lunes, 18 de enero de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXV-Solamente quería volar


I’ve been searching[1]
For my wings some time
(…)
‘Cause I’m a bird girl
And the bird girls go to Heaven.
I’m a bird girl
And the bird girls can fly.
Bird girls can fly.

Bird Gerhl- Antony and the Johnsons.


Luces. Destellos. Flashes. El sonido del viento me abruma. Me encuentro en mi habitación, tumbada en la cama. No puedo apartar la vista de la ventana abierta; hay algo allí que me atrae. Me levanto, sintiendo cómo se me congelan los pies al entrar en contacto con el suelo. El vuelo de mi camisón blanco se mueve con gracia, como si fuese compañero de baile del viento, y describe una trayectoria dulce, vaga, leve, vaporosa. Me dirijo hacia la ventana sin titubeos y me subo a la cornisa. Miro hacia el cielo anaranjado. Palomas, muchas palomas blancas vuelan, y son las que provocan aquella brisa feroz al mover las alas. Un intensísimo deseo se despierta en mi interior. Yo también quiero volar. Volar, e irme lejos, y seguirlas. Bajo la cabeza. El piso es alto, y si caigo, podría matarme, pero al volver a observarlas, se disipan todas mis dudas. Inspiro. Cierro los ojos. Me dejo caer. En ese momento, siento como el viento azota mis oídos. Estiro los brazos y me mantengo firme. La adrenalina comienza a correr por mis venas. Mi corazón late tan fuerte que es ahora lo único que soy capaz de escuchar. Me dispongo a abrir los ojos, en contra de mi voluntad, mientras susurro: “Yo solamente quería volar”.

Abrí realmente los ojos. Ya no eran las palomas las que estaban conmigo, sino Terry, que me movía de un lado a otro. Me di entonces cuenta de que había sido un angustioso sueño; que estaba agarrada a las sábanas de mi cama, con la mascarilla llena de sangre. Antes de dejarle a él decir nada, lo abracé con contundencia. Necesitaba sentir que estaba segura, en tierra firme.

-¿Estás bien, Emily?-preguntó Terry, preocupado.

-Sí. Sí.-respondí, quitándome la mascarilla. No me gustaba el olor de la sangre, ni tener la boca y la nariz embadurnadas.

-¿Has tenido una pesadilla?

Pensé durante un rato en esa pregunta.

-No era exactamente una pesadilla.

-Nadie lo diría. Tiemblas como un conejo.

Era cierto, temblaba entre sus brazos, y mis jadeos me producían hasta dolor.

-Te voy a traer un vaso de agua.-dijo Terry, levantándose.

Les ordené a mis brazos que dejasen de ejercer presión sobre su cuello y cayesen a lo largo de mi cuerpo.

-Tráeme también un trapo o algo. Estoy encharcada de sangre.-añadí.

Volvió pronto, con todo lo que le había encargado. Me limpié primero, para no tener que volver a sentir en mi boca aquel sabor. Terry me acarició una mejilla. Lo miré.

-¿Qué estabas soñando, reina?

Me quedé un rato pensando, observándolo, girando de vez en cuando la cabeza y cerciorándome de que, realmente, estaba a salvo.

-No pasa nada si no quieres contármelo.

-Lo importante es que ya ha acabado.-respondí.

-¿Tan horrible era?

-Era extraño.

Curiosa palabra para describirlo. La verdad es que hoy por hoy lo sigo recordando. La débil cornisa de la ventana. El viento fuerte. El cielo cobrizo. Todas aquellas palomas. Había tantas, tantas que era imposible poder contarlas, y semejaban nubes pequeñas, o pañuelos blancos a merced del aire. Había tanta incertidumbre en aquella caída, pero a la vez felicidad, por creer estar haciendo lo correcto, por no contradecirme a mí misma por una vez. No me había sentido condicionada por nada ni nadie, hice lo que a mí me apetecía, lo que me parecía bien. Era inusual que no hubiese pensado en Terry, ni en Amy, ni en nadie más que en mí misma; aunque, quizás, lo estaba haciendo en cierto modo.

Esa tarde, mientras saboreaba la tristeza, envuelta en papel de fumar, me llamaron al móvil. Aquel sonido quebraba la soledad como si fuese un cristal. La primera llamada que tenía desde hacía tiempo. Lo miré, casi con desprecio, y lo cogí, por no dejar que siguiese sonando.

-¿Sí?

-Emily, soy Sharon.

-Hola.-respondí, sin ninguna ilusión.

-Ya hace que no sé de ti, ¿quedamos para tomar algo?

-Bueno.

-¿Te viene bien después de radio, a las 5 y media, en el bar de siempre?

-Vale.

-¿Te pasa algo? Sólo hablas con monosílabos.-se reía mientras pronunciaba esta última frase.

-Estoy bien.-dije, secamente.

-Por lo menos he conseguido sacarte dos palabras. A ver esta tarde lo que consigo. Besos, nos vemos.

-Adiós.

Hacía tiempo que no salía de casa. Llevaba semanas recluida, por voluntad propia. Aunque la verdad es que pasado mañana tendría que salir sí o sí: tenía consulta con Fortman. Tendría que acostumbrarme, pues, después de una operación de ese calibre, toda vigilancia era poca. Había leído, hacía poco, que gente operada de cáncer podía llegar a vivir pocos años tras la operación, y que mucha volvía a recaer. Estaba amedrentada desde entonces. ¿Tanto esfuerzo tirado por la borda?

Me dirigí puntual al lugar de nuestra cita. Hacía tiempo que no andaba por aquellos sitios, desde que me había operado y había dejado el tratamiento. Me traían tantos recuerdos, angustiosos pero a la vez placenteros. Y el poco placer que me producían era gracias a Sharon. Se podía distinguir su grácil figura desde el exterior del bar. Llevaba puesto un abrigo granate esta vez, que hacía destacar los mechones de cabello que dormían delicadamente en sus hombros. En sus manos sostenía una taza de café, como si estuviese intentando darles calor. Evitaba mirar a la ventana; estaba pensando. Su cabeza estaba ligeramente inclinada y en sus ojos parecían yacer los restos de millones de hojas marchitas. El médico quizás le habría dicho algo, o no le habría dicho nada; cualquiera de las dos situaciones es frustrante en una situación como la que Sharon estaba viviendo.

Me decidí a entrar, después de estar observándola durante un rato sin que ella se percatase de mi presencia. Me senté en la silla de enfrente. En cuanto me vio, una sonrisa surcó sus labios.

-Hola, ¿cómo andas?-me preguntó.

-Bueno, bien.

-No lo dices nada convencida. ¿Te ha pasado algo?

-No, Sharon, la cuestión es que… Me ha cambiado la vida.

-Por lo menos tienes vida, y eso hay que celebrarlo.-dicho esto, le hizo un gesto al camarero con una mano. Él la supo interpretar y se dirigió nuevamente a la barra.

-¿Qué has pedido?

-Otro café irlandés, que estás en los huesos.

Me reí. Quise reírme. Estaba con Sharon, no tenía por qué preocuparme. Por nada. Aún así, mis inquietudes parecían oprimirme el pecho, y hacer que mi garganta quisiera obrar por voluntad propia.

-Aún no ha acabado, Sharon.-murmuré.

-¿Por?-supo perfectamente a qué me refería.

-Podría volver a tenerlo. O podría morir. Lo leí.

-Si es por eso, Emily, cualquiera puede tenerlo.

-Los que lo padecimos somos más propensos. Pudieron no habérmelo extirpado bien.

-No te compliques. Yo si fuera tú, carpe diem. Pero no todos tenemos la misma suerte. Intenta pensar en lo bueno.

Hablábamos intentando esquivar aquella palabra. Ninguna de las dos quería volver a oírla. A mí me evocaba recuerdos dolorosos. A Sharon le recordaba la realidad en la que vivía. Tenía razón, realmente. Me complicaba demasiado. Soy bastante pesimista, más que nada porque mantengo firmemente que la ley de Murphy se ceba conmigo. Y hay cosas que parecen demasiado buenas para ser verdad. Opté por cambiar de tema.

-¿Sabes, Sharon? Anoche tuve un sueño…

-¿Un sueño?

-Sí… Era muy extraño.

-No hay problema: tienes ante ti una experta en interpretación de los sueños. Me leí todos los libros al respecto escritos por Sigmund Freud, varias veces. Cuéntame.

Esa última palabra la pronunció como si fuese una experta psiquiatra y, apoyando los codos sobre la mesa y dejando caer su cabeza en las manos, se dispuso a escucharme.

-Estaba en mi habitación, y de repente me dirijo a la ventana. Hay muchas palomas. Me subo a la cornisa de la ventana y salto. Antes de poder saber si me he matado o si estoy volando, desperté.

-Hum… ¿Tu sueño era en blanco y negro?

Recordé el cielo cobrizo, las palomas blancas…

-No, era en color.

-¿Tuviste ganas de saltar o algo, o alguien, te obligó a hacerlo?

-Lo hice por voluntad propia.

-¿Las palomas graznaban?

El sonido del viento lo tapaba todo. Quizás, o quizás no.

-Creo que no.

-Y… ¿cómo te sentías?

-No sé… No… No recuerdo demasiado bien.

La cuestión no es que no lo recordase, es que era demasiado complejo como para describirlo.

-Y antes de irte a la cama, ¿cómo te sentías?

-Cansada, ¿cómo me iba a sentir?

Se dispuso a hacerme otra pregunta, pero decidí cortarla.

-¿Para qué tantas preguntas? Te pedí que me analizases un sueño, no que me hicieses un interrogatorio.

-Lo siento.-apartó la mirada hacia el café.- Pero es necesario. Y más, si aparecen palomas en el sueño.

Sentí como si mi corazón diese un salto en el interior de mi pecho y golpease con fuerza mis costillas, como si tuviese ansias de saber más sobre la última afirmación que dijo.

-¿Por qué si aparecen palomas?

-Bueno, es que son un símbolo muy ambiguo, mucho más de lo que parece. Todo el mundo las relaciona con la paz, pero, si quieres la verdad, esa acepción no tiene mucha cabida en los sueños.

-¿Y entonces qué significan?-dije, nerviosa.

-Muchas cosas, Emily. Lo mismo pueden significar la felicidad como la muerte. Hasta podrían significar las dos cosas en un mismo sueño.

Me torné pálida al escuchar la palabra “muerte”. Nada me haría sospechar que las palomas, aquellos animales a primera vista inofensivos, tan frágiles, tan fáciles de acabar con ellos, podrían significar algo así. Probablemente, en su interior, no sean así, sino que son mucho más complicados de comprender que la gente cree. Me quedé un momento en silencio. En el sueño, no significaban para mí ningún tipo de peligro, sino que eran como un objetivo inalcanzable, como si fuesen una aspiración.

-Solamente…-dije, entre dientes.- quería volar. Sólo eso.

Sharon no añadió nada. No quiso. Sabía que no debía, y se lo agradecí en silencio. Miré por la ventana. Quería volver a verlas, a todas aquellas palomas. Quería volar. Simplemente coger carrerilla y emprender el vuelo. ¿Era mucho pedir? Lo era. Físicamente lo era. Por eso quise dejar que fuese mi alma la que lo hiciese. De repente, el camarero, portando mi café irlandés, me bajó de las nubes.

-Su café, señora.-dijo.

-Gracias.-murmuré.

Estuve más o menos hasta las 7 con Sharon. Había tenido muchas ganas de verla y hablar con ella, aunque no tenía demasiado qué contarle, ni ella a mí tampoco. Llegué, por consiguiente, pronto a casa. En cuanto crucé la puerta, me percaté que estaba completamente vacía, sin ninguna ilusión. Era obvio, pues acababa de recoger a Amy de casa de su tía, y Terry tardaría en venir. Dejé que la niña se instalase en la televisión, para ver los dibujos animados, y me dirigí a mi habitación. Cerré a puerta delicadamente y fui hacia el armario. Sabía perfectamente cuál era mi objetivo: mis cuadernos. Sí, mis viejos cuadernos de dibujo, reliquias, me atrevería a decir. Carboncillo en mano, con el sillón orientado hacia la ventana, hice que mi mente se pusiera a trabajar. Quería inmortalizar aquellas palomas. Todavía no sé muy bien por qué, simplemente sentí el deseo de trazar con mis propias manos las líneas perfectas que conformaban sus alas, de darles de algún modo vida, que echasen a volar de nuevo. Cerraba los ojos fuertemente, intentando que retornasen a mi cabeza, y, al abrirlos para poder dibujarlas, se desvanecían lentamente, como si estuviesen huyendo. Pero huir es de cobardes; y desistir, lo es todavía más. Hice millones de dibujos, millones de hojas fueron arrojadas a la papelera, rechazadas, por no mostrarme lo que yo quería ver. Esbocé líneas gráciles, redondeadas y dulces, también duras, rectas y toscas, pero ninguna era como las que estaba buscando. Y en mis oídos, como si fuese una eterna retahíla, como una letanía interminable, se repetían una y otra vez las palabras de Sharon acerca del sueño. “Las palomas son un símbolo muy ambiguo”, le di muchas vueltas a esa idea, tantas que terminé confundiendo conceptos. De repente, percibo el tacto de una mano en mi hombro, a través del jersey.

-Ya hace que no te veo dibujar, mi reina. Pensé que lo habías dejado.

Terry, sin ninguna duda. ¿Ya estaba en casa? ¿Era tan tarde? Lo miré y sonreí.

-Nunca es tarde.-respondí.

Comenzó entonces él a examinar mis dibujos. Seguramente se preguntaría el por qué de tantas palomas, aunque no quiso decírmelo.

-¿Recuerdas que hace tiempo me prometiste un retrato?-insinuó.

Era cierto, además, se lo había dicho varias veces. Levanté una ceja, arqueando un lateral de mi boca en el acto.

-Si quieres, y si eres capaz de tener mucha, mucha paciencia, puedo hacértelo ahora. Por lo menos, un boceto.

-Vale.-sonrió. Sonreí.

Me encorvé suavemente, moviendo el sillón y señalándole la cama con el carboncillo, como si fuese una pintora profesional dirigiéndose a un modelo.

-Siéntate ahí, enfrente de mí.-acto seguido, susurré mientras volvía a sentarme y aparcaba la vista en el folio en blanco:- Tengo que verte bien.

Terry obedeció. Ladeó un poco la cabeza, estando ya sentado, hacia un lado y hacia el otro.

-¿Cómo me coloco?-preguntó.

-Gira un poco la cabeza hacia la derecha.-le ordené.

Logró posar tal como quería captarlo. Comencé entonces a trazas rayas y figuras geométricas, para poder tener una idea general de cómo era su cara. Luego, comencé poco a poco a afinársela.

Empecé por los ojos. Aquellos ojos color tequila, en los que habría bebido hasta la saciedad tal si fuese néctar si se me hubiese presentado la ocasión. El sol los bañaba en aquel momento, y sus iris eran como bolitas de oro de alta joyería, talladas con una impresionante precisión.

Su nariz, capaz de olisquear café tostado, perfume de vainilla, champú de cítricos; aromas tan dulces como el que le caracterizaba. Es cierto que todos tenemos una esencia especial, perceptible, únicamente cuando la persona que la desprende está lo suficientemente cera, o demasiado lejos. Las sábanas, cuando se iba a trabajar, lo tenían, y era capaz de distinguirse perfectamente del mío, sin llegar nunca a mezclarse. Acercar mi propia nariz a ellas cada mañana era avivar su recuerdo.

Luego, me paré en su boca, en sus labios. Aquella sonrisa inolvidable, que se hacía presente cada vez que estaba conmigo. Sonrisa de complicidad, sonrisa de alegría, sonrisa amiga, risa acaso. Era más potente para aliviar mi dolor interno que cualquier medicina. Simplemente el movimiento de unos 10 músculos faciales podía calentarme el corazón. Suena tan absurdo. Aunque sea pesimista, es fácil contentarme. Y él lo hacía. Una sonrisa, sólo hacía falta eso.

El pelo vino después de retocar el contorno de la cara. Sus rastas polémicas, que habían hecho que Angus pensase que era un hippie, que Jimmy adoraba y tiraba de ellas instintivamente, que Amy miraba sin decir nada, pero sin duda pensaría “¡qué raro es el pelo de mi papá!”. A mí en cambio, me gustaban. Aún así, le gustaban a él, y nada más importa, obviamente.

Sus oídos, escondidos, ocupaban el penúltimo lugar. Suplicantes de mis susurros, hambrientos de gritos y buena música, deseosos sencillamente de escuchar.

Y por último, las sombras.

-Ya está.-exclamé.- Quizás tengo que retocarlo un poco, pero lo general está.

Giré el cuaderno para que él pudiese verlo. Se rió, después de mantenerse bastante tiempo serio e inmóvil.

-Clavado.-dijo.- Me hiciste clavado.

Mi miró entonces y me guiñó un ojo. Yo también sonreí.

El día siguiente fue un poco más agitado. Mañana tendría que ir a ver a Fortman, y tenía tanto miedo de lo que pudiese decirme. Quizás me diría que podría volver al trabajo cuando lo teníamos estimado, y mi vida volvería a la normalidad; o quizás había vuelto a caer enferma, y tendría que empezar todo de nuevo. Me pasé la tarde tomando tila, al igual que por la noche. Recuerdo que, al ir a la cama, sostenía una taza de cristal rebosante de infusión. Estaba muy caliente, así que le soplaba insistentemente. Terry estaba sentado en la cama, todavía con ropa de calle, apoyando las palmas de las manos en sus ojos. Estaba agotado, tanto que le costó percibir mi presencia. Yo iba vestida con mi camisón de siempre, el mismo que el del sueño, por lo que me resultaba algo inquietante llevarlo puesto. Intercambiamos Terry y yo una mirada, acompañada en mi caso por una leve sonrisa. Me senté entonces a su lado, sin dejar de mirarle.

-¿Qué tomas?-preguntó.

-Tila, estoy un poco nerviosa.

-¿Por la consulta?

Asentí.

-Seguramente no sea nada,-añadí.- pero eso no quita que ahora… Es la primera a la que voy después de haberme operado.

-No tienes por qué preocuparte, Emily.

-Tener, tengo. El caso es que no debo preocuparme.

Bebí un trago de tila. Dejé que ese líquido se deslizase por mi garganta, y subiese su calor hacia mi estómago, mi garganta, mi pecho, mis brazos y sintiese un escalofrío, como si me estuviese liberando del frío que reinaba en mi cuerpo. Terry posó una de sus manos en mi espalda y, moviéndola suavemente de arriba abajo, me dijo:

-Le he dicho a Charlie que mañana no voy a currar.

Giré bruscamente la cabeza. Me miraba convencido de lo que decía.

-¿Por?-pregunté.

-Te he dejado ir sola demasiadas veces a la consulta. Mañana quiero estar yo allí contigo.

-No tienes por qué, Terry.

Notó que había reproche en mi voz.

-Pero me sale a mí de los cojones ir.

Aparté la vista. Parecía que iba en serio, que quería acompañarme. Era una situación extraña, pues estaba acostumbrada a ir sola, pero sabía que necesitaría su compañía.

-La consulta es a las 11 de la mañana,-le conté.- pero tendremos que estar allí aproximadamente a las 10 y media, por si me adelantan la vez.

-De puta madre, así nos da tiempo de dejar a la niña en el colegio.

-Aunque-proseguí.- quizás no salimos de allí hasta las 2 o las 3, que tengo que hacerme una espirometría completa con tropecientas mil pruebas para ver cómo estoy de fuerte, la capacidad pulmonar y todo eso. Mejor que le digamos a Lorelay que la vaya a buscar y que coma allí.

Terry colocó uno de sus dedos en mi barbilla y me la levantó, para que lo mirase a los ojos. Estaba serio. Se tomaba muy a pecho aquel asunto.

-Si quieres, no voy contigo y me quedo a cuidar de Amy.

-¿Cómo no voy a querer que vengas conmigo? Lo que pasa es que estoy un poco tensa.

-Termina, si eso, la tila, y nos vamos a la cama, ¿eh? Mañana será un día largo.

Me acarició el pelo. Coloqué una mano en un lateral de su cuello. Necesitábamos sentirnos el uno al otro.

-Será un día largo.-repetí.

Nos despertamos temprano por la mañana; no tanto como de costumbre, pero sí lo suficiente como para llevar a Amy a tiempo a clase. Nos vestimos a la vez, mas separados. Él lo hizo en el cuarto de baño; yo, en la habitación. Me puse un vestido recto, de color negro, una camisa blanca por debajo y, recubriendo mis piernas, unas medias negras, a juego con mis zapatos. Parecía que iba a un funeral. Además, rematando mi aspecto lúgubre, colgaba de mi cuello la cruz de mi madre.

Al terminar de vestirme, fui al baño, para poder maquillarme. Allí, Terry, que ya estaba también vestido, luchaba por nivelar una corbata negra que cruzaba en su camisa, mirándose al espejo. Me acerqué a él, colocándome a su lado. Se giró para verme. Contemplamos ambos que íbamos vestidos de negro y blanco.

-Ni que se hubiese muerto alguien.-bromeó Terry.

Sonreí.

-Deja, que te ayudo con la corbata.-propuse.

Él no quiso rebatirme. Dejó que mis manos la agarrasen y se deslizasen hacia su cuello suavemente, con el fin de no hacerle daño, con el fin de no ahogarle, pero intentando que quedase bien sujeta. Conseguí dejársela a su gusto. Lo supe, sin ni siquiera intercambiar ninguna palabra más con él. Solo miradas.

-¿Cómo te encuentras?-me preguntó.

-Bien.-introduje entonces una de mis manos dentro del cuello de la camisa. Al sacarlas, él vio que llevaba puesto el collar que me había dado.- Confío en que esta vez me de suerte.

-Seguro que sí.

-Quizás en el hospital no tiene cobertura.

Nos reímos.

-Si no la tiene, se la busco yo, no te preocupes, reina.

Volví a esconderlo nuevamente. Quizás el poco calor que desprendía mi frágil cuerpo podía devolverle esa “cobertura”. Aunque, pensándolo fríamente, caer enferma cambió mi percepción de la vida. Me sujetó mucho más a ella y me dio muchas más ganas de vivir de las que tenía antes. Nunca más se me pasaron por la cabeza ideas como el suicidio, otra vez; la vida era demasiado valiosa como para desperdiciarla así. Aprendí también a valorar a la gente que quiero y que me quiere, y descubrí quién era aquella gente. Descubrí que se puede morir de tristeza, llorar de agradecimiento y alegría, disfrutar del día a día. Me di cuenta de que es, como bien decía Sharon, un carpe diem, en el que las cosas más insignificantes pueden estar cargadas de significado, en el que agradeces poder levantarte por la mañana. Enfermar me volvió más madura. Quizás en aquellos momentos de nerviosismo no me percataba de ello, pero sí. Seguramente esa era la suerte que tuve. Escondidas en todas las lágrimas que por miedo derramé, se encontraban sonrisas, miradas, caricias, momentos preciosos, que parecían casi invisibles, pero estaban allí intentando brindarme un poco de felicidad. Era casi imposible que dentro de algo tan horrible se encontrasen cosas tan enriquecedoras.

Nos fuimos Terry y yo a la ciudad poco después de dejar a Amy en el colegio. Recuerdo que ella, al vernos tan arreglados, nos preguntó, estando en el coche:

-Mamá, papá, ¿vais a una boda?

Nos miramos mutuamente y nos echamos a reír. Yo era la que tenía el volante, así que me esforcé por mantenerme atenta a la carretera. Él fue el que se dio la vuelta para decirle:

-No, lo que pasa es que tenemos que ir a hacer unos recados.

-Os vais a casar en secreto como hacen los famosos y por eso no me lo queréis decir.

Entonces sí que no pude contener la risa. Ahí sí que nos había rematado, a los dos. Y lo más gracioso era que ella creía que íbamos realmente a casarnos. Sin mirar atrás, opté por contestarle:

-No cielo, de verdad que no. Lo que pasa es que tengo que ir al médico, y papá va a acompañarme. Por eso vamos tan arreglados.

Casarnos. Otra que lo mencionaba, además del doctor Fortman. Todo el mundo creía que éramos pareja, cuando sólo éramos dos mejores amigos que habíamos tenido un desliz. Dejando este tema de lado. Llegamos a la consulta un poco antes de la hora que le había indicado a Terry. Nos sentamos juntos, al lado de una viejecita, pues los otros asientos estaban ocupados, por supuesto, y como siempre, por personas mayores que no tenían nada mejor que mirarnos de arriba abajo, como si estuviésemos haciéndole daño a alguien con estar allí, y pensando que uno de nosotros, o quizás ambos, nos estábamos muriendo. No me importó. Ya me había dicho Angus que yo nunca moriría, así que no tenía qué temer. Pronto me llamaron para hacer la espirometría. No pude evitar girar la cabeza mientras me iba. En la sala había alguien que me esperaría esta vez.

Tardé un rato en hacerme las pruebas. Eran bastante más que la última vez, la mayoría desconocidas para mí, hechas con la misma máquina. Salí al exterior de aquella pequeña consulta aliviada.

-Espere unos 15 minutos, el doctor la atenderá enseguida.

Volví a sentarme junto a Terry.

-¿Qué tal?-me preguntó, en voz baja.

-Bien, creo que bien.

Eché el cuerpo para atrás, con el fin de acomodarme en la silla, cuyo respaldo tenía una acogedora lámina de gomaespuma, y comencé a pensar en mis cosas. En qué me diría el médico si me encontraba bien, o si me encontraba mal, cómo me sentiría yo y qué le diría en respuesta. Toda esta preocupación hizo que comenzase a respirar fuerte. Mis jadeos hicieron alarmarse a Terry, quién me preguntó:

-¿Estás nerviosa?

Sin despegar la nuca del respaldo, asentí. Me fijé entonces en una de sus piernas. Se movía muy deprisa, como si el nervio que la controlaba trabajase a toda velocidad.

-¿Tú también estás nervioso?

-Un poco.-tardó en responder.

Me despegué del respaldo y apoyé la cabeza en su hombro. Él me envolvió con uno de sus brazos, intentando hacerme ver que no estaba sola, y que, pasase lo que pasase, estaría allí.

-Si ves qué tal,-dijo.- coge una revista para leerla los dos.

Miré hacia la mesita que tenía las revistas habitualmente. No había ni una; tan solo un par de folletos haciendo propaganda del hospital.

-No hay.

Terry giró la cabeza para cerciorarse. Al ver que era cierto lo que le había dicho, suspiró, y en ese suspiro pude escuchar un:

-Qué deprimente, joder.

Me acurruqué con más ahínco todavía en su hombro. Coloqué entonces una mano sobre su pecho y comencé a juguetear con los botones de la camisa, haciendo que mi vista les diese prioridad. Pude notar cómo palpitaba su corazón. Lo suficientemente fuerte como para poder percibirlo. Me centré en captar cada uno de aquellos latidos con la yema de mis dedos, intentando atraparlos en ellos, como si mi mano tuviese memoria fotográfica, y pudiese volver a sentirlos cuando me viniese en gana. Se abrió la puerta.

-Emily Gray.

Terry me soltó y dejó que me levantase. Le tendí la mano mientras dije:

-Vamos, nos toca.

¿Nos toca? Pues sí, la verdad es que los dos íbamos a ser examinados. A mí me examinarían los pulmones; a él, su entereza. Entramos, los dos juntos, prácticamente a la vez. Nos necesitábamos el uno al otro para soportarlo. Le estreché la mano a Fortman en cuanto entramos. Él me miró a los ojos, y su mirada fue recíproca. Después, hizo lo mismo con Terry.

-Y usted debe ser…

-Terence Grives. Hablamos por teléfono.

-¡Ah, señor Grives! Ya recuerdo.

Nos invitó a sentarnos. Yo estaba todavía más nerviosa. Tenía las mejillas encendidas.

-Bueno, Emily, ¿cómo te sientes?-me preguntó.

-Bien.

-Desnúdate de cintura para arriba y pasa para la camilla.

Obedecí, como si fuese un cordero. En cuanto me senté en aquel soporte, Fortman corrió unas cortinas que nos separaban a Terry y a mí. Menos mal que él no le dijo algo como: “Tranquilo, que he visto más tetas que las suyas”, aunque una barbaridad así tampoco me sentaría mal para relajarme. Mientras me auscultaba, el médico me hizo algunas preguntas:

-¿Nota dolor al respirar?

Negué con la cabeza.

-¿Malestar en la zona?

-A veces un poco.

-¿Dolor al toser?

-Sí… a veces.

-Tosa.-me ordenó.

Lo hice, aunque con un poco de miedo. No podía evitar pensar que quizás aquella tos también le sonaba mal, y que todo empezaría de nuevo. En cuanto dejé de notar el tacto frío del estetoscopio, me bajé de la camilla y volví al despacho, para poder coger la camisa. Terry me miraba.

-Bueno, la auscultación es normal.

De mis labios se escapó un leve suspiro de alivio, prácticamente imperceptible. El médico cogió entonces las radiografías que había ido a hacerme al hospital hacía un par de días y las colocó en una pantalla blanca. Era bastante inquietante ver aquellas figuras blancas flotando en un fondo de inmensa negrura, sin ni siquiera saber interpretarlas. Las bajó, después de observarlas durante un rato, y volvió a sentarse en su silla, enfrente a nosotros. Gotas de sudor frío que hacían mi piel arder a su paso resbalaron por mi nuca.

-Señora Gray, se encuentra usted bastante bien, dentro de lo que podríamos esperar. Su espirometría es normal, un poco baja, pero no hay por qué preocuparse. Aún así, le voy a recetar unas pastillas para el dolor que tiene al toser.

Empezó a escribir en el recetario. La verdad es que me quité un peso de encima. Me alegré en silencio de estar bien, y, al mirar de reojo a Terry, me di cuenta de que su leve sonrisa indicaba que ese mismo sentimiento dominaba en él. Aún así, cuando Fortman me dio el papel con el nombre del medicamento, no pude evitar preguntarle la duda que me había comido la cabeza durante semanas:

-Doctor, tengo que saberlo… Podría volver a caer enferma, ¿verdad?

Él apartó la mirada. Respiró hondo.

-Por supuesto que podría. Justo por eso estamos haciéndole un seguimiento, es decir, está viniendo asiduamente a hacerse pruebas para ver que está fuera de peligro.

-¿Y qué pasaría si…?

-En el caso de que volviese a enfermar,-interrumpió.- la pondríamos en tratamiento cuanto antes. Lo que usted tiene que hacer es cuidarse: hacer ejercicio, fumar menos…

Asentí. Tampoco hablamos nada más. No quise, no hacia falta. Al irnos, Fortman nos estrechó la mano a ambos y dejó que cruzásemos, posteriormente, el umbral de la puerta de su consulta. Parecía que me iba a estallar la cabeza de la euforia. ¿Estaba bien? Descarté entonces la muerte como significado de mi sueño. Y me sentí tan satisfecha. Feliz. Llegamos a fuera, los dos a un tiempo. Sin darle tiempo a decirme nada, ni siquiera a mirarme a los ojos, me agarré a su cuello y le besé en una mejilla, queriendo pasarle en ese beso parte de mi alegría.

-Menos mal, menos mal.-susurré.

-¿Ves? Y tú que andabas tan nerviosa.

-Como para no estarlo. Aunque gracias a Dios, todo salió bien.

Me llevé una mano al pecho, en señal de alivio. Noté, dentro de la camisa, la parte puntiaguda del collar de Terry. Lo saqué en un impulso y lo besé.

-No era que no tuviese cobertura,-dijo.- es que, si no estoy yo, no funciona.

-Prepotente.-le murmuré.

Nos reímos, y su risa hizo que la mía fuese todavía más sincera.

-¿Vamos a tomar algo?-propuso.

-Por mí, encantada.

Nos dirigimos, juntos, a la cafetería de siempre. Antes de llegar, miré inconscientemente al otro lado de la carretera. Un parque, bastante pequeñajo y poco poblado de árboles. Había un par de bancos en él que eran visibles desde el ángulo en el que me encontraba. Lo que más llamaba la atención de aquel lugar eran las palomas. Había muchas. ¿Por qué estaban allí? ¿Acaso pretendía el destino que las viese? Me detuve en seco. Terry me miró extrañado.

-Vamos ahí.-le ordené.

Cruzamos la calle y nos sentamos en uno de esos bancos. Estaba pintado de rojo, aunque la pintura estaba medio arrancada; la madera, podrida; y los hierros, oxidados. Las palomas, al percibir nuestra presencia, corrieron hacia nosotros, suplicándonos con sus graznidos algo de comer.

-Cuántas palomas hay, ¿verdad?-dije.-Con lo simples que parecen estos bichitos, y lo complejos que son.

Terry me miró sorprendido por mi afirmación. Entonces, metí la mano en mi bolso y saqué de él una bolsa de gusanitos que Amy no se había comido ayer por la tarde. Los sostuve con la mano y ellas se acercaron, con curiosidad, para posteriormente comenzar a picotear.

-Nosotros creemos que las comprendemos,-proseguí.- pero no es verdad. Las palomas piensan en algo más que comer maíz y cagarnos en la cabeza. Ellas… solamente quieren volar. Volar cerca. Volar lejos. Pero volar.-una lágrima cayó dulcemente por mi mejilla.- ¡Y son qué facilidad pueden ver frustrado su sueño! Hay personas que las torturan arrancándole las alas, o que incluso las matan. Aunque… una mala caída, un mal roce… puede dejarlas inutilizadas… y tristes. La gente es tan cruel que es capaz de negarles algo tan fundamental… Como si tuviesen derecho a hacerlo.

Me di cuenta de que estaba llorando. Las palomas habían acabado de comer y me miraban, como maravilladas por mi discurso. Terry no podía quitarme ojo de encima. Me llevé una mano a los ojos e intenté limpiarlos sin despintarme demasiado.

-Lo siento, ya empiezo a divagar.

Él me agarró por la cintura, aproximándome a su cuerpo.

-Querrías volar, ¿no?-preguntó.- Como las palomas.

-Sí.-respondí.

-Yo también.




[1] He estado buscando/ mis alas durante algún tiempo/ Porque soy una chica pájaro/ Y las chicas pájaro van al Cielo. / Soy una chica pájaro/ y las chicas pájaro pueden volar. / Las chicas pájaro pueden volar.

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