domingo, 8 de noviembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXI- Alguien como él


Are you the one?[1]

Who'd share this life with me

Who'd dive into the sea with me


Are you the one?

Who's had enough of pain

And doesn't wish to feel the shame, anymore

Are you the one?

Are you the one?-Sharon Den Adel ft. Timo Tolkki


En cuanto le comuniqué al oncólogo mi decisión, se apresuró en ingresarme en el hospital. Aquel día pasé bastante miedo. Me hicieron bastantes pruebas, y ni siquiera dejaron que Terry viniese a verme dentro del horario de visitas. Lo eché de menos. Tanto, que recuerdos que habían echado raíces en mi subconsciente, volvieron a aflorar, con el fin, quizás, de paliar mi soledad.

Recuerdo cuando conocía a Terry. Tenía 17 años; él, 18. Íbamos en la misma clase, y ambos intentábamos sacar el “Leaving Certificate” para poder acceder a la universidad. Nunca nos habíamos fijado uno en el otro. Sentíamos mutuamente que el otro era un alumno más, un afortunado que seguramente llevaría una vida menos sacrificada que la nuestra. Menos un día que, por una casualidad, nos dimos cuenta de todo.

Si Terry no hubiese llegado tarde aquel día, nada habría sucedido. Habían pasado 15 minutos desde que sonó la campana y el profesor, un hombre serio, alto, que tenía la ridícula costumbre de llevar las gafas en la punta de la nariz como si fuese un intelectual, había pronunciado por lo menos un par de veces el nombre “Terence Grives”, sin que nadie contestara. De repente, antes de darle tiempo a llamar a algún otro alumno, la puerta se abrió bruscamente. Todos nos dimos la vuelta. Allí estaba Terry, empapado en sudor, jadeando, sosteniendo la puerta con una mano. Tenía un corte sangrante y enorme en una mejilla.

-Grives, llega usted tarde.-dijo el profesor.

-Lo siento.-respondió Terry, con la voz entrecortada.- Me he quedado dormido.

Ninguno de nosotros éramos capaces de resistirnos a no mirarlo de arriba abajo. Ya tenía rastas en el pelo, pero lo tenía bastante más corto. Y creo que sobra decir que la ropa también era completamente distinta. Iba a cerrar la puerta, cuando el profesor exclamó:

-¡Un momentito, Grives!

Terry giró la cabeza bruscamente, con el fin de mirarle de una manera fría y casi amenazante.

-Debe ir a secretaría y coger un justificante de falta. Que yo el retraso del parte no se lo voy a quitar.

Resignado, Terry se dio la vuelta y se marchó, descargando buena parte de su angustia en un portazo. Pasados un par de minutos de aquello, levanté la mano para que el profesor me prestase atención.

-¿Qué quiere, Gray?

-¿Puedo ir al baño?

Realmente no tenía ganas de ir, simplemente quería cruzarme con Terry en el pasillo, poder hablar con él. Era una necesidad que me pedía mi cabeza.

-Acaba de venir de casa, ¿no pudo ir al servicio allí?

-¡Uy! Me olvidé.

Toda la clase se rió a carcajadas. El profesor me miró encolerizado.

-Está bien, vaya. Pero vuelva pronto.

Me fui. Cerré la puerta, al contrario que Terry, con mucho cuidado, con el fin de no entorpecer todavía más la clase. Mientras avanzaba por el pasillo, miraba instintivamente a la derecha y a la izquierda a ver si lo veía. Encontrármelo fue más fácil de lo que me esperaba. Estaba sentado en la escalera, con los codos apoyados en las piernas, sosteniendo la cabeza con ambas manos. Adiviné que se había pasado la orden del profesor por el forro. Me acerqué a él, quizás con un poco de miedo por su reacción, pero con mucha, muchísima curiosidad.

-¡Hey!-exclamé, para captar su atención.

Giró la cabeza sobresaltado, seguramente pensaba que era alguna profesora. Al ver que era yo, no me dijo ni una palabra.

-¿Puedo sentarme?-pregunté, señalando las escaleras.

-Este es un país libre.-respondió, sin siquiera mirarme.

Lo hice. Me puse a su lado. Mis ojos no tardaron en posarse en su herida. Parecía reciente, seguramente se la habrían hecho ese mismo día, y le empapaba la cara y la ropa de sangre. Acerqué, inconscientemente, mi mano a la mejilla que tenía la susodicha llaga.

-Estás sangrando.

Pude tocarle con la punta de los dedos cerca de allí. La zona estaba palpitante todavía, y la sangre brotaba ardiente. En cuanto los sintió, me apartó el brazo bruscamente.

-Tranquilo.-le dije, un poco asustada.- No voy a hacerte daño.

Metí la mano en el bolsillo. Terry me miró de reojo. Saqué un paquete de pañuelos de papel. Cogí uno y lo acerqué a su rostro. Él retrocedió.

-¡Vamos! Sólo quiero limpiártela.

Al decir esto, logré que Terry se me acercase un poco. Deslicé el pañuelo por su mejilla muy despacio, con el fin de no causarle dolor. A pesar de que limpié con especial hincapié la herida, para que no se infectase, no escuché ni una palabra de queja. Sólo una respiración fuerte.

-¿Ves cómo no es nada?-dije, sonriendo.- Si te digo que no te voy a hacer daño es porque no te voy a hacer daño.

Me miró. Sonrió levemente. Era una sonrisa casi imperceptible, pero que supe ver perfectamente. Y había gratitud en ella. Cuando ya no tenía sangre en la cara, le entregué el pañuelo.

-Apóyalo en la mejilla. Te seguirá sangrando un rato.

Terry obedeció. Volví a examinarlo, con semblante serio. Noté en él una ira amordazada, pero a la vez un miedo intenso, una angustia que intentaba controlar. Opté por hacerle aquella pregunta.

-¿Quién te hizo eso?

-¿Debería importarte?-dijo, con recelo.

-Pues sí. ¿Sabes qué? Me lo jugaré todo a una carta y diré que fue tu padre.

Terry me miró con sorpresa.

-¿Cómo coño lo sabes?-preguntó.

El corazón se me aceleró. En ese momento se confirmó una sospecha sin fundamento que se me había pasado por la cabeza por casualidad.

-Supongo que se nos nota en la mirada, ¿no crees?

-A… ¿A ti también…?-preguntó, con voz trémula e incrédula.

Asentí, con bastante serenidad. Me di cuenta de que el profesor tendría que esperar un buen rato por nosotros. Terry dejó de mirarme y sonrió.

-Debería estar prohibido pegarle a las chicas bonitas.-dijo.

Me estaba lanzando una indirecta. Me sonrojé como una boba.

-Bo… ¿Bonita? ¿Yo?

-Tía, claro. ¿Alguien te ha dicho que no? Porque si es así, le parto la cabeza al cabrón que se la haya ocurrido soltar una trola como esa.

Me aparté un mechón de pelo para detrás de la oreja. Me puse roja como una manzana. O roja como la sangre que teñía el pañuelito blanco y que lo rompía por algunos sitios. Terry se percató enseguida y optó por contármelo.

-¿Sabes cómo me hizo esto el muy cabrón? Con una botella de ginebra rota. ¿Te parece normal? Si se le hubiese cruzado un cable, habría sido capaz de estampármela en la cabeza.-tras una breve pausa, añadió.- A ti no te hará así, ¿no? Porque si no le vuelo los sesos.

-No… Gracias a Dios, por ahora no. La verdad es que le pega a mi madre a menudo, y si intento entrometerme o algo, que es algo que pasa muchas veces, comienza a arrearme y no me suelta hasta que se cansa.

Me miró. Y yo lo miré a él. Había una fuertísima empatía entre ambos.

-¿Tu padre te pega cuando se emborracha?-le pregunté.

-No siempre. Si me pegase una hostia por cada botella de alcohol que se bebe, estaría muerto.-puso especial énfasis en esta última palabra.

-¿Y tu madre? La mía es el único apoyo que tengo.

Se quedó callado un instante.

-La mía murió cuando era un crío.

-¡Oh! ¡Lo siento, de veras! ¡Mi más sentido pésame!

-No te lamentes. Ya hace que lo tengo asumido.

-¿La mató él?-pregunté, con un poco de reparo.

-No. Murió de una enfermedad. No sé cómo fue, ni qué era. Mi padre la encerró en una habitación y no me dejaba ir a verla. La última vez que la vi estaba en la cama, toda rodeada de médicos, retorciéndose como una puta culebra. Aquella misma noche, murió. Vino mi padre a mi cuarto en medio de la noche y me dijo: “Tu madre la ha palmado”. Así, sin darme más explicaciones.

Eso era lo único que sé de la muerte de la madre de Terry, y seguramente él no sabía nada más. Lo noté un poco decaído.

-Era buena contigo, ¿verdad?

Tras una breve pausa, me contestó:

-No era mala.

Es lo poco que me contó de ella. Entonces comprendí el por qué de su carácter. Era simplemente un mecanismo de autodefensa. No quería que nadie más le hiciese daño. En cuanto se dio cuenta de que los dos navegábamos en el mismo barco, supo que no se lo haría.

-¿Tienes hermanos?-le pregunté.

-No, soy hijo único. ¡Ja! Y eso que dicen que los hijos únicos somos unos mimados. Casi lo prefería, antes que esto. ¿Y tú tienes?

-Sí. Tengo 6 hermanos. Bueno… dos de ellas están muertas. Una falleció al nacer, y otra a los 4 años.

-¿Tan pequeña?

-Ahá, se cayó de un árbol. Tenía yo 6 años cuando ocurrió y aún parece que fue…-interrumpí la frase, pues mi voz comenzaba a entrecortarse.- Yo sí que no lo he asumido.

-El duelo acaba desapareciendo. Todo se olvida, todo es pasajero.

-Es que no quiero olvidarla.

-No la olvidarás. Dentro de unos años hablarás de ella con ternura, no con angustia. Eso es lo que se pierde.

Lo miré. Una lágrima resbaló por mi mejilla, aún así, miré a Terry con muchísima dulzura.

-Sé lo que vas a preguntarme.-dijo.- y la respuesta es que una madre y una hermana pequeña son cosas distintas. TU hermana y MI madre son personas demasiado distintas como para que compartamos el mismo sentimiento por ellas. Confío en que entiendas mi respuesta.

-Más de lo que desearías.

Nos quedamos en silencio un instante. Creímos conveniente no añadir nada al asunto, estaba todo lo suficientemente claro.

-Por cierto,-dijo Terry.- ¿cómo decías que te llamabas?

-Er... Emily. Emily Gray.

-¿Grey?

-No, no,-respondí riéndome.- Gray. Ge, erre, a, y griega-deletreé.- Y tú eras... ¿Grives...?

-Terry. Te, e, erre, erre, y griega. ¿Hace falta que lo deletree?

-No.-dije, riéndome a carcajadas.- Conozco el nombre lo suficiente. No me he olvidado.

Quizás puede sonar ridículo, pero la compenetración entre ambos era palpable. Yo la sentía, cada vez que lo miraba, que él me miraba con aquellos ojos. Los más bonitos que había visto hasta entonces.

-¿Quieres que vayamos ya a clase?-preguntó él.

-No. Quedémonos un rato más. No creo que el viejo del señor Miriello note nuestra ausencia.

Sonrió, lo vi clarísimamente. Y fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que me gustaba verlo sonreír. Había tanta sinceridad en aquella sonrisa, tanto cariño en su mirada, tanta comprensión en sus palabras. Sólo habíamos estado hablando unos minutos y era como si nos conociésemos desde siempre.

Pero no todo fueron alegrías. Tenía muchos problemas; algunos que conocía, muchos que no. En mi casa éramos 4 hermanos para apoyarnos los unos a los otros, pero él no tenía a nadie. Quizás a mí, pero, ¿de qué le servía? No podía estar con él todo el día, no podía animarle en momentos de bajón, fuera del ámbito escolar, pues mi padre se enfurecía si me veía con chicos, aunque solo fuésemos amigos. Podía haberme llamado, podía haber hablado con él y tranquilizarlo, pero fue lo suficientemente impulsivo como para hacerlo. No lo creía capaz de hacer algo así, nunca lo creería capaz de llevar a cabo un acto semejante. La tristeza, la angustia, nublan el juicio mucho más de lo que desearíamos. Son ellas las que nos proporcionan ese impulso, esa ira ciega en un afán de destrozar a la vida tal como ella nos destrozó a nosotros. Tuve que enterarme por su primo, por un snob pijo que venía en la clase de al lado. La verdad es que cuando lo vi entrar por la puerta de nuestra clase, no me creía que fuese pariente de Terry. Ni siquiera que pudiesen tener algún tipo de relación.

-Perdonad,-dijo.- estoy buscando a una tal Emily. Emily Gray o Grey o algo así.

-Soy yo.-dije, extrañada.- ¿Qué quieres?

-A ver, soy primo de Terry. De Terry Grives, sabes quién es, me imagino, ¿no? Le he oído hablar de ti muchas veces con sus amigos, así que quería avisarte de una cosa. Bueno, avisarte y conocerte, que ardía de curiosidad. Pero bueno, a lo que iba, mira, es que esta noche… lo encontramos en el suelo de su habitación. Se cortó las venas con una navaja.

Se me detuvo el corazón por un instante. No podía seguir latiendo con la incertidumbre de si él estaba vivo o no.

-¿¡Cómo está!?-grité.- ¡Dime que está bien!

-Claro que sí, tontina. El chico es duro como una piedra. Menos mal que yo me había quedado a dormir en su casa y llamé a urgencias, que si no. Criando malvas, así de claro te lo digo. Bueno, por si quieres ir a verlo, está en el hospital St. Holy Joseph, uno de estos de seguros baratos, ya me entiendes, ¿no? Con lo que me gustaría que mi primo estuviese en un hospital como Dios manda, como el mío, el Zúrich Center Hospital, pero claro, una personita… como decirlo… pobre no se lo puede permitir. Lo que es la vida, ¿no?

Opté por no oír sus comentarios estúpidos. Estaba demasiado preocupada por Terry como para darle importancia a algo así. Fui por la tarde, poco después de comer. Cogí un autobús, obviamente, pues mi padre no me llevaría, ni yo tampoco querría que me llevase. Esa fue la primera vez en la que entré en un hospital. Había ido al materno a ver nacer a mis hermanos, pero no es lo mismo. No es el mismo ambiente. Me angustiaba, me sofocaba, me daba hasta miedo. Y lo que me limité a hacer fue aferrarme a la bolsita de caramelos que llevaba en las manos para regalársela a él.

La puerta de la habitación 197 estaba entreabierta. Seguramente alguna enfermera se habría olvidado de cerrarla. Entré silenciosamente. Temí que estuviese durmiendo y que fuera a despertarlo. Temía su reacción al verme, que quizás no era como yo esperaba. Estaba en la cama, sentado, mirando hacia la ventana. Estaba abierta, y la cálida brisa primaveral entraba por la ventana. Aún así, tenía las manos congeladas. Nunca las tuve calientes, nunca; mis manos permanecían frías pasase lo que pasase, y mi cuerpo nunca encontraba aquel calor que tanto ansiaba. Mi madre se preocupaba, llegué a pensar si tendría algún problema circulatorio, pero la verdad es que nunca lo miré. No me importó. Me acostumbré a tenerlas así. Terry bromeaba muchas veces con llevarme a las Bahamas para ver si con un clima más tropical entrarían en calor. Quizás sí, quién sabe. Pero cuando llevas años teniendo esa sensación, parece que te da nostalgia desprenderte de ella.

Me acerqué a él despacio. A pesar de llevar botas con tacones, mis pasos eran lo suficientemente suaves y ligeros como para que no produjeran apenas ruido. Le toqué en un hombro, para intentar llamar su atención. Se dio la vuelta sobresaltado. En cuanto me vio, por la cara que puso, intuyo que no esperaba mi visita.

-¿Emily? ¿C…Cómo sabes que estaba aquí?

-Me lo contó tu primo.

-Esa mierda de pijo no se podía estar callado. ¿Qué pasa? ¿Qué tengo que graparle la boca?

-Si quieres me voy.-dije, un poco asustada por su reacción.

-No lo digo por ti, Emily. Lo que pasa es que ahora todo el puto instituto va a estar al tanto, y eso es lo que me revienta.

Nos callamos un instante. Estábamos un poco nerviosos ambos, y eso que llevábamos varios meses siendo amigos, hablando fluidamente entre nosotros, incluso contándonos algunos secretos, pero era como si nos quedásemos de repente sin habla, como su en nuestras gargantas se formasen unos molestos nudos que nos impidiesen articular ninguna palabra. Me decidí al final a hablar, a preguntárselo:

-¿Cómo estás?

-Bien. ¿Quieres verla?

Hablaba como si fuese algo banal, como si no le importase lo más mínimo estar a punto de perder la vida. Asentí. No debía hacerlo, pero un impulso curioso me hizo aceptar. En su mano izquierda tenía una venda, la cual se despegó un poco, lo suficiente como para que la herida quedase completamente visible y desprotegida. Atravesaba las venas de su muñeca, en posición horizontal. Era honda, y todavía rezumaba algo de sangre. Me estremecí al imaginarme con qué frialdad y decisión se automutiló, con cuanta ira se lo clavó hondo. No pude evitar acercarle mis dedos fisgones; tocarla, con suavidad, para no hacerle daño; sentir cómo todavía palpitaba. Lo miré a los ojos, y fui capaz de decirle:

-¿Por qué lo hiciste?

-Porque ya no puedo más, Emily. Estoy harto de todo.

Las lágrimas golpeaban contra mis ojitos tristes e inocentes. Las reprimí, todavía no tenía tanta confianza con él como para llorar en su presencia. Comprendí cómo se sentía. Yo misma me sentí así muchísimas veces, aunque todavía no comprendí el concepto de suicidio en todo su esplendor hasta que no lo sufrí en mis propias carnes. Aún así, alcancé a comprender que suicidarse era morir, y lo último que quería era perder a Terry.

-Si piensas que no le importas a nadie-dije, en un hilo de voz.- estás muy equivocado.

-Quizás la que estés equivocada seas tú por preocuparte por alguien como yo.

Alguien como él, ¿a qué se refería? ¿A alguien que era maltratado? Yo también lo era. ¿A alguien cabreado con el mundo? Como todos. ¿A alguien misterioso, frío, enigmático? Creo, sin miedo a equivocarme, que eso era lo que más me atraía de él.

-Los dos estamos en el mismo barco.-le respondí, con serenidad.- Ni tú eres más que yo, ni yo soy más que tú. Y hasta que no te lo meta en la cabeza, voy a insistir hasta la saciedad.

Terry sonrió levemente. Después hablamos. No recuerdo de qué, pero hablamos muchísimo, y comimos entre los dos los caramelos. A él no le dejaban comer nada que no le diese allí, pero al estar solos, aprovechó la ocasión. Me fui de allí al cabo de una o dos horas, cuando una enfermera me echó de allí. Le prometí que volvería a verle, pero al día siguiente, estando aún débil, su padre se empeñó en sacarlo del hospital.

Su padre, Bill. Cada vez que me acuerdo de él, un escalofrío recorre mi columna, como si fuese una serpiente. Solamente lo vi una vez, no quise volver a saber de él. Esa vez la recuerdo con total nitidez.

Terry y yo teníamos que hacer un trabajo juntos. Como en mi casa estaba el problema de mi padre nos fuimos a la suya, pues Bill no estaba. Seguramente se encontraría en alguna taberna, empinando el codo, bebiendo para olvidar, o quizás para recordar algo.

Su casa estaba un poco desordenada, y no tenía la mejor decoración del mundo. Algunas paredes estaban medio rotas, y las ventanas, con los cristales rajados. Por el suelo del salón había bastantes botellas tiradas y rotas. Terry evitó llevarme allí, es más, evito enseñarme la casa. Simplemente nos dignamos a seguir recto el pasillo hasta su habitación. Esta sí que estaba mejor ordenada. No era mucho de mi gusto, la verdad, pero se respiraba bastante armonía.

Me senté en la silla que había frente a su escritorio. En cuanto él vio que no había más que esa, fue a la cocina a coger otra. Posé mi carpeta sobre la mesa y dejé mi chaqueta de cuero negro encima de la cama. Enfrente del escritorio había una ventana, la cual me quedé mirando mientras él no volvía. El barrio en el que vivía Terry no era el mejor, desde luego. Su paisaje era desolador, álgido, decadente, como un alma atormentada, como una lágrima, como el desconsuelo permanente de un corazón que desea dejar al fin de latir. Me resultaba un poco incómodo estar allí. Hacía quizás unas semanas que conocía a Terry, y me parecía bastante insólito haber acudido ya a su casa, a aquel lugar extraño.

Sin que pudiese percatarme, él entró en la habitación y dejó su silla al lado de la mía. Yo permanecía mirando por la ventana, algo turbada, pero con muchísima curiosidad. Terry, que era igual de curioso que yo, cogió mi carpeta y la abrió. Entonces sí que supe que estaba allí.

-A ver qué escondes por aquí…-dijo.

-Terry, deja mi carpeta.-conminé, intentando cogérsela.

Acabó abriéndola, descubriendo todo lo que había en su interior: bocetos. Folios en blanco y miles de bocetos. De mi antigua y añorada casa, de su jardín paradisíaco, de mis hermanas, de los edificios que coronaban la ciudad… Terry se quedó con la boca abierta. Yo me sonrojé como una boba.

-¿Dibujos?-preguntó, sin apartar la vista de ellos.- ¿Tú dibujas?

-Hombre, es evidente, ¿no?-respondí.- ¡Venga! Di que son una mierda y pongámonos a trabajar.

Pensé que eso sería lo que diría. La gente era muy cruel, y muchas veces me decían que eran malos para desmoralizarme y que no volviese a hacerlos. Es más, una vez una chica envidiosa de mi clase me rompió uno mientras yo estaba en el baño, a la hora del recreo. Podría habérselo enseñado a algún profesor de dibujo, y seguramente me dirían que eran estupendos, pero era demasiado vergonzosa. Lo único que tenía para sustentar mis deseos de ser pintora era mi propia ilusión. Aunque la valoración de Terry fue bastante distinta:

-Son buenos.

-¿Qué?-pregunté exaltada. Hacía tiempo que nadie me decía eso.

-Son jodidamente buenos.-repitió.- Las formas, el realismo, el sentimiento… Puede que sea un negado, pero sé reconocer una buena pintura cuando la veo.

-Sabes mentir muy bien, pero dime la verdad.

-Joder, te la estoy diciendo. Dibujas de puta madre. Deberías dedicarte a eso cuando seas mayor.

-Es lo que pretendo. Si puedo, me gustaría ir a la universidad a estudiar Artes Gráficas.

-Yo también quiero ir a la universidad, hacer Ingeniería.

Tras una breve pausa, él añadió:

-Tienes que retratarme un día de estos… O hacerme un autorretrato tuyo, para acordarme de ti cuando estemos en la universidad.

-Ok, en cuanto tenga algo más de tiempo, me pondré a ello.-dije, sonriendo.

Comenzamos el trabajo en cuanto zanjamos el tema de los dibujos. La guerra civil no era lo más interesante del mundo, pero nunca me había reído tanto como entonces. Terry aprovechaba cualquier ocasión para decir alguna parida y yo, que siempre había sido de risa fácil, parecía que me moría. De repente, y sin más previo aviso, escuchamos un ruido procedente de la entrada. Seguramente era la puerta cerrándose.

-Mierda.-musitó Terry.

Intuimos de quién se trataba, y nuestras sospechas se confirmaron cuando la puerta de la habitación se abrió de un golpe. Terry no se movió, yo, sin embargo, opté por girar la cabeza. Era su padre. El parecido entre ambos era más que evidente, aunque él tenía un aspecto descuidado, su ropa estaba impregnada de alcohol, tenía el pelo muy corto, y la mirada desviada, que hacía que me pusiese nerviosa y, quizás, todavía más asustada. Llevaba una botella en la mano, si no me equivoco, de whisky.

-¿Quién es esta, niño?-preguntó, casi gritando.

Terry no le contestó, ni siquiera le miró. Su padre se acercó a mí y dejó su botella en el escritorio. No pude apartar la mirada de él, aunque casi temblaba de miedo. Si a Terry le había cortado la cara con un cristal, ¿qué me haría a mí?

Lo que hizo, en contra de lo que pudiese pensar, abrazarme por detrás y tocarme los pechos. Acariciármelos, oprimírmelos, con aquellas manos recias y sucias, que llegaban a hacerme daño. Estaba a punto de llorar. Llegué a temer que me violase cuando me dijo:

-Está cachonda. Déjame que te toque.

Intenté resistirme, moviéndome un poco de un lado a otro, pero él me sujetaba con demasiada fuerza. Bajó una de sus manos a mi entrepierna, con el fin de subirme la falda. Comencé a gritar, pero era inútil.

-Estate quieta.-me ordenó, repetidas veces.

Incluso llegó a taparme la boca con la mano con la que me acariciaba el pecho. Aunque fue poco tiempo el que estuvo haciéndome eso, yo sentía casi como si fuesen años. No me dejaba. Me agarraba una pierna con fuerza, y me metió la mano en donde yo no deseaba que lo hiciese. Entonces sí que quedaron claros sus deseos.

De repente, Terry agarró una de sus manos con fuerza, la que me toqueteaba en las piernas, y la apartó, aunque su padre opuso resistencia. Le retorció la muñeca, hasta el punto en que el dolor era tan insoportable que me soltó por completo.

-A Emily no la toca ni Dios.-dijo Terry, con una expresión rebosante de ira.

Su padre consiguió soltarse. Con una velocidad impropia del estado en el que se encontraba, volvió a coger la botella y se la rompió a su hijo en la cabeza con una fuerza brutal. Me llevé las manos a la boca al ver que Terry había caído en el suelo en el acto. Estaba inmóvil.

-Mira que hacerme eso mi propio hijo. Así aprenderás, maricón.

Dicho esto, y no sé por qué razón, se fue. Yo me apresuré a levantarme de la silla y arrodillarme a su lado. Grité su nombre un par de veces; no hubo respuesta. Lo moví de un lado para otro, con los nervios a flor de piel; no abrió los ojos. Llegué hasta a abofetearlo, lo más fuerte que pude; no se movía. El suelo comenzó a encharcarse de sangre. Llegué a pensar que estaba muerto. Me alarmé. No sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió para poder tranquilizarme fue aproximar mi oído a su boca. Lo escuché respirar. Suspiré aliviada. Seguramente sólo se había desmayado. Me levanté lo más rápido que pude y cogí mi chaqueta de la cama y se la puse sobre los hombros, mientras bisbiseaba un Padrenuestro, con el fin de que Dios le ayudase. Pensé en acostarlo en la cama, pero en un pequeño curso de primeros auxilios al que nos obligaron a asistir en el instituto, nos dijeron que cuando una persona recibía un traumatismo en la cabeza, lo peor que podíamos hacer era movérsela. También pensé en llamar a una ambulancia, pero si su padre era como el mío, ambos correríamos una suerte fatídica. Me llevé las manos a la cabeza, nerviosa, echándome el pelo empapado de sudor para atrás. Lo único que podía hacer era seguir rezando.

Al cabo de un rato, abrió los ojos. Intuí que el golpe no le había herido demasiado. Lo noté bastante aturdido. Miró hacia los lados, como si no recordase lo que había pasado.

-¡Terry!-grité.- ¡Menos mal que estás bien!

-¿Te ha hecho daño?-preguntó él. Era evidente que sí recordaba lo sucedido.

-No tanto como a ti, desde luego.

Con un poco de dificultad, intentó incorporarse.

-No deberías moverte demasiado. Recuerda lo que nos dijeron en el curso.

-Estoy perfectamente, Emily. Sólo me ha arreado con una botella. Podría haber sido mucho peor.

-Por lo menos deberías desinfectarte la herida. Estás sangrando.

Al oír esto, se llevó una mano a la nuca. Comprobó que, efectivamente, estaba encharcada de sangre. Alargó la mano hacia un cajón de su maltrecho escritorio y cogió una bolsita de pañuelos de papel, de la cuál sacó uno hacia fuera y se limpió con él.

-Estás loco, Terry. Haber hecho algo así por mí.

-¿Crees que dejaría que te siguiese manoseando? ¿Qué clase de tío crees que soy?

-Podrías haber muerto.-argumenté.

-Y tú podrías haber salido de esta casa sin virginidad y llena de hostias.-repuso.

-No importa.

-Pero a mí sí me importa. No te lo mereces.

Terry se empeñaba en tratarme como si yo fuese superior, como si él fuese el súbdito de una princesa de ficción. Nunca comprendí por qué se desvalorizaba de aquella manera. Aunque al mismo tiempo, me trataba como si fuese su hermana pequeña, protegiéndome de todos los peligros, dando la cara por mí.

-Deberías irte a casa, Emily. Me niego a que vuelva a hacerte algo. Terminaremos el trabajo mañana en la biblioteca.

Le hice caso. Yo tampoco quería volver a pasar por aquel infierno otra vez, además, sabía que si yo no me marchaba, Terry me echaría de su casa a patadas. No porque quisiese hacerme daño, si no por todo lo contrario. Entregamos el trabajo un día o dos fuera de plazo. Nos pusieran un 8.

Otra cosa que recordé, bastante a mi pesar, fue un incidente que me había pasado con mi profesora de gimnasia, la señora Taylor. Ella era de baja estatura, bastante mayor, con el cabello largo, grisáceo y siempre recogido en una coleta o en una trenza. Sus gafas, poseedoras de unos cristales con un aumento considerable, mostraban unos ojos marrones enormes llenos de ira. ¿Contra nosotros? No sabría decir. Nosotros nunca le decíamos nada que no le gustase, o eso procurábamos. Creo que era un rencor que había estado almacenando desde hacía muchos años.

En aquella clase estábamos trabajando el equilibrio. Las chicas, porque los chicos estaban en una clase aparte en la hora de gimnasia, con un profesor varón. Recuerdo que nos hacía caminar por una tabla estrechísima, sujeta en lo alto por dos palos de metal, como si la profesora fuese un pirata que nos hiciese desfilar hacia los tiburones. Y los tiburones eran los suspensos que te caían si te caías o lo hacías mal, corrijo, si no lo hacías como la profesora quería. Llegó mi turno. Recuerdo que estaba bastante nerviosa, pues la señora Taylor tenía la manía de presionarnos demasiado antes de las pruebas. Temblaba como un flan, por no hablar de que mi equilibrio siempre había sido pésimo. Me subía la tabla con mucho cuidado y comencé caminar. Mi corazón palpitaba de horror al ver que la tabla se movía demasiado, seguramente por tener alguna pata más pequeña que las otras. Me caí. Me caí de lado. No pude soportar el movimiento, el peso de mi cuerpo. No fui capaz de coordinar mis pasos, de que mis brazos equilibrasen mi peso. Me apresuré a levantarme. Estaba asustada por lo que me diría la profesora, pero no podía hacérselo ver. No podía rebajarme de ese modo.

-Gray, te dejo otros dos intentos, y espero que los aproveches como es debido. –dijo la profesora, mirándome por encima del hombro.

-Sí, profe.-respondí, volviéndome a subir a la tabla.

Le puse todo el empeño que pude, pero no era capaz de mantenerme más de 1 minuto caminando por la tabla. Miento, más de 5 segundos. La profesora, desde abajo, me gritaba, bajo la atenta mirada de mis compañeras:

-¡Gray, tensa las piernas! ¡Pon más duro ese trasero!

Por mucho que me riñese y me intentase ayudar, eso no mejoraba para nada el poco equilibrio que tenía, por lo que, después de haber caído 2 veces, la tercera caí al suelo de cabeza, dejando el cuerpo relajado, casi a modo de rendición. Me mantuve un momento sin moverme. Las sienes me latían, y me encontraba demasiado agotada como para levantarme. La profesora, sin ayudarme ni siquiera a ponerme de pie, me pisó una mano y dijo:

-Eres una inútil, Gray. Si no sabes mantenerte derecha, no sirves para nada.-y añadió, en un tono autoritario:- Vete a fuera del gimnasio, no quiero verte delante.

Logré levantarme, muy a pesar pues tenía cardenales por todos los sitios y me dolían, y me fui. Intenté no echarme a llorar. Aquella bruja no podía verme triste, o sabría que había ganado; aún así, mi respiración fuerte se escuchaba en todo el gimnasio, además del estentóreo portazo que di al salir. Me largué al patio. Sabía que el recreo había terminado y que no había ni un alma. O eso creía. Mientras veía cómo los chicos se deslomaban corriendo en las pistas, escuché a alguien tosiendo cerca de allí. Me di la vuelta. Terry estaba apoyado en una pared que había a pocos metros de mí, agitando el inhalador enérgicamente.

-¡Hey!-le grité, para captar su atención.

Se dio cuenta enseguida de mi presencia. Noté en su mirada que estaba extrañado por verme. Se acercó a mí, y situándose detrás del banco en el que me encontraba sentada, me habló, jadeante:

-¿Qué haces aquí?

-¿Y tú?-contraataqué.

-Yo me encontraba mal y fui a buscar el inhalador al vestuario. Ahora te toca a ti.

No tenía ganas de contárselo. En aquel momento me sentía como una fracasada por no saber caminar sin caerme sobre una tabla maltrecha y sospechosamente movediza. Aún así, cedí:

-La profesora me echó fuera de la clase. Dice que no tengo equilibrio.

-Me lo temía.

Lo miré, sin llegar a saber muy bien lo que intentaba decirme.

-¿Qué insinúas?-dije.

-Las princesas no tienen equilibrio. ¿No lo sabías?

Me reí. Después de estar tan hundida, consiguió que sonriese la única persona que siempre lo hacía.

-¿Quién te dijo eso?

-Lo leí no sé dónde.

Él también sabía la historia de mi madre, del mote de la princesa, de las palomas. Sólo él la sabía. Ni siquiera Robert, y eso que ya éramos novios. El hecho de que me llamase reina hacía referencia a sus raíces latinas, por parte de su madre, pero en parte lo hacía por la susodicha anécdota.

-¿Y por qué no lo tenemos?

-Porque sois demasiado sensibles para este mundo.

-Pues preferiría ser una plebeya y aprobar gimnasia.

Nos reímos. La verdad, no era eso exactamente lo que había estado pensando. En cuanto formulé la pregunta de por qué no teníamos equilibrio, pensé inmediatamente en una respuesta que esperaba que él me diese:

“Para que alguien como Terry nos ayude a no caernos”.









[1] ¿Eres tú aquel que compartiría esta vida conmigo?/ ¿El que se zambulliría en el mar conmigo?/ ¿Eres tú aquel que ya tuvo suficiente dolor y que no quiere volver a sentir vergüenza nunca más?/ ¿Eres tú aquel?

1 comentario:

  1. Muy buen capítulo, uno de mis preferidos.
    Me ha encantado la historia de como se conocieron Emily y Terry. Reafirmo mi afirmación sobre lo genial que es Terry.
    Su padre al igual que el de ella me da muchísimo asco, no entiendo como alguien puede lastimar a su familia...

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