miércoles, 10 de febrero de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXVI (3ª parte)-Los susurros de la muerte



La ciudad se abrió entonces ante mí como si fuese una prostituta lúbrica. Caminé sin rumbo, sin mirarle a los ojos a la gente. Simplemente veía sus zapatos, sus abrigos. Y yo me encontraba desprotegida ante el frío de la noche. Solamente un finísimo vestido me cubría, un vestido de fiesta, aunque aquella fiesta se había convertido en el preludio de un planto. Dejé que las lágrimas se deslizasen por mis mejillas, no quise seguir reprimiéndolas. Ahora tenían toda la libertad del mundo para vagar por las aceras como yo lo estaba haciendo. No sé cuánto tiempo estuve andando. Quizás horas. Horas que salían despedidas, como los suspiros que escapaban de mis labios. ¿Por qué él? Era el único pensamiento que rondaba en mi mente. Me parecía inconcebible que alguien pudiese haberle hecho algo así, tan horrible.

Todo cambió en un instante. En el mismo instante en el que pisé los suburbios. Las luces tenues que iluminaban la calle me hacían ver, en cierto modo, en qué nos hemos convertido los habitantes de este mundo. Hombres de aspecto sospechoso me miraban de arriba abajo, arrinconados en las paredes como ratas, y sus rostros irradiaban un profundo desprecio por la raza humana. Mujeres, cubiertas por paños sucios, con las manos y los pies cubiertos de llagas, dejaban fluir por sus ojos lágrimas amargas que corroían sus vasos oxidados y vacíos de monedas, y que mojaban las cabecitas de sus hijos. Viejos, personas perturbadas, hambrientas, buscaban en la basura alimento como aquel que busca un tesoro escondido. Seguí avanzando. Llorando. No me gustaba aquel sitio, quería darme la vuelta, pero algo me hizo avanzar. Quizás era el sentimiento de no querer volver a acercarme al hospital, ni a casa. Sólo quería estar sola.

Llego entonces a la zona quizás más sórdida del lugar. Decenas de prostitutas se apiñaban al pie de la carretera, intentando que algún coche se las llevase. Se acariciaban los senos, movían sus cuerpos como si fuesen serpientes, sus lascivas lenguas danzaban en sus bocas. Fue entonces cuando la vi. Sostenía un cigarro en la mano, mientras se bajaba de un Sedán blanco, que tenía los cristales tintados de azul. Su falda minúscula, negra como la noche, ondeaba al viento, al igual que sus cabellos. Su piel marmórea destacaba entre aquella oscuridad. Sus labios rojos. Sus ojos grandes y castaños. Su corsé. No había ninguna duda. Me quedé petrificada, no sabía qué decir. Vi que se alejaba del coche y se arrimaba a la pared, cansada.

-Sh… ¿Sharon?

Dudo si me oyó o fue mera casualidad, pero giró la cabeza y me miró. Y yo la miré. Ninguna nos figurábamos que algo así podría llegar a pasar.

-¿Emily?-se acercó a mí apresurada.- ¿Qué haces aquí?

Entonces sí que no pude soportarlo más. Dejé escapar un sollozo que hizo temblar mis párpados y me eché a llorar, abrazada a Sharon, acurrucada en su pecho como una niña. Quise escuchar los latidos desenfrenados de su corazón. Seguro que ella no se temía que descubriese su secreto. No aquella noche. No en aquel lugar. No en aquella situación. Me miraba, casi como mira una madre a su hija dolida y llorosa.

-¿Qué ha pasado?-preguntó, preocupada, apoyando una de sus blanquísimas manos en mi cabeza, arrimándome todavía más hacia ella.

-Es… Es Terry… él…

No era capaz, ni siquiera, de hablar. Mi respiración se hacía dificultosa. Mis lágrimas encharcaban mi cara. No podía soportarlo más.

-Ven, vámonos.

Me cogió de la muñeca y tiró de mí. Me dejé llevar. Ni siquiera era capaz de ver con claridad hacia donde me llevaba, hasta que me vi sentada en un taburete.

Sí, estaba en un garito mugriento y horrible, lleno de chulos, de fulanas, y de gente que inspiraba poca confianza. Se acercó a nosotros un chico alto y guapo, de unos 20 y tantos años, que vestía una indumentaria oscura. Tenía los ojos verdes y el pelo castaño. Era el camarero.

-¿Qué te pongo, Blood?-preguntó, mirando hacia Sharon, con una voz grave y sensual.

-Lo de siempre. ¿Tú quieres algo, Em?

-No, gracias.-murmuré.

Él se dio la vuelta y comenzó a trabajar.

-¿Qué le ha pasado a Terry? Cuéntamelo.

-Verás… es que me llamaron del hospital… está en…-me costaba decirlo. Decir aquella palabra.- ¡Está en coma, Sharon! Yo… yo pude hacer nada… Además, después de salir de la habitación vino… Vino hacia mí un tío, que me soltó que Terry le debía dinero…y que estaba muy buena… y no sé qué…

Sharon se tornó pálida. Sabía que tendría que decírmelo. Ella sabía algo que yo desconocía, quizás desde hacía mucho tiempo. Lo noté en sus ojos, cuando se llevó la mano a la frente y susurró:

-¡Qué jodidos bastardos!

-¿Qué pasa?

Levantó un poco la mirada, que se dejaba entrever entre dos de sus dedos.

-¿Qué pasa?-repetí, todavía más nerviosa.

-Mira,-respondió, exhalando un hondo suspiro.- seguramente Terry sabía que este día llegaría. Y, bueno, no sé qué le parecería si yo te lo contase, pero, en fin. Emily, él… Es un… sicario.

-No, es imposible.-dije, sin pensar.

-Cuando flaquea la esperanza, nada es imposible.

-Pero… ¿por qué? ¿Cómo no me lo dijo?

-Escucha, tú estabas muy enferma. Lo que menos te convenía era que te lo contase. Lo jodería todo. Una puta puede serlo porque le obliguen, pero un asesino lo es porque quiere. Sabía bien que no estaba ayudando a las Hermanitas de la Caridad. Sabía perfectamente lo que hacía… Pero lo hacía por ti.

Me quedé petrificada, llorando, luchando por respirar. ¿El mismo Terry que había sido mi amigo durante tanto tiempo, con el que había tenido una niña, era un… asesino? Sentía como si fuesen conceptos rotundamente contrarios. Mi mente se negaba a aceptarlo.

-No es cierto. Te habrás equivocado.-titubeé.

-Yo lo conocía, Em. Lo vi con mis propios ojos. Era él, el mismo de la fotografía que me enseñaste.

-¿Y tú de qué coño conocías a Terry?-pregunté, llena de ira esta vez al comprobar su certeza.

-La verdad es que no pensaba contártelo. Pensarás que soy… Bueno, es que lo soy, para qué vamos a engañarnos ahora.

Cogió de su bolso negro la cajita plateada y el papel de liar. El camarero se acercó a nosotros, sonriendo, sosteniendo con los dientes un pitillo. Posó con delicadeza una copa de vino en la mesa, agarrándola con sus dedos blanquecinos y largos.

-Aquí tienes, preciosa.-dijo, mirando hacia Sharon, clavando en ella sus dos enormes ojos, de aspecto cercano a dos gemas verdosas.

-Oye, Tobías, ¿me dejas fumar un porrito?

Él expiró con fuerza por la nariz, como intentando decirle que estaba en contra. Ella se impulsó con los pies y se fue acercando poco a poco a su rostro, apoyando su enhiesto pecho en la barra.

-Por favor, Tobías. No se notará, lo juro.

Pronunció esas palabras con una tremenda dulzura, susurrando, acercando su boca a la del chico, como si estuviesen a punto de estrellarse una contra la otra. Le acarició una mejilla, dejando resbalar por ella sus bermejas y largas uñas. Él intentaba mantener la compostura, pero se derretía, se debilitaba, y deseaba tanto aquel beso como desea agua un sediento.

-Está bien, pero que no se entere el jefe. Sabes que si me pilla, me echa fuera.-cedió.

-Descuida. Gracias, encanto.

Le besó, sí, sin llegar a tocarle del todo los labios, en una comisura. Sus mejillas comenzaron a arder. Sharon se separó lentamente y volvió a su sitio, guiñándole un ojo. En cuanto Tobías se dio la vuelta para continuar con su tarea, comenzó a liar su ansiada droga.

-Los sicarios se creen Dios. No digo que sea el caso de Terry, pero por regla general, piensan que son superiores por llevar consigo una pipa y saber usarla. A veces, para divertirse, y poder mandar en alguien, vienen en manadita junto a nosotras. Y ni siquiera nos podemos acercar a ellos, sino que son ellos-lo recalcó.- los que se acercan a nosotras, para coger la que más les gusta. Nos tratan como si fuésemos burros a vender. Aunque, bueno, mueven mucha pasta, así que nos pagan bien.”

“Ese día en concreto era un sábado. Sábado noche, como dice la canción. Llegó a nuestro terreno el grupito de Ernesto Galván, compuesto esencialmente por: el navajas, el pollas (nombre ingenioso, pues la tiene como mi meñique de grande) y otro chaval. Ese era Terry. Ernesto es el que se acercó a ti en el hospital, seguro. Tiene una gran atracción hacia las mujeres y cualquier agujerito que estas posean, sobre todo si es de cintura para abajo. Odio a ese tío, pero soy su favorita, y me paga generosamente, así que no puedo tener queja. “

“Él se arrimó a mí como una lapa, y los otros no dudaron ni un segundo en hacer lo mismo con algunas de mis compañeras. Bueno, todos… menos Terry. Lo miraban todas, pero no quiso escoger ninguna. Me pareció extraño, porque tenía allí para escoger a la flor y nata. Dominatrices, sumisas… Todo lo que desease. Ernesto, después de estar manoseándome un rato, se dio cuenta. “

“-¿Qué pasa, no te decides?- al ver que Terry no contestaba, me dio una palmada en el culo y le dijo:- Coge esta, que folla como Dios. Te la presto hoy, pero no te me malacostumbres. “

“-Trátamelo bien.-me susurró. “

“-Descuida. “

“Me acerqué entonces a él lentamente, balanceando las caderas como si fuesen un péndulo, manteniendo el contacto visual. Lo agarré por los hombros. Estaba temblando. “

“-Tranquilo, no voy a hacerte daño. Seré una niña buena. “

“Comencé entonces a desabrocharle lentamente la camisa, solo un par de botones. Introduje la cabeza en un lateral de su cuello y comencé a clavarle los dientes en la yugular, suavemente, sin llegar a hacerle daño. Una vez. Y otra…”

Noté que se excitaba, o eso creí. Seguramente por la tensión y los nervios le grité, fuera de mí:

-¡Maldita puta!

-Eh, eh, eh. Puta sí, pero de maldita nada.

-¡Te has follado a Terry!

-No me dejas ni acabar, hija.

“Bueno, a lo que iba, mientras lo mordía, me apartó suavemente de él. Lo miré extrañada. A todos les pone que les muerda, pero él me miraba con una gran seriedad. Cogió su cartera del bolsillo y me agenció 50 dólares, que es más o menos lo que cobro. Me quedé anonadada. “

“-Toma, haz con ellos lo que te parezca, yo me largo. “

“Y lo dijo sin titubear, convencido de lo que estaba haciendo. Guardé el dinero en el bolso, sin dejar de mirarle. Le habló entonces a Ernesto: “

“-¿Oíste? Quédate tú con tus putas, yo me voy a casa con mi chica y mi hija. “

“Después de soltarle eso, se fue. Desapareció en la noche, adentrándose en aquella calle oscura solo para volver a casa contigo. Luego Ernesto, en fin, quiso terminar la faena conmigo y ese ya es otro tema aparte.”

-¿”Mi chica”?-mi garganta fue capaz de pronunciar, trémula, aquella frase.

-Él te quería Em.-dijo Sharon, en su defensa, mirándome a los ojos.- Te ha sido fiel, te ha cuidado, aunque tuviese que... matar. Y eso es algo que valoro. Otros tíos en su situación podían acabar liándose conmigo y arrepentirse al acabar de follar, que no es la primera vez que se da el caso. Pero él no, sabía perfectamente con quién quería pasar la noche. Prefirió acostarse en la cama contigo, abrazarte, y dormir-recalcó esta última palabra.- en lugar de dejar que una extraña lo comiese a besos y le cumpliese sus fantasías sexuales. Y es una acción muy bella.

-¡Pero Sharon! ¡Ha matado a gente! ¿Es que no lo entiendes?

Me tapé los ojos con las manos. No. Aquello parecía una pesadilla. No podía ser real. Ella giró suavemente la cabeza y se dirigió nuevamente a Tobías:

-Tráenos una tila, anda.

Él le hizo un gesto con la cabeza, indicándole que le había oído. Yo, ajena a todo, seguía repitiéndome a mí misma, intentando convencerme:

-Terry es un asesino… Un asesino… Un… Un asesino…

Sharon me cogió de las manos, separándomelas de la cara. Nuestras miradas se cruzaron. Ella también tenía los ojos algo húmedos.

-No lo juzgues así.

-Pero él…

-Pero nada. Las fronteras del Bien y el Mal están mucho más difuminadas de lo que nos han hecho creer siempre. Por ejemplo… ¿Estaría mal que un padre robase pan para darle a sus hijos?

Enmudecí, no supe qué contestar.

-Hay tantas respuestas a esta pregunta como personas hay en el mundo.

-Pero lo de Terry es distinto.

-No es distinto, todo lo contrario.-hablaba con convicción y entereza.- ¿Estaría mal matar por preservar la vida de una madre, de una hermana, de una hija, de una sobrina, de una amiga… de una “chica”? Él lo hacía para que no palmases, ¿no te das cuenta? Si no lo hubiera hecho, estarías muerta, y dejarías huérfana a una niña de 5 años.

-Déjalo, Sharon. No quiero seguir pensando en él.

Ahora todo se tornaba realmente confuso. La falta de respuesta a sus preguntas, sobre todo a esta última, me producía un gran dolor. ¿El pan…? ¿La vida…? ¿La muerte…? ¿El Bien…? ¿El Mal…? Llegó entonces mi tila, portada por Tobías.

-¿Te encuentras bien?-me preguntó, posándome una de sus manos en mi mejilla, como intentando notar el calor que desprendía.

Asentí con dificultad. Aunque sabía que no era cierto, optó por dejarnos solas de nuevo, cosa que agradecí. De repente, Sharon se giró y miró por una de las ventanas del bar. Había visto algo.

-Emily, mira.-señaló entonces a un hombre vestido con una gabardina negra, por la pinta, sudamericano.- ¿No será ese el tipo que te abordó en el hospital, por un casual?

Lo miré detenidamente, a través de mis lágrimas. Desde luego, era la misma ropa, el mismo aspecto, el mismo pelo, los mismos rasgos… Los mismos ojos.

-Es él. Es él.-repetí.

-Seguro que no se espera que estés aquí.

Noté un pícaro destello en su mirada.

-¿Qué pretendes?

-¿Le gustan los chantajitos a Ernesto? Muy bien. Vamos a jugar a su propio juego.

Comprendí a donde quería llegar.

-¿Estás loca, Sharon? ¿Quieres que me mate?

-No creo que te haga daño. Dudo que quiera que desveles quién es a la policía. Además, ten en cuenta que los sicarios no pueden matar a las mujeres, o les pagan con la misma moneda. Te estaré vigilando, por si acaso; si veo que te pone una mano encima, salto.

Me sentí segura entonces. Segura y llena de ira. Rememoré sus palabras llenas de prepotencia, como si creyese que podía mandar en Terry y en mí, y que podría hacer con nosotros lo que le viniese en gana. Salí del bar apresurada, sin acabar de tomar la tila, y me acerqué por detrás a él. No me veía. Le empujé con rabia. Se giró, frunciendo el ceño.

-¿Qué coño tienes, niñata?-gritó.

-Para tu información, soy aquella a la que le estuviste tocando las pelotas en el hospital, ¿te acuerdas de mí? La “Chica” de Terry.

-¡Ah! Así que eres tú.-su tono de voz cambió. Se estaba burlando de mí.- ¿Ya tienes el dinero, o es para que encargue las coronas de flores para tu querido?

-Mira, maricón, sé quién eres, sé lo que haces y con quién lo haces. Y puede que le cuente todo a la pasma, no puede, es que lo haré. ¿Es eso lo que quieres, Ernesto?-pronuncié su nombre lentamente, para que pudiese asimilar cada una de las sílabas que salían despedidas de mis labios.

-¡Me cago en la madre que te parió!

-Lo tienes fácil para cerrarme la boca. Simplemente, déjanos a Terry y a mí en paz. Mientras vivamos, no quiero volver a verte.

-Si me denuncias, lo denunciarás también a él.

-¿Y ahora qué importa?-una lágrima escapó de mis ojos.- ¡Está en coma! ¿Crees que le va a afectar mucho?

Me miró con desprecio, el cuál fue recíproco.

-Está bien.-cedió.-Pero los 5000 dólares no me los quita nadie.

-4000.

-¿Me estás vacilando, puta?

-Es todo lo que tengo en el banco. Lo tomas o lo dejas.

Era cierto. O quise creer que lo era. Ernesto, al ver que me estaba poniendo a su altura, erguió el brazo, seguramente para arrearme. Quizás por los reflejos que adquirí con los años, pude agarrarle la muñeca con fuerza antes de que me golpease. Lo miré colérica.

-¡A mí no me levanta la mano ni Dios! ¡Ahora, no!-grité, retorciéndosela, apretándosela con fuerza.

Después de forcejear un rato, consiguió que le soltase. Se tocó la muñeca, en la cual estaban impresos mis dedos.

-Mañana-dijo Ernesto.- vendrá a recogerte los 4000 uno de mis hombres al parque del centro de la ciudad a las 7 y media de la mañana. Más te vale ir sola.

-Tranquilo, seré una puta, como bien dices, pero soy mujer de palabra. Eso sí.-añadí, con tono amenazante.- Más te vale a ti no hacerle nada a Terry, así que no quiero verte ni en mi casa, ni en el hospital, ni en mi trabajo, ni en ningún sitio en donde yo te vea, porque si no, esta “puta” va a cantar como una soprano.

-Entendido.

Me di la vuelta y me dirigí al bar, para poder volver a hablar con Sharon. No me podía creer lo que había hecho, cómo me había encarado con un sicario. Y no sólo eso, sino que no había dejado que me pegase. Después de tantos años, de toda mi infancia, toda mi juventud, recibiendo palizas, había aprendido a defenderme. No pude evitar pensar en mi padre, que se estaría revolviendo en su tumba si supiese lo que había hecho. Atravesé la puerta del bar con la cabeza gacha, intentando reprimir la ira que todavía perduraba en mi interior. Me senté al lado de Sharon, sin mediar palabra, y me bebí la tila de un trago. Ella no me quitaba ojo de encima.

-¿Qué le has dicho?-me preguntó.

-Lo he chantajeado, como dijiste.

-¿Y?

-Conseguí que nos dejase en paz, a mí y a Terry, pero tengo que darle pasta.

-¿Quiso golpearte?

Enmudecí un instante, sosteniendo en mis manos el vaso de tila vacío, que todavía emanaba un poco de calor.

-No.-respondí, secamente.

No hizo falta decir nada más. Sharon comprendió mi silencio, sabía cómo me sentía.

-Mejor será que te vayas a casa. Hoy has vivido demasiadas emociones.

La miré a los ojos, dejando desbordar toda la inocencia que podía albergar mi interior.

-No quiero dormir esta noche sola.-susurré.

Nos fundimos entonces en un abrazo. Necesitaba sentirla de nuevo, antes de irme. Tenía razón, lo mejor sería irse a casa.

-Mañana volveré.-le dije.

-Estoy aquí tomándome un descanso por ahí de las 10 o las 11, habitualmente.

Me levanté y me di la vuelta para irme. Antes de poder llegar a la puerta, Sharon me dio una palmadita en la espalda.

-Ánimo, cariño.

No la miré, pero una leve sonrisa surcó mi rostro, antes de traspasar el umbral de la puerta. El frío de la noche comenzó a agrietarme los labios. ¿Por qué no podría llegar da una vez el alba? Me encaminé hacia ninguna parte, desandando lo que había andado anteriormente, alejándome de aquel barrio, acercándome cada vez más a la razón de mi sufrimiento. El aura de aquel lugar comenzaba a notarse a lo lejos. Realmente, no quería dormir sola aquella noche. No quería volver a mi cama, a nuestra cama, y notar heladas las sábanas, notar que soy la única que yace debajo de ellas, saber que no estará conmigo. ¿Nunca? Sólo el tiempo lo sabe.

Recorrí aquellos caminos por los que tantas veces había pasado, camino del hospital. Al girar la cabeza, vi a lo lejos unos bancos. Aquellos bancos en los que nos habíamos sentado hacía apenas unos días a mirar las palomas. Estaba vacío, no había ningún ser alado en sus alrededores. Me senté allí. El banco estaba frío. Me respaldé. Pensé durante mucho tiempo en lo que me había dicho Sharon, en lo del padre que roba, y lo del hijo… ¿Cómo dos valoraciones tan contrarias podían colisionar entonces en mi cabeza? Terry había matado a gente, y lo odiaba, pero por otro lado era inevitable no necesitarle, no querer estar con él, no llorar. Le di muchas vueltas, intentando buscar algo que lo defendiese, pero a la vez, que lo inculpase. Miraba de vez en cuando al hospital. Las luces de algunas habitaciones estaban encendidas. ¿Cuál era la suya? ¿Todavía brillaba?

Pasadas las horas, la brisa de la noche comenzaba a acunarme y acariciarme, como una madre que intenta hacer dormir a su hijo. Un sopor recorrió mis párpados de un modo escalofriantemente rápido, haciendo que quisiera cerrarlos. Las luces se proyectaban en el suelo. Lo único que se veía era aquella sombra, sola. Después, se volvió todo oscuro.