viernes, 25 de junio de 2010

El Lugar Donde No Vuelan Las Palomas: Capítulo XXXIII-Tsubame no Hime


“Ding, dong”

-¡Ya vaaa!

Oí unos pasos sordos procedentes del pasillo de un piso en medio de ninguna parte, en un lugar donde, si tuviese dos dedos de frente, nunca entraría. De repente, abren la puerta. Vi a una Sharon sofocada, con el pelo algo revuelto y con un corsé en la mano. Su pecho níveo parcialmente cubierto por un sujetador se elevaba y volvía a caer a gran velocidad. En un lateral llegué a ver la marquita de la radio.

-Pensé que no llegarías tan pronto.-me dijo, tragando saliva entre jadeos.

-Lo siento si te he molestado.

-Que va, aún estaba escogiendo la ropa.-sonrió y me invitó a entrar.

La habitación tenía una grandísima cama en el centro. Montones de ropa yacían encima de ella, enfrente de un gran y desgastado armario. Sharon se acercó a su vestimenta y me invitó a sentarme:

-No te quedes ahí embobada.-pretextó.

Me dejé caer sobre la cama. Así de cerca, percibí unos rastros de sangre seca relativamente recientes en las impolutas sábanas blancas. No dudé en deducir de quién era. Sharon cogió un par de corsés y sus respectivas faldas y me los enseñó.

-¿Pongo el negro y lila con la falda lila… o el negro con la falda de tartán?

Torció el labio. Me rasqué la cabeza e hice la combinación mental.

-Creo que el conjunto negro y lila. Es más elegante.

-Gracias, Em. ¡Ah! Y antes de que se me olvide…

Se levantó a toda prisa y rebuscó en su armario. Mi vestido. Era rojo, con una enormísima abertura en la espalda y un escote generoso. El vuelo era asimétrico y translucía mucha movilidad.

-¡Es precioso, Sharon!

-Pruébatelo.-sonrió.

Me quité el pantalón y el jersey. Por encima, y tapando las piernas con unas medias negras que ella me había mandado traer en una mochilita, me puse el vestido. Me quedaba como un guante y mostraba mi tatuaje en toda su plenitud.

-Joder, muchas gracias.

-De nada mujer, para eso están las amigas.

-Por cierto,-exclamé, metiendo la mano en la mochila.-te traje algo.

-¿Quién te manda traer nada?

Le entregué ilusionada un paquetito de color azul eléctrico. Sharon lo abrió ilusionada. Su interior hizo que se tapase la boca con ambas manos. Un pañuelito negro de calaveras. Ahora podría esconder su cabeza, sin preocuparse por su burdo injerto, sentirse libre.

-Muchísimas gracias.-me besó en la mejilla.

Agarró el pañuelo y se dirigió al espejo. Allí, recogió su falsa melena en un mono y la ocultó con él. Se miró coqueta. Realmente, estaba hermosa. Encontré en ella una frágil perfección, en su piel blanca, sus rasgos enfermizos, su pelo escondido, que quizás poca gente descubriría. Quizás el hecho de verme envuelta en su misma enfermedad me confirió el poder de ver algo bello en ella. Intenté desviar el tema:

-¿Y de calzado qué pongo?

Se alejó del espejo y rebuscó arrodillada en su armario tras pensarlo unos segundos.

-¿Qué tal esto?-me enseñó unos enormes tacones negros.

-Eh…-me torné pálida.- Verás, Sharon… yo…

-Tú… qué.

-No sé andar en tacones. Por lo menos, que no sean más grandes que medio meñique.

Sharon se mordió los labios, esbozando una sonrisa.

-¿Hablas en serio?

-Y tan en serio. Todos los tacones que tengo son anchos y de pocos centímetros.-me rasqué la cabeza, un poco avergonzada.

Entonces sí que no pudo contenerse y estalló en una estentórea risa, tapándose la cara con las manos. Torcí el labio.

-No le veo la gracia.-refunfuñé.

-Es que…-balbuceó entre carcajadas.- ¡Ay, Dios! Como no vayas descalza…

-No es culpa mía, es mi equilibrio. No tengo equilibrio.

-¿Qué no tienes equilibrio?

-Lo decía mi profesora de gimnasia del instituto, y lo he corroborado. Quizá algún día llegué a tenerlo y se fue…-giré la cabeza.

Sharon, que había dejado de reír, pero aún conservaba una sonrisa, esta vez de ternura, volvió a entregarme los zapatos negros y dijo:

-Si alguna vez lo tuviste, vamos a recuperarlo.-me guiñó un ojo.

Sonreí levemente. No sé por qué me sentí segura; puede que por tener a mi lado una mano que me agarrase si cayese. Llevaba demasiado tiempo golpeándome contra el suelo, teniendo lejos e inmóvil la mano que siempre me agarraba.

Pronto nos hubimos arreglado. Nunca me había visto tan sensual. Mi delicada y estrecha figura, casi preocupantemente delgada, cobraba un nuevo sentido de voluptuosidad envuelta en aquel vestido rojo, como si se derramase sangre sobre la tela. En mis pies, unos tacones negros cual noche oscura hacían que aumentase un par de centímetros y estilizaban mis piernas. En la espalda, mi paloma tatuada se mostraba al mundo como un ave fénix que renace todavía con más fuerza. En el pecho, se entreveía mi cicatriz rosada; intenté taparla acortando el escote del vestido, pero Sharon me agarró la mano:

-Tiene que importarte una mierda que la vean. No querrás ser presa de ella toda la vida, ¿no?-arqueó una ceja.

-Tienes razón, Sharon.-bajé la mano, lentamente, rendida.-Pero es difícil acostumbrarse.

-Comprendo…

Salimos del piso. Sharon llevaba las llaves metidas en un compartimento del bolso, seguras, para que nadie nos las quitase. Por el camino, me contó que íbamos a ir a cenar a un restaurante japonés que está cerca del bar antes de ir a bailar.

-Las camareras son dos hermanas, japonesas.-me explicó.-Su familia suele trabajar en la cocina, aunque a veces las ayudan con las mesas y la caja registradora. Suelo comer allí siempre antes de ir a trabajar, sola. Ellas me hacen mucha compañía. Y ¿sabes? Esto es muy curioso… Dicen que no se acostumbran a los nombres ingleses, por lo que suelen apodar a la gente en japonés.

-¿Apodos en japonés?-me reí, intentando mantenerme tensa para no caer.-Miedo me dan.

-Tú tranquila, serán buenas contigo.-me miró.- ¿Vas bien con los tacones?

Miré mis piernas. Estaban completamente rígidas y mi andar no era natural. A veces, las recorría un intenso temblor que me obligaba a parar y recuperar la compostura.

-Más o menos.-murmuré, aferrándome a mi bolso.

El restaurante era bastante pequeño y con decoración tradicional, con figuritas y jarrones de porcelana con dragones pintados. Las paredes estaban revestidas de flores de loto pintadas; en una esquina, una mujer con un quimono descansaba impresa en témperas sobre el cemento. Detrás del mostrador había una anciana que veía la televisión, sin percatarse de nuestra llegada. Lo contrario les pasó a dos jóvenes de pelo largo oscuro, completamente liso, que limpiaban con la escoba la estancia. Su cara era prácticamente igual entre sí, pero una de ellas era de estatura un poco más baja. También se diferenciaban en sus camisetas, pues la de una era rosa y la de la otra amarilla, aunque de la misma marca y corte. Deduje que tendrían entre 20 y 23 años. En cuanto vieron a Sharon, se les iluminó la cara y corrieron hacia nosotras.

- ¡Chō no chi!-exclamaron, casi al unísono.

-Hola, Chiruko. Hola, Makoto.-las saludó Sharon con una sonrisa.

-¿Chō no chi?-pregunté. Había oído aquellas palabras antes y aún no sabía ni su significado.

-Significa “mariposa de sangre” en japonés.-respondió ella, sonriéndome esta vez a mí.

-¿Quién es ella, Chō no chi?-preguntó la chica de la camiseta amarilla señalándome.

-Es una amiga mía. Se llama Emily, pero podéis ponerle un mote.-me miró.- ¿A que sí?

-S…Sí, por mi bien.-respondí algo avergonzada.

Ambas hermanas me hicieron una reverencia, bajando la cabeza e inclinando la cintura hacia abajo.

-Somos Chiruko y Makoto Aino, encantadas.-respondieron, diciendo cada una su nombre. Makoto era la de rosa; la de amarillo, Chiruko.

-Encantada de conoceros.-dije, bajando suavemente la cabeza e inclinándome, al igual que ellas.

Chiruko se enderezó rápidamente y se situó a mi espalda con rapidez. La miré detenidamente, con asombro.

-¡Guau!-exclamó, palpándola con la yema de los dedos.- ¡Es precioso!

Entonces supe que habían descubierto mi tatuaje.

-¡Impresionante!-intervino Makoto, situándose junto a su hermana.- ¿Qué ave es?

-Una paloma.-respondí, con voz leve.- Es una paloma.

Ambas jóvenes se miraron mutuamente. Se sonrieron. Luego me miraron a mí.

-Creo que te tenemos el mote perfecto.-dijo una de ellas.

-¿Ah, sí?-preguntó Sharon.- ¿Cuál?

-Tsubame no hime.-afirmaron, aclarando posteriormente:- Princesa de las palomas.

Sentí que mi corazón pegaba un salto. Princesa de las palomas. Solamente al mirar mi tatuaje, pudieron acceder al rincón más escondido de mi alma, donde las voces de mi pasado susurran historias sobre princesas que enferman al alejarse de su palacio, sobre reinas que bailan descalzas amparadas por el licor y la luna, monarcas que vieron corromperse su reino, que derramaron tantísima sangre por él, tantas lágrimas, ángeles que vagan hechos pequeños retales, como muñecas antiguas, viejas, corroídas, y que intentan conseguir la felicidad a través de la sonrisa ajena. Un lugar en el que las palomas, al igual que en la ciudad, se abstienen de volar y actúan como melancólicas aves custodias de mis más profundos secretos; que con el batir de sus alas hacen que mi corazón siga latiendo, a pesar de la debilidad y la tristeza. Una simple imagen, atravesada por los puñales del tiempo, pudo revelarles tanto sobre mí.

-¿Te gusta, Tsubame no hime?-me preguntó Chiruko, ilusionada.

Me había tornado pálida. Me costó arrancar una sola palabra para calificar aquel mote.

-Sí, es muy bonito.-dije, con voz temblorosa.

Las hermanas sonrieron satisfechas y nos invitaron a sentarnos a comer. Pidió Sharon, pues ella controlaba más del tema. Un plato de tempura, sushi y brochetas de sepia. Para acompañar, un par de cuenquitos de arroz y vino tinto. Antes de venir la comida, nos trajeron un recipiente con frutos secos japoneses. Estaban francamente buenos. Sharon ni los probó, simplemente se aferró a la copa con su preciado néctar sanguinolento, la cual agitaba de un lado para otro, haciéndolo danzar como si fuese el vuelo de un vestido de seda. Suave, tierna y dulcemente.

-¿Por qué te llaman Chō no chi?-le pregunté, mirándola a los ojos.

-Ya te lo dije, les resulta más fácil con motes.

-Me refiero al significado.

-Bueno,-suspiró hondo.- lo de la sangre supongo que es por Bloody. Y las mariposas… a mí me encantan, pero no sé por qué ellas me llamaron así.

Yo sí lo sabía, y comencé a pensar si los japoneses no tendrían poderes psíquicos. Mientras comíamos, Sharon me contó cosas sobre su trabajo, sobre su día a día, al igual que lo hice yo. Aunque hubo algo que me impresionó.

-Está tan buena como la recordaba.-afirmó, mientras se comía una brocheta de sepia.

-¿Has comido sepia antes?-le pregunté.-Y eso que no es nada barata.

-Sí, bueno. Yo antes vivía en una casa mejor.

La miré, arqueando una ceja.

-Verás,-me explicó.-yo era hija de un multimillonario, pero me fui de lista cuando era pequeña. Ya sabes las locuras que puede hacer una criaja de 18 años.-aclaró.- Y me fui de casa. Renegué de mi identidad completamente, y tuve que convertirme en Bloody.

-¿De un multimillonario?-pregunté exclamada.-Allí comeríais sepia todos los días.

-Casi.-se río.

Me costó algo saber manejar los palillos para agarrar el escurridizo sushi que yacía en un barquito de madera, aunque aprendí a hacerlo con la práctica, y después de que mucho de aquel pescado de ahogase en el cuenquito de la salsa de soja. Poco después, Makoto y Chiruko se unieron a nosotras, aunque sin probar bocado.

-El único que falta aquí es Tobías.-dijo Sharon.-Podíamos ir a llamarlo.-me miró.

-No creo que le dejen venir, a esta hora trabaja.-recordé a su arisco jefe mientras pronunciaba esas palabras.

-¿To-bías?-preguntó Chiruko con dificultad para decir su nombre.- ¿Quién es Tob-ías?

-Es un amigo nuestro.-respondí.-Trabaja en el bar de ahí enfrente.

-¡Oh!-intervino Makoto.- ¿No será por casualidad un chico alto, siempre vestido de negro, de ojos verdes?

-Pues sí, es ese.

Ambas hermanas se miraron mutuamente como solían, igual que si se estuviesen leyendo la mente. Comenzaron a sonrojarse y chillaron eufóricas:

-¡¡Kawai na me!!

-¿Y eso?-preguntó Sharon, sonriente.

-Es “ojos bonitos” en japonés. Nosotras le llamamos así.-Chiruko suspiró profundamente.- ¡Es tan bishōnen[1]! Cuando sea más mayor, me casaré con él…

-¡A callar, Chiru-Chan! Solo tienes 17 años. Además, recuerda que tendrás que cuidar de mamá hasta que muera, ¡así que Kawai na me es mío!

-¡No! ¡No viste cómo me miró el otro día!

-¡Ja, ja, ja! Eso no te lo crees ni tú.

-Vamos chicas.-intervine, riéndome.-No os peleéis.-apoyé mis manos en sus respectivas cabezas, e hice que enmudeciesen en el acto, aún intercambiándose miradas asesinas.

Yo por lo menos sabía a quién amaba realmente Kawai na me.

Acabamos de comer aproximadamente a las 11 de la noche. Sharon fue la que les pagó, dejándoles un par de dólares de propina. Makoto y Chiruko se lo agradecieron con una sonrisa y nos acompañaron hasta la puerta, moviendo los brazos a modo de adiós.

-Sayonara Chō no Chi! Sayonara Tsubame no Hime! ¡Volved cuando queráis!

Me agarré al bolso, ligeramente apoyada en Sharon para no caerme, y ambas nos dirigimos entre risas al bar, a tomar la primera copa de la noche. Allí, limpiando la barra frenéticamente, se encontraba Tobías. Al vernos, saco el pitillo de su boca y dejó que el humo saliese lentamente acompañado de su saludo:

-Hola chicas.

-Hola, Kawai na me.-respondió Sharon.

Él arqueó una ceja, entreabriendo los ojos.

-¿Qué, qué, qué?

-Kawai na me.-repetí.

-¿Y eso en cristiano qué es?

Estaba a punto de decírselo, cuando Sharon me detuvo, respondiendo antes:

-Cosas nuestras. Eres muy curioso, Ka-wai-na-me.-se aproximó a él, apoyando el pecho en la barra como solía.

Tobías tragó saliva. Noté que se ruborizaba.

-Ponnos unas cervecitas, Kawai na me.-le ordené, para que abandonase su fantasía.

Torció el labio, algo molesto por su nuevo mote, pero obedeció diligentemente mi mandato. En cuanto se separó de nosotros, Sharon, riéndose pícara, me susurró:

-Por fin sabemos cómo putearle.

Me tapé la boca con ambas manos, aún así, mi risa se escuchó en todo el bar.

Tras nuestra breve estancia en el garito de siempre, nos movimos de pub en pub, contoneándonos por la calle como verdaderas princesas. Una mariposa de sangre y una monarca de las palomas paseaban juntas con la majestuosidad de dos lobas hambrientas.

-Emily, ¿es cierto lo que me contaste antes, eso de que no tienes equilibrio?

-Sí, es cierto.-asentí para reforzar mi afirmación.-No me preguntes por qué, pero no tengo.-la miré.- ¿Y tú de equilibrio qué tal vas?

Al pasar al lado de un muro, Sharon, en un arrebato de locura, se subió a él sin apenas esfuerzo. Se sentó en él, interponiéndolo entre una pierna y otra.

-¿Pero qué haces?-chillé alarmada.

-Quieres ver el equilibrio que tengo, ¿no?

Se arrodilló encima del muro. Una de las piernas, la dejó posteriormente colgando, para finalmente impulsarla y volver a subirla al muro, anteponiéndola a su cuerpo. Con los brazos en cruz, fue erguiéndose lentamente hasta llegar a enderezarse. Entonces, cogió en pañuelo que le había regalado, el cual estaba anudado en su cuello, y se vendó los ojos con él. Eso sí que hizo que me inquietase.

-¡¿Estás loca o qué?! ¡Quítate eso!

-Tranquila.-dijo, con voz pausada.

Comenzó a caminar, con un increíble virtuosismo, sobre aquel inestable muro de piedra. Su estilizada figura se movía en la oscuridad como si fuese la trapecista más hábil, adelantando rítmicamente primero un pie y luego otro, con los brazos extendidos para poder equilibrar. Me quedé tremendamente sorprendida. Los movimientos precisos de Sharon suscitaban envidia en mí. ¡Cuánto deseé tener ese increíble equilibrio! En cuanto llegó al final del muro, después de dar una vuelta entera, saltó y cayó sobre sus tacones, de cuclillas, en el suelo. En ese momento fue cuando se quitó la venda.

-¡Joder Sharon, fue impresionante!

-Bah, no es tanto.-rió leve.

-¿Qué no es tanto? ¡Ya me gustaría a mí!

-Si quieres puedo enseñarte.

Cerca de aquel había un muro más pequeño, en un pequeño parque. Me agarró por la muñeca y nos plantamos frente a él. Lo miré asustada, sé qué pretendía.

-No me subo ahí ni muerta, Sharon.-le advertí.

-Vamos, no te va a pasar nada, confía en mí.-arqueó una ceja, mientras me daba una palmada en la espalda.

Quizás fue su tono de voz, decidido y seguro, o fueron sus palabras tranquilizadoras, su “confía en mí”, pero apoyé un pie en el muro y, con un leve impulso, me subí a él. En cuanto me encontré allí arriba, me incliné hacia delante asustada.

-¡No puedo! ¡No puedo!

-Sí puedes.-me agarró de una mano.-Tranquila, yo voy a estar aquí.

Volví a enderezarme. Sentí cómo las piernas me temblaban. Un paso en falso y caería, como caí de la tabla de gimnasia en el instituto, caería al abismo, al mar repleto de cocodrilos. Interpuse un pie al otro con recelo; me sentí frágil.

-¡No puedo, Sharon! ¡Bájame!

-Te he dicho que confiaras en mí. Clava la mirada en un punto fijo, al frente.-lo hice, con algo de dificultad.-Así, muy bien, muy bien. Ahora, camina…-me aferraba fuertemente a su mano, desviando la mirada al suelo de vez en cuando.- ¡A un punto fijo!-gritaba Sharon.- ¡Mira a un punto fijo!

-¡No soy capaz!

Entonces, ella se subió al muro para colocarse delante de mí. Sonrió y comenzó a caminar hacia atrás sin dificultad, mientras me dirigía:

-Mírame a mí, extiende los brazos y anda. No dejaré que caigas.

Lo hice. Aún me temblaban las piernas, pero pude andar con un ápice de equilibrio durante un par de minutos. Luego, caí hacia delante, sobre ella, quien me agarró con fuerza.

-Muy bien, Emily, lo has hecho muy bien.

-¿Bien? Si casi me mato…-me apresuré en bajar del muro de un salto. Sharon me imitó.

Lo que aún no había comprendido era por qué tenía ella tan buen equilibrio. ¿Es que Dios, al crearla, le confirió el poder de caminar ágilmente por superficies estrechas, altas, movedizas? ¿Es que su grácil figura estaba destinada a moverse con tal precisión? Pensé en lo que había dicho Terry: Las princesas no tienen equilibrio. ¿Acaso Sharon no era una princesa, o era simplemente la excepción que confirma la regla? Quizás eran las alas de la mariposa que residía en su interior las que la hacían mantenerse erguida y firme.

Tras nuestra demostración de habilidades, nos metimos en un pub. No soy el tipo de personas que frecuentan esos garitos, pero Sharon me había hablado muy bien de él.

-Los tengo domados.-me explicó.-A todos los camareros. Verás.

Nos sentamos en un sillón alargado de color azul que se estructuraba como una culebra en torno a una mesa. Cruzamos ambas las piernas, casi a la vez, y esperamos pacientemente a que viniesen a atendernos. Sumergida en aquel ambiente repleto de humo, no pude resistirme a fumar un pitillo. En cuanto el camarero se acercó a nosotras, Sharon apoyó una mano en la mesa y le miró fijamente a los ojos.

-Tráenos una copa de vino tinto y…-esperó a que yo me decidiese.

-Un cubalibre.

El chaval se disponía a irse, cuando Sharon le rozó con los dedos suavemente, al grito de “perdona”. Él la miró con curiosidad, sin dejar de apartar la vista de su escote.

-¿Cuánto te debo?-preguntó, con voz sensual.

-Nada, nada.-respondió él, tragando saliva.-Invita la casa.

-Gracias, encanto.

Dejó que se fuera esta vez. En cuanto lo hizo, ella se giró hacia mí satisfecha.

-¿Ves? Los manejo como me da la gana.

En cuanto nos trajeron las bebidas, apenas me dio tiempo de darle un par de tragos antes de que Sharon se percatase de que sonaba una de sus canciones favoritas.

-¡Vamos!-me tiró del brazo y logró que me levantase, dejando la bebida en la mesa, para ponerme a bailar con ella.

Hacía tiempo que no bailaba; concretamente desde la vez que lo había hecho con Terry. Esta vez ni siquiera necesitaba alguien que me agarrase, pues era individual. Sharon comenzó a moverse sensualmente por la pista, como una grácil culebra, que alzaba los brazos y daba mil y una vueltas, provocando que su pelo se enredase a lo largo de su cuello, y el pañuelo ondease al ritmo de la música. Cada vez que un hombre la miraba, no podía evitar mover su cadera un par de veces, con movimientos secos y precisos, manteniendo el contacto visual; aún así, conseguía romper con el tópico de que era facilona y hacerse la interesante. Comencé a bailar con ella, frente a frente.

-¡Se te da bien!-gritó, para hacerse oír entre el ruido.

La verdad era que nunca había bailado así, pero supongo que llevo el ritmo en las venas. Comencé a reírme e interactué con ella, dando vueltas alrededor taconeando fuerte, intercambiando miradas y cruzando los pies entre sus piernas. Tras un rato, Sharon me dio un par de golpecitos en el hombro para intentar terminar con mi extasiada danza.

-Oye, mira aquel tío.-lo señaló con la cabeza. Era rubio, de ojos claros, no sabría decir si azules o verdes, y llevaba una camiseta ligeramente desabrochada.-No te quita ojo.

Era cierto, su mirada se clavaba instintivamente en mi cuerpo. Puse mala cara.

-Será a ti a quien mira.

-No creo. Además, yo ya estoy cogida.-intentó restarle importancia y seguir bailando.

-Pues yo menos.-suspiré.-No estoy preparada, yo quiero a Terry, aunque ya no esté.

-Pues vas jodida: se está acercando.

Era capaz de escuchar sus pasos a pesar del volumen de la música.

-Mierda, mierda, joder, ostia, ¿y ahora qué hago? Temo que sea un pesado y no me deje en paz el resto de la noche.

-¿Realmente quieres librarte de él? Tengo una estratagema para estos casos, pero no puedes delatarme. Finge normalidad y sígueme la corriente.

-De acuerdo.-tragué saliva.

Intenté hacer como que no le había visto, pero no tardó en arrimarse a mí.

-Hola guapa.-susurró.

-¡Eh, tú, mamón!-chilló Sharon, frunciendo el ceño, interponiéndose entre nosotros.- ¿Qué coño le haces a mi novia?

Entonces sí que creí morirme. La miré con los ojos completamente abiertos, transluciendo un gran desconcierto.

-¿Tu novia?-noté que tartamudeaba.

-Como lo oyes.-se acercó a mí y me agarró por la cintura.- ¿Verdad, amor?

-S…Sí, mi vida.-dije al fin.

El desconocido torció el labio, desconfiado.

-No la veo muy convencida.

-Y yo a ti te veo muy gilipollas.-saltó Sharon.

-Demuéstrame que sois novias. Si lo haces, te creeré.

Aquel tono altivo que adoptó el desconocido fue lo que, indudablemente, hizo que se lo tomase como algo personal. Me agarró por la cintura y me situó enfrentada a ella. Sentí cómo mi corazón se aceleraba.

-Yo le voy a dar demostración.-musitó.

Sus labios colisionaron con los míos en cuestión de segundos. Comenzó a mover su lengua, como si estuviese bailando sensualmente, por mi boca. Cerré los ojos. Aquel beso era picante, prohibido, casi placentero. No alcanzaba la plenitud de los besos de Terry, indudablemente, pero se mostraba interesante y arrebatador. Me agarré a su cuello, adoptando mi papel y jugueteé con su cabello. Noté cómo el maquillaje de sus labios quería desprenderse de un momento a otro, mezclarse con el mío, crear una tonalidad roja con reflejos rosáceos, o rosa con reflejos rojizos. Su respiración se escuchaba calmada y suave, al contrario que mis jadeos descontrolados. Nos separamos con mucha dulzura. Me acercó a ella y volvió a mirar al desconocido, que nos miraba asombrado.

-Ya estás tardando en esfumarte, maricón.

Esta vez no hubo réplica. Se fue, casi corriendo, de nuestro lado. Sharon, al ver lo que habíamos conseguido, se echó a reír.

-Jódete, jódete, jódete.-murmuró, satisfecha.

-No comprendo cómo puedes estar tan tranquila.-miré mis manos. Temblaban aún debido al subidón de adrenalina.

-Digamos que una puta tiene que hacer de todo.-sonrió. La comprendí al instante.

-Yo es la primera vez que…bueno…beso a una mujer.

-Para todo hay una primera vez.-me miró.- ¿Y qué te pareció?

-Raro.

Ambas nos reímos, amparadas bajo los focos de la pista de baile. Bajo el influjo de la negra noche, la mariposa batía sus alas con más fuerza que nunca, y la princesa volvía a sentirse libre después de tanto tiempo presa de la tristeza.


[1] Bishōnen: “guapo” en japonés.