miércoles, 2 de septiembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XVI- Miedo


Recuerdo algo, para mí, bastante trascendental, moralmente hablando. Era el domingo de esa misma semana. Como todos los días, me había levantado a las 6 de la mañana para hacer mi carrera habitual. Siempre tenía un ruta fija, calculada minuciosamente para llegar a casa a una hora a la que me diese tiempo ducharme, vestirme, desayunar y salir a trabajar. Pero, no sé por qué, aquel día me desvié de la ruta habitual. Fue un impulso repentino que sentí, al ver un camino que bifurcaba. Siempre había ido por la izquierda pero… ¿por qué no? El caso es que, después de llevar bastante tiempo corriendo por un paraje desconocido y sin rumbo fijo, me fatigué. Tuve que parar para coger aire. Me aferré a mis rodillas, bajé la cabeza y respiré fuerte. Las gotas de sudor de mi frente caían en el suelo como si fuese lluvia. En cuanto retomé un poco el aliento y fui capaz de enderezarme, coloqué dos de mis dedos en el cuello, con el fin de calcular mi frecuencia cardiaca. Mierdas que nos enseñó el señor Patterson, y que ahora me estaban siendo útiles. Al levantar la vista del reloj, con el cual me cercioraba de estar tomándome el pulso durante exactamente un minuto para que mis cuentas fuesen correctas, vi una Iglesia. ¿Por qué una Iglesia? ¿Me desvié del camino, justo ese día por primera vez, para encontrarme con una Iglesia? ¿Con qué propósito me hacía esto el destino? Entré allí. La verdad es que no me sentía demasiado cómoda estando en chándal y sudando a mares en la casa del Señor, pero tampoco era plan de dar media vuelta e ir a cambiarme a casa. La Iglesia era bastante grande, de estilo románico, católica. En la entrada había un par de grotescas gárgolas de piedra, para ahuyentar al Demonio, que hicieron que me asustase un poco, pero en cuanto entré en la capilla, dejé de tener miedo. En las paredes había tallados ángeles pequeños, sonrientes y rechonchos, que parecían estar agradeciéndome mi presencia. El altar era casi majestuoso, estaba construido con madera de ébano, o al menos eso parecía; y, al fondo de la Iglesia, como presidiéndola, un sagrario hecho de plata y oro. Avancé, sin saber ni siquiera a dónde quería ir. En una esquina, casi escondido, vi un par de confesionarios. En uno de ellos, había un hombre que se estaba confesando. Me senté en un banco y me puse a rezar, sin dejar de mirar a aquel hombre. Era de aspecto débil, enfermizo y estaba extremadamente delgado y pálido, muchísimo más que yo; barajé la posibilidad de que fuese un drogadicto. Al cabo de un rato, vi como bajaba la cabeza, seguramente porque el Padre le estaba dando la bendición, y se dirigía a los bancos donde yo estaba sentada, seguramente para rezar lo que le había sido impuesto en penitencia. En ese momento, me levanté y me dirigí al confesionario. Sentí que tenía que era el momento idóneo de limpiar mi alma.

-Ave María purísima.-dijo el Padre, que evidentemente había percibido mi presencia.

-Sin pecado concebida.- respondí, mientras me arrodillaba.

-¿Qué le ha traído aquí, hija mía?

-Ni siquiera yo lo sé. No conocía este lugar. Llegué aquí por casualidad.

-Nada sucede por casualidad, hija.-respondió, con firmeza.

Esa frase me asustó un poco, pero a la vez me hizo pensar. Quizás estar allí era una señal divina para librarme de mis pecados. Opté por comenzar.

-Verá, hace bastante tiempo que no vengo a la Iglesia. La verdad es que no sé por qué, si por pereza, si por estrés… El caso es que… me he puesto muy enferma. Empiezo a tener miedo. Me gustaría retomar mi fe, porque si hay alguien que puede salvarme, ese es Dios. Lo sé.

-Nunca es tarde para pedir el perdón del Señor.-después de una pequeña pausa, añadió:- Escuche, como veo que esta confesión es un poco precipitada, le haré una serie de preguntas para ayudarle a encontrar sus pecados, ¿le parece bien?

-Sí, perfecto.

-Empecemos por el primer mandamiento: ¿Alguna vez ha dejado de amar al Señor?

-Creo que sí. Mi hijo y mi madre murieron hace algunos años, cuando esto ocurrió, tuve una crisis de fe, ya me entiende. Darle vueltas a la idea de por qué Dios nos arrebata a las personas que más queremos de maneras tan crueles. Mi hijo era solo un bebé.-comenzaron a caer por mis mejillas un par de lágrimas; su simple recuerdo me mataba de tristeza.- no había pecado, Dios no tenía que castigarlo.

-No debería ver la muerte como un castigo, si no como un regalo. Su hijo estará feliz al lado del Señor. No debería temerla así, aceptarla es lo más sensato.

Esa última frase, seguramente iba referida a mi cáncer. No pude evitar pensar en la muerte en aquel momento. ¿Aceptarlo? No ver a mi niña terminar el colegio, ir al instituto, a su primer baile, a la universidad, casarse, tener un hijo… Es lo peor que Dios podía hacerme. Comencé a morderme los labios para no romper a llorar; aquella confesión parecía estar abriendo las viejas heridas, haciéndolas sangrar de nuevo. El Padre notó mi abatimiento enseguida.

-Bueno,-dijo.-pasemos entonces al segundo mandamiento: ¿Ha blasfemado contra Dios, la Virgen o los Santos?

-La verdad es que sí, alguna vez.

-Tercer mandamiento: ¿Va a misa en días festivos?

-Sí, desde siempre.

Al fin un mandamiento que cumplía.

-Cuarto mandamiento: ¿Ha ofendido a su padre y a su madre? ¿Alguna vez los ha odiado o insultado?

Ahora tocaba el tema de mi padre. La verdad es que estaba pensando en si había sido buena idea confesarse. Le respondí, por supuesto:

-A mi madre siempre la he querido y siempre la querré; ella lo era todo para mí. De mi padre, desgraciadamente, no es así.

Quise dejar el tema zanjado, pero el Padre insistió.

-¿Por qué?

-Porque mi padre me pegaba. Me pegaba y pegaba a mi madre. Él fue el que la mató. Le dio una paliza, la empujó contra una mesa, hizo que se desangrara. Es un ser tan inmundo que ni merece que malgaste en él el más absoluto de mis desprecios.

-Hasta los seres inmundos necesitan una segunda oportunidad.

-Destrozó mi familia. Me dejó sin madre, dejó a mis hermanos sin madre. En el funeral me agarró por el cuello que casi me ahoga. ¿Ese tipo de persona merece una segunda oportunidad?

-El asesino más despiadado puede acabar recapacitando. No puede vivir odiándolo, hija mía. Si quiere tener su alma limpia, si quiere morir tranquila, debe perdonarle.

“Morir tranquila” Esa frase me hizo hasta gracia. Simplemente le dije que estaba enferma y ya daba por hecho que iba a morirme.

Después de unas cuantas preguntas más, las cuales revelaron que no tenía ningún pecado más, el Padre me impuso la penitencia: Tres Avemarías y dos Padrenuestros. Podía haber sido peor, la verdad.

Salí de la Iglesia sintiéndome extraña, pero a la vez limpia. Sí, ahora tenía el alma libre de pecado para, como decía el Padre, morir tranquila. Volví por el mismo camino y conseguí situarme y volver a casa.

Al día siguiente, lunes, volví a repetir la rutina de todos los días. Levantarme a las 6, ir a correr, desayunar e ir a trabajar. Esta vez había hecho un esfuerzo y había conseguido tomar una taza de café y un par de galletas, a pesar de la inapetencia. Ya en la oficina, embutida en aquella americana roja, por encima de mi camisa blanca, en aquella falda que me marcaba bastante el culo, aunque ahora que había adelgazado me quedaba un poco floja, y en esos zapatos de tacón incomodísimos. Recibí varias llamadas, sobre gente que me venía con los problemas de siempre, que si seguro de coche, de salud, de no sé qué más. Aproximadamente a las 10 de la mañana, sonó el teléfono. Lo cogí y, como si fuese una autómata, dije:

-Seguros “Happy House”, al habla Emily Gray, ¿qué desea?

-Señora Gray.-respondieron, al otro lado del teléfono.

No parecía la voz de un cliente que me fuera a romper la cabeza con su seguro. Era una llamada totalmente diferente y lo supe enseguida.

-S…Sí.-dije, titubeante.- ¿Desea algo?

-Soy del Departamento de Policía. Temo informarle que su padre, Paul Gray, ha sido hallado muerto en su casa. Lo sentimos.

Al oír eso, sentí como mi corazón se aceleraba.

-¿C…Cuándo ha sido?

-Suponemos que durante esta noche. Lo encontró una vecina por la mañana sosteniendo un bote de pastillas, en el baño. Llevaba muerto al menos unas 5 o 6 horas.

-Suicidio.-conseguí decir.

-Eso sospechamos. Le haremos una autopsia para determinar qué lo mató. Mañana, si no hay ningún contratiempo, podrán enterrarlo.

-De acuerdo, gracias.

-Gracias a usted, mi nuestro más sentido pésame.

Colgué el teléfono. Me tapé la boca con ambas manos e intenté encajar lo que había sucedido. ¿Mi padre? ¿Muerto? ¿Suicidio? Me atrevería a decir que rozaba los límites de lo surrealista. Mis pensamientos hacían que sintiese como si estuviese ahogándome en un vaso de agua, o en un charco de sangre. Nadie en la oficina se había percatado de mi abatimiento. ¿Abatida? ¿Realmente sentía abatida? ¿Valía la pena derramar mis lágrimas de luto por alguien así? Recordé lo que el Padre me había dicho el día anterior: “Nada sucede por casualidad”, “Hasta los seres inmundos necesitan una segunda oportunidad”. Era como si él lo hubiese predicho, era como si el destino me hubiese estado alertando del inminente suceso, o quizás me estaba volviendo loca. Esperé pacientemente a que fuese la hora de salir. Menos mal que, por recomendación del oncólogo, ahora trabajaba a tiempo parcial, sólo por la mañana.

Me fui a buscar a Amy al colegio. Se subió al coche con una sonrisa en los labios. Comenzó a contarme qué tal le había ido el día, pero ni la escuché. Estaba demasiado nerviosa por lo que había pasado. Sentía que me latían las sienes tan fuertemente que era como si no escuchase nada más que aquellos golpes, que parecían de un martillo dispuesto a quebrarme la cabeza. Nos fuimos a casa y preparé algo de comer mientras Amy veía la televisión. A ella le preparé un filetito de ternera con patatas. Yo, sin embargo, opté por comer una ensalada; no tenía muchas ganas de comer carne muerta y repleta de venas en aquel momento.

Me pasé la tarde encerrada en casa. No tenía ganas de ver a nadie, ni de hablar con nadie. Amy estaba en casa de una amiga suya, así que me desentendí. Además, iba a quedarse a dormir allí. Al día siguiente era festivo, con lo cual, no había problema. Me encontraba bastante cansada desde el comienzo del tratamiento. La enfermera ya me lo había comentado, pero no me imaginaba que fuese tan fuerte. Me acosté en el sofá aproximadamente a las 5, que fue cuando vinieron a buscar a Amy, y me desperté a las 7, un poco sobresaltada y con un pequeño reguero de sangre saliéndome de la nariz. Aún faltaba teóricamente una hora para que Terry llegara. Tenía ganas de verle y contarle todo. Solía venir aproximadamente a las 2 del mediodía y marchar a las 4, para volver otra vez a casa a las 8, a no ser que hubiese algún contratiempo. Me había dejado a la hora de comer un mensaje en el contestador diciendo que no vendría hasta la noche. Seguramente Charlie le habría retenido allí, como hacía siempre.

Terry llegó a casa sobre las 9 y media. En cuanto oí abrirse la puerta, comencé a ponerme todavía más nerviosa. Me dirigí a la entrada con ímpetu. Allí estaba, colgando el abrigo en el perchero, suspirando, como siempre. No se había percatado de mi presencia. Se había quedado inmóvil enfrente del perchero, mirando hacia el suelo. Estaba enfrascado en sus pensamientos, como lo había estado yo durante todo el día. De repente, exhaló un hondísimo suspiro, que hizo que me estremeciese, mientras susurraba:

-Señor, Señor.

Me acerqué a él.

-¿Te pasa algo, Terry? ¿No te encuentras bien?

Se sobresaltó. Giró la cabeza bruscamente, con el fin de mirarme, y cerciorarse de que realmente estaba allí. Se apresuró en responderme:

-No pasa nada, Emily, no te preocupes. Estoy molido, eso es todo.

Quise creerle para poder tranquilizarme. Fui hacia él y lo abracé. Él me abrazaba con ternura, como siempre, pero noté que lo hacía mucho más suavemente que de costumbre, como si no quisiera hacerme daño. Yo, en cambio, lo hice tan fuertemente que parecía cortarle la respiración. Estaba contenta de tenerle al fin en casa, conmigo.

-Te eché de menos.-le susurré.

Al haber dicho esto, sentí como su corazón se aceleraba. Entonces, me digné a soltarlo.

-¿Quieres algo de cena?-pregunté, mirándole a los ojos.- Yo estoy cenando un yogur, que es mejor que nada.

-No te molestes, no tengo hambre.

-Y luego te quejas de que yo no como.-dije, bromeando.- Llevas días con esa manía de no comer.

Sonrió un poco forzado. Acto seguido, nos fuimos juntos a la cocina. Me senté encima de la encimera para terminar el yogur. Él, que era mucho más civilizado, se sentó en una silla.

-Mi padre ha muerto, Terry.-le solté, son más. Tenía ganas de contárselo a alguien.

-¿Bromeas?-dijo, incrédulo.

-Me temo que no. La policía me llamó hoy al trabajo para comunicarme la noticia. Parece ser que se ha suicidado.

-Y… ¿Cómo te sientes?

-Ni yo misma lo sé. No estoy contenta de que sucediese, por supuesto, pero tampoco triste, ¿entiendes?

-Sí.

Tras una pequeña pausa, opté por compartir mis pensamientos con él:

-Es extraño. Es como si años después se arrepintiese de todo lo que nos había hecho… Aunque seguramente no se suicidó por eso.

Terry no sabía qué decir. Evidentemente, estaba tan confuso como yo.

-Dice la policía que mañana podremos enterrarlo.

-¿Vas a organizar su entierro?

-Supongo.

-Si fuese mi padre,-dijo Terry con furia.- juro que dejaba que comiesen su cadáver los perros y los bichos, y créeme que no habría de sentir lástima por él.

- Hasta los seres inmundos necesitan una segunda oportunidad, ¿no crees?

Había reproducido exactamente las palabras de aquel cura. Me asusté de mis propios actos. Creo que Terry también se extrañó de oír algo así de mis labios.

-Yo ya no sé qué pensar.-respondió.

Después de una breve pausa, proseguí.

-Simplemente vamos a hacerle un entierro cristiano. Me niego a pagarle un funeral y, por encima de todo, me niego a que sea en el mismo cementerio que mamá. Será aquí. Después, confío en que la policía nos deje coger lo que es nuestro de su casa.

Cuando mi madre había muerto, mi padre se había instalado en nuestra casa, impidiéndonos entrar y que cogiésemos los objetos de mamá y nuestros que había en aquel lugar. ¿Esa clase de persona se merecía una segunda oportunidad?

-Seguramente.

-Por la mañana arreglaré todo. Calculo que aproximadamente a las 7 de la tarde…

Terry se levantó, con el fin de posarme uno de sus dedos en mis labios.

-No te preocupes tanto ese capullo.-dijo, suavemente.- Preocúpate por ti.

-Ya lo hago, Terry.

-¿Qué te parece si nos vamos a la cama? Ambos hemos tenido un día agotador.

-Y que lo digas. Friego los platos y voy.

-Mientras, voy a darme una ducha.

Me acarició una mejilla. Él también había tenido ganas de estar conmigo. La verdad es que, desde que me había enterado de que estaba enferma, necesitaba su compañía más que nunca. Cuando él no estaba me sentía sola, desprotegida. Quizás porque tenía miedo de que me pasara algo y él no pudiese ayudarme, o quizás porque, si iba a morir, querría morir en sus brazos, en vez de en los de algún médico. Entonces sí que moriría tranquila.

Me acosté antes que él, pues después de ducharse tenía que ir a tomar las medicinas. Intenté evitar pensar leyendo un libro; aún así, no era capaz de distraerme. En mi mente sólo residía el amargo recuerdo de mi padre, la visión de su cuerpo putrefacto en el suelo atiborrado de pastillas… en cuanto llegó Terry y apagamos la luz, me acosté de espaldas a él, con el propósito de que me abrazase por detrás, como solía. Así lo hizo. Me sentí menos asustada. Con todo, era como si un viento gélido me congelase el pecho, haciendo que comenzase a temblar entre los brazos de Terry. Me costó resignarme a cerrar los ojos. Entre escalofríos me quedé dormida.

Tuve un sueño. Sólo uno en toda la noche. Mi padre. Estaba allí, en casa. No sé ni cómo había entrado ni cómo le había dejado yo entrar, ni me esforcé en cuestionármelo. Estaba sola. Se plantó delante de mí, con aquel orgullo y aquel complejo de superioridad que lo caracterizaban.

-No te tengo miedo.-dije, temblorosa.

-Pues deberías.

Su voz sonaba ronca y distorsionada. Entonces, sentí que me atenazaba la muñeca y me tiraba en el suelo. Lo demás era puñetazos y patadas en todo el cuerpo. Yo gritaba desesperadamente “¡Terry, Terry!” pero no encontraba respuesta. Parecía que la garganta se me cerraba progresivamente, impidiéndome respirar y apagando mis gritos como si fuesen velas.

-¡Eres una puta, como tu madre!-escupía.- ¡Y vas a morir como la puta que eres!

Sentía que me moría. Sabía que me moriría allí. Dejé de respirar, pero seguía moviéndome, intentando, no detener sus golpes, si no cerciorarme de que todavía seguía viva. De repente, gracias a Dios, abrí los ojos. Terry había estado intentando despertarme. Me sostenía en brazos. En cuanto recuperé la consciencia y me di cuenta de que todo había sido una pesadilla, me abracé a él llorando y temblando como un conejo, o como una palomita asustada.

-¿Estás bien, Emily?

-He… he tenido una pesadilla horrible.

-Me imagino. Sufriste convulsiones y me llamabas a voz de grito.

-¿Convulsiones?

-Sí. Me desperté con el corazón en un puño, y cuando me levanté para ayudarte, me di cuenta de que estabas dormida. Me figuré que sería una pesadilla.

-Nunca me había pasado.

Y era verdad. En mi vida había tenido convulsiones ni había gritado en sueños. Cuando tenía pesadillas, quizás me movía un poco, pero casi nada. Lo único llamativo que me pasaba era que sangraba por la nariz. Entonces, me acordé. Todo aquel tiempo había estado abrazada a Terry, pero entonces me separé y vi que él tenía el pijama y las manos encharcados de sangre. Me palpé la nariz, efectivamente, estaba sangrando.

-L…Lo siento, Terry.- me apresuré en decir.- Te he puesto perdido.

-No te preocupes.

Miré el reloj. Eran las 9 de la mañana. Demasiado temprano para un festivo.

-Voy a darme una ducha.-dijo él mientras me besaba en la frente.

-Yo iré después.

En cuanto Terry se marchó de la habitación, arranqué, casi con furia, las sábanas ensangrentadas de la cama. Acto seguido, me desvestí. Odiaba tener sangre en mi ropa. Cuando percibí mi propia desnudez, corrí a ponerme una bata. Luego, me senté en la cama. Todavía podía sentir lo fuerte que golpeaba mi corazón contra mis débiles costillas. La muerte de mi padre había hecho revivir aquellas horripilantes pesadillas que hacía tiempo que no tenía, y ahora, además, con convulsiones. Cogí un pañuelo de la mesita y me limpié la sangre de la nariz, con mucho cuidado. Sin temor a equivocarme, puedo afirmar que lo que más me crispaba del asunto es que no podía llevarme un pitillo a la boca para reducir mi ansiedad.

En cuanto Terry salió de la ducha, me metí yo. Aquel chorro de agua fría arrastraba la sangre que tenía en el cuerpo como si fuese una ola. Sentía como si me purificase. Aún así, me digné a salir pronto, o acabaría cogiendo frío. Me sequé enérgicamente con la toalla y conseguí recuperar el escaso calor que poseía antes de entrar en la ducha. En cuanto me vestí, comencé a hacer llamadas para preparar el funeral, aún sin la confirmación de la policía. Quería tener todo listo antes de desayunar.

En cuanto colgué el teléfono por quinta vez, concluyendo así la última llamada, comencé a notar un leve aroma procedente de la cocina. Olisqueé. Era el inconfundible olor a café: Terry había preparado el desayuno. Me dirigí a la cocina, guiada por aquella fragancia. Allí estaba él, vertiendo un chorro de café en una tacita con el dibujo de un gato, mi taza. La suya, que, en un alarde de originalidad, era completamente blanca, estaba al lado, rebosante de café.

-Será tostado, como a mí me gusta, ¿no?-le pregunté.

-Tú sabrás.-respondió, dándose la vuelta.- Al fin y al cabo, eres la experta.

Volví a olisquear. En efecto, olía a café tostado.

-Cómo me conoces.-dije, sonriendo.

-Lo fui a comprar ayer antes de ir a trabajar en aquella tienda que te gustaba tanto…-intentó recordar el nombre.- “Cafelito”.

-Me reafirmo en lo que dije.

-Todo es poco para ti, reina, lo sabes.

Sonreí, sonrojándome un poco. Él siempre había sido mi mejor amigo, aunque nunca me había tratado tan bien. Desde que vivíamos juntos, me conocía mucho mejor, además, la manera en que me hablaba…

-¿Ya has hablado con los de la funeraria, con el párroco y con toda esa tropa?-preguntó, cambiando de tema mientras colocaba las tazas en la mesa.

-Sí, lo he hecho. Además, también he llamado a Margarite para que cuide de la nena mientras estoy en el entierro.

-Estamos.

-¿Tú también vas a venir? ¿No tienes que ir a trabajar por la tarde?

-Bueno, digamos que yo también he estado haciendo mis llamadas.

Estuvimos hablando un buen rato hasta que sonó el teléfono.

-La pasma.-dijo Terry, sin apartar la vista de la taza de café.

Me levanté, me dirigí al salón, con el enervante sonido del teléfono de fondo, y lo cogí.

-¿Diga?

-¿Es esta la casa de la señora Emily Gray?

-Sí, ¿desea algo?

-Somos del Departamento de Policía.

Había acertado.
-La autopsia de su padre, Paul Gray,-prosiguió.- así como los exámenes toxicológico y forense, revelan que él mismo ingirió las pastillas. El cadáver está en el depósito de cadáveres, puede decirle a los de las pompas fúnebres que vayan a recogerlo cuando desee.

-De acuerdo, gracias.

-A usted. Que tenga un buen día, y nuestro más sentido pésame.

Colgaron. Llamé lo más rápido que pude a los de las pompas para quitarme el asunto de encima cuanto antes. Acto seguido, me dirigí a la cocina, donde Terry estaba removiendo la cuchara mientras el café se enfriaba, absorto en sus pensamientos.

-Tenías razón.-dije, haciendo que se sobresaltara.- Era la policía. Dicen que fue suicidio, que podemos enterrarlo ya.

Se hizo el silencio un breve instante. Él aún seguía un poco distraído.

-Quizás vales para adivino.-bromeé.

-¡Ja!-se rió sarcásticamente. Luego, volvió a ponerse serio, sin dejar de remover la cuchara.- Cómo me gustaría poder serlo para poder salir de este agujero e irme a algún sitio donde nadie me conozca.

-¿Por qué dices eso?-le pregunté, preocupada.

-Por nada. Locuras que se me pasan por la cabeza.

No hablamos más sobre eso. La verdad es que parecía casi disgustado. Era como si un odio hacia aquel lugar hubiese estallado dentro de él, pero, ¿cuál era el detonante? O quizás, la verdadera pregunta tendría que ser: ¿llegaría yo a saberlo algún día?

A las 7 fue el entierro, como yo había previsto, en el cementerio de la ciudad. Terry y yo fuimos los primeros en llegar, o debería decir los segundos, pues el Padre ya estaba allí junto al ataúd desde hacía poco. Después llegaron Liza y Thomas. Varios minutos más tarde, llegaron Lorelay y su novio, Mike. Ella ya había cumplido la mayoría de edad hacía tiempo, por lo que se fue a vivir con él a un pisito que habían alquilado. Liza, sin embargo, optó por quedarse con la tita y cuidarla lo que podía quedarle de vida. En cuanto la pareja de enamorados llegó, Lorelay se disculpó por el retraso y, acto seguido, se dignó por presentarme a su novio, del cual solo había oído hablar.

-Mike,-dijo- esta es mi hermana mayor Emily.-y luego añadió, dirigiéndose a mí.- Emily, este es mi novio: Mike.

El novio de Lorelay era alto, muy joven, desgarbado, rubio y lleno de tatuajes por ambos brazos. En un lateral de su cuello colgaban un par de piercings. Iba vestido de oscuro, pero bastante informal: un pantalón pirata verde musgo y una camiseta de manga corta negra. Por el moreno de su piel y su musculatura, intuí que era deportista, o simplemente que era un fanático del culto al cuerpo. Después de hablar mi hermana, Mike me estrechó una de sus manos grandes y fuertes diciendo:

-Encantado.

-Lo mismo digo.-respondí, dejando que estrujara una de mis manos débiles y enclenques.

-Lamento que haya tenido que ser en estas circunstancias.-añadió.- Mi más sentido pésame.

Asentí con frialdad en un gesto de cortesía. Lo que menos me agradaba en aquel momento era tener que enfrentarme a la realidad de que el cadáver de mi padre estaba presente en aquel lugar, por no hablar de los pésames. No estaba disgustada, no del todo. Sentía como una congoja en medio del pecho, una tensión que me agotaba, un desánimo, una debilidad. Pero me mantenía imperturbable al lado de Terry, saludando a aquel armario empotrado que se hacía llamar Mike.

-Y este, Mike.-prosiguió Lorelay, refiriéndose a Terry.- es el… el…

-Amigo.-dijo él.

-El amigo de Emily, Terry. Terry, este es mi novio, Mike.

Se estrecharon la mano. Mike le dedicó un “tanto gusto”, pero Terry no le respondió. Simplemente le tendió la mano fríamente, reteniéndole la mirada. Creo que había logrado intimidarlo, pero el novio de Lorelay siguió sonriendo, aunque más forzadamente. Terry se apresuró en soltarle la mano. Lo miré, y él me devolvió la mirada de reojo. Ambos estábamos nerviosos, no por conocer a Míster Musculitos, si no por lo que sabíamos que iba a venir después.

En aquel entierro no había bancos, por lo que tuvimos que estar de pie. Me agarré al brazo de Terry y me mantuve al lado de Thomas y Liza. Apenas le presté atención al sermón del cura; opté por desviar la mirada hacia Terry cuando tenía la ocasión. Tenía las manos metidas en los bolsillos de su pantalón negro. Tenía también una camisa y unos mocasines del mismo color. Él tampoco atendía al sermón, si no que miraba hacia algunas tumbas, leyendo las inscripciones. Llegué a preguntarme si estaba buscando a alguien, quizás a su madre, o mismo a su padre también.

-¿Alguien-preguntó el Padre al acabar.-desea darle el último adiós al difunto?

Nadie se acercó. Nadie se atrevía. Nos miramos unos a los otros, esperando a que alguien diese el paso. Creo que todos sabían que yo había de ser esa persona. Di un paso adelante, mientras todos me miraban. Giré la cabeza para llegar a ver los ojos de Terry, él sí que estaba tremendamente extrañado. Volví a mirar hacia el ataúd abierto y caminé hacia él, escuchando los fuertísimos latidos de mi corazón golpear contra mis sienes. En cuanto me situé enfrente de él, escalofríos comenzaron a recorrer mi espalda. Agarré un borde del ataúd con una de mis manos, observando cómo temblaba, para poder mirarlo con más detenimiento. Allí estaba, su cadáver putrefacto y horrible, con los ojos todavía abiertos, encharcados en sangre, como si todavía estuviese vivo, vestido todavía con una camisa sucia y llena de vómito y unos pantalones vaqueros. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, aquellas manos que tantas veces habían castigado mi rostro, aquellas manos que habían acabado con la vida de mi madre, después de habérsela destrozado mientras ella todavía vivía. Con una de mis manos, sin dejar de aferrarme al ataúd con la otra, se las toqué. Sí, toqué aquellas manos que hasta habían llegado a intentar asfixiarme. Comencé a tener una sensación de ahogo, que no parecía sofocarse por muy fuerte que respirase, pero seguí acariciándole aquellas manos frías, frías como la propia muerte. Me puse a temblar, todavía más que antes, hasta el punto de que casi parecían convulsiones. Me separé del ataúd, llevándome una mano al pecho. Terry se apresuró a acercarse a mí.

-Emily, ¿qué te pasa?-preguntó, preocupado.

Comencé a sentir náuseas, a sentirme mareada, al borde del desmayo. Entonces, y sin que nadie pudiese preverlo, vomité. Vomité allí, enfrente del ataúd de mi difunto padre. Terry me sostuvo el pelo. Cuando todo aquello pasó, me abrazó por detrás. Yo, que todavía no me podía creer lo que acababa de hacer, me puse a llorar desconsoladamente, tapándome la cara con las manos. No lloraba de tristeza, ni de culpa, y todavía menos de arrepentimiento; eran lágrimas de miedo, de incredulidad, de rabia contra mí misma. Terry, sin dejar de abrazarme, y al ver que mis hermanos comenzaban a acercarse a nosotros, dijo:

-Voy a llevármela de aquí.

Entonces me cogió de la mano y me acompañó hasta el exterior del cementerio, pues las lágrimas no me dejaban ver, aunque me sentí segura aferrándome a él. Nos sentamos en el suelo, en una de las paredes que rodeaban el camposanto. Seguí llorando, pero algo más tranquila, abrazada a Terry nuevamente. Me acarició el pelo con mucha suavidad, pero no me dijo nada. Quizás era lo mejor, en mi estado. Al cabo de un rato, dejé de llorar, pero todavía seguí gimoteando. Terry me separó un poco de él. Lo miré a los ojos, con una mirada casi infantil. Me acarició la mejilla, dulcemente, deslizando por ella sus dedos largos.

-¿Estás mejor?

Asentí, bajando la mirada. Dejé de temblar, pero de vez en cuando un escalofrío recorría mi cuerpo como una ola.

-N…No sé…-logré contestarle.

-¿Sabes?-dijo.- Creo que si me viese en tu situación, me pasaría lo mismo.

Lo miré extrañada, con los ojos completamente abiertos.

-Es que… No es tristeza… es…

-Miedo.-interrumpió.

Mi corazón dio un salto en cuanto lo escuché pronunciar aquella palabra. Cada vez que lo oía hablar de su padre, era como si me estuviese oyendo a mí misma. Entre nosotros existía una empatía especial, siempre lo noté. Entonces Terry concluyó, para mi mayor asombro:

-Yo también lo sentí cuando murió mi madre.

Su madre. Para mí era una auténtica desconocida, un fantasma, desgraciadamente en sentido literal. Él siempre evitaba hablarme de ella, apenas tenía información, pero aún así creo que no era como mi madre. No, aquella mujer era distinta, algo le tuvo que hacer a Terry, a su propio hijo, algún daño, algún desprecio, para que rehusara hablar de ella. Me acerqué más a él y, muy suavemente, acurruqué mi cabeza en su pecho, con el fin de que, al igual que él me consolaba a mí, poder consolarlo yo, o por lo menos demostrar que compartimos ese dolor. Me agarró por la cadera. Evitó hacerme mimos, noté que le costaba aguantar las lágrimas y se lo perdoné.

-Hasta mis hermanos han podido aguantar el entierro.

-Él no les pegaba a ellos.-dijo Terry, con voz trémula.- No es lo mismo.

Tenía razón. Los niños seguramente también habían estado traumados por culpa de aquel monstruo, pero, mientras mi padre le pegaba a mi madre, ¿quién intentaba alejarlos de aquella realidad? ¿Quién los protegía? ¿Quién ejercía como una segunda madre para ellos? Y lo más importante, ¿quién era la primogénita, aquella que le había robado a mi padre el privilegio de tener un primogénito varón? Solamente yo. Era normal que me afectase en exceso.

Al cabo de un rato, mis hermanos y Mike salieron del cementerio y se acercaron a nosotros. Liza se abrazó a mí, la noté preocupada. Todos estaban preocupados.

-¿Qué te ha pasado?- preguntó Lorelay nerviosa.

-He… he tenido una bajada de tensión. Ya sabéis que me dan algunas veces, pero ya me encuentro mejor.

Les mentí, opté por mentirles. No quería que supiesen lo mucho que me afectaba. No merecía ni el peor de mis desprecios, yo misma lo había dicho. No podían saber que el hecho de tener el cadáver putrefacto, pálido y rígido de mi padre ante mis ojos me producía… miedo. Un miedo desbocado, indomable, casi irracional. El mismo miedo que me producía en vida, la misma impotencia. Pero mis hermanos no debían saberlo.

-Menos mal.-dijo entonces Lorelay.

Escuché a Liza suspirar aliviada. Seguramente habían pensado en lo peor, sobre todo Liza, que era algo que la caracterizaba. Thomas simplemente tragaba saliva cada poco tiempo, él también había temido por mí. Terry se levantó apresuradamente y me tendió la mano para ayudarme a ponerme de pie.

-Ahora tenemos que ir a casa a coger las cosas.-dijo Lorelay. Entonces añadió, con predisposición, dirigiéndose a mí:- ¿Trajiste las llaves?

-Sí, tranquila.

Yo era la única que tenía una copia de las llaves de casa, ya que, cuando mi madre murió, yo ya era mayor de edad. Ella era la que, cuando me fui a vivir con Robert, siendo pequeña e indefensa, me dio la copia de las llaves por si quería volver, fuera la hora que fuese, sabía que mamá estaría allí, esperándome con los brazos abiertos.

Fuimos en coche. Terry conducía, aunque yo también sabía hacerlo. Llegamos aproximadamente en diez minutos. Llegamos a casa, a la que siempre había sido nuestra casa. En cuanto la vi a través de la ventanilla, noté como mi corazón se aceleraba. Volver a entrar en aquel lugar, en aquel lugar en el que había sufrido tanto, aquel lugar que me traía tantísimos malos recuerdos me producía… miedo.

Nos bajamos del coche. Liza y Thomas, que iban en el coche de ella, ya estaban esperándonos. Mike y Lorelay estaban al llegar. Mientras Terry cerraba las puertas con la llave, Liza se acercó a mí.

-¿Te encuentras bien?-preguntó.

-Perfectamente, no te preocupes.

Liza sonrió. Adoraba verla sonreír, aunque no sucedía muy a menudo, ella era muy pesimista. Para no serlo, en esta vida. Thomas, que siempre fue de naturaleza tímida, no se acercó a nosotras, pero también sonrió. Cada vez que los miraba, asolaba mi cuerpo una ternura inimaginable. Entonces, llegó Lorelay con su novio, estando él al volante, presumiendo de coche. No sé de qué marca era, pero parecía nuevo. En cuanto se dignaron a bajar, entramos en casa.

En cuanto crucé el umbral, sentí como si volviera a rememorarlo todo. Ante el asombro de todos, comencé a andar decidida, hacia el frente, como si fuese una autómata. La puerta de la cocina estaba abierta. Me parecía estar viendo a mi padre golpeando a mi madre, llamándole puta, llenándose en puño de sangre, y ella encharcando el suelo de lágrimas, ahogándose en sus propios gritos. Gritos que todavía parecían estar flotando en el aire. Los demás me siguieron. Subí las escaleras con rapidez, quise escapar de ese recuerdo. Al encontrarme en el piso de arriba, me encontré con las habitaciones. Con la habitación de las niñas. Con la habitación de Thomas. Allí los encerraba, para intentar protegerlos de aquellos gritos, como mamá me mandaba. A veces, el ruido era tan insoportable que era casi imposible ocultarlo. Yo los abrazaba, sostenía a Thomas en brazos, intentaba distraerlos, pero era casi inútil. Mis hermanos se morían de curiosidad. Yo me moría de miedo.

-No me gusta este sitio.-musité.

Entonces fue cuando me encontré con mi habitación. Mi pequeña habitación, todavía pintada de rosa pastel, algo desgastado por el tiempo. Mi camita, estrecha, todavía hecha. Mi baúl donde guardaba los juguetes. Mi mesita de noche. Estaba todo tal y como lo recordaba. Entré. Me parecía estar sintiendo el pulso de un recuerdo que todavía seguía vivo. Me acerqué al baúl. No sé por qué, pero quise hacerlo. Lo abrí. En cuanto lo hice, sentí como si se me detuviese el corazón. Allí estaba, rota, descosida, algo vieja, mi muñeca, Sally. Mi muñeca de trapo, con sus dos ojitos de botón, su boquita cosida, su pelo rubio de lana, su vestidito rosa de tela. La arrimé a mi pecho, entre escalofríos, suavemente. ¡Cuántas veces había hecho lo mismo cuando era una niña! La abrazaba, como si fuese una hija, como si fuese un bebé delicado. La acercaba a mí, posaba su cabecita de trapo en mi pecho, con el fin de dejar que escuchase todo lo rápido que latía mi corazón. Dejé que las lágrimas se deslizasen por mis mejillas. Unas lágrimas dulces que demostraban que todavía recordaba lo mucho que había llorado, abrazada a aquella muñeca, oyendo a mi padre gritando, llamándole puta a mi madre. Todavía no sabía lo que significaba aquella palabra, pero el tono de su voz hacía que me asustase. Y la abrazaba, con delicadeza, pero contundentemente, repitiendo que no pasaba nada con unos susurros desgarrados, como intentando tranquilizar a un bebé que llora, aunque era yo la que estaba llorando, presa del miedo. De aquel miedo.

-Emily.-escucho, detrás de mí.

Me di la vuelta bruscamente, sin dejar de aferrarme a la muñeca. Era Terry, como debía haberlo imaginado. Estaba arrodillado en el suelo, al igual que yo. Seguramente me había estado buscando, al ver mi anterior reacción. Entonces, me miró a lo más profundo de mis ojos.

-¿Qué te pasa, reina?-me preguntó.

-Tengo miedo.-le susurré, entre lágrimas.

Me abrazó. Seguí sin soltar la muñeca, interponiéndola entre los dos. Supo inmediatamente el por qué de mi estado, lo noté enseguida. Era capaz de ver dentro de mí, como si fuese un libro abierto. Abierto sólo para él.

-No voy a dejar que te pase nada, Emily.-dijo, con una voz muy suave, muy dulce.- Ya no tienes que tener miedo.

Levanté la vista. A su lado, no tenía que temer. Terry siempre me había protegido, siempre, desde la primera vez que nos vimos, siempre. Pero sólo había una cosa de la que no podría protegerme: de mí misma, de mi propia mente, de mis recuerdos. Y a eso es a lo que le tenía miedo.

Me ayudó a levantarme nuevamente. Al ver que no soltaba la muñeca, la miró. Me percaté de su aturdimiento, por lo que le dije, simplemente:

-Me la llevo a casa.

Lo comprendió, por lo que optó por no añadir nada más. Lo único que hizo fue asentir, para darme a entender su aprobación.

Salimos de la habitación juntos. No lo cogí de la mano, no sé por qué razón, pues ardía en deseos de hacerlo. Seguramente por el hecho de que todavía sostenía la muñeca. Mis hermanos estaban el pasillo del piso de arriba, quizás, buscándome. En cuanto me vieron, se acercaron a mí.

-¿Dónde estabas?-preguntó Liza, ansiosa por la preocupación.

No me veía capaz de hablar, era como si tuviese un nudo en la garganta. Me limité a intentar no echarme a llorar, ahora que me había calmado.

-Me la encontré en el baño.-respondió Terry.- Se encontraba un poco mareada.

Lo miré de reojo. Realmente agradecía muchísimo que me encubriese, aunque no dudaba en que él lo haría, otra vez. Mis hermanos optaron por no hacer más preguntas, al ver mi aspecto. El rímel corrido por las mejillas, la piel pálida, blanquecina, cadavérica, con la mirada triste, con las pupilas ahogándose en mis lágrimas… Y con una terrorífica y angustiosa expresión de miedo.

Nos dirigimos a la habitación de mis padres. Estaba todo desordenado y sucio. Aún así, las cosas de mamá seguían en el mismo lugar, exactamente donde las había visto por última vez. Era como si mi padre le atemorizase cambiarlas de sitio. Me turbaba estar allí. Parece que todavía puedo sentir aquel insoportable olor a alcohol. Efectivamente, había botellas por todos los sitios, de diferentes tipos. Llegué a pensar que mi padre intentaba olvidar las atrocidades que había hecho refugiándose en el alcohol, pero parecía impensable, teniendo en cuenta el carácter de mi padre. Él nunca se rebajaría de ese modo.

Mis hermanos comenzaron a coger cosas, casi sin pensar. Teníamos, en teoría, que vaciar la casa, pues ninguno de nosotros viviría allí. Los muebles los dejaríamos, pero los objetos tendríamos que cogerlos. Avancé temerosa por la estancia, prestando atención a todas las cosas que había encima de la cómoda y en las mesitas que parecían escoltar a aquella enorme cama de matrimonio. Entonces, me detuve. Sí, encima de aquella cómoda, como siempre, estaba el joyero de mi madre. Me quedé paralizada, mirándolo fijamente. Cuando era pequeña, el contenido de aquel pequeño cofre me parecía un auténtico tesoro. Mi madre no me dejaba abrirlo, pues pensaba que le cogería las joyas, pero no lo hacía por eso. Cuando ella no me miraba, lo abría con el simple propósito de ver la bailarina de juguete que había en su interior. Aquella figura estilizada, tallada trazando formas redondas, suaves, moviéndose de manera dulce y grácil, como una princesa. Por muy típico que sea un joyero de ese estilo, a mí me impresionaba. Podía pasarme horas mirándolo, inventándome mis historias, maravillada por aquella perfección, pero no podía arriesgarme a tener una buena regañina. Me dirigí a ella y la abrí sin pensar. Aquella música… Todavía recuerdo cómo se me aceleró el corazón al escucharla. Allí estaban. Las brillantes joyas de mi madre. La grácil bailarina. Todo tal y como lo recordaba, tal y como siempre.

Mi acción, a pesar del ruido que podía haber producido, no sobresaltó a nadie. Mie hermanos estaban muy ocupados cogiendo cosas, y Terry, en fin, estaba escuchando, con aquella paciencia que lo caracterizaba, el sermón del novio de Lorelay, aunque se le veía en la cara que lo hacía por cumplir. Al ver que no había llamado la atención, me puse a rebuscar en las joyas de mi madre. El joyero todavía guardaba aquel olor característico, perceptible al abrirlo, y todas aquellas alhajas eran fuente inagotable de recuerdos. Entonces, y de forma completamente casual, la encontré. Sí, la encontré, y en ese momento palidecí. La gargantilla de mi madre, su inseparable gargantilla, siempre adornando su cuello largo, desde que yo era una niña, hasta el último día que la vi con vida. La tomé en mis manos, temblando. Era de plata, vieja, ennegrecida, con una cruz negra colgada. Parece que todavía la estoy viendo, con su colgante, tan radiante y hermosa como era. Sin ni siquiera pensar, opté por ponérmela. El metal estaba frío, y parecía congelar cada una de mis venas al entrar en contacto con mi piel. Levanté la cabeza para poder verme en el espejo. Era casi como verla a ella reflejada. Me aparté el pelo con una mano, sin dejar de mirarme. Era tal la nostalgia, me atrevería a decir, el dolor que me producía aquella visión de mí misma. Me mantuve allí, inmóvil, embrujada, hipnotizada por mi propio reflejo, por la visión de aquella gargantilla. Como si al mirar hacia aquellos recuerdos me convirtiese en una estatua de sal, inerte y vacía. De repente, sentí una mano en mi hombro, una mano que pareció devolverle a mi cuerpo parte del calor que había pedido. No me sobresalté, sabía quién era. No lo miré, no hacía falta.

-Estás preciosa.-me dijo, con una voz muy suave.

Sin apartar la vista del espejo, me fijé entonces en su reflejo. Sabía perfectamente que era Terry. Quién si no iba a reaccionar así, hablarme de aquel modo. Mis labios esbozaron una tímida sonrisa.

-Eres su vivo retrato. Te pareces muchísimo a ella.

Extrañada, volví a clavar los ojos en mi reflejo. ¿De verdad me parecía a ella? Quizás en los ojos y la piel, pero… ¿La gargantilla? Quizás era el broche de oro. Llegué a pensar que podía haber alguna razón en que la encontrase, llegué a creer que no era una simple casualidad. Era su joya favorita, la que siempre llevaba puesta, ¿por qué estaba entonces en el joyero? Tuve la intención de quitármela, pero me di cuenta de que tenía que llevármela. Sentí como si ella, como si mi madre, me lo hubiese pedido. En ese momento, oí a Lorelay gritando:

-¡Vámonos!

Parece que ya habían cogido todo lo que querían llevarse. Sin haber soltado la muñeca ni un momento desde que la cogí, me separé del espejo, haciendo un gran esfuerzo. Crucé el umbral de la puerta de la entrada. Ya podía respirar aire puro, y alejarme de aquel agobiante ambiente, de aquellos recuerdos que me asfixiaban, me anegaban. Pero, aunque el coche corría veloz como el viento, todavía seguía siendo perseguida por una insoportable aura: el miedo.

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