domingo, 19 de diciembre de 2010

El Lugar Donde No Vuelan Las Palomas: Capítulo XXXVII-He perdido mi corazón


C’mon and show them you

r love. [1]

Rip out the wings of a butterfly.

Rip out the wings of a butterfly-HIM

-Tobías, cielo, ponnos unas birras, ¿quieres?-dijo Sharon poco después de entrar en el bar, sonriéndole dulce.

Él todavía conservaba las ojeras y la palidez que había adquirido la semana anterior, al emborracharse de tristeza y de nostalgia, al entregarse a los brazos de aquella horrible droga, mas esbozaba una sonrisa sincera, a la par que tremendamente tierna cuando notó la mirada de Sharon acariciarle. Me senté en un taburete, absorta en mis pensamientos, mientras encendía un cigarrillo.

-Emily, deberías dejarlo.-me lo arrebató, reprendiéndome preocupada.-No querrás volver a enfermar…

-Vosotros tampoco me ayudáis demasiado.-contraataqué, sonriendo.-En cuanto llegas aquí, te falta tiempo para encender un porro.-posteriormente, señalé a Tobías, el cuál rebuscaba en la nevera por nuestras bebidas, ajeno a la conversación.-Y el señorito parece una chimenea.

-Pues dejo yo también de fumar.-golpeó con el puño la barra, decidida.

Negué, sonriendo, colocando mi mano sobre su puño.

-Era una broma. Sé que lo necesitas.

Le besé la mejilla suavemente. Mis labios resecos la presionaron, intentando sentir el calor que desprendía. Sharon cogió mi mano con mucha delicadeza y la arrimó a la marquita azul de su pecho. Me separé, sin apartar la mano de aquel lugar, y la miré, sonriendo. Ella me guardaba en aquel lugar enfermo. Yo la guardaba también muy, muy cerca de mi cicatriz. De repente, desvié la mirada a su escote, donde yacía un corazón de metal ennegrecido, con una pequeña cerradura en el centro. No pude evitar rozarlo con dos de mis dedos, sintiendo el artificial frío que desprendía.

-¿Y esto?-le pregunté, sin dejar de mirarlo.

-Oh,-ella también desvió la mirada hacia el colgante.-lo compré esta tarde. Lo vi en una tienda del centro.

Colocó sus pulgares agarrando la cadena, separándola de su pecho. Pude ver que al lado del corazón había una llave del mismo metal, con piedrecillas negras brillantes incrustadas, considerablemente más grande. Fruncí el ceño.

-Esta llave es enorme, Sharon. No cabe en esta cerradura.

-Por eso lo he comprado.-sonrió.-Mira, por mucho que la llave lo intente-comenzó a moverla, forcejeando por meterla.-nunca llegará a encajar con la cerradura. Probará. Seguirá probando. Y lo único que hará es deformarla, hasta acabarla destrozando completamente, de modo que ninguna llave pueda abrir el corazón jamás.

En ese momento, llegó Tobías con las cervezas. Una para ella, otra para mí, y otra para él. No tenía a mucha gente en el bar, a pesar de ser ya medianoche, con lo que se escabulló un poco del trabajo. Acerqué el vaso a mi boca. Aquel licor bajaba por mi garganta frío como una ráfaga de hielo, provocándome un leve e imperceptible escalofrío. Tobías agarró la botella y bebió de ella, sosteniéndola con dos dedos por el cuello. Sharon solamente mojó los labios en la espuma, dejando en ella un rastro rojizo, su marca. Comenzamos a hablar de cosas sin importancia.

Apenas recuerdo qué eran. El tiempo, quizás, las ganas de fiesta, los motes en japonés. Un hombre se acercó a Sharon por detrás mientras hablábamos, y comenzó a manosearla. Frunció el ceño tras tanta risa, quizás agotada de que la tratasen así.

-Ahora no estoy de servicio.-explicó, con crudeza.

-Vamos, nena, lo necesito. Haz una excepción, joder.-murmuraba entrecortadamente, escondiendo la cabeza en su cuello, mientras le subía la falda frenéticamente.-Que ya mismo me corro.

Sharon se revolvió en sus brazos, apartándose de él de manera brusca. Clavó sus dos ojos marrones en él, los cuáles desprendían una frialdad nunca manifestada ante sus clientes.

-¡Te digo que ahora no estoy de servicio, coño!-repitió, algo más fuerte.-Te esperas un poco, que ahora voy.

-¡Bah!-musitó, alejándose cabreado.-No vales tanto la pena.

Noté en sus ojos que le había molestado el comentario. Imaginé por qué; casi toda su vida había sido tratada como un objeto a vender, como una moneda de cambio. Cada vez soportaba menos que la gente se comportase así con ella. Desde que andábamos juntas, comenzaba a ver un mundo lejos de todo aquello. Sabía que podía aspirar a más, que podía ser la princesa que siempre deseó, quizás casarse, tener hijos, formar una familia. Tener un empleo decente, aunque no le pagasen tan bien. Aún así, supo disimularlo, ocultándose tras el vaso de cerveza. Tobías le cogió de la mano, provocando que ambos se sonrojasen notablemente.

-Vales la pena y lo sabes.-susurró, convencido.-Vales muchísimo la pena.

-Gracias, cielo.-correspondió entre susurros, apretando un poco su mano.

En ese momento, sin más previo aviso, alguien entró en el bar, provocando un estentóreo ruido al abrir la puerta. Todos nosotros giramos la cabeza, intentando adivinar de quién se trataba. Noté que Sharon quería soltar la mano de Tobías, pero al mismo tiempo, se aferraba a ella con mucha fuerza, notablemente asustada. Aquella persona, ataviada con una camisa mal abrochada y un pantalón vaquero desgastado, la agarró por la muñeca, separándola bruscamente de la barra, con una de sus manos recias y toscas, adornadas con varios anillos.

-No.-gimió ella, forcejeando.

-Vamos.-respondió, tajante.

-David, no por favor.-sollozó.-Por favor.

-Vamos.-gruñó, empujándola lejos de nosotros.

Tobías y yo saltamos de repente, mirando al nuevo acosador con furia.

-¡Déjala, malnacido!-grité.

-Deja a la chavala en paz.-dijo a la vez Tobías, haciendo que su voz grave y rabiosa retumbase en todo el bar.

-No os metáis en esto, por favor.-suplicó Sharon, dejándose llevar por su novio.

Me quedé quieta, comprendiéndola perfectamente. Desde luego, si David era como Robert, se sentiría mal si intentan defenderla, y lo pagaría con ella. Esa es la definición que tienen esos asquerosos de “virilidad”. Tobías, que apretaba sus puños con fuerza, se inclinó hacia delante, provocándole. Le agarré un brazo a tiempo, clavando mis uñas en él a modo de reprimenda. Supo interpretarlo, y retrocedió, dejando que David y Sharon saliesen por la puerta juntos, casi como si fuesen amo y esclava.

-¿Por qué no me dejaste ir a por él?-preguntó Tobías, indignado.

-Básicamente, porque os mataría a los dos. ¿No te das cuenta, Tobías? Ese tío está lo suficientemente loco como para sacar una navaja y clavársela en el cuello.

Por un momento, la imagen del cuello de Sharon emanando ríos y ríos de sangre entre los brazos de David me hizo estremecerme. Apuesto que la mente de Tobías había imaginado lo mismo, pues se tornó completamente pálido.

-Pero… ¿Por qué, joder?-clavó la mirada en la barra, frunciendo el ceño.

-Para nosotros dos, Sharon es una mujer, una persona, con vida, con conciencia, con sentimientos. Para él, para todas esa gente que se acerca a ella para follarla, es como…no sé… como un animal. Como una vaca que solo se quiere para que de leche. Y si la matan, harán un festín con su carne y punto. A por otras tantas que sean más jóvenes y sumisas. Eso es lo que hacen.-ladeé la cabeza, para poder mirarle a los ojos.

Aquella desgarradora realidad había hecho mella en él. Dejó escapar una infinidad de profundos suspiros, apoyando los puños en la barra. No le cabía en la cabeza, no era capaz de asimilar que pudiesen tratar de aquella forma a alguien que le importaba tantísimo. Coloqué una mano sobre la suya, intentando calmarle. Pude entrever cerca de su corazón, latiendo al unísono, aquella pequeña llave. Carcomida, antigua, maltratada, roída, mas bella a la vez, levemente brillante. En el pecho de Sharon, una cerradura se deformaba poco a poco, casi imperceptiblemente para todos excepto para ella. Me pregunté si alguna vez probarían a ver si aquella frágil llave encajaba en la cerradura, y pudiese abrir aquel corazón, ver lo que hay dentro, sanarlo. Mientras, se limitarían a mirar cogidos de la mano a través de los kilómetros y las barreras que los separan cada noche, cómo la sangre lo corroe y lo hiere.

Me mantuve largo rato en el bar, hablando con Tobías, mas sumida a la vez en mis pensamientos. Miré el reloj nerviosa varias veces, viendo cómo morían los minutos en mi pulso. Hasta llegar a la hora. Una hora hacía entonces que Sharon se había ido. Comencé a inquietarme. El hostal en el que solían alojarse ella y David cuando le venía el calentón estaba casi al cruzar la calle, y, por lo que me había dicho, el sexo con él no duraba apenas media hora; solía acudir a ella con un bulto prominente en los pantalones, deseoso por reventar y salir, por lo que muchas veces ni tenían que calentar. Opté por levantarme apresurada, ante la mirada atónita de Tobías.

-¿A dónde vas?

-A buscarla. Está tardando demasiado.

-Emily, si te encuentras con él, puede hacerte daño.-recordó mis palabras.-Déjame ir contigo.

-Tú tienes que quedarte trabajando. Pero te mantendré informado, tranquilo.

Me aferré a mi bolso y salí corriendo, no sin antes dejar en la barra el dinero de las cervezas y un par de dólares de propina. Observé a lo lejos, en mi frenética carrera, que Klaus se encontraba rebuscando en la basura como siempre, canturreando una vieja canción. Intenté no distraerme con él y fui directa a aquel hostal. Me detuve en la puerta. Era tremendamente antiguo, con las paredes del color del cemento, y un cartel de neón azul que rezaba el nombre allá en lo alto, intentando ensombrecer con su grotesco fulgor a las propias estrellas. Entré, sintiendo cómo el sudor resbalaba por mi nuca, y apoyé una mano en la recepción, rogando por atención. Una mujer gorda, con una peluca rubia cardada y medias de red me miraba con sorna.

-Perdone. Ha… ¿Ha visto a una mujer alta, de cabello rizo, largo, con un corsé negro con el dibujo de una columna vertebral en el centro?

Ella hizo el gesto de hacer memoria, pero apuesto a que supo desde el principio a quién me refería.

-Puede.-respondió.

Golpeé con ambos puños en la mesa, mirándola fijamente, casi inquisitiva.

-Escúchame, esa mujer puede estar el peligro ahora mismo. Vino con su novio hace una hora, tengo miedo de que le pasara algo. Tiene que decirme dónde coño se aloja.

Bajó la mirada. Vi en aquellos ojos que quizás había vivido algo parecido, una empatía que le hizo darme una llave, sin mirarme. Tenía una etiqueta que rezaba “14”.

-Es la copia de la llave de la habitación de la chavala. La quiero de vuelta, ¿estamos?

-Sí. Gracias, gracias, gracias.

Me apresuré a darme la vuelta y subir las escaleras a trote, subida en mis enanos y anchos tacones. Millones de ideas agolparon mi cabeza, al compás de mi corazón acelerado. Me seguía repitiendo a mí misma que no era normal que Sharon tardase tanto tiempo en salir de aquel asqueroso motel, y al mismo tiempo intentaba tranquilizarme a mí misma, pensar que tenía que haber alguna otra explicación, que quizás se había marchado a casa, o se había ido con algún cliente. “No, no, no, no” replicaba al rato mentalmente “Si lo hubiese hecho, me habría llamado”. Llegué al piso en el que ella estaba alojada, el primero. Recorrí todo el pasillo, buscando el número 14 encima de alguna puerta, escrito, al igual que los otros, en rotulador negro permanente. En cuanto lo encontré, me detuve en seco. Me cercioré. 14. Era aquella la habitación, aquella la entrada. Introduje la llave en la cerradura, insegura, y a la vez con necesidad de ver a Sharon de una vez por todas. Pensé también en David, pensé que quizás me reprendería por estar allí, quizás lo pagaría con ella. Negué con la cabeza, intentando auto-convencerme de que tenía que entrar en aquel lugar. Hice girar la llave. La puerta se entreabrió sola. Di un paso al frente, introduciéndome en la habitación. Nadie.

Me mantuve en silencio, intentando encontrar algún rastro de vida. Miré a los lados, frunciendo el ceño. Fue entonces cuando, al agudizar el oído, escuché un feble ronroneo. Me di cuenta enseguida de que era nada más y nada menos que una respiración. Se me erizó la piel. Me centré en intentar averiguar cuál era la fuente. Di otro paso más. Desde aquel ángulo, pude verlo perfectamente. Una melena negra, desperdigada por el suelo, al otro lado de la cama. Me temí lo peor. No, no podía ser. Avancé hacia aquel lugar, asomándome para ver aquella porción de suelo. Ella estaba tirada en él, ladeada, de espaldas a la puerta. No se movía.

-¡Sharon!-chillé, cayendo de rodillas a su lado.-Sharon, contéstame.

La moví de un lado a otro, intentando amordazar el llanto. Su única respuesta fueron los débiles y casi imperceptibles movimientos que ejecutaban sus hombros al respirar. La cogí en brazos y apoyé su cabeza en mis piernas, boca arriba. Pude colocarla, esquivando todo mi nerviosismo, de manera que facilitase su respiración. Fue entonces cuando entreabrió los ojos con dificultad. Los clavó en mí y yo en ella.

-Emily…-articuló, sin apenas voz.

Una de sus blanquísimas manos se instauró con dificultad en su pecho y lo oprimió, agarrándose a su corsé, embargada por un insoportable dolor. La comisura de sus carnosos labios presentaba una raja sanguinolenta, que dejaba escapar todo aquel líquido, que se deslizaba grácilmente por su barbilla, generando pequeñas gotitas que caían rítmicamente sobre su escote. Sus brazos se encontraban llenos de moratones y golpes, así como las piernas, las cuales dejaba yacer inertes a ras del suelo. Aparté su cabello negro de delante de los ojos. En ellos vi el más desgarrador ademán de sufrimiento.

-Sh…Sharon… ¿Qué te ha….qué te ha hecho ese hijo de puta?-pregunté, completamente nerviosa, entre lágrimas de incredulidad.

Ella no pronunció palabra.

-¡Sharon, por amor de Dios, por lo que más quieras, dime algo!-chillé, histérica.

No pudo contestarme. Tan solo dejó escapar de sus labios un gemido débil, como si intentase llorar de dolor. Se centró posteriormente en seguir respirando. Me quedé completamente en blanco durante un momento, mirando a los lados con angustia, mirándola luego a ella, sintiendo cómo su vida, los trozos de las resquebrajadas alas de aquella mariposa, se escapaban entre mis dedos, rompiendo en pedazos cada vez más pequeños, como si fuese una hoja marchita y seca. Fue entonces cuando la tomé en brazos e intenté levantarme, al tiempo que pronunciaba, trémula, mi inminente necesidad:

-Tenemos que ir al hospital.

-N…No.-gruñó Sharon, posando sus delicados y finos tacones en el suelo, provocando un leve tintineo.

-Sharon, joder, ¿estás loca o qué?-ella se limitó a agarrarse a la cama, buscando un lugar seguro donde afianzar su, ahora deteriorado, equilibrio.

-No quiero que David me pille.-sollozó, dejando escapar de sus ojos, ya empapados, una sola lágrima, aunque cerrase con fuerza los párpados para intentar librarse de alguna más.

-No te va a pillar.-intenté convencerla.-Pero tienes que ir, por favor, no puedo dejar que te pase nada. No quiero perderte, coño, eres mi mejor amiga.

Volvió a cerrar los ojos, apretando con mucha fuerza los labios. Aquel dolor se extendía, se embravecía, pugnaba contra su mórbido y cansado ser, golpeaba, la asolaba como si fuesen rachas de olas, recorriendo su cuerpo de arriba abajo, arrasando con todo placer que se encontraba a su paso. Consiguió enderezarse, todavía ligeramente encorvada hacia delante, y me miró de soslayo.

-Podemos salir por la puerta de atrás.-susurró.

Asentí, convencida de que aquella era la mejor solución. Sharon hizo un esfuerzo para sacar adelante su pie izquierdo y comenzar a andar, aferrándose a mi brazo, clavando las uñas en él. En cuanto salimos de la habitación, ambas aceleramos el paso, por la posibilidad de que David volviese a la habitación, mas todavía preservando la lentitud, con el propósito de que no se hiciera todavía más daño. Ella me guió, sin equivocarse en el rumbo, hacia una puerta blanca, en cuyo tope se hallaba un cartel que rezaba “Exit” en letras verdes sobre un fondo blanco, que se volvía fosforito en ausencia de luz. Era la salida de incendios. La abrí, empujando con fuerza hacia mí, dejando que Sharon se apoyase en una pared. En cuanto la puerta estuvo abierta de par en par la miré, esperando que tomase una decisión. Quizás durante unos segundos persistió en su mente la duda entre arriesgarse o perderlo todo. Optó por lo que una mujer fuerte como ella habría escogido. Extendió el brazo para aferrarse al manillar, encorvando su cuerpo magullado y caminó lo más rápido que le fue posible hacia fuera. Llegamos a una calle oscura y diminuta, feblemente iluminada por unas farolas con cristales descuartizados, que dejaban las bombillas al descubierto, al igual que la carne de Sharon, expuesta al frío de la noche, que la corroía, desgarraba sus heridas como si tirase de cada uno de sus extremos. Cruzó los brazos bajo su pecho, en las costillas, mientras cogía aire para soltar un escupitajo manchado de sangre en la acera. Volví a acercarme a ella y dejar que me agarrase el brazo en cuanto me hube orientado. Teníamos que ir hacia la izquierda. Y luego, subir por una calle cuesta arriba.

Por el camino, Sharon se fue librando poco a poco de los zapatos de tacón mientras caminaba, dejándolos a ambos esparcidos en la cuneta. Pudiendo posar los pies en el suelo, encontró la libertad que necesitaba para seguir andando. La miré, en cuanto me percaté que iba descalza, a pesar del gélido rocío que flotaba en el aire nocturno. Ella esbozó una sonrisa dulce y cansada, antes de mirar hacia abajo y orientar la boca al suelo para poder dejar caer otro chorro de sangre. Nos encaminamos por aquella calle empinada, en donde se vislumbraba el hospital a lo alto. Ni un solo coche transitaba por la carretera, por lo que no podría llevarnos. Sharon cayó un par de veces al suelo, agotada, deshaciéndose en sollozos que no contenían lágrimas para llorar.

-Emily, no puedo más. No puedo más.-decía.

La ayudaba a levantarse, convenciéndola de que era lo mejor. La dejaba apoyarse en una pared y recuperar el aliento, antes de seguir caminando. No se quejaba, aunque notaba en su rostro un intenso ademán de dolor. Solamente en alguna ocasión murmuraba un leve “¿Crees que queda mucho?”, aunque sin meterme prisa. A sus ojos, la cuesta se hacía cada vez más encumbrada, y el objetivo, aquel edificio que emanaba una fulgurante luz blanquecina, se vislumbraba borroso y distante. Sus labios carnosos seguían brotando aquel líquido bermejo, que soltaba destellos transparentes si se miraba a trasluz de la luna. El frío se había apoderado ya de su piel. Sus heridas latían con fuerza por dentro. Se abrían, como capullos en flor. Soltó un gemido débil, casi imperceptible. Se fue deteniendo.

Sus dedos comenzaron a aflojar la presión sobre mi brazo, y resbalaron poco a poco por él. Un paso más. Inspira. Levanta el pie del suelo. Expira. La sangre se entremezcla con la saliva y resbala por su barbilla. Inspira. Le pesan los párpados. El dolor se acentúa. Luego va menguando. Lentamente. Expira. Apoya la cabeza en mi hombro y se deja caer en el suelo, provocando un ruido seco.

Me di la vuelta asustada. Me arrodillé a su lado, chillando su nombre. Tenía los ojos cerrados, todavía los recuerdo, se veían sus párpados pintados de sombra de ojos negra. El color de sus labios era todavía de un rojo más intenso, mas comenzaba a cuajar la sangre que los teñía, y la saliva se iba evaporando. Sus manos no se movían, permanecían inertes en el suelo. Acerqué mi rostro al suyo. Mi aliento salía despedido contra su boca, con ritmo frenético, agitado, ansioso. En cambio, no encontré respuesta por su parte. Sin siquiera haberlo pensado, coloqué dos de mis dedos sobre su cuello de cisne, estirado hacia atrás, sucumbiendo a la ley de la gravedad. No sentí nada. No sentí su corazón. Tenía que sentirlo. La llamé gritando con mucha más fuerza, sin llegar a creérmelo. Alcé la cabeza. El hospital no estaba lejos, todavía había esperanza. Tomé su frágil cuerpo en mis brazos, dejando que las extremidades y el cabello quedasen a merced del aire, cayendo lánguidos, escapándose de mi cuerpo. ¿Aquella sería la última vez que la mariposa hubo agitado sus alas? No. No podía serlo. Comencé a correr todo lo rápido que me dejaron las piernas. Desgarradores sollozos se escapaban, camuflados en mi respiración agitada. “Vamos, Sharon, aguanta, joder, aguanta. Ya estamos llegando, aguanta” gritaba, me repetía a mí misma, le repetía a ella. Ni un solo movimiento por su parte. Era cierto entonces. Había muerto. No dejé de correr, llorando desconsolada. No quería hacerme a la idea de que la había perdido. Hacía apenas unos minutos estaba en el bar con Tobías y conmigo. Nos habíamos bebido una cerveza, la había visto sonreír, me enseñó el collar, apartándose el cabello coqueta, y me dijo que era su corazón, el corazón que nadie era capaz de abrir. No, no, me seguía diciendo, tenía que volver a hacerlo latir.

La puerta del hospital se abrió automáticamente ante mis ojos, alumbrándome con aquella cegadora luz blanca. Me quedé en silencio, respirando agitadamente, enfrente de recepción. No tenía fuerzas ni para seguir avanzando. Sostuve a Sharon contundentemente, para no dejarla caer, para no hacerle daño, como quien sostiene el esqueleto de una mariposa, que aunque sabe que no hay nada dentro, que no hay vida en él, la trata con una especial delicadeza. Médicos, enfermeros, limpiadores, clavaban sus ojos atónitos en mí, y luego en Sharon, observando cómo sus heridas iban dejando de gotear. Pude arrancar un solo sonido de mi garganta, con voz ronca, pesada, como un gemido de dolor:

-Está muerta.

Esas dos palabras hicieron que todo el personal corriese hacia nosotras, y me la arrebatasen de los brazos de repente, la arrancasen, sin darme tiempo ni a despedirme. Caí de rodillas en el suelo, clavando la vista en las marmóreas baldosas, levemente salpicadas por la sangre de Sharon, al igual que mi ropa, la cual la notaba rozar húmeda mi piel. Continué llorando, aunque más resignada, sin aquel nerviosismo inicial. Imborrable de mi memoria aquella sensación de que todo había terminado. Aquella mujer que se había acercado a mí la primera vez que había ido a radioterapia, que me había sonreído de aquel modo, que me había invitado a tomar un café, a la que había ayudado y la que me había ayudado a mí…Mi Sharon; mía, mía, mía, mía, era la que estaba acostada en aquella camilla, dejando caer sus brazos a ambos lados, completamente inmóviles, mientras intentaban reanimarla, presionando su pecho con ambas manos. Estuve a punto de decirles que parasen, pero no encontré las fuerzas suficientes. Un enfermero me tendió la mano, ayudándome a levantarme, a la que no tuve más remedio que aferrarme, para luego dejarme caer sobre él, con la cabeza ladeada, sin perder de vista a Sharon. Los médicos, que se estaban volcando en ella completamente, abrieron de forma brusca su corsé, haciendo saltar algunos de los broches que conformaban la cerradura. Colocaron entonces varias ventosas por su pecho, así como tres o quizás cuatro, mientras uno de ellos sostenía entre sus manos con contundencia dos placas metálicas, conectadas a una máquina plateada, poseedora de una pantalla negra que era apuñalada por una línea horizontal de color verdoso, que producía un sonido monótono, chirriante, tremendamente desagradable. La máquina emanó entonces un estentóreo chillido, antes de que el médico dejase las placas sobre el pecho de Sharon. Me enderecé de forma brusca en cuanto noté que la electricidad que le había pasado aquel metal la hizo convulsionarse. Luego, volvió a permanecer inerte. Entrelacé mis manos, acercándolas a mis labios, comenzando a bisbisear una oración, entre lágrimas, dejando que se introdujesen sobre mi lengua sin importarme, notando su continuo sabor mientras seguía escuchando los gritos de aquellos médicos, que repetían una y otra vez la operación.

-Padre Nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu Nombre…

-¡Apartaos!

-Venga a nosotros tu Reino…tu…vamos Emily…danos hoy nuestro pan…

-¡200! ¡Cargad!

-De cada día, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…

-¡290!

-No nos dejes caer en la tentación…Y líbranos del Mal…-separé las manos, temblando de la excitación.-Vamos, Sharon, tú puedes, joder.-murmuré, como si estuviese hablando con ella, alentándola.

-¡300! ¡Apartaos!

-Venga, hazlo por Tobías, hazlo por mí, Sharon, no puedes dejarnos solos, joder, venga.

-¡Cargad otra vez! ¡Tenemos que conseguir un latido!

-No me dejes, Sharon, te prometí que íbamos a luchar juntas. No dejaré que vuelva a hacerte daño, lo juro, pero tienes que seguir viviendo. Vamos, Sharon, respira.

Recuerdo con claridad aquel momento. Atravesaron mis oídos unos continuos pitidos, algo lentos, mas continuos, no se detenían. Alcé la cabeza de golpe. Los producía ella, salían de dentro de ella, estaba viva. Me tapé la boca con las manos, llorando de felicidad, liberando toda la tensión que había guardado dentro. Sólo por el hecho de saber que aquel sonido era el de su corazón, lo sentía como si fuesen dulces caricias que me brindaba en el interior de mis oídos. Una manada de médicos y enfermeros se la llevaron de allí de repente, sin que pudiese haberla llenado de besos. Siempre he pensado y siempre voy a pensar que mis súplicas habían tenido algo que ver. El enfermero que había estado a mi lado me guió hacia la sala de espera, indicándome que me sentara en una silla. Lo hice, algo más calmada, aunque sin dejar de llorar, como si se hubiese abierto una fuente. Aunque noté que aquellas lágrimas ya no eran de amargura, de nerviosismo, de tristeza e impotencia. Eran de alivio, de felicidad, de alegría, aunque todavía siguiese tensa. Estuve un buen rato en la sala de espera. Cogí un par de revistas, aunque apenas les presté atención. Media hora.

Un enfermero, de unos 40 años largos, entró en la sala de espera entonces, de manera automática, como un robot, con expresión neutra en su rostro. En cuanto noté que se acercó a mí, me apresuré el levantarme, aunque apoyó una mano en mi hombro, haciendo presión hacia abajo para que volviese a tomar asiento.

-Es usted la acompañante de la mujer que reanimamos en la entrada, ¿cierto?-me cuestionó, con un tono de voz seco y cortante.

-Sí, soy yo.-respondí de manera serena, a pesar de que mis manos continuasen temblando, y estos escalofríos se acrecentasen en el momento en el que me había dirigido la palabra.

-¿Podría decirme su nombre?

-¿El de ella?-asintió, cerrando los ojos, moviendo de arriba abajo su afilada y ancha mandíbula, a la par que sus mejillas fláccidas.-Se llama Sharon. Sharon…-intenté recordar su apellido. Fruncí el ceño.-No sé, tiene un apellido extraño.-lo único que logré rescatar de mi memoria fue a canción que me había cantado aquella vez, dedicada a su hijo, la nana de Holanda.-Es holandés. El apellido es holandés.

Apuntó en nombre en un informe, repitiendo la sílaba “ahá” varias veces.

-¿Tiene seguro médico?

-No.-me apresuré en contestar. La última vez que la había acompañado al hospital, cuando había tenido aquel dolor, lo había mencionado. Además, dudo que alguna puta tenga seguro.-Pero yo me haré cargo de los gastos, descuide.

Asintió, escribiéndolo mientras tanto. Se giró para irse, cuando me apresuré en volver a llamarle.

-¿Cómo está ella?

-Todavía sigue en quirófano. Cuente con media hora más de operación, como mínimo.-agitó una mano levemente, dándome a entender que era un mínimo muy relativo.

Le dejé irse. Todavía no me explico cómo fui capaz de permanecer allí, sentada en el asiento de gomaespuma cubierta por una tela verde, clavando la mirada en la pared amarilla, tan amarilla como la bilis, pensando. Sentía dentro de mí un equilibrio entre la tranquilidad y el nerviosismo, que me hacían mantenerme prácticamente inmóvil, mas respirando profundamente por la preocupación. Había pasado una hora y todavía no había tenido noticias. La gente iba y venía, lloraba, sonreía, rezaba, cuchicheaba, bisbiseaba, algunos incluso fumaban. En aquel momento ni siquiera me apetecía un pitillo. Era lo de menos. Quizás sólo me estaba preparando mentalmente por si los médicos me revelaban que había muerto. Cada vez que lo pensaba, que visualizaba la escena, que me repetía mentalmente “Señora, lamento decirle que su acompañante ha muerto”, me invadía, al principio una frialdad sin antecedentes, como si no me lo acabase de creer; luego, un par de lagrimitas corrían por mis mejillas, tras un escalofrío que cruzaba mi columna vertebral de arriba abajo. Una hora y media, minuto más, minuto menos. Entró el mismo enfermero, indicándome esta vez que me levantase, mediante un gesto de manos, sin moverse del marco de la puerta. Me levanté de un salto, yendo hacia él preocupada. “Dios, Dios, Dios, que no me lo diga, que no me lo diga”.

-¿Cómo…?

-Acaba de salir de quirófano. Está bastante grave todavía, tenía tres costillas y una muñeca fracturadas, el hombro dislocado y tuvo una hemorragia interna en el estómago, pero se pondrá bien, si no hay ninguna complicación.

Solté un hondo suspiro de alivio, tapándome la boca con ambas manos, desviando la mirada al techo. Sé que Él tuvo algo que ver en su curación, siempre pensaré que fue gracias a mis incesantes rezos. Volví a mirar al enfermero, mientras aquella opresión inicial en el pecho se iba poco a poco aminorando, mas sin perder el malestar. Le pregunté dónde se encontraba. Habitación 120. Se ofreció a acompañarme, y yo accedí gustosa. Aquel hospital nunca lo había pisado; ni siquiera sabía que existía más que de oír hablar alguna vez de él. Montones de yonkys con sobredosis, comas etílicos, personas desnutridas y hambrientas, prostitutas golpeadas, desgarradas, amedrentadas. Era el hospital de los suburbios, donde podían brindarles un mínimo de atención médica a aquellos de los que nadie se hace cargo. Todos ellos me miraban con tristeza en los ojos, con angustia. Quizás muchos conocían a Bloody, la habían visto en la entrada, como casi todo el personal de urgencias, y también habían rezado por ella. Tragué saliva, siguiendo los pasos del enfermero, que me guiaban a la habitación de Sharon.

Me encontré enfrente de la 120 después de una caminata que me pareció eterna, después de un casi perpetuo viaje en ascensor. Le di las gracias al sanitario en voz muy bajita, mientras abrí bruscamente la puerta, con rapidez. Necesitaba verla, quería verla, y la vi. Estaba tumbada en la cama, tapada por una fina sábana blanca, al lado de la ventana. Tenía los ojos cerrados; había sucumbido a los brazos de la anestesia, de los cuales despertaría de un momento a otro. Su rostro, blanquecino debido a la luz que proyectaba la ventana sobre él, seguía siendo tan hermoso como siempre, tan perfecto, amigable, encantador, como el de una princesa. Mechones de cabello negro como la noche, artificiales, caían sobre la almohada como una cascada, acunando su semblante. Me costó acercarme, mas cuando di un paso adelante, sentí que no quería dejar de caminar hasta notarla lo más cerca que pudiese. Le cogí la mano mientras tomaba asiento en un sillón color crema que había al lado de la cama. Estaba caliente, la sentí, estaba caliente, había sangre transitando por su interior. Mis dedos se aferraron a su carne como garfios, al tanto que mi labio inferior volvía a temblar, a convulsionarse contra el tope de mi barbilla. Alcé la mirada, con un golpe de mis párpados, para clavarla en la infinidad de máquinas a las que estaba conectada, como si intentase conocer para qué servían todas y cada una. Un respirador, un electrocardiograma y electroencefalograma, suero, y otro cúmulo de cables a los que no le encontré utilidad. Los pitidos de su corazón desgarraban el silencio que imperaba en aquella habitación, que compartía con otras tres personas a las que no pude identificar. Deje escapar un suspiro trémulo, doblando mi cuello para inclinarme hacia delante, pudiendo tocar el dorso de la mano de Sharon con mi frente. Ignoro cuánto tiempo me mantuve así, con los ojos cerrados, regulando mi respiración hasta que se volvió completamente monótona, cada inspiración completamente igual a la anterior, al igual que cada uno de los movimientos de su corazón, cada uno igual que su predecesor, pero de un momento a otro, y sin que me diese cuenta, la mano pareció agitarse, estirar los dedos, encogerlos, haciendo notar los huesos de sus nudillos. Alcé la cabeza bruscamente, como si me hubiese arreado, mirándola fijamente, intentando cerciorarme de que estaba efectivamente despierta. Parpadeó varias veces, frunciendo el ceño en un ademán de soltar un gruñido. Hizo un esfuerzo para arrancarlo de su garganta, un gutural sonido, como si fuese la más primitiva expresión de dolor. En ese mismísimo instante una lágrima cayó del centro de mis ojos, casi sin sentirla rozar con mis mejillas, directamente del lacrimal a las sábanas, sin dejar de clavar mi mirada en ella, esbozando esta vez una sonrisa.

“¡Sharon!” ahogué el grito, al tirarme encima de ella en el mismo momento, abrazándola muy fuerte, oprimiendo mi boca en su hombro. Siseó ella en respuesta. No me había dado cuenta de que había sido sometida a una operación de hora y media, y que sus costillas, su brazo, su cuerpo, eran frágiles como un cristal. Me separé un poco, sollozando fuertemente, todavía sin poder asimilar lo que había pasado, actuando sin siquiera pensar. Extendió aquel brazo que no le habían escayolado hacia mí, para poder acercarme a ella de nuevo. Me acomodé en su pecho muy poco a poco esta vez, primero la sien, despacio, muy bien, repetía, después el oído, y luego hice un poco de presión, para poder acomodarlo en el esternón, aunque lo acerqué un poco a mi derecha. Cerré los ojos, volviendo de nuevo a gemir, sin poder evitarlo.

-Pensé que te había perdido.-entreabrí los ojos, lo justo para ver cómo su pecho se elevaba un poco, siguiendo las directrices de su respiración, y por el peso de mi cabeza bajaba a los pocos centímetros.-Pensé que te había perdido.-reiteré, frunciendo el ceño, dejando caer unas lágrimas.

Sharon tragó saliva. Sonoramente, la escuché a la perfección. Con la yema de sus dedos rozó una marca rojiza que rodeaba su cuello, en la que no me había fijado hasta entonces. La miré de soslayo, observando de cerca los poros irritados, la carne desgarrada, como la de las personas a las que intentan ahorcar, cuya piel se abrasa hasta el punto de quedar gravados los pliegues del arma homicida. En la suya, podían distinguirse unas finas argollas.

-Emily…-susurró con un hilo de voz, soltando un quejido que hizo estremecerse sus frágiles costillas.- ¿Es que no lo comprendes?

Fruncí levemente el ceño, alzando la barbilla para verla mejor.

-¿A qué te refieres?

Su mano acarició con más ahínco la piel rojiza de su cuello, en tanto que hacía ademán de gemir, sin ser capaz debido al inhumano dolor que residía en el interior de su cuerpo, y que sólo podía exteriorizar mediante un gutural gruñido, que acababa en un principio de sollozo, que se sofocaba casi al momento. Cerró los ojos, sacando de la nada una lagrimita que recorrió las líneas de dolor de su rostro níveo, como tallada en cristal. Aquella voz que salió de su garganta no parecía la suya; era el más primitivo ademán de sufrimiento:

-He perdido mi corazón.

Apresaba el pijama con sus manos, con cuidado de no agarrar también mi melena, para poder volver a gemir disminuyendo el dolor, notando cómo se le descolocaban las costillas. Me había quedado completamente inmóvil, fijando la mirada en el electrocardiograma, ¿qué era acaso aquello que pitaba tan insistentemente, que provocaba tan puntiagudas subidas, tan vertiginosas bajadas, que se iba acelerando, sufría una leve convulsión para disminuir el ritmo, mas con otro sollozo volvía a aumentarlo? Había perdido toda la esencia, toda vida, la llave… No tenía dónde encajar. La envolví con mis brazos, alzando la cara para poder besar sus mejillas procurando calmarla. Separé su cabello de sus lágrimas con mucho cuidado, para después rozar la zona con los labios. Tranquila, lo vamos a recuperar, ya lo creo que sí. Pero ahora tranquilízate, ¿vale?

En ese momento, y sin previo aviso, un chillido de dolor. Incesante. Un teléfono.


[1] Vamos, enséñales tu amor. Arráncale las alas a una mariposa.