domingo, 19 de diciembre de 2010

El Lugar Donde No Vuelan Las Palomas: Capítulo XXXVII-He perdido mi corazón


C’mon and show them you

r love. [1]

Rip out the wings of a butterfly.

Rip out the wings of a butterfly-HIM

-Tobías, cielo, ponnos unas birras, ¿quieres?-dijo Sharon poco después de entrar en el bar, sonriéndole dulce.

Él todavía conservaba las ojeras y la palidez que había adquirido la semana anterior, al emborracharse de tristeza y de nostalgia, al entregarse a los brazos de aquella horrible droga, mas esbozaba una sonrisa sincera, a la par que tremendamente tierna cuando notó la mirada de Sharon acariciarle. Me senté en un taburete, absorta en mis pensamientos, mientras encendía un cigarrillo.

-Emily, deberías dejarlo.-me lo arrebató, reprendiéndome preocupada.-No querrás volver a enfermar…

-Vosotros tampoco me ayudáis demasiado.-contraataqué, sonriendo.-En cuanto llegas aquí, te falta tiempo para encender un porro.-posteriormente, señalé a Tobías, el cuál rebuscaba en la nevera por nuestras bebidas, ajeno a la conversación.-Y el señorito parece una chimenea.

-Pues dejo yo también de fumar.-golpeó con el puño la barra, decidida.

Negué, sonriendo, colocando mi mano sobre su puño.

-Era una broma. Sé que lo necesitas.

Le besé la mejilla suavemente. Mis labios resecos la presionaron, intentando sentir el calor que desprendía. Sharon cogió mi mano con mucha delicadeza y la arrimó a la marquita azul de su pecho. Me separé, sin apartar la mano de aquel lugar, y la miré, sonriendo. Ella me guardaba en aquel lugar enfermo. Yo la guardaba también muy, muy cerca de mi cicatriz. De repente, desvié la mirada a su escote, donde yacía un corazón de metal ennegrecido, con una pequeña cerradura en el centro. No pude evitar rozarlo con dos de mis dedos, sintiendo el artificial frío que desprendía.

-¿Y esto?-le pregunté, sin dejar de mirarlo.

-Oh,-ella también desvió la mirada hacia el colgante.-lo compré esta tarde. Lo vi en una tienda del centro.

Colocó sus pulgares agarrando la cadena, separándola de su pecho. Pude ver que al lado del corazón había una llave del mismo metal, con piedrecillas negras brillantes incrustadas, considerablemente más grande. Fruncí el ceño.

-Esta llave es enorme, Sharon. No cabe en esta cerradura.

-Por eso lo he comprado.-sonrió.-Mira, por mucho que la llave lo intente-comenzó a moverla, forcejeando por meterla.-nunca llegará a encajar con la cerradura. Probará. Seguirá probando. Y lo único que hará es deformarla, hasta acabarla destrozando completamente, de modo que ninguna llave pueda abrir el corazón jamás.

En ese momento, llegó Tobías con las cervezas. Una para ella, otra para mí, y otra para él. No tenía a mucha gente en el bar, a pesar de ser ya medianoche, con lo que se escabulló un poco del trabajo. Acerqué el vaso a mi boca. Aquel licor bajaba por mi garganta frío como una ráfaga de hielo, provocándome un leve e imperceptible escalofrío. Tobías agarró la botella y bebió de ella, sosteniéndola con dos dedos por el cuello. Sharon solamente mojó los labios en la espuma, dejando en ella un rastro rojizo, su marca. Comenzamos a hablar de cosas sin importancia.

Apenas recuerdo qué eran. El tiempo, quizás, las ganas de fiesta, los motes en japonés. Un hombre se acercó a Sharon por detrás mientras hablábamos, y comenzó a manosearla. Frunció el ceño tras tanta risa, quizás agotada de que la tratasen así.

-Ahora no estoy de servicio.-explicó, con crudeza.

-Vamos, nena, lo necesito. Haz una excepción, joder.-murmuraba entrecortadamente, escondiendo la cabeza en su cuello, mientras le subía la falda frenéticamente.-Que ya mismo me corro.

Sharon se revolvió en sus brazos, apartándose de él de manera brusca. Clavó sus dos ojos marrones en él, los cuáles desprendían una frialdad nunca manifestada ante sus clientes.

-¡Te digo que ahora no estoy de servicio, coño!-repitió, algo más fuerte.-Te esperas un poco, que ahora voy.

-¡Bah!-musitó, alejándose cabreado.-No vales tanto la pena.

Noté en sus ojos que le había molestado el comentario. Imaginé por qué; casi toda su vida había sido tratada como un objeto a vender, como una moneda de cambio. Cada vez soportaba menos que la gente se comportase así con ella. Desde que andábamos juntas, comenzaba a ver un mundo lejos de todo aquello. Sabía que podía aspirar a más, que podía ser la princesa que siempre deseó, quizás casarse, tener hijos, formar una familia. Tener un empleo decente, aunque no le pagasen tan bien. Aún así, supo disimularlo, ocultándose tras el vaso de cerveza. Tobías le cogió de la mano, provocando que ambos se sonrojasen notablemente.

-Vales la pena y lo sabes.-susurró, convencido.-Vales muchísimo la pena.

-Gracias, cielo.-correspondió entre susurros, apretando un poco su mano.

En ese momento, sin más previo aviso, alguien entró en el bar, provocando un estentóreo ruido al abrir la puerta. Todos nosotros giramos la cabeza, intentando adivinar de quién se trataba. Noté que Sharon quería soltar la mano de Tobías, pero al mismo tiempo, se aferraba a ella con mucha fuerza, notablemente asustada. Aquella persona, ataviada con una camisa mal abrochada y un pantalón vaquero desgastado, la agarró por la muñeca, separándola bruscamente de la barra, con una de sus manos recias y toscas, adornadas con varios anillos.

-No.-gimió ella, forcejeando.

-Vamos.-respondió, tajante.

-David, no por favor.-sollozó.-Por favor.

-Vamos.-gruñó, empujándola lejos de nosotros.

Tobías y yo saltamos de repente, mirando al nuevo acosador con furia.

-¡Déjala, malnacido!-grité.

-Deja a la chavala en paz.-dijo a la vez Tobías, haciendo que su voz grave y rabiosa retumbase en todo el bar.

-No os metáis en esto, por favor.-suplicó Sharon, dejándose llevar por su novio.

Me quedé quieta, comprendiéndola perfectamente. Desde luego, si David era como Robert, se sentiría mal si intentan defenderla, y lo pagaría con ella. Esa es la definición que tienen esos asquerosos de “virilidad”. Tobías, que apretaba sus puños con fuerza, se inclinó hacia delante, provocándole. Le agarré un brazo a tiempo, clavando mis uñas en él a modo de reprimenda. Supo interpretarlo, y retrocedió, dejando que David y Sharon saliesen por la puerta juntos, casi como si fuesen amo y esclava.

-¿Por qué no me dejaste ir a por él?-preguntó Tobías, indignado.

-Básicamente, porque os mataría a los dos. ¿No te das cuenta, Tobías? Ese tío está lo suficientemente loco como para sacar una navaja y clavársela en el cuello.

Por un momento, la imagen del cuello de Sharon emanando ríos y ríos de sangre entre los brazos de David me hizo estremecerme. Apuesto que la mente de Tobías había imaginado lo mismo, pues se tornó completamente pálido.

-Pero… ¿Por qué, joder?-clavó la mirada en la barra, frunciendo el ceño.

-Para nosotros dos, Sharon es una mujer, una persona, con vida, con conciencia, con sentimientos. Para él, para todas esa gente que se acerca a ella para follarla, es como…no sé… como un animal. Como una vaca que solo se quiere para que de leche. Y si la matan, harán un festín con su carne y punto. A por otras tantas que sean más jóvenes y sumisas. Eso es lo que hacen.-ladeé la cabeza, para poder mirarle a los ojos.

Aquella desgarradora realidad había hecho mella en él. Dejó escapar una infinidad de profundos suspiros, apoyando los puños en la barra. No le cabía en la cabeza, no era capaz de asimilar que pudiesen tratar de aquella forma a alguien que le importaba tantísimo. Coloqué una mano sobre la suya, intentando calmarle. Pude entrever cerca de su corazón, latiendo al unísono, aquella pequeña llave. Carcomida, antigua, maltratada, roída, mas bella a la vez, levemente brillante. En el pecho de Sharon, una cerradura se deformaba poco a poco, casi imperceptiblemente para todos excepto para ella. Me pregunté si alguna vez probarían a ver si aquella frágil llave encajaba en la cerradura, y pudiese abrir aquel corazón, ver lo que hay dentro, sanarlo. Mientras, se limitarían a mirar cogidos de la mano a través de los kilómetros y las barreras que los separan cada noche, cómo la sangre lo corroe y lo hiere.

Me mantuve largo rato en el bar, hablando con Tobías, mas sumida a la vez en mis pensamientos. Miré el reloj nerviosa varias veces, viendo cómo morían los minutos en mi pulso. Hasta llegar a la hora. Una hora hacía entonces que Sharon se había ido. Comencé a inquietarme. El hostal en el que solían alojarse ella y David cuando le venía el calentón estaba casi al cruzar la calle, y, por lo que me había dicho, el sexo con él no duraba apenas media hora; solía acudir a ella con un bulto prominente en los pantalones, deseoso por reventar y salir, por lo que muchas veces ni tenían que calentar. Opté por levantarme apresurada, ante la mirada atónita de Tobías.

-¿A dónde vas?

-A buscarla. Está tardando demasiado.

-Emily, si te encuentras con él, puede hacerte daño.-recordó mis palabras.-Déjame ir contigo.

-Tú tienes que quedarte trabajando. Pero te mantendré informado, tranquilo.

Me aferré a mi bolso y salí corriendo, no sin antes dejar en la barra el dinero de las cervezas y un par de dólares de propina. Observé a lo lejos, en mi frenética carrera, que Klaus se encontraba rebuscando en la basura como siempre, canturreando una vieja canción. Intenté no distraerme con él y fui directa a aquel hostal. Me detuve en la puerta. Era tremendamente antiguo, con las paredes del color del cemento, y un cartel de neón azul que rezaba el nombre allá en lo alto, intentando ensombrecer con su grotesco fulgor a las propias estrellas. Entré, sintiendo cómo el sudor resbalaba por mi nuca, y apoyé una mano en la recepción, rogando por atención. Una mujer gorda, con una peluca rubia cardada y medias de red me miraba con sorna.

-Perdone. Ha… ¿Ha visto a una mujer alta, de cabello rizo, largo, con un corsé negro con el dibujo de una columna vertebral en el centro?

Ella hizo el gesto de hacer memoria, pero apuesto a que supo desde el principio a quién me refería.

-Puede.-respondió.

Golpeé con ambos puños en la mesa, mirándola fijamente, casi inquisitiva.

-Escúchame, esa mujer puede estar el peligro ahora mismo. Vino con su novio hace una hora, tengo miedo de que le pasara algo. Tiene que decirme dónde coño se aloja.

Bajó la mirada. Vi en aquellos ojos que quizás había vivido algo parecido, una empatía que le hizo darme una llave, sin mirarme. Tenía una etiqueta que rezaba “14”.

-Es la copia de la llave de la habitación de la chavala. La quiero de vuelta, ¿estamos?

-Sí. Gracias, gracias, gracias.

Me apresuré a darme la vuelta y subir las escaleras a trote, subida en mis enanos y anchos tacones. Millones de ideas agolparon mi cabeza, al compás de mi corazón acelerado. Me seguía repitiendo a mí misma que no era normal que Sharon tardase tanto tiempo en salir de aquel asqueroso motel, y al mismo tiempo intentaba tranquilizarme a mí misma, pensar que tenía que haber alguna otra explicación, que quizás se había marchado a casa, o se había ido con algún cliente. “No, no, no, no” replicaba al rato mentalmente “Si lo hubiese hecho, me habría llamado”. Llegué al piso en el que ella estaba alojada, el primero. Recorrí todo el pasillo, buscando el número 14 encima de alguna puerta, escrito, al igual que los otros, en rotulador negro permanente. En cuanto lo encontré, me detuve en seco. Me cercioré. 14. Era aquella la habitación, aquella la entrada. Introduje la llave en la cerradura, insegura, y a la vez con necesidad de ver a Sharon de una vez por todas. Pensé también en David, pensé que quizás me reprendería por estar allí, quizás lo pagaría con ella. Negué con la cabeza, intentando auto-convencerme de que tenía que entrar en aquel lugar. Hice girar la llave. La puerta se entreabrió sola. Di un paso al frente, introduciéndome en la habitación. Nadie.

Me mantuve en silencio, intentando encontrar algún rastro de vida. Miré a los lados, frunciendo el ceño. Fue entonces cuando, al agudizar el oído, escuché un feble ronroneo. Me di cuenta enseguida de que era nada más y nada menos que una respiración. Se me erizó la piel. Me centré en intentar averiguar cuál era la fuente. Di otro paso más. Desde aquel ángulo, pude verlo perfectamente. Una melena negra, desperdigada por el suelo, al otro lado de la cama. Me temí lo peor. No, no podía ser. Avancé hacia aquel lugar, asomándome para ver aquella porción de suelo. Ella estaba tirada en él, ladeada, de espaldas a la puerta. No se movía.

-¡Sharon!-chillé, cayendo de rodillas a su lado.-Sharon, contéstame.

La moví de un lado a otro, intentando amordazar el llanto. Su única respuesta fueron los débiles y casi imperceptibles movimientos que ejecutaban sus hombros al respirar. La cogí en brazos y apoyé su cabeza en mis piernas, boca arriba. Pude colocarla, esquivando todo mi nerviosismo, de manera que facilitase su respiración. Fue entonces cuando entreabrió los ojos con dificultad. Los clavó en mí y yo en ella.

-Emily…-articuló, sin apenas voz.

Una de sus blanquísimas manos se instauró con dificultad en su pecho y lo oprimió, agarrándose a su corsé, embargada por un insoportable dolor. La comisura de sus carnosos labios presentaba una raja sanguinolenta, que dejaba escapar todo aquel líquido, que se deslizaba grácilmente por su barbilla, generando pequeñas gotitas que caían rítmicamente sobre su escote. Sus brazos se encontraban llenos de moratones y golpes, así como las piernas, las cuales dejaba yacer inertes a ras del suelo. Aparté su cabello negro de delante de los ojos. En ellos vi el más desgarrador ademán de sufrimiento.

-Sh…Sharon… ¿Qué te ha….qué te ha hecho ese hijo de puta?-pregunté, completamente nerviosa, entre lágrimas de incredulidad.

Ella no pronunció palabra.

-¡Sharon, por amor de Dios, por lo que más quieras, dime algo!-chillé, histérica.

No pudo contestarme. Tan solo dejó escapar de sus labios un gemido débil, como si intentase llorar de dolor. Se centró posteriormente en seguir respirando. Me quedé completamente en blanco durante un momento, mirando a los lados con angustia, mirándola luego a ella, sintiendo cómo su vida, los trozos de las resquebrajadas alas de aquella mariposa, se escapaban entre mis dedos, rompiendo en pedazos cada vez más pequeños, como si fuese una hoja marchita y seca. Fue entonces cuando la tomé en brazos e intenté levantarme, al tiempo que pronunciaba, trémula, mi inminente necesidad:

-Tenemos que ir al hospital.

-N…No.-gruñó Sharon, posando sus delicados y finos tacones en el suelo, provocando un leve tintineo.

-Sharon, joder, ¿estás loca o qué?-ella se limitó a agarrarse a la cama, buscando un lugar seguro donde afianzar su, ahora deteriorado, equilibrio.

-No quiero que David me pille.-sollozó, dejando escapar de sus ojos, ya empapados, una sola lágrima, aunque cerrase con fuerza los párpados para intentar librarse de alguna más.

-No te va a pillar.-intenté convencerla.-Pero tienes que ir, por favor, no puedo dejar que te pase nada. No quiero perderte, coño, eres mi mejor amiga.

Volvió a cerrar los ojos, apretando con mucha fuerza los labios. Aquel dolor se extendía, se embravecía, pugnaba contra su mórbido y cansado ser, golpeaba, la asolaba como si fuesen rachas de olas, recorriendo su cuerpo de arriba abajo, arrasando con todo placer que se encontraba a su paso. Consiguió enderezarse, todavía ligeramente encorvada hacia delante, y me miró de soslayo.

-Podemos salir por la puerta de atrás.-susurró.

Asentí, convencida de que aquella era la mejor solución. Sharon hizo un esfuerzo para sacar adelante su pie izquierdo y comenzar a andar, aferrándose a mi brazo, clavando las uñas en él. En cuanto salimos de la habitación, ambas aceleramos el paso, por la posibilidad de que David volviese a la habitación, mas todavía preservando la lentitud, con el propósito de que no se hiciera todavía más daño. Ella me guió, sin equivocarse en el rumbo, hacia una puerta blanca, en cuyo tope se hallaba un cartel que rezaba “Exit” en letras verdes sobre un fondo blanco, que se volvía fosforito en ausencia de luz. Era la salida de incendios. La abrí, empujando con fuerza hacia mí, dejando que Sharon se apoyase en una pared. En cuanto la puerta estuvo abierta de par en par la miré, esperando que tomase una decisión. Quizás durante unos segundos persistió en su mente la duda entre arriesgarse o perderlo todo. Optó por lo que una mujer fuerte como ella habría escogido. Extendió el brazo para aferrarse al manillar, encorvando su cuerpo magullado y caminó lo más rápido que le fue posible hacia fuera. Llegamos a una calle oscura y diminuta, feblemente iluminada por unas farolas con cristales descuartizados, que dejaban las bombillas al descubierto, al igual que la carne de Sharon, expuesta al frío de la noche, que la corroía, desgarraba sus heridas como si tirase de cada uno de sus extremos. Cruzó los brazos bajo su pecho, en las costillas, mientras cogía aire para soltar un escupitajo manchado de sangre en la acera. Volví a acercarme a ella y dejar que me agarrase el brazo en cuanto me hube orientado. Teníamos que ir hacia la izquierda. Y luego, subir por una calle cuesta arriba.

Por el camino, Sharon se fue librando poco a poco de los zapatos de tacón mientras caminaba, dejándolos a ambos esparcidos en la cuneta. Pudiendo posar los pies en el suelo, encontró la libertad que necesitaba para seguir andando. La miré, en cuanto me percaté que iba descalza, a pesar del gélido rocío que flotaba en el aire nocturno. Ella esbozó una sonrisa dulce y cansada, antes de mirar hacia abajo y orientar la boca al suelo para poder dejar caer otro chorro de sangre. Nos encaminamos por aquella calle empinada, en donde se vislumbraba el hospital a lo alto. Ni un solo coche transitaba por la carretera, por lo que no podría llevarnos. Sharon cayó un par de veces al suelo, agotada, deshaciéndose en sollozos que no contenían lágrimas para llorar.

-Emily, no puedo más. No puedo más.-decía.

La ayudaba a levantarse, convenciéndola de que era lo mejor. La dejaba apoyarse en una pared y recuperar el aliento, antes de seguir caminando. No se quejaba, aunque notaba en su rostro un intenso ademán de dolor. Solamente en alguna ocasión murmuraba un leve “¿Crees que queda mucho?”, aunque sin meterme prisa. A sus ojos, la cuesta se hacía cada vez más encumbrada, y el objetivo, aquel edificio que emanaba una fulgurante luz blanquecina, se vislumbraba borroso y distante. Sus labios carnosos seguían brotando aquel líquido bermejo, que soltaba destellos transparentes si se miraba a trasluz de la luna. El frío se había apoderado ya de su piel. Sus heridas latían con fuerza por dentro. Se abrían, como capullos en flor. Soltó un gemido débil, casi imperceptible. Se fue deteniendo.

Sus dedos comenzaron a aflojar la presión sobre mi brazo, y resbalaron poco a poco por él. Un paso más. Inspira. Levanta el pie del suelo. Expira. La sangre se entremezcla con la saliva y resbala por su barbilla. Inspira. Le pesan los párpados. El dolor se acentúa. Luego va menguando. Lentamente. Expira. Apoya la cabeza en mi hombro y se deja caer en el suelo, provocando un ruido seco.

Me di la vuelta asustada. Me arrodillé a su lado, chillando su nombre. Tenía los ojos cerrados, todavía los recuerdo, se veían sus párpados pintados de sombra de ojos negra. El color de sus labios era todavía de un rojo más intenso, mas comenzaba a cuajar la sangre que los teñía, y la saliva se iba evaporando. Sus manos no se movían, permanecían inertes en el suelo. Acerqué mi rostro al suyo. Mi aliento salía despedido contra su boca, con ritmo frenético, agitado, ansioso. En cambio, no encontré respuesta por su parte. Sin siquiera haberlo pensado, coloqué dos de mis dedos sobre su cuello de cisne, estirado hacia atrás, sucumbiendo a la ley de la gravedad. No sentí nada. No sentí su corazón. Tenía que sentirlo. La llamé gritando con mucha más fuerza, sin llegar a creérmelo. Alcé la cabeza. El hospital no estaba lejos, todavía había esperanza. Tomé su frágil cuerpo en mis brazos, dejando que las extremidades y el cabello quedasen a merced del aire, cayendo lánguidos, escapándose de mi cuerpo. ¿Aquella sería la última vez que la mariposa hubo agitado sus alas? No. No podía serlo. Comencé a correr todo lo rápido que me dejaron las piernas. Desgarradores sollozos se escapaban, camuflados en mi respiración agitada. “Vamos, Sharon, aguanta, joder, aguanta. Ya estamos llegando, aguanta” gritaba, me repetía a mí misma, le repetía a ella. Ni un solo movimiento por su parte. Era cierto entonces. Había muerto. No dejé de correr, llorando desconsolada. No quería hacerme a la idea de que la había perdido. Hacía apenas unos minutos estaba en el bar con Tobías y conmigo. Nos habíamos bebido una cerveza, la había visto sonreír, me enseñó el collar, apartándose el cabello coqueta, y me dijo que era su corazón, el corazón que nadie era capaz de abrir. No, no, me seguía diciendo, tenía que volver a hacerlo latir.

La puerta del hospital se abrió automáticamente ante mis ojos, alumbrándome con aquella cegadora luz blanca. Me quedé en silencio, respirando agitadamente, enfrente de recepción. No tenía fuerzas ni para seguir avanzando. Sostuve a Sharon contundentemente, para no dejarla caer, para no hacerle daño, como quien sostiene el esqueleto de una mariposa, que aunque sabe que no hay nada dentro, que no hay vida en él, la trata con una especial delicadeza. Médicos, enfermeros, limpiadores, clavaban sus ojos atónitos en mí, y luego en Sharon, observando cómo sus heridas iban dejando de gotear. Pude arrancar un solo sonido de mi garganta, con voz ronca, pesada, como un gemido de dolor:

-Está muerta.

Esas dos palabras hicieron que todo el personal corriese hacia nosotras, y me la arrebatasen de los brazos de repente, la arrancasen, sin darme tiempo ni a despedirme. Caí de rodillas en el suelo, clavando la vista en las marmóreas baldosas, levemente salpicadas por la sangre de Sharon, al igual que mi ropa, la cual la notaba rozar húmeda mi piel. Continué llorando, aunque más resignada, sin aquel nerviosismo inicial. Imborrable de mi memoria aquella sensación de que todo había terminado. Aquella mujer que se había acercado a mí la primera vez que había ido a radioterapia, que me había sonreído de aquel modo, que me había invitado a tomar un café, a la que había ayudado y la que me había ayudado a mí…Mi Sharon; mía, mía, mía, mía, era la que estaba acostada en aquella camilla, dejando caer sus brazos a ambos lados, completamente inmóviles, mientras intentaban reanimarla, presionando su pecho con ambas manos. Estuve a punto de decirles que parasen, pero no encontré las fuerzas suficientes. Un enfermero me tendió la mano, ayudándome a levantarme, a la que no tuve más remedio que aferrarme, para luego dejarme caer sobre él, con la cabeza ladeada, sin perder de vista a Sharon. Los médicos, que se estaban volcando en ella completamente, abrieron de forma brusca su corsé, haciendo saltar algunos de los broches que conformaban la cerradura. Colocaron entonces varias ventosas por su pecho, así como tres o quizás cuatro, mientras uno de ellos sostenía entre sus manos con contundencia dos placas metálicas, conectadas a una máquina plateada, poseedora de una pantalla negra que era apuñalada por una línea horizontal de color verdoso, que producía un sonido monótono, chirriante, tremendamente desagradable. La máquina emanó entonces un estentóreo chillido, antes de que el médico dejase las placas sobre el pecho de Sharon. Me enderecé de forma brusca en cuanto noté que la electricidad que le había pasado aquel metal la hizo convulsionarse. Luego, volvió a permanecer inerte. Entrelacé mis manos, acercándolas a mis labios, comenzando a bisbisear una oración, entre lágrimas, dejando que se introdujesen sobre mi lengua sin importarme, notando su continuo sabor mientras seguía escuchando los gritos de aquellos médicos, que repetían una y otra vez la operación.

-Padre Nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre…

-¡Apartaos!

-Venga a nosotros tu Reino…tu…vamos Emily…danos hoy nuestro pan…

-¡200! ¡Cargad!

-De cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…

-¡290!

-No nos dejes caer en la tentación…Y líbranos del Mal…-separé las manos, temblando de la excitación.-Vamos, Sharon, tú puedes, joder.-murmuré, como si estuviese hablando con ella, alentándola.

-¡300! ¡Apartaos!

-Venga, hazlo por Tobías, hazlo por mí, Sharon, no puedes dejarnos solos, joder, venga.

-¡Cargad otra vez! ¡Tenemos que conseguir un latido!

-No me dejes, Sharon, te prometí que íbamos a luchar juntas. No dejaré que vuelva a hacerte daño, lo juro, pero tienes que seguir viviendo. Vamos, Sharon, respira.

Recuerdo con claridad aquel momento. Atravesaron mis oídos unos continuos pitidos, algo lentos, mas continuos, no se detenían. Alcé la cabeza de golpe. Los producía ella, salían de dentro de ella, estaba viva. Me tapé la boca con las manos, llorando de felicidad, liberando toda la tensión que había guardado dentro. Sólo por el hecho de saber que aquel sonido era el de su corazón, lo sentía como si fuesen dulces caricias que me brindaba en el interior de mis oídos. Una manada de médicos y enfermeros se la llevaron de allí de repente, sin que pudiese haberla llenado de besos. Siempre he pensado y siempre voy a pensar que mis súplicas habían tenido algo que ver. El enfermero que había estado a mi lado me guió hacia la sala de espera, indicándome que me sentara en una silla. Lo hice, algo más calmada, aunque sin dejar de llorar, como si se hubiese abierto una fuente. Aunque noté que aquellas lágrimas ya no eran de amargura, de nerviosismo, de tristeza e impotencia. Eran de alivio, de felicidad, de alegría, aunque todavía siguiese tensa. Estuve un buen rato en la sala de espera. Cogí un par de revistas, aunque apenas les presté atención. Media hora.

Un enfermero, de unos 40 años largos, entró en la sala de espera entonces, de manera automática, como un robot, con expresión neutra en su rostro. En cuanto noté que se acercó a mí, me apresuré el levantarme, aunque apoyó una mano en mi hombro, haciendo presión hacia abajo para que volviese a tomar asiento.

-Es usted la acompañante de la mujer que reanimamos en la entrada, ¿cierto?-me cuestionó, con un tono de voz seco y cortante.

-Sí, soy yo.-respondí de manera serena, a pesar de que mis manos continuasen temblando, y estos escalofríos se acrecentasen en el momento en el que me había dirigido la palabra.

-¿Podría decirme su nombre?

-¿El de ella?-asintió, cerrando los ojos, moviendo de arriba abajo su afilada y ancha mandíbula, a la par que sus mejillas fláccidas.-Se llama Sharon. Sharon…-intenté recordar su apellido. Fruncí el ceño.-No sé, tiene un apellido extraño.-lo único que logré rescatar de mi memoria fue a canción que me había cantado aquella vez, dedicada a su hijo, la nana de Holanda.-Es holandés. El apellido es holandés.

Apuntó en nombre en un informe, repitiendo la sílaba “ahá” varias veces.

-¿Tiene seguro médico?

-No.-me apresuré en contestar. La última vez que la había acompañado al hospital, cuando había tenido aquel dolor, lo había mencionado. Además, dudo que alguna puta tenga seguro.-Pero yo me haré cargo de los gastos, descuide.

Asintió, escribiéndolo mientras tanto. Se giró para irse, cuando me apresuré en volver a llamarle.

-¿Cómo está ella?

-Todavía sigue en quirófano. Cuente con media hora más de operación, como mínimo.-agitó una mano levemente, dándome a entender que era un mínimo muy relativo.

Le dejé irse. Todavía no me explico cómo fui capaz de permanecer allí, sentada en el asiento de gomaespuma cubierta por una tela verde, clavando la mirada en la pared amarilla, tan amarilla como la bilis, pensando. Sentía dentro de mí un equilibrio entre la tranquilidad y el nerviosismo, que me hacían mantenerme prácticamente inmóvil, mas respirando profundamente por la preocupación. Había pasado una hora y todavía no había tenido noticias. La gente iba y venía, lloraba, sonreía, rezaba, cuchicheaba, bisbiseaba, algunos incluso fumaban. En aquel momento ni siquiera me apetecía un pitillo. Era lo de menos. Quizás sólo me estaba preparando mentalmente por si los médicos me revelaban que había muerto. Cada vez que lo pensaba, que visualizaba la escena, que me repetía mentalmente “Señora, lamento decirle que su acompañante ha muerto”, me invadía, al principio una frialdad sin antecedentes, como si no me lo acabase de creer; luego, un par de lagrimitas corrían por mis mejillas, tras un escalofrío que cruzaba mi columna vertebral de arriba abajo. Una hora y media, minuto más, minuto menos. Entró el mismo enfermero, indicándome esta vez que me levantase, mediante un gesto de manos, sin moverse del marco de la puerta. Me levanté de un salto, yendo hacia él preocupada. “Dios, Dios, Dios, que no me lo diga, que no me lo diga”.

-¿Cómo…?

-Acaba de salir de quirófano. Está bastante grave todavía, tenía tres costillas y una muñeca fracturadas, el hombro dislocado y tuvo una hemorragia interna en el estómago, pero se pondrá bien, si no hay ninguna complicación.

Solté un hondo suspiro de alivio, tapándome la boca con ambas manos, desviando la mirada al techo. Sé que Él tuvo algo que ver en su curación, siempre pensaré que fue gracias a mis incesantes rezos. Volví a mirar al enfermero, mientras aquella opresión inicial en el pecho se iba poco a poco aminorando, mas sin perder el malestar. Le pregunté dónde se encontraba. Habitación 120. Se ofreció a acompañarme, y yo accedí gustosa. Aquel hospital nunca lo había pisado; ni siquiera sabía que existía más que de oír hablar alguna vez de él. Montones de yonkys con sobredosis, comas etílicos, personas desnutridas y hambrientas, prostitutas golpeadas, desgarradas, amedrentadas. Era el hospital de los suburbios, donde podían brindarles un mínimo de atención médica a aquellos de los que nadie se hace cargo. Todos ellos me miraban con tristeza en los ojos, con angustia. Quizás muchos conocían a Bloody, la habían visto en la entrada, como casi todo el personal de urgencias, y también habían rezado por ella. Tragué saliva, siguiendo los pasos del enfermero, que me guiaban a la habitación de Sharon.

Me encontré enfrente de la 120 después de una caminata que me pareció eterna, después de un casi perpetuo viaje en ascensor. Le di las gracias al sanitario en voz muy bajita, mientras abrí bruscamente la puerta, con rapidez. Necesitaba verla, quería verla, y la vi. Estaba tumbada en la cama, tapada por una fina sábana blanca, al lado de la ventana. Tenía los ojos cerrados; había sucumbido a los brazos de la anestesia, de los cuales despertaría de un momento a otro. Su rostro, blanquecino debido a la luz que proyectaba la ventana sobre él, seguía siendo tan hermoso como siempre, tan perfecto, amigable, encantador, como el de una princesa. Mechones de cabello negro como la noche, artificiales, caían sobre la almohada como una cascada, acunando su semblante. Me costó acercarme, mas cuando di un paso adelante, sentí que no quería dejar de caminar hasta notarla lo más cerca que pudiese. Le cogí la mano mientras tomaba asiento en un sillón color crema que había al lado de la cama. Estaba caliente, la sentí, estaba caliente, había sangre transitando por su interior. Mis dedos se aferraron a su carne como garfios, al tanto que mi labio inferior volvía a temblar, a convulsionarse contra el tope de mi barbilla. Alcé la mirada, con un golpe de mis párpados, para clavarla en la infinidad de máquinas a las que estaba conectada, como si intentase conocer para qué servían todas y cada una. Un respirador, un electrocardiograma y electroencefalograma, suero, y otro cúmulo de cables a los que no le encontré utilidad. Los pitidos de su corazón desgarraban el silencio que imperaba en aquella habitación, que compartía con otras tres personas a las que no pude identificar. Deje escapar un suspiro trémulo, doblando mi cuello para inclinarme hacia delante, pudiendo tocar el dorso de la mano de Sharon con mi frente. Ignoro cuánto tiempo me mantuve así, con los ojos cerrados, regulando mi respiración hasta que se volvió completamente monótona, cada inspiración completamente igual a la anterior, al igual que cada uno de los movimientos de su corazón, cada uno igual que su predecesor, pero de un momento a otro, y sin que me diese cuenta, la mano pareció agitarse, estirar los dedos, encogerlos, haciendo notar los huesos de sus nudillos. Alcé la cabeza bruscamente, como si me hubiese arreado, mirándola fijamente, intentando cerciorarme de que estaba efectivamente despierta. Parpadeó varias veces, frunciendo el ceño en un ademán de soltar un gruñido. Hizo un esfuerzo para arrancarlo de su garganta, un gutural sonido, como si fuese la más primitiva expresión de dolor. En ese mismísimo instante una lágrima cayó del centro de mis ojos, casi sin sentirla rozar con mis mejillas, directamente del lacrimal a las sábanas, sin dejar de clavar mi mirada en ella, esbozando esta vez una sonrisa.

“¡Sharon!” ahogué el grito, al tirarme encima de ella en el mismo momento, abrazándola muy fuerte, oprimiendo mi boca en su hombro. Siseó ella en respuesta. No me había dado cuenta de que había sido sometida a una operación de hora y media, y que sus costillas, su brazo, su cuerpo, eran frágiles como un cristal. Me separé un poco, sollozando fuertemente, todavía sin poder asimilar lo que había pasado, actuando sin siquiera pensar. Extendió aquel brazo que no le habían escayolado hacia mí, para poder acercarme a ella de nuevo. Me acomodé en su pecho muy poco a poco esta vez, primero la sien, despacio, muy bien, repetía, después el oído, y luego hice un poco de presión, para poder acomodarlo en el esternón, aunque lo acerqué un poco a mi derecha. Cerré los ojos, volviendo de nuevo a gemir, sin poder evitarlo.

-Pensé que te había perdido.-entreabrí los ojos, lo justo para ver cómo su pecho se elevaba un poco, siguiendo las directrices de su respiración, y por el peso de mi cabeza bajaba a los pocos centímetros.-Pensé que te había perdido.-reiteré, frunciendo el ceño, dejando caer unas lágrimas.

Sharon tragó saliva. Sonoramente, la escuché a la perfección. Con la yema de sus dedos rozó una marca rojiza que rodeaba su cuello, en la que no me había fijado hasta entonces. La miré de soslayo, observando de cerca los poros irritados, la carne desgarrada, como la de las personas a las que intentan ahorcar, cuya piel se abrasa hasta el punto de quedar gravados los pliegues del arma homicida. En la suya, podían distinguirse unas finas argollas.

-Emily…-susurró con un hilo de voz, soltando un quejido que hizo estremecerse sus frágiles costillas.- ¿Es que no lo comprendes?

Fruncí levemente el ceño, alzando la barbilla para verla mejor.

-¿A qué te refieres?

Su mano acarició con más ahínco la piel rojiza de su cuello, en tanto que hacía ademán de gemir, sin ser capaz debido al inhumano dolor que residía en el interior de su cuerpo, y que sólo podía exteriorizar mediante un gutural gruñido, que acababa en un principio de sollozo, que se sofocaba casi al momento. Cerró los ojos, sacando de la nada una lagrimita que recorrió las líneas de dolor de su rostro níveo, como tallada en cristal. Aquella voz que salió de su garganta no parecía la suya; era el más primitivo ademán de sufrimiento:

-He perdido mi corazón.

Apresaba el pijama con sus manos, con cuidado de no agarrar también mi melena, para poder volver a gemir disminuyendo el dolor, notando cómo se le descolocaban las costillas. Me había quedado completamente inmóvil, fijando la mirada en el electrocardiograma, ¿qué era acaso aquello que pitaba tan insistentemente, que provocaba tan puntiagudas subidas, tan vertiginosas bajadas, que se iba acelerando, sufría una leve convulsión para disminuir el ritmo, mas con otro sollozo volvía a aumentarlo? Había perdido toda la esencia, toda vida, la llave… No tenía dónde encajar. La envolví con mis brazos, alzando la cara para poder besar sus mejillas procurando calmarla. Separé su cabello de sus lágrimas con mucho cuidado, para después rozar la zona con los labios. Tranquila, lo vamos a recuperar, ya lo creo que sí. Pero ahora tranquilízate, ¿vale?

En ese momento, y sin previo aviso, un chillido de dolor. Incesante. Un teléfono.


[1] Vamos, enséñales tu amor. Arráncale las alas a una mariposa.

viernes, 27 de agosto de 2010

El Lugar donde No Vuelan las Palomas: Capítulo XXXVI-Lágrimas de un ángel

Golpeé entusiasmada aquella puerta carcomida al menos un ciento de veces. Debajo de mi brazo, llevaba un gran lienzo envuelto en papel, para no desparramar la pintura. Miré mi reloj por enésima vez: marcaban las 8 de la mañana de un sábado que prometía brindarnos melancolía. Mis pies dieron pequeños saltitos para intentar sacar fuera la excitación mientras escuchaba unos pasos cansados dirigiéndose a la puerta. Se abrió lentamente.

-Emily, ¿qué haces aquí?-Tobías me miraba raro, alzando una ceja.

-Quería darte algo. No pude esperar.-sonreí ampliamente.- ¿Estabas dormido?

-Me desperté hace un ratito. Pasa.-me hizo un gesto con la cabeza.

Entré en su habitación mientras escuchaba cerrarse la puerta principal. Efectivamente, la cama estaba deshecha, y el resto de la estancia estaba sumido en el caos. Me fijé en la mesita de noche. La foto de su madre estaba boca abajo, como si su mirada tierna le hiciese recordar que todavía existían algunos sentimientos dentro de él, a los cuales hizo callar con las pastillas de Trankimazín que había desperdigadas encima de la mesa. Al lado, podía observarse una botella de alcohol, cuya etiqueta rezaba “Absenta”. Miré algo incomodada todo aquello. Sin duda era un presagio de lo que iba a suceder. Poco tardó Tobías en entrar en la habitación, vestido con la ropa del día anterior, descalzo. Se sentó en la cama a mi lado y cogió la cajetilla de tabaco que había sobre la mesa, a la par que un mechero. Encendió un pitillo colocando una mano por delante de él.

-¿Has dormido con la ropa?-le pregunté.

-Sí. Así comienzo el día más temprano.-sonrió.

Estuve a punto de reprenderle por lo que había visto antes de su llegada, pero encauzó la conversación hacia otro tema hábilmente.

-¿Qué querías darme que es tan importante?

-¡Ah! Esto.-le entregué el lienzo.-Me pasé toda la noche pintándolo.

Los ojos verdes que coronaban el rostro de Tobías lo miraban con muchísima curiosidad. Deslizó sus dedos largos por los pliegues del papel, haciendo que el celo que los unía se desprendiese. Aguantó su preciado cigarro en la boca, expulsando el humo por la nariz, mientras desnudaba el lienzo. De sus labios se escapó un hondo suspiro al ver lo que albergaba en su interior mi paquete. Era un cuadro, hecho por mí. En él aparecía un hombre, cuyo cabello llegaba hasta sus hombros, que lloraba, mirando hacia delante, exhibiendo sin pudor el dolor. En su espalda se alzaban un par de alas negras, pequeñas. En su pecho desnudo se entreveían las costillas, tapadas por una piel completamente blanquecina. Los tonos azules surcaban el lienzo, como si fuesen la expresión de una tristeza profunda y a la vez dulce. Iluminándolo, una titilante bombilla en el techo, rodeada de polillas, mariposas de la noche. El resto estaba sumido en la oscuridad más absoluta. Las polillas, además de las princesas, también reconocen a los verdaderos ángeles. Tobías, al admirarlo, se quedó completamente atónito, perplejo. Quizás en los ojos de aquel ángel caído vio reflejados los suyos.

-Es…Es precioso.-dijo, sin mirarme.

-Oh, vamos, exageras.-respondí, modesta.

-No, no, va en serio. El dominio de la luz y las sombras, la…la expresión… es perfecto.

Se le notaba casi emocionado. La verdad es que vertí en aquel lienzo todo el talento y la pasión que había guardado desde que dibujé a Terry. Volvió a sostener el pitillo con los dedos, los cuales temblaban suavemente.

-Me inspiré en ti.-susurré, mirando al suelo.

Ambos enmudecimos un instante.

-Yo no soy un ángel, Emily.

-¿Eso quién lo dice?

-Dame una sola razón.

-Porque eres muy bueno conmigo, te preocupas por mí, eres como un hermano, no sé.

Le dio otra calada al pitillo, asintiendo levemente.

-¿Dónde lo vas a poner?-pregunté.

Recorrió con sus ojos cada rincón de la habitación, hasta que movió la cabeza, señalando la pared enfrente de su cama.

-Ahí.

-¿Para verlo todas las mañanas al despertarte?-sonreí.

-No, por las mañanas no suelo ver a más de dos pasos.-se rió

-Entonces…

-Para verlo por la noche, cuando esté en condiciones.

-Tendrás pesadillas.-murmuré riéndome.

-Que va. No seas así, nunca había visto nada tan bonito. Eres una artista.

-Tú pusiste la inspiración, Tobías, yo solo puse las pinturas.

Volvió a mirar el cuadro. Seguramente estaba intentando perderse en la inmensidad de aquel azul tan profundo. O quizás sintió deseos de derramar lágrimas tan llenas de sentimiento como las del ángel del cuadro. Palpé una de sus manos. Desprendía calor. Sonreí.

-Ojalá dejase de llorar.-susurré, cerca de su oído, apoyando la cabeza en su hombro.

Escuché un fuerte suspiro salir de sus labios, acompañado de un espeso humo blanco. Me agarró por una cadera para conseguir acercarme a él. Desvié la mirada hacia su cuerpo. En aquel momento, era como si su piel estuviese hecha de cristal, y pudiese ver todo lo que escondía dentro. Pude verle tragar veneno, procedente del cigarro que portaban sus dedos. Pude ver su corazón latir cansado, casi lento y forzado. Pude ver las lágrimas.

-¿Crees que algún día lo hará?-le miré a los ojos, ansiando una respuesta.

Él no apartó la vista del cuadro.

-Puede.

Se levantó, para poder dejar el cuadro apoyado en la pared. Le echó un último vistazo antes de girar la cabeza hacia la cama, para volver a sentarse.

-Muchas gracias por el regalo, yo…

-Bah, no tienes por qué dármelas.

-Sí que tengo. Este es el segundo regalo que he recibido en toda mi vida.

Le miré algo asombrada.

-¿En serio? ¿Este y cuál más?

-Una guitarra que me regaló mi madre de crío. La tengo guardada en el armario. Pude ir a recogerla a mi antigua casa cuando cumplí la mayoría de edad.

Le miré con curiosidad. Otra vez volvía a salir aquella mujer. La curiosidad pudo ciertamente conmigo. No pude evitar preguntarle sobre ella.

-Tobías, apenas me has hablado de tu madre.-noté que se ponía nervioso.

-S…Sí.

-Podrías hacerlo ahora. Sabes que no voy a juzgarte.

Miró el cuadro de reojo.

-Supongo que te lo debo.-torció el labio. Posteriormente apuró el cigarro, mientras me lo contaba.-Mi madre era una mujer muy dependiente. Se aferraba tan fuertemente a las personas que si las perdía o si les pasaba algo, se autodestruía. Tras la muerte de mi hermano, se volvió loca. Ya nunca estuvo muy bien, ya me entiendes, esas cosas se detectan, pero allí ya…-hizo un gesto con la cabeza. Desvió la mirada.-Era el pan de cada día escucharla chillar de noche consigo misma, y por el día acunar almohadas o… o bolsas de azúcar o de lo que fueran, llamándoles por el nombre de mi hermano. La verdad es que era un crío, así que no comprendí bien lo que le pasaba, pero no quería perderla por nada del mundo. Era mi madre y era lo único que tenía. Me pasé meses cuidándola, sin apenas hablar con ella. Hasta un día, que llamaron a la puerta y apareció una tipa vestida de traje que me decía “ven, pequeño, ven conmigo” y me enseñaba chucherías y cositas para atraerme, pero no era gilipollas, así que no le obedecí. Entonces, me agarró por las muñecas-se las palpó.-y unos pavos fueron a por mi madre. Grité por ella con todas mis fuerzas, confiando que los echase fuera, pero lo único que me dijo fue…-tragó saliva, tembloroso.- “no llores, Tobías, deja de llorar ya.” Eso me lo repetía siempre cuando mi hermano estaba mal, porque me pasaba el día llorando porque no entendía nada. Entonces, fue como si me muriese por dentro, y todo me la sudaba. Dejé de forcejear y me rendí. Dejé simplemente que me llevasen, que me sacasen de mi casa, me metiesen en un coche extraño y me dejasen tirado en un orfanato de mala muerte. Me pasé allí años, hasta que cumplí los 18 y pude largarme. Cogí el primer empleo que vi, es decir, este, y me prometí buscar a mi madre.-se echó el pelo hacia atrás con una mano.-Indagué todo lo que pude, siguiendo métodos limpios y no tan limpios, hasta que di con ella, en el hospital mental St. Paul.-le dio una profunda calada al cigarrillo antes de tirarlo al suelo.-Fue una visita breve. Entré en la habitación. La miré, me miró. Al principio, me quedé completamente en blanco. Logré, no sin esfuerzo, arrancar la palabra “mamá” de la garganta, pero con voz entrecortada, casi como de crío. ¿Y sabes lo que me dijo ella?-respiró fuerte, haciendo esfuerzos para no llorar.-“Qué chico tan guapo. Te pareces a mi hijo”.-sollozó.-Te juro que casi me muero, que cuando dijo eso me quedé sin respiración. No supe qué decir. Hasta el hecho de escuchar su voz me hacía daño. Me di media vuelta,-se aclaró la garganta.-y me largué dando un portazo. Llegué a casa hecho una mierda, completamente destrozado. Me sentí desprotegido, solo, impotente.-tragó saliva.-Me senté en la cama y me comí la cabeza largo rato. Pensé en todo el tiempo que tuve que estar sin ella, en lo mal que estaba ahora. Y no puedo remitirlo, no puedo hacer que se ponga bien así,-casqueó los dedos.-por obra y gracia del Espíritu Santo. Es un sentimiento horrible pensar que tú la recuerdas, pero que ya no es la misma, que eres un simple desconocido. Además, es tu puta madre, la que te dio la vida, joder y…y no sabe quién coño eres.-se le inundaron los ojos de lágrimas.-Cogí del bolsillo la navaja, que siempre la llevo encima y me la clavé en la muñeca.-me enseñó el corte, profundo, rojizo, palpitante, mientras hablaba.-De un golpe seco. Y, ya dentro, comencé a deslizarla así lacia un lado, arrasando con venas, músculo, tendones, con todo. De hecho, aún no puedo moverla demasiado bien.-la giró suavemente. Posteriormente, siguió con la historia, bajando la mirada-Nunca vi hasta entonces tanta sangre junta. Me salía como su fuese una fuente, a lo largo del brazo, manchando las sábanas, el suelo, la ropa… Pero, ¿sabes qué fue lo peor? Que aquel dolor no era ni la mitad de intenso que el que sentía dentro de mí. Me sentí mareado, como con ganas de vomitar, y comencé a respirar pesadamente. No me llegaba el aire.-hablaba angustiado, como reviviéndolo.-Comencé a notar cómo se me aceleraba el corazón. Latía con muchísima fuerza, muchísima, contra mis costillas. Me golpeaba en las sienes como si me fuese a romper el cráneo. Las…Las mejillas se me pusieron al rojo vivo. Luego…me desplomé en la cama. Era como si estuviese cansado, como cuando tienes sueño y los ojos se te cierran. Pero los volvía a abrir, porque el dolor era insoportable. Se me extendía desde el brazo al resto del cuerpo, haciendo que no pudiese volver a levantarme. Entonces me di cuenta de que me moría, que me estaba muriendo, y me alegré. ¿Sabes lo que se dice de que cuando vas a morir ves pasar tu vida ante tus ojos? Pues yo lo que vi no era mi vida, era todo lo que me hizo tomar aquella decisión. Vi a mi madre; la vi llorando, la vi chillando, la vi hablando sola, diciéndome que no me conocía. Vi a mi hermano morirse delante de mí otra vez, aunque entonces no me quedaban lágrimas que llorar. Y la vi…la vi a ella.-se sonrojó ligeramente.- Me di cuenta de que no podría estar nunca a su lado, que era uno más, que no me echaría de menos. ¿Qué iba a ser? Tan solo una tumba más sin flores, haciendo bulto. Como siempre, un cero a la izquierda. Me esforcé en un momento por interesarme en si mi corazón seguía latiendo. Esta vez era casi como si no lo hiciera, porque pasó de ir a 100 por hora a ir lentísimo en muy poco tiempo. Sentí una debilidad horrible. Cerré los ojos, pero antes de hacerlo, la vi a ella. Luego no vi nada.

Se inclinó ligeramente hacia la mesita de noche para coger la botella de absenta y beber un trago. Lo miré entristecida; su historia me había conmovido. No solo porque yo sentí lo mismo, sino por la angustia que había en sus palabras. Era como si estuviese arrancando sus recuerdos para poder mostrármelos, como si fuesen garrapatas chupándole la sangre. Aquella sangre que había brotado de sus muñecas con tanta furia. Después de saciar su sed, volvió a colocar la botella en su sitio y me miró. Le retuve la mirada. Seguramente estaba deseando que se lo preguntara.

-Pero…ahora mismo estás vivo. ¿Cómo te salvaste?

-¿Acaso a eso se le puede llamar salvación?-escupió aquella respuesta mientras volvía a aferrarse a la cajetilla de tabaco.-La verdad es que me desperté tras no sé cuánto tiempo en una cama de hospital. Estaba completamente atontado, no sabía dónde estaba. Tenía la vista nublada y no era capaz de ver con claridad, pero sí con la suficiente para ver todos aquellos tubos y mierdas saliéndome de todos los lados.-encendió el pitillo, con expresión de repulsión. Exhaló el humo por un lateral de la boca.-También vi a una pareja sentados a mi lado, mirándome atentamente y preguntándome cómo me sentía. Las…las manos de ella me acariciaron la frente y me apartaron el pelo de la cara.-se la palpó.-No fui capaz de contestar, así que comenzaron a contarme. Se supone que eran testigos de Jehová. Vieron entreabierta la puerta de mi casa y entraron, como quien no quiere la cosa,-hablaba como si no se lo acabase de creer.-y me encontraron inconsciente en la cama. Cuando la ambulancia vino, me dijeron que ya no tenía pulso.-negó con la cabeza para reafirmarlo.-Clínicamente, estaba muerto. Aún así, me reanimaron a golpe de descargas eléctricas.-le dio una calada profunda al cigarro.-Me quedé completamente en shock al escucharles. ¿Acaso…acaso ni la pareja ni los tipos de la ambulancia vieron que morirme era exactamente lo que pretendía? Ves a un tío con las muñecas rajadas ¿y qué es lo que piensas? ¿Qué lo hace por deporte?-se rió amargamente.-A nadie le gusta verse así y si lo hace es por una razón.-volvió a aspirar el humo del cigarro.-Bueno, de los médicos mejor no digo nada; tienen un afán especial por jugar a ser Dios. Ojalá, ojalá pasen por lo que yo pasé. Porque de lo que no se dan cuenta es que no todo es ciencia, que es muy bonito salvar a alguien, pero ese alguien va a tener que acarrear con la cruz que ha llevado siempre durante el resto de sus días.-suspiró hondo.-Siento explayarme. El caso es que en cuanto fui capaz de asimilarlo, que tendría que seguir viviendo con la carga de que mi madre nunca va a saber quién soy, me levanté bruscamente de la cama, arrancándome todos los putos cables, y me largué. Ellos me siguieron, intentando hacerme entrar en razón, pero seguí dirigiéndome hacia la puerta de salida, con el brazo chorreando sangre, por culpa de la aguja del suero. Aún estaba débil, así que acabé desplomándome en el suelo y tuvieron que volver a llevarme a la habitación. Me pasé en el hospital…-recapacitó, alzando la mirada.-dos semanas, dormitando como un lirón y sin comer apenas. Luego salí y… a seguir con la vida que me tocó.-se encogió de hombros.

Desvié la mirada. Él miró hacia el suelo, sosteniendo el pitillo entre sus dedos, acercándolo a la boca cada poco tiempo.

-¿Por qué no vuelves a ir a verla?-propuse.-No va a reconocerte nunca si no vas.

Negó con la cabeza, nervioso.

-Tobías, podemos ir juntos. Yo estaré contigo en todo momento. Una vez me dijiste que te sentías cómodo conmigo.

-No sé, Emily.-suspiró hondo.-No sé cómo va a reaccionar.

-Si no vas, será peor para los dos, lo sé. Os convertiréis en mutuos desconocidos. De veras no te va a pasar nada.-le acaricié una mejilla.

-No sé.-volvió a repetir.

-¿Cuándo te he mentido yo a ti?-al ver que no me respondía, insistí, buscando su mirada.- ¿Cuándo, dime?

-Nunca.-susurró.

-Hazme caso. Vamos a verla. No tenemos por qué estar toda la tarde ni mucho menos.

-Está bien.-dijo, resignado.

Comimos juntos, en la cocina de su casa. La verdad era que la comida no estaba nada mal. Tampoco es que un par de bistecs con patatas fritas exigiese mucha preparación. Tobías no probó bocado; se limitó a mover el tenedor de un lado a otro en el plato, con la mirada fija en la comida, mientras escuchaba mis consejos.

-Cuando estés allí…-hablaba entre bocado un bocado.-tienes que estar muy tranquilo. Si comienzas a ponerte triste o cabreado, quizás ella puede reaccionar mal. Háblale suavemente, sin perder los estribos, con esa voz que pones cuando intentas calmarme.-sonreí.-Verás como sale bien.

-Va a ser difícil tener que aguantar todo eso.

-Desahógate antes de entrar o después. Pero tú estate tranquilo.

-¿Cómo sabes esas cosas?-me miró, curioso.

Me encogí de hombros.

-Tan solo te digo lo que creo que debes hacer. Cuando la gente está… mal-no me atrevía a pronunciar la palabra “loca”.-puede actuar de forma imprevisible.

-Entiendo.-volvió a desviar la mirada al plato, dejando escapar un hondísimo suspiro.

-Y ahora vete a arreglarte, ¿no querrás ir hecho una mierda?-me reí, señalándolo con el tenedor.

Se rió suavemente, más por acompañarme que por estar de humor. Salió de la cocina, dejándome terminar de comer sola. Tardé poco en llevar esa tarea a cabo, con lo cual fregué también los platos, para aligerarle el trabajo. Pude escuchar el incesante ruido del armario abriéndose y cerrándose. Sonreí levemente. No solo las mujeres tardamos en vestirnos. Aún así, sospecho que más que coquetería fuese ansiedad, por intentar causarle buena impresión. Fui a verle en cuanto terminé de secarme las manos. Le observé desde el marco de la puerta, sin que se percatase de mi presencia. Llevaba puestos un pantalón vaquero y una camiseta gris. Encima de esta, se había colocado una sudadera negra y una chaqueta verde militar, cuyo cuello ajustaba una y otra vez, obsesivamente. Rematando el conjunto, lucía un gorro de lana azul sobre su media melena castaña. Suspiraba una y otra vez pesadamente ante el espejo, como si no estuviese convencido con su atuendo. Me acerqué por detrás y posé una mano sobre su hombro.

-Estás perfecto. No le des más vueltas.

Sin decir nada, asintió levemente y dejó que lo agarrase por una muñeca, conduciéndolo hacia la puerta de entrada. El sonido de las llaves cerrándola presagiaba una larga tarde fuera de casa. Nos montamos ambos en su coche; yo en el asiento del conductor.

-El hospital St. Paul está poco antes del St. Bleeding Mary.-le informé, mientras provocaba en el motor del vehículo los primeros rugidos.- Tuve que someterme a un tratamiento durante mucho tiempo allí, y siempre pasaba por delante. Además, fue donde ingresaron a mi hija y a Terry.

-¿Tratamiento? ¿Tratamiento para qué?

-Si yo te contase…

Comencé a conducir muy despacio, encarrilándome a la perfección. Conocía como la palma de mi mano aquella carretera, que tantas veces había recorrido y tantas veces habría de recorrer. Fijé la mirada en la carretera; no obstante, no pude evitar mirar de reojo hacia Tobías. Apenas se escuchaba ninguna señal de vida por su parte. Permanecía con la cabeza recostada en el asiento, cerrando los ojos, respirando muy dulcemente. Cada poco tiempo, los entreabría, para averiguar dónde estábamos, y permanecía un rato con ellos abiertos hasta que dejaba caer los párpados de nuevo. Su rostro se veía completamente pálido; cada vez más a medida que avanzábamos, a la par que soltaba algún que otro gemido al dormitar, como si tuviese pesadillas.

-¿Vas bien, Tobías?-le pregunté, sin mirarle.

-Sí.-murmuró.- ¿Cuánto falta?

-Un pedacito pequeño. Duerme un poco si quieres, cuando lleguemos te despierto.

-No voy a dormir.

No lo hizo. Ahora, la angustia, el nerviosismo, le hacían mantenerse completamente despierto, mirando con curiosidad por la ventana, intentando vislumbrar aquel lugar que guardaba tantas sensaciones, tanto sufrimiento para él. En cuanto vio el letrero que contenía el nombre del hospital, le escuché tragar saliva. Aparqué el coche casi enfrente de la entrada.

Nos bajamos juntos, casi a la vez. En cuanto me situé a su lado, le devolví las llaves del coche, aunque él estaba completamente ensimismado mirando la puerta, como si esperase que ella saliese a recibirle. Le cogí de la mano. Estaba fría, mucho más que de costumbre. A juzgar por su temperatura habitual, era una mala señal. Era como si se le detuviese el corazón al llegar allí, y no fuese capaz de abastecer de sangre su cuerpo. Intenté que entrase, pero tensó el brazo, oponiendo resistencia. Decía que quería fumar un cigarro antes de entrar. Se apoyó en la pared, dejando descansar en ella su espalda y su nuca, mientras contemplaba con sus ojos verdes, más curiosos que nunca, a los pacientes, los médicos, las ambulancias entrar y salir del hospital. Se llevó una mano al cuello y tosió un par de veces profundamente, haciendo que las mejillas se le encendiesen. Carraspeó mientras tiraba el cigarrillo al suelo, completamente consumido. Antes de entrar juntos al hospital, lo pisó varias veces con furia.

-Perdone.-musitó Tobías al llegar a recepción, apoyando en ella ambas manos.

La enfermera que estaba al otro lado de la mesa dejó el teléfono a un lado en cuanto le vio y se giró hacia nosotros, sonriendo.

-¿Qué quería?-respondió.

-¿Puede decirme el número de la habitación de Lucy Cargill?-en cuanto pronunció aquel nombre, su voz se mostró más apagada todavía. Era como si el recuerdo le oprimiese la garganta, impidiéndole respirar.

-¿Me repite el nombre?-preguntó ella, sin percatarse de su abatimiento.

-Lucy Cargill.-en medio de ambos nombres tomó aire fuertemente con la nariz.

Las manos de la enfermera teclearon aquel nombre en su ordenador a toda prisa. Tras consultar la base de datos de los residentes, miró a Tobías algo extrañada.

-Es la 45.

-Gracias.-murmuró.

Nos disponíamos a irnos, cuando el grito de “Espere” de la recepcionista hizo que volviésemos a girarnos para mirarla.

-Lucy nunca ha recibido visitas, que yo sepa. ¿Quién es usted?-preguntó, con aire cotilla.

-Su hijo.

-¿Tiene en realidad un hijo?-exclamó, exaltada.- ¿Y cuál de los dos es? Porque ella siempre habla de dos. Uno que tiene nombre de chica y otro…que no me acuerdo cómo era…

Su rostro palideció completamente, como si hubiese muerto en el momento en el que escuchó que su madre hablaba sobre él.

-Tobías.-respondió, en un hilo de voz.

-¡Eso! ¿Ese es usted?

Asintió levemente, semejando no tener fuerzas. Simplemente aquel lugar, el oír hablar de ella, de Lucy, le consumía de una manera asombrosa. Confieso que me inquieté al verle así.

-La verdad es que me deja de piedra. Todos los del hospital creíamos que, ya sabe, que eran imaginaciones suyas. Y ahora está aquí, frente a mí.-se rió.-La verdad es que debería tener cuidado con ella, es bastante obsesiva, no sé si le han contado. Pero bueno, las personas que están aquí, por algo es ¿no?

Quizás fue el hecho de dudar de su existencia, o el de irse de la lengua en un momento tan delicado, aunque seguramente fue el de tratar a su madre como si fuese un animal que hizo que Tobías apretase sus puños con fuerza y golpease con ellos el mostrador, provocando un estentóreo ruido que hizo romper por un momento la calma que reinaba en los alrededores. La enfermera se echó hacia atrás asustada.

-¿Sabe lo que le digo?-le escupió, amordazando su ira.-Que cierre la puta boca, que hace menos daño a la vista.

Dicho esto, se dio media vuelta, indignado, caminando a paso ligero para intentar alejarse lo más posible de los gritos de aquella mujer, con los cuáles le reprendía su acción y su lenguaje. Intenté situarme a la altura de él, y no le quité ojo, algo asombrada por su comportamiento. Escuché que resoplaba furioso por la nariz.

-Que te follen.-murmuró entre dientes, despidiéndose así de la enfermera.

En cuanto se hubo calmado, nos pusimos ambos a buscar por la habitación. Noté que sus ojos recorrían cada uno de los recovecos de las paredes de aquel pasillo, con nerviosismo. Pronto encontramos el sitio. Aquel número se alzaba encima de la puerta, haciendo que lo recuerdos acudiesen a la mente de Tobías, dañándola, rajándola. Desesperación, sangre, impotencia… El hecho de entrar por aquella puerta y ver que la mujer que le dio la vida no sabe ni siquiera quién es. La ansiedad agolpó con fiereza su pecho en aquel momento, creándole una fuerte opresión que le hizo toser de nuevo, agarrándose la camiseta.

-A la mierda.-gruñó, girándose hacia la entrada.

-¿A dónde vas?-le agarré por un brazo.

-No puedo, Emily, joder, no puedo.

-Sí que puedes. Tranquilízate, ¿quieres?

-Déjame.-intentó soltarse.

-No hemos venido para nada.-tomé su rostro entre mis manos, haciendo que me mirase.-Te dije que estaría contigo. Y no te voy a dejar solo.-intentó desviar la mirada, pero moví las manos bruscamente.-Mírame.-le ordené. Lo hizo. Sus ojos reflejaban una profunda amargura.-Voy a estar contigo. Si te encuentras mal nos vamos. ¿De acuerdo?-asintió, resignado.

Opté por soltarle. Mis dedos se aferraron a su muñeca y volvieron a conducirla hacia la puerta de la habitación. Noté en mis sensibles yemas lo rápido que latía su corazón. Suspiró hondo, expulsando el aire por la boca, intentando tranquilizarse. Al hacer girar aquel picaporte, su mundo se vino abajo tras él. La miró anonadado, atemorizado, sobresaltado. Simplemente, era ella. Caminó hacia delante, sin dejar de mirarla. Le solté la muñeca, dejando que pudiese moverse. Lucy se encontraba sentada en la cama, mirando por la ventana completamente ajena a nuestra visita. Su cabello castaño le llegaba hasta la cadera, y sus mechones dormían entre las sábanas. Un débil humo blanco salía de un cigarrillo que portaba en sus manos, al cual le daba una calada de vez en cuando, provocando el sonido de un leve soplido. Seguramente buscaba algo de sol en aquel día nublado, pero las nubes no dejaban que lo viese. Tobías, que había estado completamente en silencio, se atrevió a llamar su atención idénticamente igual que la última vez que se vieran:

-M…Mamá…

Giró la cabeza suavemente, sin inmutarse al verle. Dejó descansar su cigarro en un cenicero que había encima de la mesita mientras sus dos ojos azules se clavaban curiosos en él y recorrían su cuerpo en su totalidad, una y otra vez, intentando buscar un rasgo conocido. Se mostró algo desconfiada, con lo que se aferró con fuerza a una almohada vieja, sucia y carcomida que descansaba sobre sus piernas, tapadas por un pijama blanco.

-Eres muy guapo.-contestó, con voz casi infantil.-Te pareces a mi hijo.

Tobías se mordió los labios. No obstante, recordó mis palabras y se colocó de cuclillas a su lado, mirándola desde abajo. Su expresión semejaba dulce y apaciguada.

-Mamá… s…soy tu hijo.-su voz delataba su nerviosismo.-Tobías… ¿te acuerdas de mí?

Ella le miró recelosa de arriba abajo de nuevo. Alzó una ceja, indicando su desacuerdo.

-Tú no eres Tobías.-respondió, convencida, estrechando la almohada contra su pecho.-Tobías es un niño.

-Escucha… ¿sabes cuántos años han pasado desde la última vez que nos vimos?-le apartó suavemente el pelo de la cara.-Diecisiete. Eso…eso es mucho tiempo. He crecido mucho desde entonces… ¿entiendes?

Ella le miró de arriba abajo con recelo, sin haber escuchado sus palabras. Aún así, asintió levemente un par de veces. Sus palabras, sin embargo, sonaron contradictorias.

-Pero tú no eres Tobías.

Él suspiró fuertemente, sin saber qué hacer. Aún así, siguió mirándola atentamente a los ojos, como si pudiese hacerle ver que su niño se encontraba escondido dentro, en algún lugar de su escaso brillo.

-¿Cómo quieres que te lo demuestre?

Lucy se encogió de hombros. Retrocedió un poco hacia atrás, aferrándose a la almohada, como si le tuviese miedo. Tobías respiró hondo. Aún así, no pudo evitar ponerse nervioso.

-Tienes que creerme, mamá. Tienes que creerme.-rebuscó en el bolsillo de su pantalón, del cual sacó su cartera de cuero desgastada por los años. Dentro de ella, en uno de los compartimentos, había una foto doblada. Se la entregó.-Mira, toma. La única foto que nos sacamos juntos. Nos la sacó mi padre pocos días antes de morir. Tenía yo 6 años. ¿Quién coño crees que estaría interesado en una foto medio desenfocada, en blanco y negro aún por encima y llena de polvo y mierda? Nadie, joder. ¿Por qué iba a mentirte?

Miró atentamente la foto, sosteniéndola con una mano, sin dejar de agarrar la almohada. Tras hacerlo, la dejó en la cama bruscamente, como si no estuviese del todo convencida con su argumento. La miré de reojo. En ella aparecía Tobías al lado de su madre, mostrándose tímido ante la amplia sonrisa de ella; en efecto su aspecto no parecía de personas bien avenidas. Realmente había algo en aquella foto que lograba desgarrarme. Lucy volvió a mirar a su hijo detenidamente, sin el recelo anterior. Quizás lo que había ahora dentro de ella era pena; ambos se necesitaban mutuamente. Seguramente fue eso lo que la hizo seguirle el juego.

-Tobías.-murmuró, mirándole.

Su mirada comenzó a volverse vidriosa, como si tuviese a punto de llorar. Sin duda estaba tremendamente emocionado.

-Mamá.-su voz sonaba temblorosa e incrédula.

Sus dientes contuvieron el impulso de abrazarla mordisqueando los labios. Bajó la mirada. Seguramente, no se esperaba aquella respuesta por su parte. Un par de lágrimas me demostraron que Tobías había descubierto, al igual que yo cuando nació mi primer hijo, lo que se siente al llorar de felicidad. O tal vez solo era nostalgia. Lucy, al ver cuánto le había afectado, posó una mano en su hombro. Se miraron mutuamente a los ojos de nuevo, como intentando reconocerse mutuamente. La mano de ella palmeó suavemente a su lado; en respuesta, él se sentó en el lugar que le había indicado, resignado. Le escuché tragar saliva de nuevo, mientras las manos de su madre rebuscaban en la mesita el pitillo que había dejado en el cenicero para rescatarlo dándole una calada.

-¿Puedo fumar uno?-preguntó Tobías señalándolo.

Lucy asintió en respuesta. Del bolsillo de sus pantalones sacó entonces una cajetilla de tabaco, de la cual extrajo un cigarrillo, que agarró entre dos de sus dedos.

-¿Tienes fuego?

Ella abrió un cajón de su mesita y cogió un mechero blanco. Tobías lo colocó entre los labios, mientras el humo comenzaba a salir de la punta quemada. Sus mejillas se consumieron al aspirar fuertemente. Cuando aquella llamita se retiró, tragó el humo muy rápidamente, intentando sentirlo dentro de sí.

-Gracias.-musitó apagadamente aguantando la respiración. Posteriormente, dejó salir el humo muy suavemente, expirando despacio.

Le miró curiosa, sin dejar de chupar también el filtro de su cigarro. Era como si le inquietase la forma de fumar de su hijo. La verdad es que a mí también. Podía hablar durante bastante tiempo sin soltar el humo, sin respirar. Se echó un mechón de pelo hacia atrás de la oreja, nervioso, sin dejar de mirar a Lucy.

-¿Recuerdas la guitarra que me regalaste, mamá, cuando cumplí los ocho?

Ella le miró, completamente serena. Asintió.

-Aprendí a tocarla.-prosiguió, sonriendo.-Un día te la traeré para que veas.

-Me gusta mucho la música.-sonrió ampliamente.

-Entonces seguro que te gustará.

Tobías la miró, quizás no plenamente feliz pero sí con ternura y satisfacción. Ella fijó su mirada en sus manos, cuyos huesos acariciaba una y otra vez. Sujetó el pitillo en la boca, mientras dejó que sus dedos recorriesen ambos brazos. Su mirada parecía curiosa, mas vislumbraba algo cercano, conocido, en aquel tacto. Se acercó a él mientras palpaba efusivamente su clavícula. Los deslizó entonces hacia su pecho, y allí los detuvo, mientras exploraban cada uno de sus rincones. Tobías esbozó una dulce sonrisa al verla. Comenzó a respirar muy lentamente, provocando un leve sonido al coger aire por la nariz, con el propósito de que lo notase. Ladeó su madre la cabeza, como si fuese completamente nuevo para ella. En aquel momento se abrió la puerta. Lucy giró la cabeza bruscamente, apartando las manos del cuerpo de él y colocándolas sobre su cigarrillo completamente consumido. Tobías se apresuró en apagar en suyo en el cenicero al percatarse de que la nueva visitante era una enfermera morena que sostenía una bandeja con comida.

-La cena, Lucy.-murmuró, mientras la posaba sobre una mesa camilla que había junto a la cama.

Dicho esto, se apresuró en irse. Ella miró la bandeja con expresión nula en su rostro. Luego, miró a Tobías.

-Cómela tú.-le dijo, asintiendo para reafirmarse.

-Mamá,-respondió él, algo perplejo por su reacción.-es tu cena.

-Estás muy delgado.-miró su cuerpo de nuevo, con angustia en la voz.

-Estoy bien, de veras. Come, yo no tengo hambre.

Negó con la cabeza, nerviosa.

-Tobías, sabes lo que pasará si no comes nada, ¿verdad? ¡Van a volver a decir que estoy loca y os van a llevar a ti y a tu hermano!-se volvió a aferrar a la almohada.- ¡No quiero perderos! ¡¡No quiero perderos!! ¡Sois lo único que me queda!-rompió a llorar, agarrándose el pelo, arrojando al suelo el pitillo.

-Mamá, tranquila.-le agarró de los hombros, haciendo que se girase hacia él.-Tranquila.

-¡No quiero! ¡Me volverán a coger y…y me llevarán a ese sitio horrible! ¡Horrible! ¡No quiero ir al sitio horrible!

Tobías me miró a mí esta vez. Su expresión parecía serena a pesar de la situación.

-Llama a la enfermera.-murmuró.

No escuché con claridad sus palabras, pero comprendí lo que quería decirme leyéndole los labios. Salí apresurada, chillando para que alguien viniese. La que le había ido a buscar la cena ya estaba demasiado lejos, pero un enfermero que pasaba por allí se acercó. Al ver a Lucy desquiciada, agarrándose el pelo y repitiendo sus palabras como si de una letanía se tratase, corrió a buscar un medicamento. Volví a acercarme a ellos.

-¡Tranquilízate!-él también comenzaba a alterarse.- ¡No me van a llevar a ningún sitio!

-¡Eso es porque no eres Tobías! ¡Lo sabía desde el principio! ¡Seguro que tú te lo has llevado! ¿¡Qué le habéis hecho a mi niño!?

Se quedó en blanco durante un momento, un breve instante en el que se dio cuenta de que ella sólo había estado fingiendo; realmente era todo como desgraciadamente lo recordaba: un desconocido, eso es lo que era. Un hombre que se había sentado a su lado y le había intentado convencer de que era aquel pequeño de 9 años que hacía años que había perdido. Quizás para poder calmar ambos su dolor le siguió la corriente, quiso creer que aquel chaval demacrado y enfermizo era en realidad su hijo, se esforzó por hacerlo, por poder hacer que su conciencia se callase al fin tras años de remordimientos. Pero no podía engañar eternamente a su mente. Llegó el enfermero, portando una aguja y unos algodones cuando las fuerzas de Tobías amenazaban con abandonarle por completo. En cuanto Lucy se percató de la nueva persona que había entrado, se retorció con todavía más ahínco, rehuyendo de él. Tobías tomó su rostro blanquecino y arrugado en sus manos. Su melena casi grisácea caía sobre sus hombros, arropando su expresión de absoluto pánico. El enfermero se sentó a su lado.

-Mamá,-dijo, con voz velada.-mírame.-ella intentó apartar la cara, pero las manos de Tobías la aprisionaron.-Mírame. No te va a pasar nada. No te van a llevar a ningún sitio horrible. Ni a mí ni a mi hermano nos van a apartar de ti. ¿Entendido?

La aguja comenzó a clavarse en uno de sus brazos. Quiso escapar de nuevo, revolviéndose en los brazos de su hijo. Él no cejó ni un instante. “Tranquila” susurraba reiteradas veces, mientras observaba de reojo los progresos del enfermero. No tardó en retirarla, tapando posteriormente la zona del pinchazo con un algodón pegado con gasa. Lucy dejó de moverse. Se limitó a observar a su hijo inmóvil, casi sin pestañear. Tobías le devolvió la mirada, preocupado. La abrazó con todas sus fuerzas, escondiendo el rostro en su hombro. Era como si fuese una estatua de cera, pues ni siquiera le envolvió en sus brazos. Se limitó a clavar los ojos en la pared, completamente rígida. Él la besó en la mejilla, con muchísima impotencia.

-Tobías nunca me abrazaba.-murmuró, con voz monótona y apagada.

-Quizás era porque tú tampoco le abrazabas a él.-se mordió los labios.

Se separó de ella, muy suavemente, como si temiese romper algo extremadamente delicado. Al verla en su estado, suspiró profundamente, intentando reprimir las lágrimas. Lucy apoyó su cabeza en el hombro de su hijo en un movimiento seco, sin dejar de mirar hacia la nada. Él me miró de reojo, sin saber cómo actuar, qué decir, pidiéndome consejo. La verdad es que yo tampoco sabía. La entrecortada, y a la vez honda respiración de su madre ronroneaba en sus oídos. La miró de reojo, con ternura, con nostalgia, con tristeza. Unos susurros saliendo de aquellos labios sin vida ensordecieron la sala.

-Tobías, no llores. Por favor, no llores, que lo vas a despertar.

Su rostro se tornó pálido. Al estremecerse, la cabeza de Lucy se sacudió débilmente, aunque seguía enfrascada en sus palabras, las cuales repetía con voz dulce. Volver al pasado, al pasado del que tanto había huido, que tantísimo daño le había provocado en su alma marchita, en sus destrozadas muñecas, en su frágil mente. Seguramente, volvía a sentirse en aquella casa, al pie de la cama de su hermano, viendo cómo se moría, sin poder hacer nada; tan solo esperar y rezar para que no sufriese tanto aquella noche y al menos él pudiese conciliar el sueño.

-Tobías, joder, te he explicado que si te oye llorar se va a poner peor.-murmuraba reiteradas veces.-Por favor, Tobías, por lo que más quieras. Deja de llorar.

Se mordió los labios, escuchando las palabras de su madre. En aquel momento era él el que se había petrificado. El único movimiento que le vi ejecutar era el de tragar saliva, que se reflejaba en las convulsiones de su nuez. Sentí que era el momento de sacarle de allí, aunque no tuviese fuerzas para pedírmelo.

-Tobías.-le dije, inclinándome hacia él.-Es tarde. Deberíamos irnos ya.

Asintió, algo agradecido. Abandonó su rigidez y se giró hacia su madre, para poder mirarla a los ojos. Le acarició los brazos, intentando infundirle tranquilidad.

-Tengo que irme, mamá.-susurró muy suavemente.-Pero voy a volver pronto, te lo prometo.

Ella perdió la mirada en el verde intenso que coronaba el iris de su hijo. Ladeó levemente la cabeza, con la boca entreabierta, respondiéndole:

-¿Vas a jugar con tus amigos, amor? Vuelve antes de que se haga de noche. Estará lista la cena en nada.

Tobías no encontró fuerzas para responderle. Cerró con fuerza los ojos y respiró hondo, al tiempo que se levantaba. Se dirigió veloz a la puerta, siendo seguido por mí. Igualmente, no pudo evitar echarle un último vistazo a su madre, tan herida por el tiempo, que clavaba la vista en la pared. En cuanto cerramos la puerta, sintió que algo se moría dentro, y suspiró muy dulcemente para poder echarse a llorar. En ese instante, fue interrumpido por un señor de unos 50 años, alto, con algunas canas en el cabello, que se detuvo ante él.

-¿Es usted…Tobías Cargill, el hijo de Lucy?-preguntó, habiendo dudado en su nombre.

-Sí.-contestó él, sin apenas voz.

-Soy el médico de su madre, el doctor Peterson. Querría hablar con usted en mi despacho, si no es mucha molestia.

Tobías negó con la cabeza. Posteriormente, ambos seguimos al doctor hasta donde nos había indicado. Aquel era un estudio bastante amplio, con diagramas, fotografías y mapas conceptuales sobre psiquiatría. En cuando se hubo situado tras su escritorio de caoba, nos pidió a Tobías y a mí que tomásemos asiento en unas mullidas sillas granates.

-Verá, señor Cargill,-comenzó a hablar, revisando sus papeles.-su madre padece de esquizofrenia. Estamos medicándola al menos para que no sufra demasiado cuando sufre los ataques, pero…usted podría costearle un tratamiento más potente. Aproximadamente 1.500 dólares le costaría.

-¿Para eso me quería?-gruñó.-No tengo esa pasta.

-Seguiremos entonces con el tratamiento al que está ahora sometida hasta que usted esté preparado.-Tobías le miró con sorna.- ¿Qué puede contarme del otro niño…?-rebuscó en el informe.-Jesse.

-Era mi hermano. Murió cuando yo tenía 9 años. Él tenía 4. –respondió de forma apagada.

-¿Su madre tuvo algún comportamiento extraño con él o con usted antes de que muriese?

-No. Antes estaba perfectamente.

¿Cuánto tiempo hace que no la ve?

-17 años.

-Ahá. Y… ¿por qué no ha venido hasta ahora?

Fue entonces cuando Tobías optó por levantarse del asiento, dolido, abrumado por las preguntas, deseando romper a llorar. Apoyó los puños en la mesa, ante el asombro del médico. Seguramente estaría deseando soltarle cuatro palabras fuertes que hiciesen retumbar el hospital, pero el dulce recuerdo de su madre le hizo amordazarlas.

-Lo siento, tengo que irme, se me hace tarde.-murmuró, sin mirarle.

Le acompañé a la puerta, posando la mano en su espalda. “Recuerde mi propuesta, señor Cargill” le espetó Paterson antes de que pudiésemos salir del despacho. Lo único que pudo hacer al respecto Tobías fue resoplar en desacuerdo.

Entre los muros del aparcamiento, todo se vislumbraba más gris que de costumbre, ignoro si serían nubes de humo, de lluvia o de sufrimiento. Aún así, era inevitable poder coger aire sin respirar la libertad que produce la soledad. Los que llegan, están apresurados por entrar; los que se van, están apresurados por salir. Allí era uno de los pocos lados que tienes a mano en un hospital en los que puedes intoxicarte a gusto de tristeza. Tobías, en cuanto se vio fuera, se arrimó a uno de los muros en una esquina, rehusando ser visto. Fue entonces cuando dejó que aquellas nubes descargasen su amarga agua en sus ojos. Se tapó la cara con las manos, y comenzó a gemir de desesperación. Me acerqué a él.

-Has sido muy valiente, Tobías.-le acaricié la frente, para apartarle el pelo.-Muchísimo.

En otra ocasión, quizás le habría prohibido llorar, intentando calmarle, pero no pude hacerlo entonces. Simplemente lo cogí de la mano y me coloqué a su lado, haciendo que ambos nos sentásemos a ras del suelo. Los sollozos traían consigo unos intensos escalofríos, como olas que rompen en las rocas. Quise de verdad susurrarle palabras que le tranquilizasen; me abstuve. Después de escuchar a su madre rogarle que no llorase, comprendí que era lo que más necesitaba en aquel momento. Le miré a los ojos, y vislumbré en ellos el triste brillo azulado que residía en los ojos tristes del ángel que había pintado en el cuadro.

Al día siguiente, recuerdo ir a visitarle a su casa, tras una intensa noche que apuesto que ambos pasamos en vela. Llamé al timbre, sin ni siquiera estar segura de si hacerlo. La verdad es que ardía en deseos de poder ver cómo estaba. Era obvio que la visita a su madre le había afectado, al igual que la última vez que había ido. Aunque esperaba no encontrármelo en el suelo, sin vida, acunado por un río de sangre, habiéndose dejado llevar por la fuerte corriente del sufrimiento, la desesperación, la tristeza, la melancolía más pura. Si me hubiese encontrado su pulso desgarrado por el filo dentado de su navaja, no sé qué habría hecho. Un ángel no podría permitirse perder a uno de sus protegidos. La puerta se abrió lentamente, dejándome entrever a un Tobías demacrado, con ojeras bajo sus ojos verdes, acariciándolos. Se apoyó en una pared temblando.

-Hola, Em.-murmuró, sonriéndome.

-Hola.-sonreí. Seguidamente, me abracé a él con suavidad.- ¿Cómo estás?

-B…Bien, muy bien. ¿Y tú?

Le aparté suavemente, haciendo que me mirase.

-Has titubeado.

-Te estoy diciendo que estoy bien, Emily.-respondió, cogiendo la cajetilla de tabaco del bolsillo. Uno de los pitillos se resbaló de sus dedos corazón e índice y cayó al suelo, aunque los acercó a la boca sin darse cuenta.

-No, no estás bien.-dije, nerviosa, tomando su rostro entre mis manos.- ¿Has vuelto a meterte?

Se inclinó ligeramente hacia delante y comenzó a toser profundamente, como si estuviese arrancando de sus entrañas veneno corrosivo; aquel que ponía en jaque a su mente y rasgaba su alma con la mayor crueldad imaginable, fríamente, pero con dolorosa lentitud, terminando con una vida deshilando lágrimas y penas hasta terminar vaciando el corazón de sentimientos. Negó con la cabeza para contestar a mi pregunta.

-Coca no.-murmuró.

-Entonces…

-Caballo.-volvió a aferrarse a la pared, sin respuesta por parte de sus piernas.

Le agarré por los hombros con fuerza, clavando en ellos las uñas. Le miré a los ojos incrédula, intentando escucharle desmentirlo, decirme que era una broma. Quizás, esperando que fuese un mal sueño, pero no sucedía. Seguía clavando en mí sus ojos apagados, sin apenas vida, parpadeando despacio. Sus manos completamente mórbidas sujetaban el resto del cuerpo con la ayuda de la pared blanca. Respiraba de una forma profunda y pesada, como si una perpetua opresión en el pecho le impidiese ejecutarla con normalidad. Simplemente, era cierto.

-¡¿Estás loco o qué coño?!-le reprendí, con tono acusador.

-El tipo no tenía coca.-se excusó.

En ese momento se desplomó en el suelo, como si su vida se hubiese escapado por la puerta, todavía entreabierta. Me arrodillé a su lado y grité su nombre. Coloqué una mano en su nuca empapada en sudor, intentando que siguiese manteniendo contacto visual conmigo. Entreabrió los ojos. Era como sostener en brazos una vela que se apaga, cuya cera ni siquiera es capaz de quemarte los dedos, pues golpea ya fría el suelo. Intenté sostener su cabeza de tal modo que no se le dificultase la respiración. Escuché un leve ronroneo que salía de su boca.

-¿Estás bien?-contuve mis lágrimas todavía sin querer creérmelo.-Joder…-murmuré.

Asintió muy suavemente, mientras intentaba incorporarse. Le ayudé colocando una mano en su espalda y otra en su pecho. Sentí golpear su corazón contra mi mano con fuerza.

-¿Por qué lo haces?-susurré, mordiéndome los labios.

-No me reconoce, Emily, no me reconoce.-respondió, con voz quejumbrosa, mientras se enderezaba.-Y nunca me va a reconocer.

No pude soportarlo más. Me aferré con fuerza a sus costados y hundí la cabeza en su pecho. Rompí en llanto, con el impulso súbito con el que alguien tira un vaso con violencia al suelo y deja que sus pedacitos cortantes se esparzan por toda una estancia. Comencé a gemir dolorosamente. Él no podía hacerse eso, no podía hacerme eso. Sentí su barbilla apoyada levemente en mi hombro. Sus temblorosos brazos me envolvían con mucha ternura. ¿Acaso la frialdad de la droga le había permitido salvar de su influjo un solo sentimiento, que estaba derrochando conmigo? Junté mis ambas filas de dientes con rabia, y a la vez con infinita tristeza. Le estaba perdiendo.

-Emily, no llores. No llores por mí.-me dijo, mientras me abrazaba.-Un día amaneceré muerto y ya se acabará todo.

Algo estalló dentro de mí. Quizás el recuerdo de todo lo que había tenido que sufrir para poder estar con él en aquel momento. Toda mi lucha por mantenerme con vida. ¿Él pretendía abandonar toda esperanza? Tanto había intentado conservar ese bien preciado que Dios nos había otorgado, ¿acaso quería deshacerse de él? No podía permitirlo. Entonces fue cuando, en un impulso ciego, lleno de ira, me aparté de él y le arreé un bofetón, con la mano completamente tensa.

-¡No vuelvas a decir eso!-chillé.- ¿¡Me oyes!?

Tobías cayó de rodillas en el suelo de nuevo, palpándose la mejilla con una mano. Bajó la cabeza. Se inclinó hacia delante. No pude volver a verle los ojos. Me di cuenta entonces de mi error.

-¿Tobías?

Me arrodillé enfrente de él, acercándome cada vez más a él gateando para que pudiese sentir mi presencia.

-Perdóname.-susurré, muy cerca de su rostro.

Movió la cabeza hacia los lados, temblando. Volví a abrazarle. Necesitaba paliar su frío, y con él el mío. No dije nada más; ni lo consideraba oportuno, ni tenía fuerzas para ello.

-No sé qué hacer con mi vida.-musitó, con voz quebrada, tras un rato.

-Tienes que dejarlo.

-No puedo.

-Sí puedes.-me separé suavemente de él y le acaricié la mejilla. Aún la tenía ardiendo.-Yo voy a ayudarte.

Volvimos a mirarnos a los ojos. Él se agarraba los brazos con fuerza, frotándolos con las manos.

-Soy tu ángel, ¿sabes?-dije.

-Mi ángel…-repitió, en un hilo de voz.

-No hace falta que lo comprendas, sólo que lo sepas.-sonreí cálidamente.

Las palabras que Klaus había dicho sobre mí lograron reconfortar por un momento a Tobías, ignoro si el efecto de la droga tuvo algo que ver. Le cogí de la mano y le ayudé a encaminarse a su habitación.

Aquel ángel experto, magullado de tantos golpes que la vida le había brindado, intentaba que su compañero malherido se aferrase a él. Llegaría un momento en el que sus ojos verdes agotasen todas las lágrimas que pudiesen derramar. Aquellas heridas que coronaban su cuerpo, su débil pecho, sus costados, su vientre, su cuello, sus brazos, antebrazos, mismo su boca, sus mejillas, sus manos, derramaban tantísima sangre todas y cada una de ellas que era imposible saber en cuál centrarse. Sus alas resquebrajadas, rotas, desfiguradas, eran incapaces de dejarle emprender el vuelo por sí sólo. El ángel salvador no se daría por vencido, a sabiendas de que el otro era un caso perdido. Algún día, llegaría a él una ráfaga de viento cálido que le curaría las heridas y le enseñaría a volar.