viernes, 14 de agosto de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XIII- Saluda a tu princesa

Pasaron unas cuantas semanas desde aquello. Todo iba bastante bien: Terry y yo seguíamos siendo amigos sin derecho a roce y Robert todavía no sabía nada de mi inconsciente engaño. ¡Ah! Y celebré mi 24 cumpleaños. No vale la pena contarlo, pues no fue nada especial. Estaba bastante feliz en aquella época, pero llegó un día en el que todo cambió.

Era por la tarde. Estaba dándome una ducha, pues hacía calor y necesitaba refrescarme un poco. Oí voces en la casa, pero no me preocupé. Yo seguía enjabonándome el pelo como si nada. Cuando me lo estaba aclarando, noto que me agarran por la cintura. Me sobresalté. Tenía champú en los ojos, así que no podía ver quién era. Eso hacía que me pusiese todavía más nerviosa si cabe.

-Hola, palomita.-oigo detrás de mí.

Ya más tranquila y sin jabón que me impidiese ver, me di cuenta de que era Robert, desnudo, dentro de la ducha.

-¿Pero qué haces, Robert?-le dije, sonriendo- ¿No sabes esperar fuera?

-No, Em. Necesito tocarte.

Subió las manos rápidamente hasta mis pechos, haciéndome cosquillas. Yo no dejaba de reír. Aunque era una grosería, sentía un placer y morbo extraños al experimentar esa situación.

-Necesito tocar tus pechos.-e iba bajando las manos lentamente.- Tu cinturita de avispa. Tu caderita. Tu barriguita plana…

Entonces me abrazó por detrás, apretándome la barriga. No ejercía mucha presión, pero comencé a sentir un dolor insoportable. Cerré los ojos muy fuerte. Intenté que no se enterase. No debía enterarse. Pero tuve mucho miedo. Le agarré las manos con fuerza e intenté que me soltase.

-No dejaré que te escapes de mis garras.-dijo él, todavía de broma.

-¡Suéltame, Robert, por amor del Cielo!

Se dio cuenta de mi preocupación y así lo hizo. Salí de la ducha apresurada, presa del pánico. Robert cerró el agua y salió detrás de mí. Me cubrí el cuerpo con una toalla, anudada en forma de vestido, y me acaricié el vientre muy suavemente.

-Em, ¿qué te pasa? Creo que no te apreté demasiado.

-No, ya, pero… ¡Joder! ¡Podrías haberle hecho daño!

Dicho esto, me tapé la boca con las manos. ¡”Haberle”! ¡No debía haber dicho eso! Pensé que quizás Robert no se había dado cuenta, pero me equivocaba.

-¿Haberle?-dijo con recelo acercándose a mí, que seguía de espaldas a él.- ¿Haberle hecho daño a quién?

-A… A…

No era capaz de articular palabra. Entonces noté que Robert se ponía nervioso.

-¿¡A quién!?

Sin apartar las manos de mi barriga, más que nada por miedo a su posible reacción, le dije, aún sin darme la vuelta.

-Robert, esta mañana he ido al médico. Me ha dicho que estoy… Que estoy… Embarazada.

Creo que nada le habría sorprendido más que eso. Me di cuenta de que su nerviosismo se había transformado en ira desmedida al oír la palabra “embarazada” otra vez de mi boca. Lo miré de reojo. Tenía los puños apoyados en el lavabo y miraba para abajo, conteniendo su rabia. De pronto, golpeó el lavabo sin previo aviso, con el puño tatuado con KILL, haciendo que mi corazón se acelerase. Sentí verdadero terror de que pudiese pasar lo mismo que con Jimmy.

-¡Me cago en tu puta madre, Emily!-gritó.- ¡Me cago en tu puta madre! ¡Yo me puse un puto condón cada vez que lo hicimos! ¡Cada vez! ¿¡Cómo coño te has quedado preñada esta vez!? ¿¡Por obra y gracia del Espíritu Santo!?

-No…No lo sé, Robert. Quizá te olvidaste de ponerlo algún día…

-¿¡Pero es que tú no podías habérmelo dicho!? ¿¡O tomado la puta píldora!?

No dije nada. Estaba demasiado asustada. Protegí mi vientre con los brazos, por si a él se le ocurría hacer algo. Las lágrimas pugnaban por huir del centro de mis ojos, pero intenté impedírselo. De repente, y sin más previo aviso, Robert me agarró por una muñeca, aunque no logró que separase la otra del vientre, y consiguió darme la vuelta, para que me viese cara a cara con él.

-¡Contéstame!-ordenó.

-Yo no estoy en todo, Robert. Yo no ando llevando la cuenta de si te pones condón o no.

-¿¡Y ahora qué cojones hacemos!?

-El… El médico me ha dicho que estoy a tiempo de abortar.

Era cierto, me lo había dicho. Entonces Robert, quizás un poco más calmado que antes al saber esto, me dijo:

-¡Pues hazlo! ¡Haz lo correcto por una vez en tu vida!

Lo correcto. Ese era el momento en el que tenía que demostrar mi valía y escoger por mí misma, sin importarme las presiones. Ese era el momento en el que tendría que aferrarme con vehemencia a mis decisiones y no cejar por nada. Miré a Robert a los ojos y le escupí, con rabia:

-Entonces está decidido. No abortaré.

Esto le sentó como una patada en el estómago. Volvió a agarrarme con fuerza y a hablarme con tono autoritario y amenazante. Su voz sonaba desagradablemente estentórea.

-¿¡Qué!?-preguntó, sorprendido por mi respuesta.

-Sí, Robert. Voy a hacer lo correcto por una vez en mi vida, por eso voy a tenerlo, te guste o no.

-¿¡Pero cómo te atreves!?

-¡Mi hijo es mío! ¡Y voy a hacer con él lo que me salga del coño! ¡Que para algo voy a parirlo y a cuidarlo!

-¡Emily, piensa bien lo que haces! ¡O ese saco de huesos que todavía no ha nacido o yo! ¡Tú eliges!

Me quedé callada un instante. ¿Estaba dispuesta a renunciar a una vida de felicidad, amor y excesos con Robert, el hombre de mis sueños? Pues sí.

-No voy a abortar porque tú me lo ordenes. No voy a arrancarme de las entrañas algo que es mío y que llevo dentro de mí. O aún diría más, no voy a dejar que me arrebates otro hijo. Vete si no estás contento, no te lo voy a impedir, pero no sacrificaré al fruto de mi vientre sólo porque a ti te salga de la punta de la polla.

No era capaz de creer ni yo misma que todo aquello estuviese saliendo de mi boca. Me sentí fuerte, al haberle dicho a Robert de una vez por todas lo despreciable que era.

-¡Está bien! ¡Haz lo que quieras!-gritó fuera de sí, mientras se ponía el pantalón y se disponía para irse, con la camiseta en la mano.- ¡Tú si que no has cambiado! ¡Sigues siendo la misma puta insolente de siempre!

Me inquietó por un instante oír de los labios de Robert la misma expresión que había dicho mi padre anteriormente. Aún así, le contesté lo mismo que a este en dicha ocasión:

-Todo el que se enfrenta a ti lo es, ¿o no?

Me miró con rencor, aunque se fue sin añadir nada más. A mi parecer hizo bien; ya había abierto demasiado la boca. En ese momento llegó Adrien al baño, sorprendiéndome simplemente cubierta por la toalla. Aún así, omitió ese detalle.

-¿Estás bien, mamá?-preguntó con patente preocupación.- ¿Te hizo daño?

-No, cielo.-respondí.- No te preocupes.

No, ya nunca más me volvería a hacer daño. Había exorcizado al demonio que habitaba en el interior de Robert de esta casa. Ya nunca más volvería a verlo o saber nada de él. Hubo una temporada, a lo largo de mi embarazo, en la que llegué a echarlo de menos. ¡Fíjate cómo es el ser humano! Nuestra mente se engancha a una persona, tal si fuese una droga, por mucho que nos haya menospreciado, dañado o apocado. Eliminar esa droga del cuerpo no es fácil, pero se logra superar. O sustituir por otra droga todavía más potente.

Recuerdo que un día, estando yo de 4 o 5 meses, mis hermanas vinieron a visitarme. Eran ya dos pollitas de dieciocho y diecinueve años, cursando ambas Empresariales y con una educación, posterior a la muerte de mi madre, exquisita. Yo estaba en casa, agotada, con dolor de cabeza y ganas de desmayarme o poder dormir tranquila un rato. Mis hermanas iban vestidas con sus pantalones vaqueros y sus camisetas provocativas, mientras yo me conformaba con mi pijamita y mi batita azul, que por lo menos no pasaba frío. Les había preparado unos cafés. Mientras los tomábamos, sentadas en el sofá, charlábamos. Después de hablar de qué tal les iban los estudios, si Thomas y la tita estaban bien, si ligaban mucho, y chorradas por el estilo, salió a la luz el tema de mi embarazo. A Liza le faltó tiempo para apoyar la cabeza en mi vientre, por si sentía al bebé dar pataditas y tal. Le hacía mucha ilusión.

-Joer, chica.-dijo Lorelay.- Tener un hijo debe ser lo más precioso del mundo.

-No te creas.-respondí.- A vuestra edad tener un hijo no es nada “precioso”. Siempre que tengáis relaciones, usad condón; si no os acordáis, tomad la píldora del día después; y si tampoco os acordáis tampoco, abortad. Lo digo por experiencia.

-¿Y por qué tú no abortaste?-preguntó otra vez Lorelay.

-No pude. Ya estaba en un estado de gestación bastante avanzado.

-¿Ahora con este te lo has planteado?

-La verdad es que sí, pero decidí tenerlo. Estoy preparada.

Cogí un pitillo del bolsillo de la bata y me apresuré en encenderlo. No le había mencionado a nadie lo de Robert. El único que sabía algo del asunto era Terry, que le había contado que había roto con él, aunque no entré en detalles. Lo único que quería era arrancarme de la mente el recuerdo de Robert. En cuanto mis hermanas percibieron el olor del pitillo me miraron con ojos asesinos.

-¿Pero qué haces, tonta?-dijo Liza, sin levantar más que su mirada.- ¿No ves que puedes hacerle daño al bebé?

-¡Oye, que he reducido mi cajetilla diaria a un pitillo!-respondí, desquiciada. Reducir tanto mi dosis de nicotina me hacía ponerme agresiva.- además, un cigarrito no lo va a matar.
-¿Y ya sabes cómo lo vas a llamar?-preguntó Lorelay.

-Todavía no. Tengo que pensarlo.

-¡Si es un niño ponle Bryan, que es un nombre precioso!-dijo Liza.

-¡Cállate la boca, sapo!-le conminó Lorelay- ¡Ya le pondrá ella el nombre que le dé la gana!

En ese momento, sentí cómo el bebé daba una patada con ahínco contra mi vientre. Sentí un escalofrío.”Ya empezamos” gruñí. Y no era para menos, a veces se pasaba así la noche, y por consiguiente, yo no podía pegar ojo. Liza, en cuanto lo percibió, gritó:

-¡Ostiá! ¡Ha dado una patadita! ¡Ha dado una patadita!

-¿De verdad? ¡A ver!

Entonces Lorelay apoyó su mano en mi barriga, esperando ambas emocionadas a que el bebé volviese a moverse.

-Voy a tener que cobrar entrada.-murmuré.

La verdad es que no me molestaba. Aún diría más, me alegré de que cuidasen tanto de él y que lo quisiesen antes de haber nacido. Su actitud me calentaba el corazón.

Pasaron meses y meses en los que fui llevando mi embarazo con filosofía y muchísima más felicidad y apoyo que con el primero. Esta vez, la gente que me conocía no me miraba mal por la calle. Esta vez ya ni siquiera estaba preocupada por el “qué dirán”. Esta vez ya no estaba dominada por un amor superior a mis fuerzas. Esta vez ya no tenía que andar con la cabeza baja por haber permitido que me preñasen, no. Todo aquello me había encallecido. Anduve con la cabeza bien alta y orgullosa de tener un hijo mío y de nadie más. Adrien me ayudó mucho durante mi embarazo, tengo que reconocerlo. El nene de la casa se había convertido en un hombrecito de 13 añazos que ya me ayudaba en todo lo que podía, respaldándolo con un “descansa, mamá, que yo me ocupo”. Siempre estuve orgullosísima de él.

Aproximadamente a las seis de la tarde de un otoño gris y lluvioso, comencé a sentirme extraña. Reconocí inmediatamente aquella sensación. Adrien estaba en casa, por lo que me apresuré a decirle:

-¡Adrien, llama a un taxi! ¡Rápido, por Dios!

Él así lo hizo, sin desobedecer. Según iban pasando los minutos, el dolor se hacía cada vez más y más insoportable, tanto que hasta tuve ganas de llorar. El taxi no tardó demasiado. Con apenas un hilo de voz le indiqué a dónde quería que me llevase. Adrien me acompañaba en el asiento de atrás. Intentaba tranquilizarme, seguramente para que dejase de quejarme, pero sus esfuerzos eran inútiles. Aunque mis quejas solo eran unos cuantos sollozos. Llegamos al hospital en poco tiempo, pero a mi me parecieron siglos. Tuvieron que llevarme a la sala de partos en silla de ruedas, que ni en pie me sostenía, aunque esto me hizo sentir algo inútil. Adrien estaría en la sala de espera hasta que yo estuviese en mi habitación acomodada y tranquila. Lo preferí, tampoco era plan de que un chaval viese un parto. Me acostaron en una cama fría e incómoda. Una enfermera, al ver mi cara de dolor, me preguntó:

-¿Desea la epidural, señora?

-¡Sí, por amor de Dios!-grité.

Entonces le hizo un gesto a un enfermero que estaba a su lado. La comadrona me agarraba de la mano para que me tranquilizase e intentaba que hiciese ejercicios de respiración, aunque eso lo veo un poco absurdo, por lo menos me sentí acompañada. Pronto llegó el enfermero con una aguja del tamaño de dos o tres de mis dedos. Me la enseñó y, haciendo la gracia, me dijo, con voz burlona:

-¿A que da miedo?

Pero yo, que no estaba para bromitas, le respondí, apretando los dientes por el dolor:

-Clávemela ya y déjese de mariconadas.

Así lo hizo. Me la clavó en la espalda, un poco más abajo del tatuaje. Me mordí los labios, pero aquel pinchazo no era comparable con el dolor que sentía. En cuanto lo hizo, me recostaron. Una enfermera se acercó a mí y me preguntó si me encontraba bien mientras me sostenía una mano. Asentí, sin apenas mover la cabeza. La verdad es que la epidural me calmó mucho el dolor, debo reconocerlo, pero todavía me encontraba fatigada.

-Ahora tiene que empujar, ¿entendido?

Volví a asentir. Entonces vino lo fuerte: venga a empujar y empujar como si me fuese la vida en ello, y las enfermeras pidiéndome que respirase pero yo no podía, el aire no parecía querer penetrar en mis pulmones. Y venga empujar, empujar, empujar. Pero me sentía cansada y sin fuerzas, pero me pedían que empujase y yo empujaba. Tuvieron que colocarme una mascarilla, pues llegó un momento en el que ya sentía dolor con el mero hecho de inspirar. Aunque al fin llegó el esperado alivio del nacimiento, aunque esta vez no oí llorar. Levanté la cabeza nerviosa, aunque a penas veía nada. Solo a un médico que sostenía a mi bebé por una pierna, boca abajo. Me temí lo peor. De repente, veo como el médico le da una palmadita en el culo, así de simple. ¡Eso sí que hizo llorar a la criatura! Suspiré. Lo peor parecía haber pasado ya.

-Tiene usted una niña preciosa, señora Gray.-dijo una enfermera, entregándomela todavía llorando.

La cogí en brazos. En cuanto me sintió, dejó de llorar. Aunque entonces fui yo la que me eché a llorar como una idiota. Estaba tan contenta por tener al fin a mi niña en mis brazos. Era una sensación perfecta. A pesar de que estuviese rodeada de médicos que deseaban quitarme a mi hija de los brazos para empezar a hacerle pruebas y pruebas, yo estaba eufórica.
Me trasladaron a una habitación preciosa con vistas a la ciudad. Poco tardaron las enfermeras en devolverme a la niña. Dijeron que pesaba un poco por debajo de lo normal y que su capacidad respiratoria era baja, pero que le harían más pruebas. Antes de que les diese tiempo a salir de la habitación les dije, sosteniendo a la niña en brazos:

-¡Esperen! Me gustaría pedirles que le hicieran una prueba de paternidad. Todavía no sé quien es… el padre.

Las enfermeras me miraron extrañadas. Seguramente estarían pensando que era una puta y que ya habría perdido la cuenta de los que me había tirado. Entonces una de ellas, morena ella, se volvió hacia mí y me dijo:

-De acuerdo, ¿me dice los nombres de los posibles padres?

Dicho esto, sacó una agenda y un bolígrafo.

-Son… Robert Piadget y Terry Grives.

Sí, Terry. No estaba del todo segura de que el acto impuro que ambos habíamos cometido hubiese quedado impune. Quizás sería demasiada suerte. Aunque no sabría decir se sería mejor que la niña fuese de Robert. Creo que en cuanto la viese la mataría.

-Los llamaremos lo antes posible.-dijo la enfermera, que lo había estado apuntando todo.

-De acuerdo. Gracias.

Me sentía tan avergonzada que apenas pude articular palabra. ¿Realmente sería Terry el causante de mi embarazo? ¿Sería Robert, como me temía? ¿O quizás, pero más difícilmente, Josh se había levantado de la tumba para darme un hijo suyo? Todas aquellas dudas conseguían apocarme y quitarme el sueño por las noches, mientras sentía al fruto de mi vientre dormir a mi lado.

Adrien no se separó de mi lado. Estaba contentísimo con la llegada de su hermanita. Estoy segura de que le hizo ilusión ser el hermano mayor por primera vez. Aunque la pequeña no era de las que disfrutaban en los brazos de cualquiera, no. Ella si no estaba conmigo, no dejaba de gimotear. A Adrien también lo reconocía, pero no era el mismo efecto. Ella encontraba en mis brazos algo que no había en ningunos otros.

Al día siguiente de dar a luz, la tía Margarite y los niños vinieron a visitarme. En cuanto mis hermanas entraron en la habitación corrieron hacia la cuna como alma que lleva el diablo.

-¡Oigh, que cosita tan mona!-gimió Lorelay.

-¡Cuchi-cuchi-cú!

Les caía la baba con su nueva sobrina. Thomas, que ya era un jovencito, las miraba desde la distancia. Mientras, la tita Margarite se mantenía a mi lado, a la par que Adrien.
-¿Qué tal estás, cariño?-me preguntó.

-Bien, estoy bien.

-¿Y cómo se porta la pequeñaja? ¿Da mucha guerra?

-No, es un cielo. Lo que pasa es que a veces se pone histérica y si no la cojo, no se calla.

-Eso es normal, hija. Acaba de nacer hace un día escaso. Seguramente se siente desprotegida, ¿comprendes? Ella lo único que quiere es estar en contacto contigo, como en estos nueve largos meses. Volver a escuchar tu corazón como todo este tiempo…

Era la primera vez que oía algo así. ¿Que mi hija añoraba mi corazón? Eso era nuevo. Aún así un sentimiento extraño se apoderó de mí y me giré para mirarla con dulzura. Quizás era el instinto maternal que volvía a apoderarse de mí. Intenté disimularlo diciendo:

-Eso con los gemelos no pasaba.

-Ya pero es que las niñas son más mimosas. ¿Qué te crees? ¿Qué tú de pequeña no eras así? ¡Si supieras cómo gimoteabas para que tu madre te hiciese caso!

Entonces sí que sentí como si algo me subiese subido pecho arriba, haciendo hecho que mi corazón latiese mucho más fuerte. Era oír hablar de mi madre y ponerme pálida. Me imaginaba que si estuviese allí me habría comido a besos y habría llorado de alegría, por el mero hecho de verme sonreír. No dejaba de pensar en lo mucho que la echaba de menos. La tita Margarite lo notó enseguida, por lo que se apresuró en cambiar de tema.

-Por cierto, Emily.-dijo, mientras metía la mano en su enorme bolso de cuero- Te he traído un detallito.

-¡Tita! ¡No tenías que haberte molestado!-respondí, complacida.

Entonces me hizo entrega de tres paquetitos de regalo: una manta para envolver a la niña, un vestidito rosa también para la niña y una caja de bombones de licor para mí.

-¡Pero cuidado con los bombones, eh!-bromeó la tita- ¡Que luego eso te pasa a la leche y a ver si se nos emborracha la nena!

Me reí. Le agradecí una y otra vez los regalos, y ella me repetía que no era nada. Ese mismo día, la pequeña estrenó el vestido.

Pasaron un par de días desde aquello cuando me comunicaron el resultado de las pruebas de paternidad. Yo estuve toda la mañana con el corazón en un puño. Me iba a ser revelada la verdad, es decir, por fin iba a saber quién había plantado la semillita en mi vientre y me fecundó en el acto. Al mediodía ni siquiera comí. Estuve la mayor parte del tiempo acariciando a mi hija, que estaba acostada en una esquina de mi almohada.

Aproximadamente a las 5 de la tarde unas enfermeras me comunicaron quién era. Debo decir que me quedé de piedra, ¡es que no me lo esperaba! Les ordené que lo dejasen entrar en la habitación. Me quedé un buen rato con los ojos clavados en la puerta, deseando verlo y hablar con él. De repente se abrió la puerta, y sin que nos diésemos cuenta habíamos cruzado nuestras miradas. Sus ojos color tequila me miraban con nerviosismo. Cuando no pude aguantar más en aquella situación, cogí a la niña en brazos y le dije:

-Saluda a tu princesa, Terry.

Se acercó a mí, aunque todavía sin decisión.

-Sospeché -proseguí.-que era tuya en cuanto me dijeron que tenía asma. Sería demasiada casualidad, ¿no?

-Es la peor herencia que pude dejarle.-dijo, al fin.

-Estoy segura de que heredó cosas mejores.

Volvimos a mirarnos. Ahora que por fin había dicho algo, parecía sentirse menos turbado.

-Cógela, vamos.-dije, separándola un poco de mí.- No tengas miedo, que no muerde… Todavía.

Terry sonrió. Ahora no dudó ni un segundo en coger en brazos a la criatura.

-No puedo creérmelo.-musitó emocionado.

-La cuidaré bien por los dos.-dije.

Él volvió la cabeza hacia mí, como si le hubiese insultado.

-No dejaré que esta niña crezca sin padre, Emily. Por experiencia lo digo. No quiero cometer ese error. Así que, veníos a vivir a mi casa.

-Es que ya le tenía la habitación hecha y todo. Además, está Adrien.

-¿Entonces qué hacemos?-preguntó, preocupado.

-¿Qué te parece si te vienes tú a vivir a mi casa?

A Terry le sorprendió mi respuesta.

-No quiero ser una molestia.-repuso.

-No eres ninguna molestia porque te lo estoy ordenando.-vi que sonreía. Entonces, añadí:- Eso sí, si no te importa dormir conmigo. Ando algo escasa de camas.

-No hay problema por eso. Ya compartimos cama una vez.

Sonreí. Sonreímos. A pesar de todo estábamos felices. De repente, la pequeña comenzó a gimotear en los brazos de Terry.

-¡Eh!-gritó, no sin sorpresa por la reacción de la niña.- Mejor atiéndela tú, Emily, que yo soy primerizo.

Me la entregó dicho esto. La cogí en brazos y al poco tiempo se calmó. Terry se quedó impresionado.

-Pe… Pero… ¿cómo…?-tartamudeó.

-Tranquilo, todavía tiene que acostumbrarse. Es sólo que no reconoce tu corazón.

Aludí a las palabras de tita Margarite, aunque él no llegó a comprenderlo. Me miró levantando un poco una ceja.

-Déjalo.-sentencié.- Es igual.

-¿Tienes pensado cómo le vas a llamar?-preguntó Terry después de un corto silencio.

-No. ¿Alguna idea?

-Hombre, contando que me acabo de enterar de que es hija mía, no, la verdad. Además, es una niña. Tienes que elegirle tú el nombre.

Seguramente lo decía refiriéndose a la retrógrada filosofía de Robert, aún así, yo ya sabía cómo llamarle desde hacía mucho tiempo.

-Pues…-dije, titubeante, mientras miraba con ternura a la pequeña.- Yo ya había pensado un nombre, pero no sé si te…

-Desembucha.

Levanté muy despacio la cabeza hasta alcanzar sus ojos. El mero hecho de pronunciar aquel nombre hacía que las lágrimas quisieran escapar de mis ojos y que un fuertísimo sentimiento de tristeza quisiese apoderarse de mí, aunque lo hice:

-Amy.

Me esforcé por no desviar la mirada. No noté ninguna alteración en el rostro de Terry. Seguramente sabía el por qué de ese nombre. Simplemente e acercó a mí muy despacio y me dijo:

-Es precioso.