domingo, 18 de abril de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXX- Impreso en los dedos


The memories ease the pain inside. [1]
Now I know why.
All my memories keep you near.
In silent moments I imagine you here.
All my memories keep you near.
Your silent whispers, silent tears.

Memories-Within Temptation.

Suspiro. Un hondísimo suspiro, furtivo, escondido, se escapa de mis labios. No puedo impedirlo, simplemente se va. En cuanto lo hace, recorre mi cuerpo un momentáneo alivio, que se convierte en cuestión de segundos en una sensación extraña, como si una pesada carga me presionase la garganta y el pecho con una fuerza tal, que siento como si no pudiese apenas respirar. La única manera de poder paliar ese dolor, es volver a suspirar de nuevo. Como si fuese una droga, abastezco mis pulmones a través de las enormes ráfagas de aire que absorbo. No pienso en nada, tan solo en seguir respirando. Quizás esa opresión tan grande es la tristeza.

-Emily… Emily… ¡Emily!

Sentí que me golpeaban el brazo, intentando llamar mi atención. Giré la cabeza bruscamente. Era Sharon. Estábamos en el bar de siempre, una noche cualquiera. ¿Por qué habría aquella ser distinta? Sería aquella tristeza la que lo hizo, o probablemente… el recuerdo de aquellos latidos…

-¿Qué pasa?-pregunté alterada.

-Te estaba hablando y no me escuchabas, te quedaste atontada con la mirada fija en las botellas. ¿Te encuentras bien?

-Perfectamente, ¿por?

-No haces más que suspirar.

Desvié la mirada. Ni siquiera yo era capaz de explicar con exactitud el motivo de mis suspiros. En todo caso, intenté hacerlo:

-¿No sabes cuando sientes que tienes como un peso muy grande en el pecho, que te lo oprime,-me llevé una mano a la zona, cerca, muy cerca de la cicatriz.-y suspiras para dejarlo salir?-la miré, al ver que no me respondía.- No me jodas que soy la única.

-No, a mí me pasa algo parecido.-fumó una calada de un cigarro.- Creo que es por el cáncer, a veces duele. Pero un suspiro no es suficiente.

Bebí un trago de mi cerveza. Yo nunca experimenté ese dolor, por suerte. Debe ser horrible. Horrible y aterrador. Supongo que te sentirás como en las puertas de la muerte, y empezarás a rezar lo que sabes pensando que ha llegado tu hora. Sharon volvió a mirarme, apoyando su mano en mi hombro.

-Es por Terry, ¿verdad?-dijo.- ¿Te dijeron algo de él?

-No, quizás es por eso, por no saber nada.

Suspiré de nuevo. De este supe ciertamente el origen. Era como si algo dentro de mí comenzase a dolerme, a dañarme, cada vez que escuchaba el nombre de Terry. Hacía apenas un par de semanas que había pasado aquello, y todavía no lo había asumido por completo. Era como si yo también estuviese enferma, y solamente pudiese curarme cuando él volviese a estar a mi lado, a hablarme, cuando volviésemos a dormir juntos. De repente, llegó hacia nosotras Tobías. Estaba bastante pálido y trabajaba más rápido de lo normal, como si tuviese ansiedad. Se puso a revolver en el frigorífico, en busca de una cerveza para un cliente. Escuché lo fuerte que respiraba, por lo que no pude evitar preguntarle:

-Tobías, ¿te encuentras bien?

Levantó la cabeza bruscamente, como si le hubiese ofendido.

-Sí, sí, sí, no te preocupes.

-¿Qué tal llevas lo de… dejarlo?

Entonces sí que vi que comenzaba a sudar frío y que se le agitaba la respiración.

-Como el culo. Lle…Llevo un puto día sin probarla y no puedo más. Es superior a mí, ¿entiendes? No dormí en toda la jodida noche y estoy que no puedo. Necesito…Necesito una puta raya, ¿sabes?-gesticulaba mucho y hablaba con nerviosismo en la voz. El síndrome de abstinencia estaba haciendo mella en él.

Entonces fue cuando lo hizo, algo que una noche normal no me afectaría, ni siquiera sería un detalle digno de recordar, pero sí entonces, sí aquella noche. Me agarró de la muñeca con fuerza, bajo mi asombro, y posó mi mano sobre su pecho. Al instante, comencé a notar aquellas palpitaciones bajo la palma.

-¿Sientes como late?-dijo.- Y así toda la puta noche, zumbándome en los oídos, como un taladro.

Permanecí allí, sin moverme, como una estatua. Sintiendo los latidos acelerados de su corazón, golpeando rítmica y fuertemente contra mi mano, como intentando apartarla. Recordé cuando había hecho lo mismo con Terry en aquella fría sala de espera. Se habían quedado impregnados en mis dedos, de tal manera que los de Tobías eran solo una mera réplica que mantenía vivo el recuerdo. Volví a experimentar la inseguridad de aquel día, la sensación que producían los botones de su camisa al rozar mis dedos, aquel corazón. Ver que no estaba sola, que tenía con quien compartir mi posterior alegría al descubrir que estaba sana. Tobías había separado su mano de la mía, pues había estado ejerciendo presión, y se encontraba charlando con Sharon, pero no quise apartar la mano. La mantuve allí, viviendo en mi interior todas aquellas sensaciones. Ahora solamente era un cúmulo de recuerdos, sintiendo aquel corazón…

-¡Emily, eo!

-E…¿Estás bien?

Pasaron una mano por delante de mis ojos. La aparté, sin separar del pecho de Tobías la otra mano. Me di que había sido él mismo, que me miraba con curiosidad. Sharon también lo hacía, pensando que quizás me encontraba mal. Les devolví la mirada, como si no pasara nada.

-Te…¿Te encuentras bien?-titubeó Tobías.

-Perfectamente.-respondí.

-Tú hoy te encuentras muy atontada, chica.-intervino Sharon.- Te quedas embobada con cualquier cosa.

-No estoy atontada.

-No, que va.

-Eh… Emily… Pue…Puedes quitar la mano si quie…res.

Bajé la cabeza, para observarla, pues él la estaba señalando. No la había movido de allí en todo aquel tiempo, en un impulso inconsciente de evadirme de la realidad y refugiarme en el mundo del pasado. La aparté bruscamente.

-Perdona.-le dije.

-No pasa na… nada, n…no me molestaba.

Nos pusimos a hablar un rato, aunque Tobías me miraba sin apenas intervenir. Era como si quisiese decirme algo, pero un impulso le ordenase mantenerse al margen. Al cabo de poco, me agarró por un pulso de nuevo. Temí que volviese a hacer lo mismo, y volviese a encerrarme en aquella dulce cárcel de recuerdos. Sin embargo, lo que me dijo fue:

-Tengo… Tengo que hablar contigo.

Entré al otro lado del mostrador y nos metimos en la cocina, bajo la atenta mirada de Sharon, quien no entendía que no quisiese compartir sus secretos con ella, como si no la quisiera. Pero era justo por eso por lo que no quería hacerlo. Cuando entramos en el que se estaba convirtiendo nuestro confesionario particular, revestido con baldosas blancas engrasadas, Tobías se arrimó a una pared y encendió un pitillo. Le miré.

-¿Por qué no quisiste que viniera Bloody?-pregunté.

-Por…Porque contigo me siento… más a gusto.-respondió, sin apartar la vista del cigarro que acababa de encender y que se consumía lentamente, sufriendo una grácil decadencia.

-¿Qué querías contarme?

-Es que… Estuve toda la noche… toda la noche rayado, ¿sabes?

-¿Por la coca?

-Aparte de eso. Le…Le hice daño a Blood…y a ti… también a ti… Y mira… yo soy una de esas personas a las que…que pueden pisarlas mil veces… pero que no pisan ni una… Y si lo hago…si lo hago me rayo. Porque… de que sea un drogata no…no tenéis culpa… nadie más que yo la tiene…la culpa.-aclaró.- Y… y estuve toda la puta noche pensando… y con un…un mono que no puedo… y…

Entonces no pude aguantar más. No quería seguirle viendo sufrir, hablar atropelladamente, con aquella fuertísima abstinencia, gesticulando salvajemente, sudando incluso. Le abracé. Sí, y quise que con ese abrazo su tristeza se fundiese con la mía hasta hacerlas desaparecer completamente. Noté en mis manos el tacto de su camiseta, de sus huesos, su columna vertebral, que dotaban aquel cuerpo de una extremada fragilidad. Sentí cómo él también ejercía presión sobre mí, la suficiente como para que yo actuase en consecuencia y ejerciese igual presión sobre él. Quise que cada sensación que acompañaba aquel abrazo se quedase impresa en mis dedos, al igual que los latidos del corazón de Terry, y pudiese traerlas a la memoria cada vez que me encontrase sola o triste. Al igual que con lo de Terry, cualquier otro abrazo me parecerá una burda imitación. Solamente Tobías podría repetir la misma situación. Escuchaba con total claridad su respiración quejumbrosa y trémula, teniendo apoyada mi barbilla en su hombro. El humo que emanaba su cigarro acariciaba mi pelo y mi nuca suavemente. Cerré los ojos. Me concentré en retener todo aquello en mi mente, en mis manos, para siempre.

-Nunca… nunca me habían abrazado… es… eres la primera.

Sonreí, mientras seguía estrechándolo contra mi cuerpo con fuerza. Si bien era cierto que Sharon lo había hecho con anterioridad, al haber estado bajo los efectos de las drogas nunca lo recordaría. Era, efectivamente, su primera vez, por lo menos la primera que echaría raíces en su memoria. Me envolvió en sus brazos con todavía más ahínco, haciendo que nuestras costillas se juntasen unas con las otras, formando una especie de cremallera. Subí las manos hacia su nuca, donde pude volver a notar los huesos que la conformaban, uno por uno, en la yema de mis dedos. No quise que me soltase. Su abrazo calmaba momentáneamente mi angustia y la convertía en una tremenda satisfacción. Aún así, no dejaba de suspirar en su oído, escondido parcialmente por su melena. Luego, hice que mi cabeza encontrase descanso en su hombro de nuevo, ansiando volver a escuchar su respiración agitada, que se hacía claramente patente al moverse ambos hombros de arriba abajo; cuando subían, lo hacían muy lentamente, pero bajaban de un golpe seco, como con furia, al tiempo que dejaba de sentir el tacto de su pecho contra el mío. Arrimé mi mejilla a la suya, con el fin de sentir contacto directo con su piel. Una lagrimita, fría como un témpano de hielo, se deslizó suavemente de sus ojos hipnóticamente verdes, que permanecían cerrados, y colisionó contra mi rostro. Había agradecimiento en ella, tristeza quizás. El mismo agradecimiento y la misma tristeza que me transmitían sus brazos completamente tatuados. Me separé de él, interponiendo mis manos entre mi pecho y el suyo. Me quedó sorprendido. Observó su pitillo, que estaba prácticamente consumido, y le dio una profunda calada antes de tirarlo al suelo. Luego, me miró, e intercambiamos las miradas, haciendo que nuestros ojos se embebieran mutuamente.

-Tengo que irme.-dije.- Tengo cosas que hacer.

Tobías lo negó con la cabeza. Seguramente tendría tanto que contarme, tantos sentimientos que compartir conmigo… Entonces, saqué de mi bolso mi agenda, la cual me acompañaba a todos los sitios, y un bolígrafo. Escribí algo en una página para, posteriormente, arrancarla y entregársela.

-Te dejo mi número de teléfono.-dije, alargando el brazo hacia él.-Si te pasa algo, si quieres hablar… Llámame. Igualmente quiero hablar contigo a solas alguna noche, aunque sea aquí. Si no quieres que volvamos a sufrir, ni volver a sufrir tú, tienes que sacar fuera todo ese veneno.

Cogió el papel con recelo y lo metió en el bolsillo. Guardó silencio.

-Puedes confiar en mí.-proseguí.- Si es por Bloody, ella no sabrá nada. No le contaré ni una palabra. Será nuestro secreto.

Tobías desvió la mirada, mientras cogía del paquete un cigarro y lo sujetaba con los labios como solía. Lo encendió, respirando con fuerza todo aquel humo. Volvió a mirarme de nuevo, mientras espiraba el aire que contenía en su boca y decía, sonriendo levemente:

-Es…Está bien. Pero sólo si lo hacemos en mi casa. No me…gusta este sitio para confesarme.-recorrió entonces con los ojos los rincones de aquella mugrienta habitación.

Sonreí.

-Por mí perfecto.

Él también cogió un papel de mi agenda y apuntó su móvil, por si me sentía mal, decía. Me di la vuelta y salí de la cocina. Nos esperaba Sharon apoyada en la barra, aferrándose a su bebida. En cuento percibió mi presencia, me miró con curiosidad. Me acerqué a ella, al otro lado de la barra.

-¿Qué te dijo?-preguntó, en voz baja.

-Nada que deba preocuparte.-respondí, restándole importancia.

Arqueó una ceja, torciendo a la vez el labio, dándome a entender que no se tragaba mi versión. Apoyé una mano en su hombro desnudo.

-Tengo que irme.

-¿Tan pronto?-refunfuñó.

-Sí, no me encuentro demasiado bien.

Sharon puso esa carita que tenía cuando acertaba en alguno de sus pronósticos, que parecía reprocharte: “Yo ya te lo dije”. Sonrió, mientras se levantaba ligeramente del asiento, y me dio dos besos. Quise también que se quedase grabado en mi piel el tacto tierno de aquellos besos. La delicada presión que sus labios, carnosos y pigmentados de rojo, como si estuviesen recubiertos de sangre, ejercían en mis mejillas débiles y pálidas. Aquella sensación grácil que me llenaba de cariño, me expresaba una grandísima comprensión. Necesitaría sentirlo cuando estuviese triste, cuando sufriese; sus besos serían mi bálsamo y me liberarían del dolor. Sentí el tacto de su cabello suave, ondulado, sedoso, en mis dedos. Noté con ello una gran proximidad entre nosotras, que se rompió bruscamente cuando tuvimos que separarnos, en un movimiento fugaz.

-Descansa bien, Emily.-dijo Sharon con mucha dulzura.

-Igualmente.-le di un beso yo a ella antes de irme.

Me dirigí a la puerta. Antes de girar el manillar, me giré y le hice un gesto a ella, quien me correspondió imitándolo. Salí afuera del bar y tuve que enfrentarme con el frío de la noche, lejos del calor de los abrazos de Tobías y los besos de Sharon. Acercándome, lentamente, a los latidos de su corazón, que parecía seguir sintiendo en la punta de mis dedos. Me alejé del bar, del barrio, amparada por el viento gélido que azotaba mi cara y mis manos. Agarré mi abrigo y me tapé con insistencia, pero seguía teniendo frío. Siempre fui sensible para el frío, y lo siento mucho más intenso que el calor. Caminé, paso a paso, lentamente, pensando, sintiendo. Junté mis dedos. Afiné los oídos. Me encogí de hombros. Volví a escuchar aquella respiración que sufría, acompañada del tacto de aquella columna, a sentir aquel beso dulce en mi mejilla, a notar aquel corazón en mis manos. Amparada por todas aquellas sensaciones, que me hacían sentirme segura y ahuyentaban los fantasmas de mi soledad, me dirigí a verle. Quizás no me dejarían entrar, pero tenía que intentarlo. Necesitaba sentirle antes de volver a casa, a acostarme en aquella cama desierta, que alimentaba mi tristeza. Solamente acompañada por un aparato horrible sin el que en plena noche me quedaría sin respiración. Y de mi cicatriz, mi fiel compañera. Metí la mano entre los botones de mi camisa y la palpé. Las heridas que la conformaban ya no dolían como antaño, simplemente me producían un suave cosquilleo. Sentí entonces mi propio corazón, cuyos latidos eran más cercanos y fuertes debido a la cicatriz. Aquella zona era tan tremendamente sensible que el más mínimo roce llegaba a mi cerebro con una magnitud tal que hacía que me estremeciese. Cuando Terry la acariciaba, recuerdo que ese estremecimiento se convertía en un placer extremo, que quise, sin éxito, traer a la mente. Seguí acariciándola. Mi compañera del alma, mi amiga incluso, que tanto me había hecho sufrir, tanto daño me había producido, y ahora era capaz de mitigar parcial y dulcemente mi dolor. En tanto que me encontraba enfrente de la puerta de cristal de aquel hospital, el frío se hizo todavía más intenso, a pesar de que veía a todo el personal en manga corta. Esperé a que se abriese por mi mera presencia y entré, haciendo que el calor del hospital me envolviese. La recepcionista, independientemente de lo que podía pensar, dejó que fuese a verle. No se lo agradecí; tampoco le dije ninguna otra cosa, simplemente moví la cabeza de arriba abajo una vez. Subí a la habitación en el ascensor, junto a tres o cuatro médicos. Ninguno de nosotros intercambió una palabra. Yo levanté la vista y la clavé en la pantalla, para poder saber dónde tenía que bajarme. Al llegar allí, volvió a apoderarse de mí una gélida influencia, con clara procedencia de la habitación de Terry, y cuanto más me acercaba, más frío sentía. Apoyé una mano en la pared y seguí andando. Aquella textura rugosa también se quedó impresa en mis dedos. Aunque no era un recuerdo que me ayudase a no sentirme mal, como los otros, era parte de esta historia. Entre esas paredes, a lo largo de aquel pasillo que parecía no acabar nunca, había derramado un millón de lágrimas. Lágrimas que todavía flotaban en el ambiente, llenándolo de una dulce humedad. Quizás por eso hacía tantísimo frío.

Abrí la puerta sin detenerme a pensarlo. Cerré los ojos. Volví a abrirlos. Allí estaba, en la cama, inmóvil, con los ojos cerrados. Me acerqué a él, mordiéndome los labios. Sentí que había perdido tanto, tanto, tanto al tenerle aquí. Me arrodillé bruscamente al pie de la cama y apoyé la cabeza en un lateral. Le miré, sin obtener una mirada recíproca por su parte. Era como si estuviese muerto. Un par de gotas llovieron de mis ojos, que parecían un cielo perpetuamente nublado. Le acaricié una mano. El tacto de sus venas, que estaban un poco hinchadas, hizo que sintiese la imperiosa necesidad de volver a notar aquel corazón. ¿Fue eso lo que me hizo ir allí, la nostalgia? No me paré a pensarlo. Apoyé los dedos, suavemente, en su pecho, manteniéndolos ligeramente inclinados para no llegar a posar la palma de la mano. Aquella vez no lo había hecho, y no lo haría entonces. Al poco rato, sin haber presionado los dedos demasiado, lo sentí. No tenían la misma velocidad; eran mucho más lentos y dificultosos. No obstante, aquellos latidos estaban ahí. Sonreí. Todavía quedaba esperanza. Volveríamos a repetirlo. Volvería a apoyarme en su hombro, en la consulta del médico, o mismo en nuestra casa. Juguetearía con los botones de su camisa, enredándolos con los dedos. Y lo notaría de nuevo. Palpitando con tanta prisa, golpeando contra las yemas, quedando atrapado en ellas, como si se tratase de alguna especie de hechizo.

En un impulso inconsciente, miré hacia una puerta de la habitación. Indudablemente, en ella se encontraría la ropa y las pertenencias personales de Terry. Conocía bien esas habitaciones; cuando yo había sido ingresada, vi entrar a la enfermera para coger mis cosas. Al verme completamente sola, decidí introducirme en ella. Sabía que si viniese algún médico, podría meterme en un lío, pero tampoco me importó. En la habitación había una banqueta en la que yacían, perfectamente doblados, la chaqueta, la camisa y los pantalones de Terry, ambos manchados de sangre seca. Cogí la chaqueta, con cuidado de no arrugarla, y la acerqué a mi nariz. Aquel olor característico la envolvía con ternura, haciendo que las lágrimas aflorasen una vez más de mis ojos. Miré en uno de los bolsillos, en el cuál noté un bultito al tacto. Su cartera de piel. Miré lo que había en su interior. Apenas un par de billetes de cinco dólares. En un compartimento, guardaba unas fotos. Tres o cuatro de cuando Amy era más pequeña, y dos mías. Una de ellas estaba doblada. La reconocí al instante. En ella salía yo sentada en una silla, en nuestra habitación. La luz del sol que entraba por la ventana se reflejaba perfectamente en mi rostro completamente pálido y en mi camisón rosa, que cubría grácilmente mi cuerpo. Con una de mis manos, que pasaba por detrás de la cabeza, me sujetaba mi larguísima melena negra. Recuerdo que tanto Terry como yo éramos fanáticos de la fotografía y nos sacábamos fotos mutuamente en cuanto una cámara caía en nuestras manos, aunque, cuando había caído enferma, dejamos de hacerlo. Esa la había sacado él, una mañana que se encontraba inspirado. Le dije aquel día que la retocaría con el photoshop para quitarle un poco de claridad. Terry sonrió y me dijo:

-Las fotos bonitas no necesitan retoques.

Esa frase se quedó grabada en mi subconsciente con claridad. Al rememorarla en aquel momento, sentí que mi melancolía aumentaba vertiginosamente. Miré detrás de la foto, por curiosidad. Entonces sí que estallé en lágrimas, tapándome la cara con la cazadora. En el centro, en pequeñito, figuraba una inscripción hecha con la letra inconfundible de Terry: “Do it for her” (“Hazlo por ella”). ¿Se refería a sus acciones como sicario o a su vida en general? Vivíamos uno por el otro, no era más que un favor que nos hacíamos mutuamente. Quizás Amy era lo que sellaba nuestro trato. Guardé la foto en la cartera, y la cartera en la chaqueta mojada por las lágrimas. Necesité un abrazo en aquel momento. Giré la cabeza. Terry no podría dármelo. Tobías tampoco.

Salí del hospital llorando. No era un llanto escandaloso, ni había angustia en él. Solamente estaba impregnado de nostalgia, y lo acompañaban aquellos hondísimos suspiros. Cogí el móvil. Pensé en llamar a Sharon, pero seguramente estaría demasiado ocupada. Recordé que Tobías había escrito su número en mi agenda. Me haría bien hablar con él. Marqué el número y le llamé, mientras me agazapaba en aquel viejo banco del parque de las palomas. Era de noche, y no había ninguna. Volverían al alba, y, con ellas, seguramente mi alegría. Descolgaron el teléfono al otro lado de la línea.

-¿Sí?-era aquella voz grave.

-Soy Emily.

-Emily…-repitió- ¿Te ha… te ha pasado algo?

-No.-no sabía qué decirle. El motivo de mi llamada era absurdo.

-Entonces…

Opté por contárselo.

-Me sentía sola. Quería oír tu voz.-suspiré.

-Ah. Yo también me sentía… solo.

Permanecimos un momento callados. No escuché ajetreo de fondo, así que supuse que tendría poco trabajo en el bar o que estaría ya en su casa. Lo único que escuchaba era su respiración agitada y profunda.

-Oye Tobías, ¿te puedo hacer una pregunta?

-Dime.

-¿Por qué empezaste a drogarte?

Enmudeció un instante. Supongo que le impresionaría mi pregunta. Cogió aire por la nariz ruidosamente y me respondió:

-Fueron muchas cosas las que… las que me llevaron a… a eso. Ya te las contaré.

Asentí, aunque él no pudiese verme. Entonces, como si estuviese hablando consigo mismo, recordando, pronunció unas palabras bajito, con cierta nostalgia en la voz:

-Cuando empecé a beber, dejé de tener frío.

Me estremecí. Era como si hubiese vuelto atrás, como si volviese a ser más niño. Resbalaron por mis mejillas un par de lágrimas, mucho más dulces que el resto. Yo también quería dejar de tener frío.

-¿Y la coca? ¿Por qué empezaste?-pregunté.

-No sé… Supongo que para tener una razón para levantarme por la mañana.

Sonreí levemente durante un breve instante. Sharon había dicho lo mismo cuando le pregunté. Me levanté del banco y comencé a andar hasta casa, sin dejar de escuchar a Tobías hablándome. Hacía que no me sintiese sola. La brisa nocturna acariciaba mi rostro con suavidad, y mis manos perpetuamente álgidas. Era un ambiente especial el que se respiraba aquella noche. Aquel aire era templado, y traía consigo un olor característico. Alcé una mano y la moví, sintiendo cómo aquel influjo cálido se introducía por entre mis dedos y jugaba con ellos. Me acordaría de aquella sensación cuando tuviese frío. Los abrazos de Terry también lo calmaban.

Llegué a casa después de un largo viaje en autobús mientras me despedía de Tobías. Él lo hizo con resignación, pues sabía que tendría que convivir una noche más con los fantasmas de su pasado y los monstruos de su presente. Soltó, junto a sus palabras, un suspiro lastimoso, entrecortado, trémulo, al igual que los míos. Colgué el teléfono y lo metí en el bolso, el cual cayó en el suelo, como si con él me librase de mi pesada carga. La casa estaba vacía. Amy estaba en la casa de la tita, como cada viernes. Suspiré, mientras subía las escaleras muy lentamente, cabizbaja. Abrí la puerta de la habitación de golpe. Aquella cama, de sábanas inmaculadas, estaba completamente desierta. Nadie se acostaría conmigo otra noche más. Cerré los ojos, empapados por las lágrimas. Todo aquello volvió a mí. Los besos de Sharon me devolvieron el cariño que necesitaba. El abrazo de Tobías actuó como un bálsamo, paliando mi dolor. El tacto de la pared del hospital me acercaba a él de nuevo. El calor de la noche, su olor dulce, eran el decadente preludio de lo que iba a suceder. Entonces, aquel corazón volvió a resonar en mis dedos y se extendió a lo largo de todo mi cuerpo. Mis sienes, mis brazos, mis manos, mi pecho, mis piernas, mis pies, y se acompasó con el mío, que también comenzó a palpitar con muchísima fuerza. Sonreí levemente, con las mejillas ardiendo. Echaba de menos el Síndrome en toda su magnitud. Abrí los ojos, sintiendo un enorme escalofrío que recorrió como un relámpago mi columna. Me puse el pijama. Al quitarme la camisa, me encontré con mi cicatriz frente al espejo. Su tacto volvió a mis dedos, sin necesitad de palparla. Me apresuré en acostarme en la cama. Aquellas sábanas fueron sus brazos, envolviéndome tiernamente, protegiéndome del temido frío. Suspiré de nuevo, bajo la mascarilla. Me quedé dormida, amparada por aquel corazón que latía en mi oído, acompañado por el fluir de la sangre. Una vez, y otra, y otra, y otra…

Al despertar, todas aquellas sensaciones se habían desvanecido. Como el vapor.

Volvió la noche, las sombras, y, con ella, la soledad. Habiendo dejado previamente a mi hermana al cargo de mi hija, me dirigí hacia el bar. Juntaba en el camino los dedos, intentando volver a sentir el vívido recuerdo de Terry otra vez, pero no era lo mismo. Había desaparecido.

-¡Ángel!

Al escuchar aquel grito, erguí la mirada. Era Klaus, como me imaginaba. Me miraba con una sonrisa en los labios, constituida por sus escasos dientes, esperando que hablase con él como siempre. Sonreí forzadamente y me senté a su lado. No era una voz tranquilizadora y grave como la de Tobías, más bien al contrario, pero me vendría bien evadirme.

-¿Cómo estás, Klaus?-pregunté.

-Bien. ¿Y tú?-su perpetua sonrisa parecía no querer borrarse.

-Un poco cansada.

-¿Sa…Sa…Sabes a quién vi ayer?-dijo, excitado.

-¿A quién?

-Al chico que llora. Pero no lloraba. Temblaba. Le temblaban las manos.-me miró, con mirada casi infantil- ¿Qué le pasa?

-Tenía frío, Klaus. Ayer hizo mucho frío.-suspiré.

Él asintió varias veces. Quizás también había tenido frío aquella noche. Vio entonces que todo el rato había estado jugueteando con mis dedos, sin apenas mirarle, en busca de aquella sensación añorada. Me agarró una mano.

-¿Qué tienes en los dedos? ¿Qué buscas?-preguntó con curiosidad, mientras juntaba las yemas de los suyos con las de los míos.

Tras estar un breve instante sin moverlos, los apartó bruscamente, arrimándolos a sus labios, como si le diese un calambre.

-¿Qué pasa, Klaus?-dije, preocupada.

-T…Tus dedos…

-¿Qué tienen mis dedos?-insistí.

-Tienes un corazón en los dedos…-respondió, señalándolos con recelo.

Comprendí que lo que había sentido era simplemente una proyección de mi corazón en los capilares de mis dedos. Me reí. Quise mantener viva su ilusión, y la mía, y le agarré por la muñeca suavemente.

-No tengas miedo. Toca, mira.-volví a hacer que sus dedos entrasen en contacto con los míos.- ¿Sabes lo que es esto?

Lo negó con la cabeza. Sonreí dulcemente.

-Son los latidos del corazón de mi chico.

-¿De tu chico? Pero… ¿cómo has…? Es un truco de ángel, ¿verdad?

-Es muy fácil. Simplemente tienes que apoyar los dedos en el pecho de alguien y concentrarte mucho, mucho en retenerlos.-arrimé mi mano a los labios, girando la cara- Se quedan impresos en los dedos. Atrapados.

-¡Quiero hacerlo, quiero hacerlo!-exclamó, mirándome ilusionado.- Y quiero hacerlo contigo. Será mi forma de que me protejas siempre.

Reí al pensar en que quería que formase parte de su recuerdo de aquella forma, aunque yo con Terry había hecho lo mismo. Coloqué con suavidad su mano muy cerca de mi cicatriz.

-¿Los sientes?

Asintió, con la boca abierta por lo que estaba a punto de hacer.

-Ahora tienes que concentrarte.

-Concentrarme…-repetía, mientras cerraba los ojos con fuerza, sin apartar la mano.

Al cabo de poco, le ordené que se separase. Él, incrédulo, juntó sus dedos. En cuanto notó su propio corazón, creyendo que era mío, sonrió y comenzó a gritar:

-¡Lo hice! ¡Lo hice! ¡Gracias, ángel! ¡Así te tendré para siempre!

Sonreí con ternura. Más disimuladamente, yo también sentí todo aquel júbilo la noche anterior, al comprobar que todavía residía un recuerdo palpitante de Terry en mí, al igual que nuevas sensaciones que se incorporaron. Paredes asfixiantes y húmedas, huesos frágiles, labios carnosos, calor envolvente. Todo aquello se había quedado impreso en mi piel, en mis dedos. Y nunca me dejarían sola.



[1] Los recuerdos calman el dolor interno/ Ahora sé por qué/ Todos mis recuerdos te mantienen cerca/ En los momentos silenciosos te imagino aquí/ Todos mis recuerdos te mantienen cerca/ Tus silenciosos susurros, silenciosas lágrimas.