas que el tiempo había dejado en él. Comencé a sentirme culpable de su angustia. Entonces, dijo algo que se me quedó grabado para siempre:

-El día que tú mueras todas las palomas dejarán de volar.

Creo que palidecí cuando lo oí. No comprendí qué relación me encontró con las palomas, desde el primer momento en el que me vio, sin ni siquiera saber mi historia, o ver el tatuaje que tenía en la espalda. Encontró un vínculo que nos unía a aquellas aves y a mí, un vínculo tan fuerte que si me moría, ellas estarían para siempre en periodo de duelo. Las palomas, esos animales leves, inocentes, libres. Desde pequeña habían despertado fascinación en mí. Un magnetismo lo suficientemente fuerte como para perdurar en el tiempo.

Tardé en quedarme dormida. Estuve despierta por lo menos un par de horas, dándole vueltas a la cabeza, con la vista fijada en la cortina cerrada. Oía hablar a Sirkka y a su padre en un idioma que yo desconocía, probablemente finlandés. No me importaba entender lo que decían, me hacía una idea, y el hipotético contenido de sus palabras me aterraba.

Me dormí. No sé por cuánto tiempo. Fue un sueño muy leve. Era como si sólo hubiese cerrado los ojos. El sueño profundo que acostumbraba a tener no me invadía aquella vez. En la habitación reinaba el silencio absoluto, sólo interrumpido por los pitidos que emanaban de una máquina a la que estaba conectado Angus. El sonido era bastante enervante, pero a la vez lograba tranquilizarme. Entraba punzante en mis oídos, y salía convertido en un foco de serenidad. Me mantuve escuchando atentamente. Uno…tras otro… tras otro… tras otro… tras otro…

De repente, sonó uno. Uno que en lugar de ser intermitente como los otros, parecía no dejar nunca de sonar. Era un sonido estridente, como si fuese un chillido de angustia, un lastimoso alarido de dolor. Abrí los ojos automáticamente y comencé a comprenderlo todo. Escondido entre aquel pitido se encontraba el llanto de horror y de incertidumbre de una mujer. Gritaba palabras casi ininteligibles, pero con toda la fuerza que su garganta le pudo proporcionar. Un médico entró en la sala corriendo. Escuché sus pasos acelerados sin moverme de la cama. Me mantuve acostada, como si siguiese dormida. Escuché sonidos, demasiados para poder procesarlos todos. Gritos autoritarios. Sollozos. Pitido. Más pasos. “¡Vamos! ¡¡Vamos!!”… Después, todo eso cesó. Todo, menos aquel pitido. Pude escuchar un “¡mierda!” escondido en un suspiro. Supe que había acabado. Solamente levanté la cabeza para llegar a observar el cuerpo de Angus tapado por una sábana de pies a cabeza como si fuese un fantasma.

Me quedé sola en la habitación. Sola y asustada. Me operarían dentro de poco, así que no pude evitar pensar si correría la misma suerte. Sabía que ir nerviosa a la sala de operaciones lo único que haría sería empeorar las cosas, por no decir que me podría dar una crisis de ansiedad como otras veces. Soñé, soñé sin dormir. Soñé con encontrarme allí acostada en aquella cama fría, completamente desnuda, sólo cubierta por una manta blanca hasta la cintura. Mi madre estaba allí. No físicamente, pero su espíritu guiaba la mano del cirujano que tendrá que cortarme, con el fin de no hacerme daño, de no producir dolor alguno, de apaciguar el desbordamiento de la sangre por la herida. Y mi abuela, ella estaba rezando en una esquina, encomendando mi cuerpo, mi alma, la totalidad de mi ser a Dios Todopoderoso. Angus, para mi sorpresa, apareció también en mi sueño. Se sentó a mi lado, agarrándome una mano, una mano prácticamente inerte. Acercó sus labios fríos a mi oído y pronunció unas palabras, que lograron calmarme completamente:

-El día que tú mueras, las palomas dejarán de volar. Emily, tú nunca, nunca morirás.

domingo, 8 de noviembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXI- Alguien como él


Are you the one?[1]

Who'd share this life with me

Who'd dive into the sea with me


Are you the one?

Who's had enough of pain

And doesn't wish to feel the shame, anymore

Are you the one?

Are you the one?-Sharon Den Adel ft. Timo Tolkki


En cuanto le comuniqué al oncólogo mi decisión, se apresuró en ingresarme en el hospital. Aquel día pasé bastante miedo. Me hicieron bastantes pruebas, y ni siquiera dejaron que Terry viniese a verme dentro del horario de visitas. Lo eché de menos. Tanto, que recuerdos que habían echado raíces en mi subconsciente, volvieron a aflorar, con el fin, quizás, de paliar mi soledad.

Recuerdo cuando conocía a Terry. Tenía 17 años; él, 18. Íbamos en la misma clase, y ambos intentábamos sacar el “Leaving Certificate” para poder acceder a la universidad. Nunca nos habíamos fijado uno en el otro. Sentíamos mutuamente que el otro era un alumno más, un afortunado que seguramente llevaría una vida menos sacrificada que la nuestra. Menos un día que, por una casualidad, nos dimos cuenta de todo.

Si Terry no hubiese llegado tarde aquel día, nada habría sucedido. Habían pasado 15 minutos desde que sonó la campana y el profesor, un hombre serio, alto, que tenía la ridícula costumbre de llevar las gafas en la punta de la nariz como si fuese un intelectual, había pronunciado por lo menos un par de veces el nombre “Terence Grives”, sin que nadie contestara. De repente, antes de darle tiempo a llamar a algún otro alumno, la puerta se abrió bruscamente. Todos nos dimos la vuelta. Allí estaba Terry, empapado en sudor, jadeando, sosteniendo la puerta con una mano. Tenía un corte sangrante y enorme en una mejilla.

-Grives, llega usted tarde.-dijo el profesor.

-Lo siento.-respondió Terry, con la voz entrecortada.- Me he quedado dormido.

Ninguno de nosotros éramos capaces de resistirnos a no mirarlo de arriba abajo. Ya tenía rastas en el pelo, pero lo tenía bastante más corto. Y creo que sobra decir que la ropa también era completamente distinta. Iba a cerrar la puerta, cuando el profesor exclamó:

-¡Un momentito, Grives!

Terry giró la cabeza bruscamente, con el fin de mirarle de una manera fría y casi amenazante.

-Debe ir a secretaría y coger un justificante de falta. Que yo el retraso del parte no se lo voy a quitar.

Resignado, Terry se dio la vuelta y se marchó, descargando buena parte de su angustia en un portazo. Pasados un par de minutos de aquello, levanté la mano para que el profesor me prestase atención.

-¿Qué quiere, Gray?

-¿Puedo ir al baño?

Realmente no tenía ganas de ir, simplemente quería cruzarme con Terry en el pasillo, poder hablar con él. Era una necesidad que me pedía mi cabeza.

-Acaba de venir de casa, ¿no pudo ir al servicio allí?

-¡Uy! Me olvidé.

Toda la clase se rió a carcajadas. El profesor me miró encolerizado.

-Está bien, vaya. Pero vuelva pronto.

Me fui. Cerré la puerta, al contrario que Terry, con mucho cuidado, con el fin de no entorpecer todavía más la clase. Mientras avanzaba por el pasillo, miraba instintivamente a la derecha y a la izquierda a ver si lo veía. Encontrármelo fue más fácil de lo que me esperaba. Estaba sentado en la escalera, con los codos apoyados en las piernas, sosteniendo la cabeza con ambas manos. Adiviné que se había pasado la orden del profesor por el forro. Me acerqué a él, quizás con un poco de miedo por su reacción, pero con mucha, muchísima curiosidad.

-¡Hey!-exclamé, para captar su atención.

Giró la cabeza sobresaltado, seguramente pensaba que era alguna profesora. Al ver que era yo, no me dijo ni una palabra.

-¿Puedo sentarme?-pregunté, señalando las escaleras.

-Este es un país libre.-respondió, sin siquiera mirarme.

Lo hice. Me puse a su lado. Mis ojos no tardaron en posarse en su herida. Parecía reciente, seguramente se la habrían hecho ese mismo día, y le empapaba la cara y la ropa de sangre. Acerqué, inconscientemente, mi mano a la mejilla que tenía la susodicha llaga.

-Estás sangrando.

Pude tocarle con la punta de los dedos cerca de allí. La zona estaba palpitante todavía, y la sangre brotaba ardiente. En cuanto los sintió, me apartó el brazo bruscamente.

-Tranquilo.-le dije, un poco asustada.- No voy a hacerte daño.

Metí la mano en el bolsillo. Terry me miró de reojo. Saqué un paquete de pañuelos de papel. Cogí uno y lo acerqué a su rostro. Él retrocedió.

-¡Vamos! Sólo quiero limpiártela.

Al decir esto, logré que Terry se me acercase un poco. Deslicé el pañuelo por su mejilla muy despacio, con el fin de no causarle dolor. A pesar de que limpié con especial hincapié la herida, para que no se infectase, no escuché ni una palabra de queja. Sólo una respiración fuerte.

-¿Ves cómo no es nada?-dije, sonriendo.- Si te digo que no te voy a hacer daño es porque no te voy a hacer daño.

Me miró. Sonrió levemente. Era una sonrisa casi imperceptible, pero que supe ver perfectamente. Y había gratitud en ella. Cuando ya no tenía sangre en la cara, le entregué el pañuelo.

-Apóyalo en la mejilla. Te seguirá sangrando un rato.

Terry obedeció. Volví a examinarlo, con semblante serio. Noté en él una ira amordazada, pero a la vez un miedo intenso, una angustia que intentaba controlar. Opté por hacerle aquella pregunta.

-¿Quién te hizo eso?

-¿Debería importarte?-dijo, con recelo.

-Pues sí. ¿Sabes qué? Me lo jugaré todo a una carta y diré que fue tu padre.

Terry me miró con sorpresa.

-¿Cómo coño lo sabes?-preguntó.

El corazón se me aceleró. En ese momento se confirmó una sospecha sin fundamento que se me había pasado por la cabeza por casualidad.

-Supongo que se nos nota en la mirada, ¿no crees?

-A… ¿A ti también…?-preguntó, con voz trémula e incrédula.

Asentí, con bastante serenidad. Me di cuenta de que el profesor tendría que esperar un buen rato por nosotros. Terry dejó de mirarme y sonrió.

-Debería estar prohibido pegarle a las chicas bonitas.-dijo.

Me estaba lanzando una indirecta. Me sonrojé como una boba.

-Bo… ¿Bonita? ¿Yo?

-Tía, claro. ¿Alguien te ha dicho que no? Porque si es así, le parto la cabeza al cabrón que se la haya ocurrido soltar una trola como esa.

Me aparté un mechón de pelo para detrás de la oreja. Me puse roja como una manzana. O roja como la sangre que teñía el pañuelito blanco y que lo rompía por algunos sitios. Terry se percató enseguida y optó por contármelo.

-¿Sabes cómo me hizo esto el muy cabrón? Con una botella de ginebra rota. ¿Te parece normal? Si se le hubiese cruzado un cable, habría sido capaz de estampármela en la cabeza.-tras una breve pausa, añadió.- A ti no te hará así, ¿no? Porque si no le vuelo los sesos.

-No… Gracias a Dios, por ahora no. La verdad es que le pega a mi madre a menudo, y si intento entrometerme o algo, que es algo que pasa muchas veces, comienza a arrearme y no me suelta hasta que se cansa.

Me miró. Y yo lo miré a él. Había una fuertísima empatía entre ambos.

-¿Tu padre te pega cuando se emborracha?-le pregunté.

-No siempre. Si me pegase una hostia por cada botella de alcohol que se bebe, estaría muerto.-puso especial énfasis en esta última palabra.

-¿Y tu madre? La mía es el único apoyo que tengo.

Se quedó callado un instante.

-La mía murió cuando era un crío.

-¡Oh! ¡Lo siento, de veras! ¡Mi más sentido pésame!

-No te lamentes. Ya hace que lo tengo asumido.

-¿La mató él?-pregunté, con un poco de reparo.

-No. Murió de una enfermedad. No sé cómo fue, ni qué era. Mi padre la encerró en una habitación y no me dejaba ir a verla. La última vez que la vi estaba en la cama, toda rodeada de médicos, retorciéndose como una puta culebra. Aquella misma noche, murió. Vino mi padre a mi cuarto en medio de la noche y me dijo: “Tu madre la ha palmado”. Así, sin darme más explicaciones.

Eso era lo único que sé de la muerte de la madre de Terry, y seguramente él no sabía nada más. Lo noté un poco decaído.

-Era buena contigo, ¿verdad?

Tras una breve pausa, me contestó:

-No era mala.

Es lo poco que me contó de ella. Entonces comprendí el por qué de su carácter. Era simplemente un mecanismo de autodefensa. No quería que nadie más le hiciese daño. En cuanto se dio cuenta de que los dos navegábamos en el mismo barco, supo que no se lo haría.

-¿Tienes hermanos?-le pregunté.

-No, soy hijo único. ¡Ja! Y eso que dicen que los hijos únicos somos unos mimados. Casi lo prefería, antes que esto. ¿Y tú tienes?

-Sí. Tengo 6 hermanos. Bueno… dos de ellas están muertas. Una falleció al nacer, y otra a los 4 años.

-¿Tan pequeña?

-Ahá, se cayó de un árbol. Tenía yo 6 años cuando ocurrió y aún parece que fue…-interrumpí la frase, pues mi voz comenzaba a entrecortarse.- Yo sí que no lo he asumido.

-El duelo acaba desapareciendo. Todo se olvida, todo es pasajero.

-Es que no quiero olvidarla.

-No la olvidarás. Dentro de unos años hablarás de ella con ternura, no con angustia. Eso es lo que se pierde.

Lo miré. Una lágrima resbaló por mi mejilla, aún así, miré a Terry con muchísima dulzura.

-Sé lo que vas a preguntarme.-dijo.- y la respuesta es que una madre y una hermana pequeña son cosas distintas. TU hermana y MI madre son personas demasiado distintas como para que compartamos el mismo sentimiento por ellas. Confío en que entiendas mi respuesta.

-Más de lo que desearías.

Nos quedamos en silencio un instante. Creímos conveniente no añadir nada al asunto, estaba todo lo suficientemente claro.

-Por cierto,-dijo Terry.- ¿cómo decías que te llamabas?

-Er... Emily. Emily Gray.

-¿Grey?

-No, no,-respondí riéndome.- Gray. Ge, erre, a, y griega-deletreé.- Y tú eras... ¿Grives...?

-Terry. Te, e, erre, erre, y griega. ¿Hace falta que lo deletree?

-No.-dije, riéndome a carcajadas.- Conozco el nombre lo suficiente. No me he olvidado.

Quizás puede sonar ridículo, pero la compenetración entre ambos era palpable. Yo la sentía, cada vez que lo miraba, que él me miraba con aquellos ojos. Los más bonitos que había visto hasta entonces.

-¿Quieres que vayamos ya a clase?-preguntó él.

-No. Quedémonos un rato más. No creo que el viejo del señor Miriello note nuestra ausencia.

Sonrió, lo vi clarísimamente. Y fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me gustaba verlo sonreír. Había tanta sinceridad en aquella sonrisa, tanto cariño en su mirada, tanta comprensión en sus palabras. Sólo habíamos estado hablando unos minutos y era como si nos conociésemos desde siempre.

Pero no todo fueron alegrías. Tenía muchos problemas; algunos que conocía, muchos que no. En mi casa éramos 4 hermanos para apoyarnos los unos a los otros, pero él no tenía a nadie. Quizás a mí, pero, ¿de qué le servía? No podía estar con él todo el día, no podía animarle en momentos de bajón, fuera del ámbito escolar, pues mi padre se enfurecía si me veía con chicos, aunque solo fuésemos amigos. Podía haberme llamado, podía haber hablado con él y tranquilizarlo, pero fue lo suficientemente impulsivo como para hacerlo. No lo creía capaz de hacer algo así, nunca lo creería capaz de llevar a cabo un acto semejante. La tristeza, la angustia, nublan el juicio mucho más de lo que desearíamos. Son ellas las que nos proporcionan ese impulso, esa ira ciega en un afán de destrozar a la vida tal como ella nos destrozó a nosotros. Tuve que enterarme por su primo, por un snob pijo que venía en la clase de al lado. La verdad es que cuando lo vi entrar por la puerta de nuestra clase, no me creía que fuese pariente de Terry. Ni siquiera que pudiesen tener algún tipo de relación.

-Perdonad,-dijo.- estoy buscando a una tal Emily. Emily Gray o Grey o algo así.

-Soy yo.-dije, extrañada.- ¿Qué quieres?

-A ver, soy primo de Terry. De Terry Grives, sabes quién es, me imagino, ¿no? Le he oído hablar de ti muchas veces con sus amigos, así que quería avisarte de una cosa. Bueno, avisarte y conocerte, que ardía de curiosidad. Pero bueno, a lo que iba, mira, es que esta noche… lo encontramos en el suelo de su habitación. Se cortó las venas con una navaja.

Se me detuvo el corazón por un instante. No podía seguir latiendo con la incertidumbre de si él estaba vivo o no.

-¿¡Cómo está!?-grité.- ¡Dime que está bien!

-Claro que sí, tontina. El chico es duro como una piedra. Menos mal que yo me había quedado a dormir en su casa y llamé a urgencias, que si no. Criando malvas, así de claro te lo digo. Bueno, por si quieres ir a verlo, está en el hospital St. Holy Joseph, uno de estos de seguros baratos, ya me entiendes, ¿no? Con lo que me gustaría que mi primo estuviese en un hospital como Dios manda, como el mío, el Zúrich Center Hospital, pero claro, una personita… como decirlo… pobre no se lo puede permitir. Lo que es la vida, ¿no?

Opté por no oír sus comentarios estúpidos. Estaba demasiado preocupada por Terry como para darle importancia a algo así. Fui por la tarde, poco después de comer. Cogí un autobús, obviamente, pues mi padre no me llevaría, ni yo tampoco querría que me llevase. Esa fue la primera vez en la que entré en un hospital. Había ido al materno a ver nacer a mis hermanos, pero no es lo mismo. No es el mismo ambiente. Me angustiaba, me sofocaba, me daba hasta miedo. Y lo que me limité a hacer fue aferrarme a la bolsita de caramelos que llevaba en las manos para regalársela a él.

La puerta de la habitación 197 estaba entreabierta. Seguramente alguna enfermera se habría olvidado de cerrarla. Entré silenciosamente. Temí que estuviese durmiendo y que fuera a despertarlo. Temía su reacción al verme, que quizás no era como yo esperaba. Estaba en la cama, sentado, mirando hacia la ventana. Estaba abierta, y la cálida brisa primaveral entraba por la ventana. Aún así, tenía las manos congeladas. Nunca las tuve calientes, nunca; mis manos permanecían frías pasase lo que pasase, y mi cuerpo nunca encontraba aquel calor que tanto ansiaba. Mi madre se preocupaba, llegué a pensar si tendría algún problema circulatorio, pero la verdad es que nunca lo miré. No me importó. Me acostumbré a tenerlas así. Terry bromeaba muchas veces con llevarme a las Bahamas para ver si con un clima más tropical entrarían en calor. Quizás sí, quién sabe. Pero cuando llevas años teniendo esa sensación, parece que te da nostalgia desprenderte de ella.

Me acerqué a él despacio. A pesar de llevar botas con tacones, mis pasos eran lo suficientemente suaves y ligeros como para que no produjeran apenas ruido. Le toqué en un hombro, para intentar llamar su atención. Se dio la vuelta sobresaltado. En cuanto me vio, por la cara que puso, intuyo que no esperaba mi visita.

-¿Emily? ¿C…Cómo sabes que estaba aquí?

-Me lo contó tu primo.

-Esa mierda de pijo no se podía estar callado. ¿Qué pasa? ¿Qué tengo que graparle la boca?

-Si quieres me voy.-dije, un poco asustada por su reacción.

-No lo digo por ti, Emily. Lo que pasa es que ahora todo el puto instituto va a estar al tanto, y eso es lo que me revienta.

Nos callamos un instante. Estábamos un poco nerviosos ambos, y eso que llevábamos varios meses siendo amigos, hablando fluidamente entre nosotros, incluso contándonos algunos secretos, pero era como si nos quedásemos de repente sin habla, como su en nuestras gargantas se formasen unos molestos nudos que nos impidiesen articular ninguna palabra. Me decidí al final a hablar, a preguntárselo:

-¿Cómo estás?

-Bien. ¿Quieres verla?

Hablaba como si fuese algo banal, como si no le importase lo más mínimo estar a punto de perder la vida. Asentí. No debía hacerlo, pero un impulso curioso me hizo aceptar. En su mano izquierda tenía una venda, la cual se despegó un poco, lo suficiente como para que la herida quedase completamente visible y desprotegida. Atravesaba las venas de su muñeca, en posición horizontal. Era honda, y todavía rezumaba algo de sangre. Me estremecí al imaginarme con qué frialdad y decisión se automutiló, con cuanta ira se lo clavó hondo. No pude evitar acercarle mis dedos fisgones; tocarla, con suavidad, para no hacerle daño; sentir cómo todavía palpitaba. Lo miré a los ojos, y fui capaz de decirle:

-¿Por qué lo hiciste?

-Porque ya no puedo más, Emily. Estoy harto de todo.

Las lágrimas golpeaban contra mis ojitos tristes e inocentes. Las reprimí, todavía no tenía tanta confianza con él como para llorar en su presencia. Comprendí cómo se sentía. Yo misma me sentí así muchísimas veces, aunque todavía no comprendí el concepto de suicidio en todo su esplendor hasta que no lo sufrí en mis propias carnes. Aún así, alcancé a comprender que suicidarse era morir, y lo último que quería era perder a Terry.

-Si piensas que no le importas a nadie-dije, en un hilo de voz.- estás muy equivocado.

-Quizás la que estés equivocada seas tú por preocuparte por alguien como yo.

Alguien como él, ¿a qué se refería? ¿A alguien que era maltratado? Yo también lo era. ¿A alguien cabreado con el mundo? Como todos. ¿A alguien misterioso, frío, enigmático? Creo, sin miedo a equivocarme, que eso era lo que más me atraía de él.

-Los dos estamos en el mismo barco.-le respondí, con serenidad.- Ni tú eres más que yo, ni yo soy más que tú. Y hasta que no te lo meta en la cabeza, voy a insistir hasta la saciedad.

Terry sonrió levemente. Después hablamos. No recuerdo de qué, pero hablamos muchísimo, y comimos entre los dos los caramelos. A él no le dejaban comer nada que no le diese allí, pero al estar solos, aprovechó la ocasión. Me fui de allí al cabo de una o dos horas, cuando una enfermera me echó de allí. Le prometí que volvería a verle, pero al día siguiente, estando aún débil, su padre se empeñó en sacarlo del hospital.

Su padre, Bill. Cada vez que me acuerdo de él, un escalofrío recorre mi columna, como si fuese una serpiente. Solamente lo vi una vez, no quise volver a saber de él. Esa vez la recuerdo con total nitidez.

Terry y yo teníamos que hacer un trabajo juntos. Como en mi casa estaba el problema de mi padre nos fuimos a la suya, pues Bill no estaba. Seguramente se encontraría en alguna taberna, empinando el codo, bebiendo para olvidar, o quizás para recordar algo.

Su casa estaba un poco desordenada, y no tenía la mejor decoración del mundo. Algunas paredes estaban medio rotas, y las ventanas, con los cristales rajados. Por el suelo del salón había bastantes botellas tiradas y rotas. Terry evitó llevarme allí, es más, evito enseñarme la casa. Simplemente nos dignamos a seguir recto el pasillo hasta su habitación. Esta sí que estaba mejor ordenada. No era mucho de mi gusto, la verdad, pero se respiraba bastante armonía.

Me senté en la silla que había frente a su escritorio. En cuanto él vio que no había más que esa, fue a la cocina a coger otra. Posé mi carpeta sobre la mesa y dejé mi chaqueta de cuero negro encima de la cama. Enfrente del escritorio había una ventana, la cual me quedé mirando mientras él no volvía. El barrio en el que vivía Terry no era el mejor, desde luego. Su paisaje era desolador, álgido, decadente, como un alma atormentada, como una lágrima, como el desconsuelo permanente de un corazón que desea dejar al fin de latir. Me resultaba un poco incómodo estar allí. Hacía quizás unas semanas que conocía a Terry, y me parecía bastante insólito haber acudido ya a su casa, a aquel lugar extraño.

Sin que pudiese percatarme, él entró en la habitación y dejó su silla al lado de la mía. Yo permanecía mirando por la ventana, algo turbada, pero con muchísima curiosidad. Terry, que era igual de curioso que yo, cogió mi carpeta y la abrió. Entonces sí que supe que estaba allí.

-A ver qué escondes por aquí…-dijo.

-Terry, deja mi carpeta.-conminé, intentando cogérsela.

Acabó abriéndola, descubriendo todo lo que había en su interior: bocetos. Folios en blanco y miles de bocetos. De mi antigua y añorada casa, de su jardín paradisíaco, de mis hermanas, de los edificios que coronaban la ciudad… Terry se quedó con la boca abierta. Yo me sonrojé como una boba.

-¿Dibujos?-preguntó, sin apartar la vista de ellos.- ¿Tú dibujas?

-Hombre, es evidente, ¿no?-respondí.- ¡Venga! Di que son una mierda y pongámonos a trabajar.

Pensé que eso sería lo que diría. La gente era muy cruel, y muchas veces me decían que eran malos para desmoralizarme y que no volviese a hacerlos. Es más, una vez una chica envidiosa de mi clase me rompió uno mientras yo estaba en el baño, a la hora del recreo. Podría habérselo enseñado a algún profesor de dibujo, y seguramente me dirían que eran estupendos, pero era demasiado vergonzosa. Lo único que tenía para sustentar mis deseos de ser pintora era mi propia ilusión. Aunque la valoración de Terry fue bastante distinta:

-Son buenos.

-¿Qué?-pregunté exaltada. Hacía tiempo que nadie me decía eso.

-Son jodidamente buenos.-repitió.- Las formas, el realismo, el sentimiento… Puede que sea un negado, pero sé reconocer una buena pintura cuando la veo.

-Sabes mentir muy bien, pero dime la verdad.

-Joder, te la estoy diciendo. Dibujas de puta madre. Deberías dedicarte a eso cuando seas mayor.

-Es lo que pretendo. Si puedo, me gustaría ir a la universidad a estudiar Artes Gráficas.

-Yo también quiero ir a la universidad, hacer Ingeniería.

Tras una breve pausa, él añadió:

-Tienes que retratarme un día de estos… O hacerme un autorretrato tuyo, para acordarme de ti cuando estemos en la universidad.

-Ok, en cuanto tenga algo más de tiempo, me pondré a ello.-dije, sonriendo.

Comenzamos el trabajo en cuanto zanjamos el tema de los dibujos. La guerra civil no era lo más interesante del mundo, pero nunca me había reído tanto como entonces. Terry aprovechaba cualquier ocasión para decir alguna parida y yo, que siempre había sido de risa fácil, parecía que me moría. De repente, y sin más previo aviso, escuchamos un ruido procedente de la entrada. Seguramente era la puerta cerrándose.

-Mierda.-musitó Terry.

Intuimos de quién se trataba, y nuestras sospechas se confirmaron cuando la puerta de la habitación se abrió de un golpe. Terry no se movió, yo, sin embargo, opté por girar la cabeza. Era su padre. El parecido entre ambos era más que evidente, aunque él tenía un aspecto descuidado, su ropa estaba impregnada de alcohol, tenía el pelo muy corto, y la mirada desviada, que hacía que me pusiese nerviosa y, quizás, todavía más asustada. Llevaba una botella en la mano, si no me equivoco, de whisky.

-¿Quién es esta, niño?-preguntó, casi gritando.

Terry no le contestó, ni siquiera le miró. Su padre se acercó a mí y dejó su botella en el escritorio. No pude apartar la mirada de él, aunque casi temblaba de miedo. Si a Terry le había cortado la cara con un cristal, ¿qué me haría a mí?

Lo que hizo, en contra de lo que pudiese pensar, abrazarme por detrás y tocarme los pechos. Acariciármelos, oprimírmelos, con aquellas manos recias y sucias, que llegaban a hacerme daño. Estaba a punto de llorar. Llegué a temer que me violase cuando me dijo:

-Está cachonda. Déjame que te toque.

Intenté resistirme, moviéndome un poco de un lado a otro, pero él me sujetaba con demasiada fuerza. Bajó una de sus manos a mi entrepierna, con el fin de subirme la falda. Comencé a gritar, pero era inútil.

-Estate quieta.-me ordenó, repetidas veces.

Incluso llegó a taparme la boca con la mano con la que me acariciaba el pecho. Aunque fue poco tiempo el que estuvo haciéndome eso, yo sentía casi como si fuesen años. No me dejaba. Me agarraba una pierna con fuerza, y me metió la mano en donde yo no deseaba que lo hiciese. Entonces sí que quedaron claros sus deseos.

De repente, Terry agarró una de sus manos con fuerza, la que me toqueteaba en las piernas, y la apartó, aunque su padre opuso resistencia. Le retorció la muñeca, hasta el punto en que el dolor era tan insoportable que me soltó por completo.

-A Emily no la toca ni Dios.-dijo Terry, con una expresión rebosante de ira.

Su padre consiguió soltarse. Con una velocidad impropia del estado en el que se encontraba, volvió a coger la botella y se la rompió a su hijo en la cabeza con una fuerza brutal. Me llevé las manos a la boca al ver que Terry había caído en el suelo en el acto. Estaba inmóvil.

-Mira que hacerme eso mi propio hijo. Así aprenderás, maricón.

Dicho esto, y no sé por qué razón, se fue. Yo me apresuré a levantarme de la silla y arrodillarme a su lado. Grité su nombre un par de veces; no hubo respuesta. Lo moví de un lado para otro, con los nervios a flor de piel; no abrió los ojos. Llegué hasta a abofetearlo, lo más fuerte que pude; no se movía. El suelo comenzó a encharcarse de sangre. Llegué a pensar que estaba muerto. Me alarmé. No sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió para poder tranquilizarme fue aproximar mi oído a su boca. Lo escuché respirar. Suspiré aliviada. Seguramente sólo se había desmayado. Me levanté lo más rápido que pude y cogí mi chaqueta de la cama y se la puse sobre los hombros, mientras bisbiseaba un Padrenuestro, con el fin de que Dios le ayudase. Pensé en acostarlo en la cama, pero en un pequeño curso de primeros auxilios al que nos obligaron a asistir en el instituto, nos dijeron que cuando una persona recibía un traumatismo en la cabeza, lo peor que podíamos hacer era movérsela. También pensé en llamar a una ambulancia, pero si su padre era como el mío, ambos correríamos una suerte fatídica. Me llevé las manos a la cabeza, nerviosa, echándome el pelo empapado de sudor para atrás. Lo único que podía hacer era seguir rezando.

Al cabo de un rato, abrió los ojos. Intuí que el golpe no le había herido demasiado. Lo noté bastante aturdido. Miró hacia los lados, como si no recordase lo que había pasado.

-¡Terry!-grité.- ¡Menos mal que estás bien!

-¿Te ha hecho daño?-preguntó él. Era evidente que sí recordaba lo sucedido.

-No tanto como a ti, desde luego.

Con un poco de dificultad, intentó incorporarse.

-No deberías moverte demasiado. Recuerda lo que nos dijeron en el curso.

-Estoy perfectamente, Emily. Sólo me ha arreado con una botella. Podría haber sido mucho peor.

-Por lo menos deberías desinfectarte la herida. Estás sangrando.

Al oír esto, se llevó una mano a la nuca. Comprobó que, efectivamente, estaba encharcada de sangre. Alargó la mano hacia un cajón de su maltrecho escritorio y cogió una bolsita de pañuelos de papel, de la cuál sacó uno hacia fuera y se limpió con él.

-Estás loco, Terry. Haber hecho algo así por mí.

-¿Crees que dejaría que te siguiese manoseando? ¿Qué clase de tío crees que soy?

-Podrías haber muerto.-argumenté.

-Y tú podrías haber salido de esta casa sin virginidad y llena de hostias.-repuso.

-No importa.

-Pero a mí sí me importa. No te lo mereces.

Terry se empeñaba en tratarme como si yo fuese superior, como si él fuese el súbdito de una princesa de ficción. Nunca comprendí por qué se desvalorizaba de aquella manera. Aunque al mismo tiempo, me trataba como si fuese su hermana pequeña, protegiéndome de todos los peligros, dando la cara por mí.

-Deberías irte a casa, Emily. Me niego a que vuelva a hacerte algo. Terminaremos el trabajo mañana en la biblioteca.

Le hice caso. Yo tampoco quería volver a pasar por aquel infierno otra vez, además, sabía que si yo no me marchaba, Terry me echaría de su casa a patadas. No porque quisiese hacerme daño, si no por todo lo contrario. Entregamos el trabajo un día o dos fuera de plazo. Nos pusieran un 8.

Otra cosa que recordé, bastante a mi pesar, fue un incidente que me había pasado con mi profesora de gimnasia, la señora Taylor. Ella era de baja estatura, bastante mayor, con el cabello largo, grisáceo y siempre recogido en una coleta o en una trenza. Sus gafas, poseedoras de unos cristales con un aumento considerable, mostraban unos ojos marrones enormes llenos de ira. ¿Contra nosotros? No sabría decir. Nosotros nunca le decíamos nada que no le gustase, o eso procurábamos. Creo que era un rencor que había estado almacenando desde hacía muchos años.

En aquella clase estábamos trabajando el equilibrio. Las chicas, porque los chicos estaban en una clase aparte en la hora de gimnasia, con un profesor varón. Recuerdo que nos hacía caminar por una tabla estrechísima, sujeta en lo alto por dos palos de metal, como si la profesora fuese un pirata que nos hiciese desfilar hacia los tiburones. Y los tiburones eran los suspensos que te caían si te caías o lo hacías mal, corrijo, si no lo hacías como la profesora quería. Llegó mi turno. Recuerdo que estaba bastante nerviosa, pues la señora Taylor tenía la manía de presionarnos demasiado antes de las pruebas. Temblaba como un flan, por no hablar de que mi equilibrio siempre había sido pésimo. Me subía la tabla con mucho cuidado y comencé caminar. Mi corazón palpitaba de horror al ver que la tabla se movía demasiado, seguramente por tener alguna pata más pequeña que las otras. Me caí. Me caí de lado. No pude soportar el movimiento, el peso de mi cuerpo. No fui capaz de coordinar mis pasos, de que mis brazos equilibrasen mi peso. Me apresuré a levantarme. Estaba asustada por lo que me diría la profesora, pero no podía hacérselo ver. No podía rebajarme de ese modo.

-Gray, te dejo otros dos intentos, y espero que los aproveches como es debido. –dijo la profesora, mirándome por encima del hombro.

-Sí, profe.-respondí, volviéndome a subir a la tabla.

Le puse todo el empeño que pude, pero no era capaz de mantenerme más de 1 minuto caminando por la tabla. Miento, más de 5 segundos. La profesora, desde abajo, me gritaba, bajo la atenta mirada de mis compañeras:

-¡Gray, tensa las piernas! ¡Pon más duro ese trasero!

Por mucho que me riñese y me intentase ayudar, eso no mejoraba para nada el poco equilibrio que tenía, por lo que, después de haber caído 2 veces, la tercera caí al suelo de cabeza, dejando el cuerpo relajado, casi a modo de rendición. Me mantuve un momento sin moverme. Las sienes me latían, y me encontraba demasiado agotada como para levantarme. La profesora, sin ayudarme ni siquiera a ponerme de pie, me pisó una mano y dijo:

-Eres una inútil, Gray. Si no sabes mantenerte derecha, no sirves para nada.-y añadió, en un tono autoritario:- Vete a fuera del gimnasio, no quiero verte delante.

Logré levantarme, muy a pesar pues tenía cardenales por todos los sitios y me dolían, y me fui. Intenté no echarme a llorar. Aquella bruja no podía verme triste, o sabría que había ganado; aún así, mi respiración fuerte se escuchaba en todo el gimnasio, además del estentóreo portazo que di al salir. Me largué al patio. Sabía que el recreo había terminado y que no había ni un alma. O eso creía. Mientras veía cómo los chicos se deslomaban corriendo en las pistas, escuché a alguien tosiendo cerca de allí. Me di la vuelta. Terry estaba apoyado en una pared que había a pocos metros de mí, agitando el inhalador enérgicamente.

-¡Hey!-le grité, para captar su atención.

Se dio cuenta enseguida de mi presencia. Noté en su mirada que estaba extrañado por verme. Se acercó a mí, y situándose detrás del banco en el que me encontraba sentada, me habló, jadeante:

-¿Qué haces aquí?

-¿Y tú?-contraataqué.

-Yo me encontraba mal y fui a buscar el inhalador al vestuario. Ahora te toca a ti.

No tenía ganas de contárselo. En aquel momento me sentía como una fracasada por no saber caminar sin caerme sobre una tabla maltrecha y sospechosamente movediza. Aún así, cedí:

-La profesora me echó fuera de la clase. Dice que no tengo equilibrio.

-Me lo temía.

Lo miré, sin llegar a saber muy bien lo que intentaba decirme.

-¿Qué insinúas?-dije.

-Las princesas no tienen equilibrio. ¿No lo sabías?

Me reí. Después de estar tan hundida, consiguió que sonriese la única persona que siempre lo hacía.

-¿Quién te dijo eso?

-Lo leí no sé dónde.

Él también sabía la historia de mi madre, del mote de la princesa, de las palomas. Sólo él la sabía. Ni siquiera Robert, y eso que ya éramos novios. El hecho de que me llamase reina hacía referencia a sus raíces latinas, por parte de su madre, pero en parte lo hacía por la susodicha anécdota.

-¿Y por qué no lo tenemos?

-Porque sois demasiado sensibles para este mundo.

-Pues preferiría ser una plebeya y aprobar gimnasia.

Nos reímos. La verdad, no era eso exactamente lo que había estado pensando. En cuanto formulé la pregunta de por qué no teníamos equilibrio, pensé inmediatamente en una respuesta que esperaba que él me diese:

“Para que alguien como Terry nos ayude a no caernos”.









[1] ¿Eres tú aquel que compartiría esta vida conmigo?/ ¿El que se zambulliría en el mar conmigo?/ ¿Eres tú aquel que ya tuvo suficiente dolor y que no quiere volver a sentir vergüenza nunca más?/ ¿Eres tú aquel?