jueves, 19 de noviembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXIII-Sin vuelta atrás


Terry llegó al hospital a las 4 de la tarde, tan pronto como le dejaron entrar en aquel día fatídico. Se suele decir que lo peor en una batalla es la calma que la precede. En mi caso, la calma se convertiría en un nerviosismo extremo, en una incertidumbre que parecía no terminar nunca. Él se sentó en el sofá que había al lado de la cama. No sabía qué decirme, ni yo sabía qué contestarle. Lo cogí de la mano. Enlacé mis dedos en sus dedos como si estuviese intentando establecer entre nosotros un vínculo, un vínculo que nada podría separar.

-Da ganas de ser algo cobarde y echarse atrás. ¿Verdad?-dije.

-Ahora ya no te dejarían salir de aquí.-repuso Terry.

-Ábreme la ventana y me iré volando, como las palomas.

Él sonrió.

-¿Como las palomas?

-Sí, y te llevo a ti conmigo. Y nos vamos a pasar mis últimos meses de vida a las Bahamas. ¿Qué te parece?

-Tendremos tiempo de ir cuándo te pongas bien.

-Eso es esperar demasiado tiempo. Quizás nunca me pongo bien.

-Ya empezamos, Emily.

-No es empezar. Simplemente te digo lo que tienes delante de las narices.

-Arráncamelas.-conminó.

-Sólo si tú me arrancas el mal que tengo.

-Si pudiera lo haría, créeme.

Se hizo el silencio. Entre nuestra imaginación desbordada y casi infantil se escondía toda aquella angustia que la enfermedad, la operación, traían consigo.

-¿Te has parado a pensar.-pregunté.- en que podría no salir con vida de allí…?

-Todo el rato.

-Yo también.

-Pero, ¿sabes?-dijo Terry.- Si mueres, te coronarán princesa en el cielo.

Una sonrisa surcó mis labios, al tiempo en el que una lágrima luchaba por salir de mis ojos. No me imaginaba esas palabras, esa frase, evocando mi ya conocido mote, evocando a mi madre, a mi inocencia. Me llevé una mano al pecho, mientras apartaba la cara.

-¿Por qué dices eso?

-Porque estoy completamente seguro de ello.

-Prefiero seguir siendo una princesa sin trono ni corona y poder seguir disfrutando de mi verdadera princesa.

Terry apartó la mirada. Sabía perfectamente a quién me estaba refiriendo.

-Lo peor no es morir o no morir, lo peor es no poder despedirme de ella.-afirmé, a punto de romper a llorar.

-¿Y qué quieres que haga, Emily?-gritó.- ¡He intentado hablar con Fortman, pero no me hizo ni caso! ¡Yo también quiero que la veas! ¿Qué te piensas? ¡Pero tu médico es terco como un cabrón!

-Oye, lo siento. Ya sé que no es culpa tuya, Terry. Pero es que no puedo, no puedo.

Me tapé la cara con las manos. Rompí a llorar, después de prometerme durante la mañana que no lo haría. Llevaba días sin ver a Amy, y la necesitaba más que nunca. Necesitaba poder abrazarla, poder hablar con ella, poder hartarme de besarla antes de irme, de una ida con un posible y casi remoto retorno. Terry optó por no abrazarme. Me apartó las manos de la cara para mirarme a los ojos.

-Se lo explicaré todo, Emily. Si quieres, haré que habléis por el móvil, pero yo no puedo hacer más.

-Mira, vete a casa.-le ordené.- Vete a casa con Amy. Quiero descansar un rato.

Terry se fue muy desganado, pero supo entender mis razones. En cuanto se marchó, yo, que estaba incorporada en la cama, me dejé caer hacia atrás como si no tuviese vida. De repente, sonó mi móvil. Al estar sola en la habitación, optaron por dejarme tenerlo. Era Sharon.

-Hola, Emily.-dijo ella.- ¿Cómo se encuentra mi valiente?

-Mal.

-¿Por?-noté que se preocupaba.

-No me dejan ver a Amy. A mi Amy. A mi pequeña. No me dejan.-respondí con la voz entrecortada.

-¿Quién es el hijo de puta que no te deja?

-Fortman, el doctor Aaron Fortman. Mi oncólogo.

-¿Aaron Fortman? Tranquila, lo localizaré.

-¿Lo conoces? ¿Qué vas a hacer?

-Digamos que nos vimos un par de veces. Tú tranquila, no le haré daño.

-Eso espero.

Después de esto, colgó. Ahora parece que tenía un rayo de esperanza. Diminuto y borroso, pero probablemente podría ayudarme, traerme a mi niña. Deposité toda mi confianza en Sharon, sabía que era una buena opción, lo presentía, aunque apenas nos conociésemos. Me quedé en la habitación completamente sola, pensando. Pensando en lo que iba a pasar, si sus esfuerzos serían en vano.

De repente, entró en la habitación el doctor Fortman. Me puse nerviosa ante su presencia. De sus palabras dependía que viese a mi hija quizás por última vez o no.

-Señora Gray,-dijo.- he estado hablando con una… amiga suya que me comentó acerca de la posibilidad de que su hija venga a visitarla. La verdad es que me lo he pensado. Dada la gravedad de su enfermedad y el riesgo de la operación, sería un buen estímulo que vea a la niña.

Se me iluminó la mirada. Era casi un sueño escuchar aquellas palabras salidas de los labios del doctor Fortman. No había palabras para expresar mi gratitud. Me habría echado a llorar, si no fuera porque estaba demasiado excitada.

-Pero no debe estar aquí mucho tiempo.-prosiguió.- No es bueno que se exponga a la radiación que forma parte del tratamiento de algunos pacientes durante mucho tiempo.

-G…Gracias. Gracias.-logré pronunciar, juntando las manos y bajando la cabeza como si estuviese rezando.

-No me las de, señora.

-¿Podría… podría hacer una llamada?-pregunté con dificultad.

-Por supuesto.

Cogí el móvil de la mesita y marqué de memoria el número de teléfono de Terry. Un toque… Dos toques… Comenzaron a temblarme las manos… Tres toques… Un pitido.

-¿Diga?

Una voz. Era Terry inconfundiblemente. En ese momento era como si algo me atenazara la garganta, aún así, conseguí sacar de ella unas palabras:

-Soy yo. Tráeme… tráemela inmediatamente.

-¿Emily?... Mira reina, ya hemos hablado de esto.

-Me dejan.-interrumpí.- Fortman me deja.

-¿Hablas en serio?-estaba tan confundido como yo.

-Sí, sí, lo tengo aquí al lado.

-¿Señor?-dijo Fortman, acercando su rostro a mi móvil.- Su hija puede venir a ver a su esposa. Pero tendrá que estar muy poco tiempo.

No escuché lo que le contestó, pues el doctor me había cogido el teléfono. Lo miré atentamente, con las mejillas ruborizadas. Cuando Fortman dijo que yo era la esposa de Terry se me aceleró el corazón. Apuesto que él también se sintió algo avergonzado. Supuse que lo corregiría, pero no escuché que el médico pronunciase ninguna frase de disculpa. Seguramente Terry se encontraba tan aturdido que ni siquiera se había fijado. Después de intercambiar dos o tres palabras más con él, Fortman me pasó el teléfono. Acto seguido, se fue de la habitación.

-Dice que te pongas.

Lo cogí, ansiosa. Lo allegué a mi oído apresuradamente. Necesitaba saber cuál era la contestación de Terry.

-¿Y bien?-dije.

-Me has convencido, reina. No sé cómo lo conseguiste, pero bueno.

Me reí. Mientras lo hacía, podía escuchar su risa al otro lado del teléfono. Un escalofrío de placer recorrió mi columna. Era casi como tenerlo allí.

-Antes de traerla-le sugerí.- ponla en antecedentes. Me van a dejar poco tiempo para hablar con ella y tampoco quiero estar explicándole todo… ¿Comprendes?

-Perfectamente. Bueno, pues entonces a las 6 la tienes ahí.

Eran las 5 y media. Aún así, me parecía demasiado esperar, aunque era comprensible que se tomase su tiempo. Después de esto, optamos por despedirnos. Colgué y dejé el móvil encima de la mesita. Entonces, al cabo de escasos minutos, volvió a sonar.

-¿Sí?

-Que, sirvió mi ayuda o no.-era Sharon inconfundiblemente.

-No te imaginas cuánto te lo agradezco, Sharon.

-No me lo agradezcas, solamente hice mi trabajo.

-Por cierto, ¿cómo lo conseguiste?

Al formularle esta pregunta se hizo un silencio. A través del teléfono sólo pude escuchar su agitada respiración.

-La verdad es que no me costó demasiado, no tiene importancia.

Acto seguido de decir esto, se decantó por cambiar de tema.

-Y qué, ¿nerviosa por ver a la pequeñina?

-Pues claro. Tengo los nervios electrizados.

-Tengo ganas de conocerla.

-Algún día, si salgo de esta, te la presento. Verás qué monada.

-Saldrás de esta.-respondió, elevando el tono de voz.- Como me llamo Sharon que sales de esta.

-Tampoco te pongas así, mujer.

De repente, al otro lado del teléfono, escuché un ruido. Una puerta que se cerraba bruscamente y provocando un estentóreo sonido.

-Tengo que colgar.-susurró.- Ya hablaremos. Un beso, cuídate.

Sin darme tiempo a despedirme, la llamada se cortó.

Las 6 tardaron en llegar. Hasta entonces, estuve haciendo zapping en la televisión de mi habitación, muerta de nervios. De repente, la puerta se abrió. El corazón me dio un salto. Sabía que era él.

-¿La hago pasar?

-Sí.-conseguí responder.

Entonces, vi cómo entraba despacio, intimidada. Con su pelo castaño suelto y su débil cuerpecito envuelto en un vestido rojo con un osito bordado. En la mano traía a Sally. En cuanto pude reconocerla, me caían las lágrimas de alegría.

-Ven aquí, mi vida.-le dije.

Amy, abrazada a la muñeca, se acercó a mí un poco asustada. Seguramente aquel lugar, completamente desconocido para ella, le producía temor. La estreché contra mi pecho fuertemente, llenándola de lágrimas y de besos. Añoraba su presencia, poder volver a sentirla en mis brazos. Al cabo de un rato me separé de ella y tomé su cara en mis manos.

-Te eché mucho de menos, cariño. ¿Cómo estás?

-Bien.-se atrevió a decir.- ¿Y tú?

-Ahora que te he visto, ya me encuentro mejor.-respondí, sonriendo.

Volví a besarla en la mejilla, y Amy hizo lo mismo conmigo. Me calentaba el corazón notar la dulce presión que ejercían sus labios.

-Mamá.-dijo, separándose un poco.- ¿es verdad que te van a quitar el bicho?

-Así es.

-¿Y te van a… te van a abrir?

Vi que estaba preocupada. Dios sabe lo que se le pasaba por la cabeza.

-A ver, no sé si papá te lo explicó bien…

-Él me dijo que te iban a operar, y que te iban a quitar el bicho.

-¿Entonces? ¿Por qué te asustas?

-Porque yo sé lo que es que te operen.

-¿Ah, sí? ¿Y qué es?

-Es que te abren por la mitad. Y en las películas, la gente que se opera muchas veces muere.

-Es verdad que me van a abrir… que me van a abrir el pecho pero no te preocupes. Lo van a hacer especialistas, que es gente que sabe mucho de eso. Además, van a estar mirando que respire, van a controlar los latidos de mi corazón… No hay de qué preocuparse.

-Pero, ¿te vas a…?

-Mira Amy,-la interrumpí.- no te lo puedo asegurar. Seguramente que no, y que me pondré bien, pero espérate cualquier cosa.

Volvió a abrazarse nuevamente a Sally. Comprendo que estuviese nerviosa, después de mi última respuesta, pero no podía mentirle. No quería mentirle. Ella había venido para que le contase la verdad, y no quería que se hiciese una idea equivocada de la realidad de la situación.

-Sally también tiene miedo.-dijo Amy, mirándola.

-¿Quieres que la tranquilice?

Ella asintió.

-A ver, déjamela.-al decirle esto, me entregó a la muñeca muy suavemente. La cogí en brazos como si fuese un bebé.- Sally, no te preocupes por mí. Verás cómo no pasa nada y me pongo bien. ¡Seguro que sí! Anda, cuéntaselo a Amy, que está toda triste.

-No estoy triste.

Le devolví a Sally. Ella volvió a abrazarla.

-Antes de que te vayas, quiero darte una cosa.

Me giré hacia la mesita y comencé a rebuscar en el cajón. Amy me miró extrañada. De su interior, saqué uno de mis objetos más preciados, al que le tenía más cariño, aquel del que no me separaría nunca, estaba a punto de ser entregado a mi hija. Le agarré una de sus muñecas suavemente para que extendiese su mano. En ella, deposité el rosario, aquel rosario rojo como la sangre que me había entregado mi querida abuela. En cuanto el rosario ya se encontraba en su mano temblorosa, le cerré los dedos. Bajé la cabeza, sin dejar de mirarla, intentando contener las lágrimas. Reproduje, inconscientemente, las palabras que dijo mi abuela al dármelo a mí:

-Reza mucho con él, vida mía.

Amy abrió la mano y lo observó detenidamente. Seguramente no era quién de comprender que me entristeciese al dárselo. Me tapé la boca con las manos y mis ojos estallaron en lágrimas. Intenté no hacer ruido para que ella no se percatase, pero un suspiro fuerte que despidieron mis labios llamó su atención. Me miró atemorizada, sorprendida. Seguramente pensaba que me estaba callando cosas, y en parte lo hacía, o que me había hecho algo malo.

-Mamá…-dijo, extendiendo los brazos hacia mí.

No pude contener el impulso de volver a abrazarla con todas mis fuerzas. No podía comprender la razón de mi abatimiento. Fueron simplemente los recuerdos, aquel momento tan emotivo en el que mi abuela me entregó el rosario. Yo tampoco lo comprendí, pero supe hacerme una idea al hacer estado expuesta a la muerte anteriormente. Era como si el gesto que acababa de hacer estuviese también presagiando mi muerte. ¿Lo que me impulsó a hacerlo era el deseo de que mi recuerdo permaneciese vigente en su mente, que mi presencia siempre la acompañase? ¿O quizás el miedo a la muerte me hizo hacerlo? De repente, Terry abrió la puerta.

-Amy, vamos, que ya me están calentando los huevos.

La separé de mi pecho. Ella no quería, y todavía se agarraba con más fuerza a mi batita fina de hospital.

-No me lo pongas más difícil todavía.-le susurré, emulando las palabras de mi madre, el fatídico día en el que vi por última vez a mi abuela.

Quizás aquella también sería la última vez que ella me vería.

Conseguí que se fuese con su padre. Antes de que saliese de la habitación, volvió la vista atrás para verme. Le lancé un beso. Amy sonrió, con ojillos tristes y se fue. Se fue de mi lado, y puede que no volviéramos a vernos, que no pudiese abrazarla de nuevo. No detuve mi llanto, seguí llorando, en presencia de Terry, que aunque la pequeña se había ido, él permanecía en la habitación, con la puerta cerrada.

-Emily, no llores.-le escuché decir.

-No puedo más. No puedo más.-repetí, entre sollozos.

Terry se acercó a la cama y se sentó en un borde. Me miró. Yo cerré los ojos, como deseando que todo aquello desapareciese, y cuando los volviese a abrir me encontrase en casa, con él y con nuestra hija, sana, contenta, otra vez. Pero por la contra, cuando los abrí me encontré abrazada a Terry, a la única persona en la que sentía que podía depositar mi confianza. Envolví su cuello con mis brazos, me aferré a él, como si fuese lo único que me mantiene a flote en un mar embravecido.

-Nunca te voy a abandonar, mi reina.-dijo, con una voz muy velada.- Así que no llores más.

-Pero…Amy…

-Tendrás la ocasión de volver a verla. No pierdas esa esperanza.

Esperanza. La esperanza es lo único que nos quedaba. Tener fe de que todo iba a salir bien. Rezar, tendría que rezarle mucho a Dios para convencerle de que todavía no había llegado mi hora. Solamente mañana sabría si aquellas plegarias se harían factibles.

-¿Dónde está?-le pregunté, un poco más calmada.- ¿La has dejado sola?

-No, está con tus hermanos. Les digo ahora que pasen, y llevo a la niña a casa.

Me levantó la cabeza muy delicadamente, colocando uno de sus dedos en mi barbilla. Lo miré a los ojos, como suplicándole que me sacase de allí. Me devolvió la mirada, una mirada cargada de una dulce tristeza. Ninguno de los dos podía controlar aquella situación. Lo único que podíamos hacer era tener fe.

En cuanto Terry salió, entraron mis hermanos, los tres, coronando su rostro con una sonrisa de resignación. Acto seguido, vi otra silueta que los acompañaba. Era una mujer, que caminaba un poco encorvada, con el pelo por los hombros, completamente blanco, a pesar de que ella no era tan mayor, y con un bastón en la mano, por sus problemas de huesos. Me quedé de piedra.

-¡Emily!-exclamó, sonriendo.

La voz era inconfundible, al igual que su enorme bolso de cuero. La frágil tía Margarite había ido a verme, después del disgusto que le había dado la noticia, a pesar de su quebradiza salud. No me abrazó, sino que acarició mi mejilla, como si fuese una entrañable abuelita.

-¿Cómo estás, mi niña preciosa?

-Bien, tita, vamos tirando. ¿Y tú?

-Como siempre, con esta condenada artrosis.

-Estoy muy contenta de que hayas venido a verme.

-¡No iba a ver a mi sobrinita antes de que la operasen…!

Miré de reojo a mis hermanos. Lorelay y Thomas se reían por puro compromiso, pero la pobre Liza no podía soportar la tensión. Yo también sonreí por compromiso, pero en parte por haber tenido la oportunidad de ver a mi tía. Aunque entonces, ella dijo algo que lo estropeó todo.

-Por cierto, vi que Amy llevaba el rosario de mamá.

-Sí.-respondí.- ¿Por qué lo preguntas?

-No me gusta mucho que se lo hayas dado. Tu abuela te lo dio ti, a nadie más. Así que no es como para que ahora tú lo andes dando… así…-hizo un gesto como si a mí me produjese diferencia haberle entregado el rosario a Amy.

-La abuela quería que lo tuviese para que la recordase, para que tuviese algo suyo.-respondí con serenidad.- Ella, si me está viendo desde el Cielo, sabrá que yo la recordaré siempre. Ese rosario se convirtió en algo importantísimo para mí, por eso se lo di.

-Si fuera de verdad importante, no se lo darías.

-Se lo di por si no vuelvo a verla. Prefiero que lo tenga mi hija, que se oxide en un cajón.

-¡Ay, si estuviese aquí tu madre…!

Entonces sí que estallé. Estalló todo mi nerviosismo, mi miedo, mi furia, mi tristeza. Comencé a llorar, segregando unas lágrimas que me quemaban en las mejillas.

-¡¡Pero no está aquí, ¿verdad?!!-grité.- ¡¡No está aquí!! ¡¡Y si estuviese, por lo menos no le encontraría pegas a todo lo que hago, a todo lo que digo!! ¡¡No me dejas vivir, coño!! ¡¡Por lo menos podías dejarme tranquila lo que me quede de vida!!

Mis hermanos se quedaron impresionados por mis palabras, nunca me habían visto comportarme de aquella manera con ella. La tía Margarite simplemente giró la cara, como si así pudiese paliar mi ataque de nervios. Sentía mi corazón latir desbocado, al ritmo de mi respiración fuerte.

-¿Sabes lo que haría mamá si estuviese aquí?-dije, intentando mirar a la tita a los ojos.- Lloraría. Lloraría y se le acabaría rompiendo el corazón, por ver así a su hija. A la niña que más quiere en el mundo. Eso es lo que haría.

Noté que comenzaba a arrepentirse.

-Y si muriese, mamá moriría conmigo. Moriría de tristeza.-reproduje las palabras de Angus.

-¡Basta!-exclamó la tita Margarite.- ¡No hables más de Rose!

-Tú fuiste la que comenzó, te recuerdo.

-Lo siento, Emilita. No quería hacerte daño.

-Da igual, ahora el daño ya está hecho. Pero bueno, estás perdonada.

Poco después de aquello, llegó Sharon. Esta vez, sin médicos lamiéndole el culo a sus espaldas. Venía vestida con una falda roja cortísima y un corsé rojo y negro de tartán. En su cuello, adornaba una gargantilla de esos dos colores, con una perla colgando que parecía una lágrima ensangrentada. En cuanto vio que no estaba sola, se encontró tremendamente aturdida.

-¡Hola!-dije para llamar su atención.

-Ho…hola.-respondió.

-Pensé que no vendrías.

-Estuve a punto de no hacerlo. David no quería dejarme.

-¿Tu novio? Mujer, ni que fuese tu padre. Él no tiene que dejarte nada.

-Lo sé… No tiene…-repitió.

-¿Quién es esta, Emily?-preguntó Lorelay.

-Esta es mi mejor amiga.

-¡Qué cosas dices, boba!-dijo Sharon en voz baja, muerta de vergüenza.

Mi tía fue la primera en presentarse.

-Hola, me llamo Margarite Cargill. ¿Y usted?

-Yo me llamo Sharon.-le respondió, dándole la mano.

-Ah… ¿Sharon qué más?

-¿Qué más?

-Tu apellido.-le aclaró.

-N…no tengo apellido.-respondió Sharon, temblando.

-¿Cómo que no tienes? Eso es imposible. Todo el mundo lo…

-Tita, no la presiones más.-le reproché, al ver que Sharon comenzaba a ponerse pálida.

Ella me lo agradeció, lanzándome una sonrisita apenas perceptible mientras soltaba la mano de la tía. Mis hermanos también se acercaron a ella.

-Yo soy Lorelay, la hermana de Emily, encantada.

-Yo, Liza, también su hermana. Es un placer conocerte, Sharon.

-Lo mismo digo.-respondió ella.

Thomas no abría la boca, pero percibí desde el primer momento que al mirar a Sharon se enrojecía.

-¿Y tú cómo te llamas, guapo?-le preguntó.

-Th…Thomas.

-No tienes que tenerme miedo, Thomas. No voy a comerte.

Su respiración comenzó a descompasarse. El comentario sugerente de Sharon había hecho volar su imaginación adolescente. Seguramente pensaba que una mujer lúbrica, voluptuosa, sensual y bella como ella sólo podía encontrarse en las revistas porno. Seguramente, así sea, pero Sharon siempre había sido una excepción.

Acto seguido, se acercó a mí y me abrazó. Tenía ganas de verla en persona, y de poder agradecerle todo lo que había hecho.

-Sharon…yo…

-Sé lo que me vas a decir. No es nada, te lo he dicho.-me susurró al oído.

Nos separamos. Se quedó sentada en la cama, enfrente de mí.

-Eres la persona más fuerte que he conocido.-afirmó rotundamente.

-No soy fuerte, Sharon, simplemente lucho por sobrevivir. Pero eso no quita que me rinda.

-No lo hagas. Lucharemos juntas.

Todos nos miraron con admiración. Supongo que llegaron a la obvia conclusión de que también estaba enferma.

-¿Y luego, te pasa algo, Sharon?-preguntó Liza, que siempre había sido una cotilla.

-¡Elizabeth! No preguntes esas cosas.-le reprendí.

-No le riñas, Emily.-entonces añadió, mirando hacia ella, con dulzura.- Sí, bonita, yo también tengo cáncer, como tu hermana. Cáncer de mama.

-¡Dios mío! Lo…lo siento.

-¡Eh! Te dije que no pasaba nada. No te preocupes.

-¿Y usted no se opera?-preguntó Margarite.

-Yo no tengo esa fuerza de voluntad.

-Entonces es por eso por lo que tienes tan grandes las…-dijo Thomas, haciendo un gesto que sugería los pechos de una mujer.

-¡Thomas!-gritó la tita, escandalizada.

-Pues no, pequeño guarrillo. Estas las tengo grandes desde que tenía tu edad, y me seguirán creciendo.

-¿Más?

-¡Thomas, por amor de Dios!-volvió a gritar Margarite.

-No son tan grandes, sólo uso una 100.

-¿Insinúas que todavía las hay más…?

-Poco más, no te creas. Naturales, no mucho más. Pero las tengo visto de silicona más grandes que tu cabeza.

-Yo las prefiero como las tuyas, para que me quepan mejor en las manos.

Sharon se rió. El sonido de su risa era reconfortante para mí.

-¡Thomas! ¡Castigado sin salir un mes! ¿Qué te parece? ¿Qué es normal hablarle así a una mujer que acabas de conocer?

-Vamos, no le riña.-dijo Sharon.- Usted no sabe lo que tiene que aguantar una durante el día.

-Bueno, Sharon, no lo defiendas, que no son maneras.-interrumpí.

-Perdona, Em, pero es que me hizo gracia lo de las manos.-aprovechando que Margarite reñía con Thomas y que nadie más que yo la atendía, añadió, mirándolos y tocándolos con las palmas:- Mis pechos sí que cogen en las manos de David. Si las estira, casi son de la misma medida. ¿A ti te caben en las manos de Terry?

-No sé. Nunca me he fijado.-respondí, intentando esquivar el tema.

-Deberíais mirar. Es como muy carnal que te los acaricie así. Yo siempre he dicho que la perfecta armonía entre el hombre y la mujer es que el pecho de ella sea como las manos de él.

-No quiero que me los acaricie, Sharon.

-Pero ¿lo hizo? Cuando hicisteis a la niña, digo.

-No lo sé. Estaba trompa, no lo recuerdo.

-Seguro. A ellos les excita muchísimo. Por eso estoy tan orgullosa de que sean como sus manos.

-Le excitará a David, pero ¿a todos, todos?-me extrañó su afirmación general.

-Eso he dicho. Tú hazme caso, que sé del tema.

Estuve acompañada por ellos un buen rato, hasta las siete y media u ocho menos cuarto. Cuando estaba ya completamente resignada de que Terry no vendría otra vez, apareció por la puerta.

-Siento no haber venido antes.-dijo.

-Pensé que no vendrías a despedirte ¿Dónde has dejado a Amy?

-Está en la sala de espera.

Nos miramos, sin saber qué decir. La verdad es que los dos estábamos demasiado tensos. Aún así, me atreví a planteárselo, influida por las teorías de Sharon.

-Terry, ¿podrías hacerme un favor?-dije, mirándole a los ojos, a pesar de ser la proposición más indecente que le había planteado en mi vida.

-Pide por esa boquita, reina.

No dudé ni un solo segundo en pronunciar aquella orden.

-Pon las manos sobre mis pechos.

-¿Qué?-preguntó, sorprendido, naturalmente.

-Lo que oyes. ¿No me decías mil veces que ya habías visto más tetas que las mías? Pues.

-Pero Emily…-intentó buscar algún argumento en contra, pero su garganta no pudo articular ni un solo sonido más.

-Ni pero ni ostias. No me seas vergonzoso.-después de decir esto, lo atenacé por las muñecas y arrimé sus manos a mi pecho, sin ningún tipo de reparo, a la mayor velocidad que mis brazos me permitieron.

Terry se resignó, y optó por obedecerme. Posó sus manos donde yo le había indicado. El simple contacto que se estableció entre nosotros hizo que me estremeciera, aunque mi bata nos separase unos milímetros. Observé, con curiosidad, como aquellas manos abarcaban mis pechos como si fuesen piezas de un puzle. Una sensación de placer recorrió mi columna, haciendo que mi corazón latiese a toda velocidad contra sus dedos.

-¡Me caben!-dije, riéndome.- ¡Me caben en tus manos!

-¿Qué tiene de especial?-preguntó él, todavía confuso por mi petición.

-Cosas mías.-respondí, con recato.

Terry levantó una ceja, sin apartar las manos de mi pecho. Lo miré con picardía.

-¿Qué pasa? ¿Es que una no puede tener sus secretitos?

-Tanto secretito.

Volví a reírme, mientras le cogía las manos. Él también me las agarró fuerte. No queríamos separarnos otra vez, la que quizás sería la última vez que nos veríamos. Noté que evitó mirarme a los ojos, supongo que por la angustia que le producía pensar que aquellos ojos todavía rebosantes de vida podrían apagarse.

-Por lo menos tengo la esperanza de que me coronarán princesa en el cielo.

-Todavía te queda mucho tiempo para eso.

Sonreí. Supe que dijo aquello para tranquilizarme, y tranquilizarse a sí mismo. Aún así, sabíamos que podría pasar cualquier cosa, y que ahora ya no había vuelta atrás.

Me pasé la noche en vela rezando. Aunque las enfermeras me habían aconsejado que durmiese, me encontraba demasiado nerviosa. Sentía todos los músculos de mi cuerpo en tensión, como si se estuviesen preparando para una huida. En lugar de eso, estando acostada de lado, helada de frío, junté mis manos y oré entre lágrimas:

-Virgencita, no me dejes morir. Después de todo lo que he luchado, no permitas que acaben conmigo. Virgencita, que Tú también eres madre, y sabes lo que estoy sintiendo. No quiero abandonar a mi familia. Ahora que por fin estaba feliz, la enfermedad me lo ha estropeado todo, todo. Y si me pasa algo,-dije, resignada.- por favor, cuida de mi hija. Que no le pase nada malo. Protégela como yo la protegería.


Te lo ruego, mi Virgen, que siempre velaste por mí. En el nombre de Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Intenté confiar en Ella, en que me ayudaría, como siempre lo hizo. Pero al mismo tiempo temí que Dios quisiese ya que me fuera con Él. Y con Amy. Pensé mucho en ella aquella noche, en ella y en mamá. Seguramente estarían allí, mirándome desde lo alto. Amy estallaría en un mar de lágrimas al escuchar a su hermana mayor llorar, y a mi madre… A mi madre se le quebraría en mil pedazos el corazón, que desgarrarían su corpórea aparición.

La noche fue más corta de lo que desearía. Al ver los primeros rayos de luz entrando por las persianas, me di cuenta de que no quedaba mucho tiempo. A las 7 me introducirían en el quirófano, en aquella misteriosa habitación, para intentar quitarme aquel mal del cuerpo, si es que no acababa él antes conmigo. A las 6 entraron unas enfermeras para comenzar a prepararme. Me desnudé, me taparon el cuerpo con una sábana blanca y me acostaron en una camilla, sin llegar a librarme de los aparatos a los que estaba conectada, para llevarme ya allí, pero antes de que arrancaran, una de ellas me dijo:

-Su familia está fuera. ¿Quiere decirles algo?

Sentí como una bocanada de aire fresco que consiguió que me tranquilizase un poco. No estaba sola, ellos me apoyarían. Y también Sharon y Amy, mi pequeña, aunque no estuviesen allí.

-Sí. Dígale a Terry que quiero hablar con él.

Mientras una enfermera se quedaba a mi lado, colocándome bien la mascarilla, la otra había salido a fuera. Dijo algo, no pude oír el qué. Después de hacerlo, se apartó de la puerta para dejar paso a Terry, que entró como alma que lleva el Diablo, aunque al cruzar el umbral de la puerta, sus piernas se paralizaron completamente. Nos miramos fijamente. Ninguno de los dos nos acabábamos de creer que nos viésemos envueltos en aquella situación.

-Acércate.-le ordené.

Lo hizo, con dificultad. Se situó al lado de la camilla y me cogió de la mano. Por primera vez en su vida, tenía las manos igual de frías que las mías.

-Ahora no hay vuelta atrás.-dije.

Terry no contestó, se sentía demasiado aturdido. No sabía qué decirme, ni cómo tranquilizarme.

-Tenemos que ser fuertes.-proseguí.- Yo ahí adentro y tú aquí afuera. Y cuando yo me encuentre inconsciente, tienes que ser fuerte por los dos.

Las lágrimas comenzaron a fluir por mis ojos sin que pudiese impedirlo. Después de hablar sobre fortaleza, me di cuenta de que yo era la más débil, la más vulnerable. Terry me acarició una mejilla muy suavemente, como si fuese quebradiza como un cristal, y la mínima presión que ejerciesen sobre mí pudiese partirme en mil pedazos.

-Emily…-consiguió pronunciar.- yo…

Sin dejar que terminase la frase, lo abracé, incorporándome ligeramente. Él me agarró por la espalda, mientras me acariciaba mi melena.

-Reza mucho, por Dios.-conminé, entre sollozos.

-No quiero dejar que te vayas, Emily, eres todo lo que me queda.

-Voy a volver. No acabarán conmigo tan fácilmente.

Lo dije simplemente para tranquilizarle, pero, ¿realmente no me dejaría vencer? Nos separamos. Noté que las enfermeras comenzaban a impacientarse. Me recosté, cruzando las manos sobre el pecho, mientras ellas me arreglaban. No supe lo que hacían, simplemente me centré en las caricias que Terry me brindaba en la mejilla, en sus ojos, en poder memorizar cada detalle de su rostro y no olvidarlo jamás, no mientras mi mente todavía guardase un recuerdo en su interior. Una de las enfermeras comenzó a empujar la camilla y me llevó de allí, mientras Terry seguía en la habitación, observándome con resignación. Antes de perderle de vista, giré la cabeza y le lancé un beso, colocando una mano por debajo de mis labios, con el fin de que volase mucho más rápido hacia él.

De repente, me encontré en el quirófano. Completamente desnuda, con el pecho destapado. Me sentí frágil al saber que mi destino, mi vida, estaba en manos de desconocidos, a los que les resultaba tan fácil salvarme la vida como matarme. Intenté averiguar qué hacían los cirujanos, qué se decían entre ellos, pero una de las enfermeras me tapó la boca y la nariz con una mascarilla. El dulce olor de la anestesia entró por mi nariz y pronto embargó todo mi cuerpo. Supe que mi destino estaba en manos del Señor. Cerré los ojos resignada a que quizás no volvería a abrirlos. El recuerdo de mi familia, de todo lo que había querido en mi vida, surcó mi mente como un relámpago, fugaz y evanescente, antes de perder el conocimiento. Ya no había vuelta atrás.



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