jueves, 20 de agosto de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas. Capítulo XIV- ¿Cuánto cuesta una vida?


Los primeros añitos de vida de Amy, al contrario de los de los gemelos, fueron como un paseo. Lo peor fue alguna que otra visita al hospital por lo del asma y tal. La mayoría de esas veces me asolaban los pensamientos negativos de que iba a perderla. Una vez recuerdo que habían tenido que ingresarla en el hospital, cuando tenía 6 o 7 meses, como medida preventiva, pues sufrió de insuficiencia respiratoria. Todo ese tiempo pensé que me daba algo. El día en el que la ingresaron, le monté un escándalo a Terry en casa, repitiéndole una y otra vez: “¡Que se me muere! ¡Que se me muere!” Pero todo se quedaba en un susto.

Por las noches, cuando la pequeña lloraba, ya no tenía que ir yo, por muy cansada o mal en general que estuviese, a atenderla siempre. Muchas veces, Terry me susurraba al oído: “Ya voy yo”, aunque algunas veces ni siquiera me enteraba si lloraba o no de lo agotada que estaba.

Él era un padre excelente. Para qué engañarse, era prácticamente perfecto. Aunque a veces era demasiado modesto o demasiado introvertido, y a veces callaba demasiadas cosas; y como lo calentaras demasiado en una discusión, se ponía como una hiena. Todos tenemos defectos, eso es cierto, pero aún así era inimitable. Cuando estaba con él me sentía alguien; no como con Robert, que hacía que me sintiese como una mierda, o como con Josh, que él era tan inteligente y tan tal que a veces hacía que me apocase. No, Terry era un igual. Siempre había sido mi mejor amigo, siempre me había comprendido y escuchado mejor que nadie. Aunque a veces me preguntaba si lo que realmente sentía por Terry era algo mucho más intuitivo, salvaje e indomable que una simple amistad.

Adrien cumplió los 18 y se marchó a la universidad, como yo siempre deseé. La despedida fue muy emotiva. Todos llorábamos como fuentes, sobre todo yo, que perdía a mi pequeño. La verdad es que aquel mozo no tenía nada que ver con aquel niñito que lloraba en una esquina en el patio del orfanato.

Todos aquellos años transcurrieron sin incidentes. Pero como era de esperar, a las épocas de felicidad le siguen las épocas de depresión y tristeza. Y esta vez no iba a ser menos. Pero ahora me había metido en una espiral de amargura y sufrimiento de la que no iba a volver a salir. Nunca más.

Todo comenzó un día cualquiera. Por la mañana estaba profundamente dormida boca abajo en la cama. Terry había ido ya a trabajar y entonces tendría que levantarme yo para hacer lo mismo que él y dejar a la niña, que ya había cumplido los 5 años, en el cole. Pero se me olvidó. Permanecí tumbada, soñando con los angelitos, a pesar de que el sol que se entreveía por las mirillas de las persianas me arañaba la cara. De repente, noto una mano pequeñita en mi espalda. Y una voz. “Mamá, mamá. Despierta”. Era Amy, la reconocí enseguida. Seguramente pensando que era sábado, enderecé un poco el cuerpo, busqué su cara con una mano y, en cuanto la hube encontrado, la acerqué a mí y le besé muy fuerte en la mejilla. Acto seguido, volví a caer en la cama dormida mientras murmuraba:

-Déjame dormir un ratito más, mi amor. ¿Sí?

-¡Pero mamá!-gritó Amy mientras me seguía moviendo de un lado para otro- ¡Voy a llegar tarde!

¿Llegar tarde? ¿A dónde? Entonces fue cuando hice cuentas: lunes, martes, miércoles… ¡Estábamos a jueves, no a sábado! Error tonto que se suele cometer cuando el cansancio le gana la batalla a la coherencia, el deber y al almanaque. Eché las sábanas para atrás apresurada mientras chillaba:

-¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

Amy se asustó un poco, pero es que mi comportamiento era normal en aquella situación. Mientras iba hacia el armario, le dije:

-¡Cariño, vístete ya!

Ella así lo hizo. Se fue corriendo a su habitación. Cuando volvió ya tenía puesto su camisita y su vestidito rojo por encima. En cuanto me hube vestido, la peiné, le hice una coleta anudada con un lacito a un lado de la cabeza y bajamos las escaleras a toda velocidad.

-Pero mamá, ¿no desayunamos?-dijo, jadeante, agarrándome de una mano y sujetando de otra la mochila, que la tenía en la espalda.

-No, ya comerás más después.

En cuanto nos hubimos metido en el coche, arranqué y no dudé ni un segundo en pisar el acelerador a fondo. Pensaba en la bronca que me iba a caer del gilipollas del jefe, tal y como era. Tenía miedo de que me recortase el sueldo, o me despidiese. En cuanto llegamos al colegio, me giré hacia Amy. Le vi el rostro encendido y caliente como el fuego, y tenía la respiración agitada y forzosa, que la escuchaba yo desde el asiento del conductor, estando ella atrás. Malditas prisas, me había olvidado de que Amy era asmática y había puesto en peligro su delicada salud. Me sentí como la peor madre del mundo. Me desabroché el cinturón de seguridad del coche y me giré completamente para poder acariciarle la mejilla.

-Cielo, ¿estás bien?-pregunté, dominada por la preocupación.

Amy asintió. Aún así, le ardía la cara, lo noté enseguida. Pero lo que más me inquietaba era su respiración, cada vez más fuerte. Vi que sufría.

-Coge el ventolín de la mochila.-le ordené.

Ella así lo hizo. Sacó de un bolsillo exterior de la mochila el pequeño inhalador azul. Se lo arrebaté de las manos, presa del pánico, y lo agité. Le quité la tapa y eché una dosis al aire para comprobar si funcionaba. Acto seguido se lo acerqué.

-A ver, echa el aire.

Amy echó todo el aire en un golpe seco. Entonces le metí el inhalador en la boca.

-Respira fuerte.

Me obedeció. Comenzó a coger aire lenta pero fuertemente, dándome tiempo de subministrarle la dosis. Hecho esto, se lo quité.

-Aguanta un nadita sin respirar, cielo.

Ella asintió. Parecía tener mejor color, aunque le costaba mantener el aire. En cuanto pasaron unos segundos y el medicamento se hubo asentado en su cuerpo, le dije:

-Respira normal. Estás mejor ahora, ¿a que sí?

-Sí.

-Vamos a hacerlo otra vez, ¿vale?

Repetimos el procedimiento, aunque esta vez mi angustia era mucho menor, al ver que comenzaba a reponerse. En cuanto le vi ya buena cara, le dije:

-Ya tienes mejor cara. Anda, vete a clase. Y si te preguntan por qué llegas tarde, diles que fue por culpa de mami que se quedó dormida.

Amy se rió. Agarró su mochilita rosa y se la puso a la espalda.

-Dame un besito antes de irte.

Aceptó mi petición con una sonrisa y me besó en la mejilla. Adoraba cuando me besaba. ¡Eran unos besitos tan delicados y dulces! Se lo devolví plantándole un beso con mucha ternura en la frente. Ella era mi felicidad, todo por lo que yo vivía. Es mi única hija y la guardo dentro de mí como a un tesoro.

En cuanto salió del coche, todavía me dijo adiós con la mano un par de veces antes de meterse en aquel amplio y maravilloso colegio. En el momento en el que la perdí de vista, cogí un pitillo del bolso. No me gustaba fumar delante de ella. Lo encendí y arranqué para el trabajo.

Cuando llegué, me cayó una bronca de parte del jefe, eso no se puede negar, aunque no presté mucha atención. Luego me senté en mi silla, enfrente de mi humilde ordenador y de mi mesa de mercadillo. Y toda la mañana con la misma rutina: “Seguros “Happy House”, al habla Emily Gray. ¿Qué desea?”. Era prácticamente automático. Aunque en cuanto podía, me escabullía para fumar un cigarro fuera o encerrada en el baño. Quizás era ansiedad provocada por la monotonía, no sé, pero la verdad es que sí que fumaba muchísimo. Era apagar un pitillo y vender mi alma al Diablo por otro.

A las 14:30 salí de la oficina. Menos mal que no tenía más guardias aquel mes. Cogí el coche y salí disparada para el colegio. La pobre Amy me estaría esperando a la puerta, como de costumbre. Era en mayo, así que podía esperar allí por mí sin acabar mojada de pies a cabeza y con un resfriado que duraba días, semanas o incluso meses si le pillaba muy fuerte. Entró en el coche y comenzó a hablarme de qué había dicho en el colegio. La escuché con atención, aunque hoy por hoy no recuerdo qué me decía exactamente. Algo de unos dibujos que habían hecho sobre animales o no sé qué. En cuanto llegamos a casa se empreñó en enseñármelos. Subió las escaleras con rapidez, mientras gritaba:

-¡Vamos mamá! ¡Te los enseño en la habitación! ¡Sube!

Las tres o cuatro primeras escaleras las subí sin ningún tipo de problema, pero después comencé a sentirme cansada. Sí, cansada en aquellas escaleras que subía todos los días desde que habíamos comprado la casa. Aunque hacía al menos una semana o más en la que me encontraba un poco decaída, pero no tanto como aquel día. A la mitad de las escaleras parecía notar como si mi corazón intentase escapar por la boca. Entorné la cabeza hacia arriba. El recorrido parecía infinito. La escalera parecía no terminar nunca y perderse ante mis ojos salpicados por el sudor. El esfuerzo que hacía por respirar era tan grande que hacía que me doliese. Al final, y sin llegar a creérmelo de todo, conseguí llegar al piso de arriba, sofocada, tosiendo y a punto de desfallecer. Amy salió de la habitación y se acercó a mí.

-Mamá, ¿estás bien?-preguntó, un poco asustada.

-C…Claro, cielo.-respondí como pude.- No te preocupes… Vete a la… A tu habitación, que yo voy ahora.

Aunque la que me había preocupado era yo. Nunca me había pasado nada semejante. Realmente yo siempre había subido esas escaleras con agilidad, me preguntaba qué estaba pasando. Qué estaba pasando dentro de mí.

Aproximadamente a las 8 y media llegó Terry del trabajo. Yo estaba haciendo la cena. No es que estuviese muy acostumbrada a cenar, pero no iba a dejar que Amy se muriese de hambre. En cuanto entró, se dirigió a la sala de estar, donde nuestra hija estaba viendo los dibujos animados. Todos los días a las 8, no fallaba. Al cabo de un rato, más largo de lo que esperaba, Terry vino a la cocina. Se acercó a mí y me besó muy suavemente detrás de una oreja. El cuchillo que estaba utilizando para cortar las zanahorias me resbaló de las manos tal si fuese un pez. Me giré y le eché las manos al cuello.

-¡Hola, Emily!-dijo.

-¡Hola, Terry! Hoy vienes un poco más pronto que de costumbre.

-Me dejaron salir antes, eso es todo.

Cruzamos por un instante las miradas. Sonreí, aunque no conseguí sacarle a él ni la más mínima sonrisa. Me di cuenta de que estaba preocupado por algo.

-¿Qué te pasa?-le pregunté.

Le costó lo suyo decidirse a decírmelo, pero tragó saliva y se armó de valor:

-Amy me contó que te encontrabas mal por la mañana. ¿Es cierto eso?

Solté una carcajada nerviosa.

-¡Estos niños! Solo es que estaba un poco fatigada. Tampoco es para montar un drama de eso, ¿no?

-Quizás deberías ir al médico.

Lo solté. Me puse nerviosa.

-¿Al médico? ¡¿Al médico?! ¡No digas chorradas, Terry, joder!

-¿Por qué no? ¿Qué es lo que te da tanto miedo?

Miedo. Me daba miedo que me encontrasen algo. Me daba miedo que tuviesen que ingresarme o algo peor. Me daba miedo simplemente que de verdad estuviese enferma.

-¡Esto se me pasa! ¡Tampoco me voy a morir!-chillé.

-Tampoco te vas a morir porque te miren. Es que no sé, Emily…

Noté que estaba realmente preocupado. Simplemente para tranquilizarle y terminar la discusión, me acerqué a él y le dije, más calmada:

-Está bien, iré. Pero ¿a cuál voy?

-Vete a mi neumóloga. No es la más agradable del mundo, pero es lo suficientemente eficiente como para decirte qué te pasa.

-¿Está lejos?

-No, si quieres te acompaño…

-¡No!-dije, esta vez, nerviosa de nuevo- No hace falta. Co… Con que me apuntes la dirección en un papel, me sobra.

Me miró extrañado. Aún así, lo hizo sin contradecirme. Se lo agradecí. En el papel que me daba figuraba el número de teléfono de la consulta y la dirección. El precio por consulta no era excesivamente caro. Nos lo podíamos costear. En cuanto pude llamé para confirmar la cita. Según aquella mujer con voz de pito, el lunes a las 11:30 tenía que ir. Fue lo más parecido que sentí que había hecho a firmar mi sentencia de muerte.

Llegó el lunes como si fuese una mosca revoloteando hacia un montón de mierda. Me levanté de la cama, abrumada por el despertador, como si fuese una marioneta. Sin fuerzas, sin ánimo, sin voluntad. Aunque a veces me pasaba. Me dirigí a la consulta en coche, sin desayunar. Terry había llevado a Amy al cole, pues había cogido vacaciones. Aquel día yo había pedido permiso en la oficina, pues iba a faltar toda la mañana, y seguramente toda la tarde.

La consulta estaba en un hospital. Palidecí al entrar allí. Se respiraba la tristeza, la desesperanza, la enfermedad en cada persona coja, que tosía o que simplemente sollozaba sentada en un sillón o se paseaba nerviosa por el pasillo. Bajé la cabeza y me limité a seguir los carteles que me indicaban a dónde tenía que ir.

En la sala de espera había un montón de viejos que se me quedaron mirando, pensando que quizás me quedaban dos telediarios. Me senté en medio de ellos, intentando que no me afectasen sus miradas acusadoras. Cogí una revista y me entretuve un poco, pero sin dejar de pensar que en cualquier momento una enfermera saldría de la consulta y diría:

-Emily Gray.

Cuando lo oí, mi corazón pareció dar un salto. Era la primera vez que iba a una consulta de ese tipo, por lo que no sabía qué iban a hacerme y con qué me iba a encontrar. Intenté calmarme mientras colocaba la revista sobre el montón de la mesa donde la cogí. Luego, como si de un cordero que va hacia el matadero se tratase, me dirigí hacia el interior de la clínica, procurando respirar hondo y no caer desmayada, de los nervios.

La doctora era una mujer pelirroja, con muchas pecas sobre la nariz. Tenía los ojos pequeños y verdes. La enfermera que me acompañaba, me dejó allí, sin darme ni los buenos días, y le dijo:

-Ya está aquí la señora Gray.

Acto seguido, cerró la puerta bruscamente. A pesar del estruendoso portazo, la doctora no dejó de mirar atentamente a su ordenador. Me estaba ignorando por completo. No supe qué hacer, así que me limité a esperar en la puerta, mirando hacia abajo y esforzándome en seguir respirando hondo.

-Siéntese.-dijo, sin más previo aviso y sin apartar la vista de la pantalla del ordenador.

En cuanto me senté, me miró al fin. Sus ojos parecían escáneres que me observaban de arriba abajo, intentando buscar alguna tara en mi aspecto.

-¿Qué le pasa exactamente?-me preguntó.

“Si lo supiese, no estaría aquí”, pensé. Pero en vez de eso, e intentando expresar cortesía, le respondí:

-Pues que me encuentro un poco fatigada y con tos. Pero seguro que no es nada.

-Eso ya lo veremos.-musitó, no sé si en buen o en mal plan, mientras se volvía a girar cara el ordenador.-Ahora le haré unas preguntas para incluirlas en su ficha médica. Responda sinceramente, ¿entendido?
-Si, entendido.

-A ver… ¿Es usted fumadora?

Realmente odio que me hagan esa pregunta.

-Sí.

-¿Cuántas cajetillas consume al día?

-No sé, no las ando contando. Pero creo que entre una y dos.

-¿Tiene algún familiar con problemas pulmonares?

-No, que yo sepa.

-¿Ha sido sometida a alguna intervención quirúrgica?

-¡No!-no sé por qué me alteré tanto al oír aquella pregunta.- ¡Cielos, no!

-¿Ha sufrido algún episodio parecido a lo largo de su vida?

-No, no recuerdo ninguno. Igual, igual a este, no.

-¿Es una tos persistente…?

-Sí, creo. Dura un rato, unos minutos.

Vi que la doctora separaba las manos del teclado.

-Ahora, si hace el favor de quitar la camisa. Voy a auscultarla.

-S…Sí.-contesté.

Mientras la doctora se colocaba el fonendoscopio, yo dejé el abrigo y el bolso en la silla que estaba al lado de mi asiento y me desabroché la camisa como ella me había mandado. Me levanté y me fui a su lado. Me colocó aquel aparato, frío como la mano de la Muerte, en la espalda. Noté como los pelos de los brazos se me erizaban.

-Respira por la boca, fuerte.-ordenó.

Lo hice. Respiré creo que lo más fuerte que pude, tanto que a veces me parecía sentir que me temblaban las manos.

-Ahora tosa.-dijo.

-¿Qué tosa?-pregunté, girándome para mirarla.

-Pues sí. Haga un esfuerzo y tosa.

Así lo hice. Me salió una tos cavernosa y profunda. Era sin duda la misma de todos los días, pero no me había dado cuenta de lo realmente mal que sonaba. De repente, y sin más previo aviso, la doctora apartó bruscamente el fonendoscopio de mi espalda, sin ni siquiera decirme que dejase de toser como una boba. De repente, se plantó enfrente de mí sin que me diese cuenta, como si fuese un fantasma, y me dijo:

-Aparte las manos, que tengo que escucharle el corazón.

Lo decía porque tenía las manos cruzadas en el pecho para paliar el dolor que me había producido toser. Las quité de allí y dejé que volviese a ponerme aquella cosa horriblemente fría en contacto con mi piel.

-Respire hondo.-me ordenó otra vez.

Suspiré. Acto seguido, lo hice. La verdad es que estaba incómoda y cansada de estar allí encerrada. Tenía ganas de que me soltase lo jodida que estaba y que me dejase salir de aquel deprimente hospital de una vez para poder aspirar aire fresco. Observé a la neumóloga mientras repetía lo que me había mandado. Era difícil leer su expresión, pero parecía algo preocupada. Comencé a angustiarme. No había nada más desagradable que aquel silencio. En cuanto al fin hubo acabado y sentí que mi piel volvía a recuperar calor, ella se sentó en su silla y volvió a teclear en el ordenador.

-Vístase y siéntese.-dijo, con aquella frialdad que parecía caracterizarla.

Me puse la camisa, con todas las ganas de estar cubierta otra vez, y me senté en la silla. En el momento en el que lo hice, sentí que un cúmulo de nervios me paralizaba desde la barriga hasta el cuello, haciendo que mi cerebro solamente prestase atención a lo que la doctora iba a decirme.

-Señora Gray, seré franca con usted.-ahora hablaba mirándome a los ojos- No me gusta nada la tos que tiene, ¿me explico? Por lo tanto me gustaría que en un momento que tenga usted libre fuese en un momento a radiología para hacerse una radiografía de tórax y cuando tenga la próxima consulta se haga una espirometría. También agradecería hacerle una broncoscopia, por si acaso. Tendría que abonar algo más de dinero, pero no creo que le suponga ningún problema.-me pareció notar sarcasmo en sus palabras.

-No, no lo supone.

-Pues vuelva a pasarse por la consulta el día 14, ¿de acuerdo?

-De acuerdo.

Salí de la consulta lo más rápido que me dieron las piernas intentando no dar la sensación de estar huyendo. Tenía ganas de apartarme de aquel ambiente tan jodidamente depresivo y volver a mi casa, con mi niña, con Terry y olvidarme de todo. Mientras iba caminando por la calle, dirigiéndome a mi coche, me puse a pensar. ¿Broncoscopia? ¿Espirometría? ¿Qué era eso? ¿Qué iba a meterme en el cuerpo aquella bruja? Por mucho que intentaba no pensar en ello, no era capaz. Esos pensamientos rondaban en mi mente, hambrientos de mis sesos. Me di cuenta, gracias a una pequeña valla publicitaria que había en la calle y que tenía un reloj digital, de que eran las 3 de la tarde, es decir, me había comido toda la mañana encerrada en aquel deprimente hospital. Aún así, pensaba que iba a tardar mucho más. Si me iba ahora a casa me daría tiempo de comer algo calentito y no precocinado. Mientras conducía y hacía esfuerzos por centrarme en la carretera, las palabras de la doctora resonaban en mi cabeza como si fuesen las campanas de una Iglesia tocando para un funeral: “Seré franca con usted, no me gusta esa tos que tiene…” ¿Por qué no le gustaba? ¿Qué tenía de extraño? ¿Cómo sonaba? ¿Qué estaba yendo mal dentro de mí? Es increíble que, a pesar de haber vivido con ese cuerpo 29 años, no sabía responder a ninguna de esas preguntas. Llegué a casa.


En cuanto me di cuenta, estaba enfrente de la puerta, abriéndola todo lo rápido que podían mis manos. Entré en la cocina, y allí estaban Amy y Terry comiendo. Pescado con patatas, lo vi perfectamente, aunque se podía adivinar por la carita de asco que ponía Amy.

-¡Emily!-dijo Terry, mientras se levantaba de la mesa- ¿Ya has llegado?

-Sí.-respondí, un poco decaída.

-¿Todo bien?-me dijo, un poco más bajo para que Amy no lo oyese.

-Sí, lo que pasa es que me tengo que hacer unas pruebas.

-¿Qué pruebas?

-Una radiografía, una broncoscopia y una espiro…no sé qué.

-Espirometría.

-¡Sí! ¡Eso!

Había notado a Terry preocupado en cuanto le dije que me iban a hacer unas pruebas. En cuanto supo de cuáles se trataba, quedó más aliviado.

-Eso no es nada, Emily. No tienes de qué preocuparte. Una radiografía no hace ningún daño y la espirometría… ¡Le has visto a Amy hacer 50.000! Es simplemente soplar.

-¿Y la broncoscopia qué?

Terry se quedó callado un instante. No sabía qué decirme para tranquilizarme en aquel aspecto. Al ver que tardaba en contestar, me preocupé.

-Seguro que no es nada. Esas pruebas suelen ser gilipolleces.

No añadí nada más. Él había intentado tranquilizarme, pero yo comenzaba a imaginarme más y más aparatos dentro de mí y me asustaba. Cené algo. No demasiado, pues no tenía el cuerpo para comer, y nos fuimos a la cama. Pasado mañana iría a hacerme la radiografía, por lo que al día siguiente pediría cita. Mientras Terry dormía, me incorporé en la cama y puse el portátil encima de mis piernas, intentando no moverme demasiado como para despertarle. Lo encendí. Miré en Internet todo lo que pude sobre la broncoscopia. Me horrorizaba que llegasen a meterme un tubo por la boca y me lo deslizasen hasta llegar a lo más hondo de mis pulmones. En cuanto vi aquellas fotografías, comencé a palidecer. Realmente me haría falta mucho valor para enfrentarme a todo aquello, y mucho más para enfrentarme a lo que estaba por venir.

El día que fui a hacerme la radiografía tampoco acudí al trabajo. Evidentemente mi jefe me iba a matar, pero yo en lo único que pensaba era en hacer todas las pruebas de una vez y despreocuparme. No tenía ni idea de cuán preocupante era mi situación.

Llegué al hospital con ganas de nada. Le entregué a la recepcionista el volante firmado por la doctora y la pasta. Acto seguido, me senté en la sala de espera, como un autómata, esperando a que me llamaran, como un preso espera que lo ejecuten. Miré a mi alrededor. Estaba completamente rodeada de enfermos, lo cual hacía que me sintiese mucho más agobiada y nerviosa. A mi lado había una mesa, con unas cuantas revistas encima. Cogí una al azar, la única que no hablaba de salud, de médicos ni de enfermedades. No me importaba en absoluto cuál era la locura que la lunática de Britney Spears había hecho esta vez, pero por lo menos dejaba de pensar en mi inminente futuro. La leí sin prestarle demasiada atención, es más, a decir verdad solamente me digné a mirar las fotos. Todas prácticamente iguales y agrupadas en dos tipos: los que posan y a los que pillan por sorpresa, y vaya diferencia hay de unas a otras. Cada poco levantaba la vista y miraba el reloj que estaba colgado en la pared, casi enfrente de mí. Por un lado deseaba que mi nombre nunca fuese pronunciado por aquella gente, pero por otro quería acabar con todo aquello de una vez por todas y poder salir a fumar un cigarro. En cuanto la desesperación se apoderó de mí, comencé a leer en serio la revista para calmarme: “Recientemente Angelina Jolie ha declarado que no está embarazada, como varias fuentes han afirmado al ver que la actriz presentaba una barriguita prominente y…”. De repente, mientras procuraba no morirme de asco al leer aquellas estupideces, escucho una voz, que parece venir del inframundo:

-Veroniek Stephens, Shonna Brown, Gabriel Parker, Emily Gray.

Al oír mi nombre, levanté la cabeza bruscamente. Vi como dos mujeres, una de color bastante mayor y una rubia de unos 40 o 59 años, y un chico con la pierna escayolada se dirigían hacia un hombre joven, que llevaba una bata blanca y que los miraba como si fuese a juzgarlos por un crimen, o a castigarlos por sus pecados. Entonces, me di cuenta de que yo también tendría que verme las caras con esa especie de Demonio terrenal. Dejé la revista encima del asiento y me levanté silenciosamente, con la intención de no llamar la atención. Pero aquel hombre, en lugar de mirarme como a los otros, no pudo evitar posar su mirada como si fuesen un par de moscas en mis pechos y erguir una ceja en el acto. En cuanto me planté delante de él, salimos de la sala de espera.

A lo largo del pasillo había varias puertas blancas. El señor mandó meter en una a la señora, en la siguiente a la otra señora, y en la siguiente al chico. En cuanto se metieron, les dijo algo, a cada uno por separado, y cerraron las puertas. A mi me ordenó abrir la puerta contigua a la del chico. Era un cubículo minúsculo en el que sólo había un espejo, un perchero en la pared y una banqueta. Enfrente de la puerta de entrada, había otra puerta más. El joven, que en una placa que había en su bata ponía: “Enfermero Johnson”, estaba revisando unos papeles, al igual que había hecho durante todo nuestro paseo por el pasillo. Entonces, mirándome con picardía, dijo:

-Desvístase de cintura para arriba y espere a que le llame. No cruce la otra puerta hasta que se lo pida, ¿de acuerdo?

-Sí.

En ese momento cerró la puerta, dejándome a mí allí, al borde de la claustrofobia. En aquella habitación fría, sólo iluminada por una enervante y casi cegadora luz blanca. Me desabroché la camisa lentamente, mientras me miraba inevitablemente al espejo, como tenía por costumbre. En cuanto me encontré desnuda, me cubrí con uno de los batines que dan en los hospitales, el cual estaba colgado en la percha. Volví a mirarme al espejo. No me sentía cómoda. Sentía como si mi cuerpo y todo lo que en había pudiese ser descubierto. La verdad es que es un sentimiento extraño, pero me infundía tal debilidad que sentía como si fuese una muñeca de trapo.

Después de esperar un rato, por la otra puerta se asomó el enfermero diciéndome que ya podía pasar a hacerme las radiografías. Lo hice. Traspasé aquella puerta y me encontré, como me temía, con él y conmigo solos.

Aquella sala estaba prácticamente vacía. Entre otras cosas estaban la camilla y una pantalla pegada a la pared para hacer las placas. Comencé a ponerme algo nerviosa.

-Apoye el pecho en la pantalla de la pared.-me ordenó el enfermero.

Así lo hice. Me mandó también levantar los brazos, seguramente para que no saliesen en la radiografía. En cuanto lo hice, se refugió en una cámara de cristal en la que había un panel, el cual toqueteaba mientras me decía, casi gritando:

-¡Contenga la respiración!

Obedecí. Observé como una especie de haz de luz blanca se deslizaba por la pantalla, rozando mis pechos. Cuando hubo pasado, volvimos a repetirlo un par de veces más y luego se acercó a mí descaradamente, diciendo:

-Y… Dime, bonita… ¿A qué has venido a este hospital?

A lo que yo contesté, mirándolo con verdadero desprecio:

-¿Y a usted qué coño le importa?

¡Habrase visto! Acto seguido, me largué a la habitación en la que había estado inicialmente y me vestí. Al haberlo hecho, me apresuré en coger el coche y marcharme a casa. El resto del día me lo pasé haciendo las tareas de la casa, y por la noche no pude ni pegar ojo: al día siguiente tenía que ir a hacerme la broncoscopia.

Pronto se hizo de día, aunque la noche fue lo suficientemente larga como para poder pensar, y recordar aquellas horribles fotos que había visto en Google, aquellas personas a las que les metían tubos por la boca, como iban a hacerme a mí, para coger una muestra de tejido de sus pulmones. Cuando me hube levantado de la cama eran las 5 de la mañana. Terry seguía profundamente dormido.

Lo peor de todo es no podía comer nada; me habían dicho que había que ir en ayunas, porque podían darte arcadas y tal, por lo que ni una tila pude tomar. Fumé durante horas. Me llené los pulmones de humo, poco antes de que me los examinasen. Era y siempre fui una insensata.

A las 7 fui a la parada a coger el autobús. No pude llevar el coche, pues los calmantes que iban a administrarme eran demasiado potentes como para poder concentrarme en la conducción. En el autobús también le fui dando vueltas a la cabeza, pensando en la prueba, sobre todo en el dolor. El hecho de si iba o no a dolerme me traía de cabeza. Sabía que iban a drogarme, para paliar el dolor, pero no estaba completamente segura de su efectividad. Una de las fases del nerviosismo es, ciertamente, la paranoia.

Después de estar un rato en la sala de espera, me llamaron. Entonces sí que comencé a inquietarme. Antes de comenzar, me sentaron en la camilla donde iban a examinarme y me introdujeron tres o cuatro calmantes distintos por vía intravenosa. Esperamos pacientemente a que hiciesen efecto. En cuanto comencé a notar que tenía la garganta dormida y, por consiguiente, tragar era una tarea ardua, me di cuenta de que era el momento idóneo de comenzar. Me tumbé en la camilla, ayudada por una enfermera, que era la que me había pinchado hacía apenas unos minutos. Otra sanitaria que estaba con ella, me colocó una mascarilla y me conectó a una máquina, que controlaba el ritmo de mi corazón. Debían vigilarlo por si algo salía mal. Una de ellas sacó el broncoscopio de marras y lo aproximó a mi boca. A aquella boca que rebosaba de saliva a causa de las drogas que no me dejaban tragar. La ansiedad se apoderó de mí. Cerré los ojos fuertemente. No quería ver cómo me metían aquel tubo enorme con aspecto de anaconda por la garganta. Nada más metérmelo en la boca, sentí como volvía a sacarlo. Abrí los ojos.

-Tranquilícese.-dijo la enfermera.- Respire hondo, así será mucho más fácil practicarle la prueba.

Me di cuenta de que estaba, ciertamente, respirando demasiado rápido, a causa de la inquietud. Giré suavemente la cabeza sin que pudiesen percibirlo. Según reflejaba aquella máquina, mi corazón latía acelerado. Parecía que ninguna droga que me diesen pudiese calmarlo. Efectivamente, no me dieron ninguna droga, si no que esperaron un rato hasta que notaron que me iba serenando.

-Ahora procure estar tranquila y no moverse. ¿De acuerdo?-dijo una de ellas.

Asentí. Entonces, dio comienzo, y ahora sin interrupciones, la prueba. Estuvieron alrededor de 15 minutos hurgando en mi interior con aquel aparato, hasta que, por fin, se dignaron a retirarlo de mi tráquea y dejarme marchar. Mientras me libraba de todos los aparatos a los que estaba conectada, una enfermera me hablaba:

-Ahora no debe conducir ni realizar ninguna actividad que requiera reflejos y suma atención, pues el efecto de la anestesia y los calmantes durarán unas horas. Durante uno o dos días, no más, escupirá o toserá sangre, pero es algo normal. También puede experimentar algo de fiebre, convulsiones y depresión respiratoria. Si advierte otro tipo de síntomas o esos que le he nombrado se prolongan demasiado, venga al hospital inmediatamente.

-Vale, vale.-respondí.

La verdad es que la mitad de las cosas no se las escuché. Me parecía una de estas pibas que salen en los anuncios y se poner a hablar durante varios minutos de cosas que seguramente sólo ellas entienden. Cogí el primer autobús que pude pillar, después de haber comido una sopa en un bar que estaba cerca de la estación, y me fui a casa.

Serían alrededor de las 3 cuando llegué. Me había hecho esperar muchísimo en la sala de espera, como siempre, de ahí la demora. Llevaba un pañuelo de papel en las manos. Efectivamente, durante todo el viaje en autobús había estado escupiendo cantidades bastante considerables de sangre, pero lo más desconcertante es que todavía no me dolía.

Abrí la puerta. Intenté no hacer ruido, pues sabía que Amy estaba arriba durmiendo; después de comer le obligábamos a que se durmiese una siestecita. Oí un ruido que provenía de la cocina. Agua. Terry estaba fregando los platos. Me acerqué a él por detrás y apoyé la barbilla en su hombro. Giró la cabeza sin estar demasiado sobresaltado. Sabía que era yo.

-Hola-dijo, suavemente-¿qué tal te ha ido en la prueba?

-Bien. He conseguido soportarla.-respondí, sin separar la cabeza de él.

-Te lo dije. ¿Ves como no confías en mí?

-Claro que confío, Terry. Dime una sola vez que no me haya dejado guiar por ti.

Sonrió. Sabía que eso nunca había sucedido, que yo siempre había seguido sus consejos. Siempre había sido como un hermano para mí, por lo que era casi profano que en ese momento estuviese apoyada en su hombro, proyectando mi aliento sobre su mejilla, la cual dejaba entrever una sonrisa limpia y perfecta. Y aquella mirada, aquellos ojos… parecían querer envolverme con su cálido influjo, invitándome también a sonreír. Optó por cambiar de tema:

-Por cierto,-dijo- hoy he hablado con Charlie. Hemos encontrado un solar bastante bueno para el negocio, tirado de precio.

Se le veía contento, y no era para menos. Terry y Charlie, un amigo suyo, estaban trabajando para montar su propio taller. Él había soñado con eso creo que desde pequeño, por lo menos desde que yo lo conocí. Seguro que le parecía mentira que se estuviese cumpliendo a una velocidad de vértigo.

-El día que abramos, nos vamos a tomar algo a mi cuenta.-prosiguió Terry.

-¿Con Charlie?-pregunté.

-Sin Charlie. Tú y yo nos bastamos.

Lo miré a los ojos. Sonaba tentador revivir las noches locas que pasábamos antes. Después de tener a Amy, nuestras salidas eran algo más moderaditas, pero todavía en el mismo local. Eso sí, bebiendo menos y, por lo menos yo, fumando más. Entonces, me acordé de Amy.

-¿Y la nena, que?

-Al mediodía, al mediodía. Pero por la noche no la vamos a llevar.

-Ahí me has pillado.

Me separé de él mientras se reía. Si seguía allí de pie un segundo más, se me destrozarían los pies.

-¿A dónde vas?-preguntó, quizás con miedo de haber dicho algo que no me gustara.

Aunque todo lo que había dicho me había sonado a gloria.

-A cambiarme. Odio esta ropa, odio estos zapatos, y cuanto antes me los quite, mejor.

Subí las escaleras, escuchando a Terry reírse y volver a abrir el agua para seguir fregando. Verlo feliz me alegraba el día.

Pronto llegó el día 14, el día en el que me tendría que hacer la espirometría y, acto seguido, oír el diagnóstico de la doctora, fuera cual fuese. Me levanté pronto, me tomé una ducha, desayuné una tacita de café con un par de galletas, cogí el coche y me fui. Recuerdo como si fuese ayer, que Terry, antes de irme, me besó en la frente.

-¿Vendrás para comer?-me preguntó.

-No creo. Pude que llame a Faith para tomar una café por la tarde, con lo cual…

No terminé la frase. No hacía falta. Sabía que no iba a volver a casa hasta la noche. Entonces fue cuando me besó. La verdad es que no me lo esperaba, por lo que me sonrojé. Acto seguido nos miramos. Noté que estaba algo preocupado.

-Espero que te vaya bien.-dijo.

-Tranquilo,-respondí- llevo el amuleto que me diste.

Mientras decía eso, saqué de mi camisa el collar, que estaba colgando en mi cuello. Terry sonrió. Nos despedimos y dejó que me fuese.

Estuve esperando aproximadamente media hora para hacer la espirometría. La verdad es que estaba un poco asustada pero resultó ser lo que dijo Terry: una bobada. Una prueba tal como era soplar por un tubo era lo más estúpido y la mayor pérdida de tiempo que me podía imaginar. Aunque esa prueba servía para saber muchas cosas.

Volví a la sala de espera. Parecía ser que tenían que volver a repetir la prueba, por si acaso, lo cual significaba otra media hora de espera. Me revolví por dentro. Después de haber hecho la prueba, tuve que volver a la sala de espera a que la neumóloga me atendiese. Aquella hora de espera me parecía eterna. No era capaz de distraerme ni mirando una revista. No dejaba de mirar el reloj cada poco tiempo, y descubrir que la aguja parecía no moverse cuanto más la miraba. Mi corazón latía muy rápido, muchísimo más que la aguja de los segundos, que, al igual que las otras, parecía estar inmóvil. Lo que habría dado por un pitillo, pues la ansiedad era insoportable. Sólo eso me serenaría. Sólo eso calmaría mi corazón. Sólo eso haría que las agujas del reloj se apresurasen un poco, y que llegase el momento en el que la enfermera gritase a pleno pulmón desde su despachito, con aquella voz prepotente e insoportable:

-Emily Gray.

En medio de mis pensamientos, el peor de mis temores se había cumplido. Me levanté de mi asiento y me dirigí a la consulta, acompañada de la susodicha enfermera, la cual me abrió la puerta. La doctora estaba allí sentada, mirando hacia la puerta. Me esperaba.

-Puedes retirarte, Stephanie.- le conminó.

La enfermera, entonces, se fue, dejándonos solas, no sin antes dirigirle una mirada a la neumóloga, que esta supo interpretar a la perfección. Ese tipo de miradas, quien no está en el mundillo de la sanidad, no las entiende.

-Siéntese, señora Gray.

Señora. Me resultaba extraño que me llamase así. Me senté, evidentemente. La doctora estuvo un buen rato mirando informes y tragando saliva. De vez en cuando me miraba disimuladamente, pero pronto volvía a refugiarse en aquel montón de papeles.

-Oiga,-dije- llevo aquí un rato. ¿Me dice lo que tengo o no?

Al decir esto, ella por fin se dignó a separar la mirada de los informes. Respiró hondo y me miró largo.

-Escuche, señora Gray, no es fácil decírselo, pero tanto la radiografía como la broncoscopia no dejan la menos duda.

-Q… ¿Qué pasa?- tartamudeé, haciéndome oír por encima de los agitados latidos de mi corazón.

Se hizo un silencio incómodo, la doctora no se atrevía a decírmelo. Pero logró armarse de valor y escupírmelo en la cara.

-Señora… Tiene usted cáncer.

Esa frase… Todavía la recuerdo. Recuerdo cómo la dijo, cómo aquella palabra, “cáncer”, se le había atascado en la garganta y le había costado decirla, para que se clavase en medio de mi pecho como un dardo envenenado. Me había quedado paralizada, congelada, sin poder articular ni una sola palabra.

-Lo siento.-dijo la neumóloga.

Por mucho que lo sintiese, nada de eso podría hacerlo desaparecer y devolverme la salud. Me llevé las manos a la boca, muy despacio, sin dejar de clavar la vista en aquellos informes, como intentando interpretarlos y poder averiguar que todo aquello era mentira. Desgraciadamente, no era así.

-¿Necesita que le traiga algo?-preguntó, levantándose un poco de la silla y acariciándome el pelo.- ¿Un vaso de agua? ¿Una tila?

Cerré los ojos y me negué con la cabeza, moviéndola con algo de dificultad. Con esto, hice que la doctora volviera a sentarse y dejase de abrumarme con su falsa compasión.

-Quizás será mejor que hablemos otro día…

-No.-interrumpí, con un hilo de voz.- Si tiene que decirme algo, dígamelo ahora.

Creo que la dejé algo sorprendida. Seguramente esperaba que le diese la razón y que pudiese ir a tomar algo y tranquilizarme, pero no. Yo siempre he sido así. La verdad es que no podría dormir ni comer hasta que me dijese cómo estaba y cómo me podía poner bien. Después de un breve instante en silencio, se decidió a hablar:

-Verá, debo decirle que ha tenido mucha suerte, por un lado, porque el cáncer está en fase inicial, por lo que será más fácil erradicarlo.

-P… ¿Pero de qué es?-interrumpí.

-De pulmón.-respondió- Seguramente por el tabaco.

Esa última frase me hizo callar. Si no, seguramente le haría muchas más preguntas.

-Sabe usted-prosiguió- que el cáncer evidentemente tiene varias curas, pero ninguna de ellas es especialmente barata, ¿me explico? Dada su situación (mujer joven, sana y en fase inicial de cáncer), el remedio más barato, que sería aplicarle la radioterapia, costaría aproximadamente 25.000 dólares.

Entonces sí que me quedé de piedra. 25.000 dólares me parecía excesivo, me parecía querer matar a la gente, así, sin más.

-¿No me lo cubre el seguro?-pregunté.

-No, he estado mirando y procedimientos de este calibre no los cubre. Tendrá que intentar abonar esa cantidad de su bolsillo.
Le faltaba aclarar que si no podía pagar aquella gran suma de dinero tendría que resignarme a morir, para acabar de rematarme. La doctora me miraba, seguramente estaba esperando a que dijese algo, pero no fui quién de hacerlo. Simplemente intentaba no echarme a llorar allí mismo, pues las lágrimas golpeaban contra mis ojos, furiosas por querer ver la luz. Entonces, la neumóloga se levantó.

-Yo que usted-dijo- me iría a mi casa, me prepararía una tila, e intentaría despejar la cabeza. Cuando esté más tranquila, piense en lo del tratamiento. ¿De acuerdo?

Asentí, intentando coordinar mi respiración para intentar no parecer abatida y para no llorar. Yo también me levanté. Ella me acompañó a la puerta y me la abrió.

-Intente no tardar demasiado en pensarlo. Debe saber que puede desencadenar en algo peor.

En cuanto pude, me marché de la consulta, sin darle las gracias, sin despedirme, aquello que había dicho, había hecho que me desmoronara por completo. Aceleré el paso, cegada por las lágrimas, que se agrupaban en mis ojos, luchando por salir. Las personas que estaban en la sala de espera, en su mayoría viejos, se quedaron mirándome extrañados, seguramente porque mi nariz comenzaba a gotear sangre. En cuanto me percaté, me tapé la nariz con ambas manos y me apresuré todavía más para llegar a la salida. Cuando la hube alcanzado, dejé por fin que las lágrimas se deslizasen con libertad por mis mejillas, al tiempo que emití un sollozo desgarrador, sin apartar las manos de mi rostro. Necesitaba ir a algún sitio en el que pudiese llorar tranquila. Me fui a la parte de atrás del hospital. Estaba oscuro, pues allí no daba el sol, y hacía frío. Las ambulancias aparcaban por la parte de adelante, con lo cual estaba sola, allí, entre los cubos de basura. Me acurruqué en una esquinita, apartada del mundo y de cualquiera que quisiera molestarme, y me puse a llorar, de cuclillas en el suelo, mientras notaba cómo la sangre encharcaba mis manos. Todo aquello me parecía una horrible pesadilla en la que estaría atrapada por siempre.

Me quedé allí un rato pensando. Pensando en cuál fue el pecado que había cometido para que Dios me sometiese a tan duro castigo. Pero quizás peor que aquella enfermedad, que consumía mis pulmones como un Demonio que me arrancaba lentamente la vida, era el precio de su curación. Y eso me hacía preguntarme, ¿cuánto vale una vida? ¿25.000 dólares? Este país realmente me pone enferma. Si no abonaba esa cantidad los médicos me dejarían morir como una perra, dominada por un insoportable dolor. ¡Lo que hube maldito aquella consulta! ¡Lo que hube maldito ir allí a que me obligasen a firmar mi sentencia de muerte! En cuanto la nariz comenzó a emanar una cantidad menor de sangre, me levanté y me fui de allí. Ansiaba sentir que estaba lejos, lejos de ese lugar. Lejos.

Me limpié la nariz. Aunque seguía sangrando, con ponerle un taponcillo ya estaba arreglado. Así lo hice, pues siempre llevo algodón en mi bolso, para casos como ese. Lo que sí que no podía contener eran mis lágrimas. Por mucho que intentaba dejar de llorar, volvía a recaer al momento. Había pasado una hora. Eran las dos del mediodía. Pensé en comer algo, pero me abordaban las náuseas al pensar en comida. No probé bocado.

Pronto dieron las 5. Antes de ir a la consulta tenía planeado llamar a Faith para tomar algo. No lo hice. No quería que me viese llorar. Aún diría más, no quería que se enterase de lo de la enfermedad. No debía enterarse nadie, había tomado esa determinación. Prefería morir en silencio, como lo había hecho Josh. Aunque pensé en el daño que me había hecho en su momento que no me contase lo de su enfermedad, determiné que sería lo correcto. No podía soportar la idea de disgustar a nadie. Y menos a Terry, que fue en el que más pensé. No me merecía sus lágrimas.

Me pasé la tarde en el parque, sentada en un banco, acurrucada, mirando las personas que pasaban. Todas madres con hijos. Pensé en Amy inevitablemente. ¿Cómo encajaría mi muerte? Seguramente mal, pero era lo suficientemente pequeña como para borrar de su memoria mi recuerdo en pocos años. Entonces, sería como si nada hubiese pasado para ella. Quizás Terry cogería novia, o se casaría con una mujer, y Amy la asimilaría como su madre. Ya no significaría nada para ella. ¿Y Adrien? Él ya era lo suficientemente mayor como para saber lo que es un cáncer y lo alto que es su índice de mortalidad. Aunque se sentiría muy dolido, pues su madre biológica también había muerto. Estuve allí sentada, llorando, y quebrándome la cabeza, largo rato.

Me digné a volver a casa a las siete y media. Cogí el coche, aunque las lágrimas apenas me dejaban ver la carretera. Aún así, llegué sana y salva. Me planté delante de la puerta, sin llegar a acercarme. Todavía estaba llorando, y me atemorizaba enfrentarme a la realidad, al hecho de que Terry y Amy estarían en casa esperando y me preguntarían cómo me había ido todo. Me sequé las lágrimas. Les diría que todo había ido bien. Evitaría llorar delante de ellos. O por lo menos lo intentaría. No, no debía decírselo. No podían saberlo. No. Me armé de valor y entré en casa.

En cuanto me vio, Amy me abrazó. La acaricié sin ninguna emoción. Terry me preguntó qué tal la consulta, como me temía. Le dije que bien, sin novedad. Lo único que quería era quitármelo de encima. Aguanté, muy a mi pesar, las lágrimas.

Acostamos a Amy a las 10. La arropé y le di las buenas noches, como era común en mí. Terry y yo nos fuimos a la cama acto seguido. Mientras él estaba tomando los medicamentos que tenía que tomar antes de dormir, en la cocina, yo me acosté en la cama y me puse a pensar. Estaba comportándome exactamente igual que Josh. Había casi rechazado un abrazo de mi niña por miedo a emocionarme por ello. Apenas había intercambiado un par de palabras con Terry desde que había llegado de la consulta. Mi propio comportamiento me estaba consumiendo. En cuanto él llegó a la habitación, se sentó en un borde de la cama. Seguramente quería hablar conmigo. Yo permanecí acostada.

-Emily,-dijo- ahora que no está Amy quiero que seas totalmente franca conmigo. Has llorado, te lo he notado. Quiero que me digas que ha pasado.

Iba a inventarme una coartada, pero ¿de qué serviría? ¿De qué me serviría mentirle?

-Mira, si no hubiese pasado lo de Josh, seguramente no te lo diría, pero no puedo soportarlo más.

Me miró serio. Sabía que iba a soltarle algo horrible. Me eché a llorar.

-Tengo cáncer, Terry.-le solté, entre lágrimas.

No se lo esperaba, por supuesto que no, ni yo me esperaba habérselo soltado así. Se quedó callado, sentado en la cama, mirándome a los ojos, incrédulo.

-Por eso he llorado.-proseguí, con lágrimas en los ojos.-Me pasé la tarde llorando. Me duele la cabeza.

En cuanto se cercioró de que estaba hablando en serio, giró la cara y se llevó las manos a la cabeza, apoyando los codos en las rodillas.

-No puede ser.-susurraba.-No puede ser.

La segunda vez que lo dijo, noté que le temblaba la voz. Me incorporé y lo miré fijamente. Vi que una lágrima resbalaba por una de sus mejillas y se desprendía en la barbilla. Iluminada por la feble luz de la lámpara, se veía como una esquirla de cristal. Estaba llorando. ¿Terry? ¿Llorando? Lo había visto llorar alguna vez, pero no así, no evitando mirarme a los ojos, no con aquel desconsuelo, con aquella congoja que le notaba en la respiración. Eran lágrimas de impotencia, impotencia por no poder hacer nada para curarme, ni para impedir que el cáncer remitiera. Salí de entre las sábanas y me acerqué hacia él, gateando encima de la cama. No lo abracé, no sé por qué, simplemente apoyé mi frente en su espalda.

-No llores tú también.-le dije, sin dejar de sollozar.

Se giró. Quizás se dio cuenta entonces de lo horriblemente destrozada que estaba. Me abrazó, y yo me abracé a él. Ya no tenía tanto miedo, supe que él me apoyaba.

-Emily, cálmate.-dijo, con voz serena. Nadie diría que seguía llorando.- Vas a salir de esta.

-No lo entiendes. No van a poder curarme. ¿Sabes cuanto cuesta la radio? ¡25000 dólares! ¡No tenemos tanto dinero!

Estaba completamente histérica. Aún así, mi tono de voz era lo suficientemente bajo como para, aparentemente, no despertar a mi hija. A pesar de la noticia, me pareció notar que Terry se calmó. Se secó las lágrimas con el puño de la camisa; todavía estaba vestido con ropa de calle.

-Del dinero me encargo yo.-respondió, seriamente.

-P…pero…

-Deja que me encargue yo y punto. ¿De acuerdo?

Lo decía con un tono muy firme. Seguramente tenía algún as en la manga. Asentí, mientras me separaba de él.

-¿Cómo te encuentras?-me preguntó.- ¿Mejor?

-S…Sí, creo. Un poco más tranquila.

-Lo importante es que te sientas bien.

Me acosté en la cama otra vez. Vi como Terry, en vez de ponerse el pijama, y para mi asombro, se puso una chaqueta. Tenía la intención de salir.

-¿A dónde vas?-pregunté, con voz débil.

-A dar una vuelta. Necesito pensar.

No le contesté. No dije nada más. No hacía falta. Me quedé mirando como se iba. No me besó, simplemente, antes de irse, me dijo, con voz muy dulce:

-Que descanses.

Miré fijamente hacia la puerta. Sentía la necesidad de verlo por última vez antes de que se fuera. Cerró la puerta lentamente, con el fin de no hacer ruido. En cuanto lo hizo, cerré los ojos, aunque tardé en quedarme dormida.

Me desperté aproximadamente a las 8 o 9 de la mañana; no sobresaltada y encharcada de sangre, como me temía, si no por mi propia voluntad, con el sonido de fondo de la lluvia golpeando los cristales. El invierno había llegado.

Fui a la cocina en pijama, descalza. Terry no estaba en la cama, así que me temí que aún no llegase de su paseo. Luego me di cuenta de que, a pesar de ser sábado, había tenido que irse a trabajar. Pobre. Creo que no tuve mucho tacto para contarle lo que me había pasado, aunque yo estaba demasiado nerviosa como para pensar en una manera más delicada de decírselo. Lo único que nunca quise fue hacerlo sufrir, y temía haberlo hecho.

No nos vimos hasta el mediodía. Preparé algo sencillo para comer, no tenía muchas ganas de ponerme a cocinar. Amy estaba viendo los dibujos en el salón, como todos los días a esa hora. Terry llegó a la cocina silenciosamente, sin que yo me diese cuenta; estaba demasiado ocupada calentando los canelones congelados en el microondas. Me acarició el pelo, con mucha dulzura. Me estremecí, pero no de temor, si no de placer. Giré la cabeza.

-Hola, Emily. ¿Qué tal el día?

Lo vi feliz. Yo también sonreí.

-Bien, ¿y tú? ¿Mucho trabajo en el taller?

-No más que otros días.

Entonces, se acercó a mí y me susurró:

-Tengo el dinero.

Me quedé perpleja. ¿Cómo había podido conseguir todo ese dinero en tan pocas horas?

-P…Pero… ¿Cómo?-titubeé, excitada.

-Tengo mis contactos.-dijo.

Supuse que se lo había pedido a Charlie, o que lo había sacado del banco, de alguna cuenta que tenía y de la que yo no tenía constancia. Eso es lo que quise creer.

-El jueves que viene tienes cita en el hospital St. Bleeding Mary, a las 5. No sé todavía en qué sala es el tratamiento, pero ya se lo preguntarás a la recepcionista, ¿no?

-Hasta has pedido cita.-dije, sin pensarlo, en un ataque de emoción.

-Bueno, que tampoco fue tanto.

Lo abracé. Él no se lo esperaba, pero yo lo hice. Lo hice, y casi me echo a llorar. No podía creer que estuviese haciendo aquello por mí, que consiguiera todo aquel dinero. Pero, ¿cómo lo había hecho? Esa pregunta me devoraba las entrañas. Era como si, de la noche a la mañana, hubiese transformado todas mis lágrimas en billetes de dólar. Ojalá, pero nada más lejos de la realidad. Él me acarició la espalda.

-¿Cómo puedo agradecértelo?

-Simplemente no me lo agradezcas.

Me reí. Él también sonrió. Le gustaba verme feliz, y yo gozaba viéndole feliz a él. Comenzaba a ver la luz al final del túnel.