lunes, 24 de agosto de 2009

El Lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XV- Puñaditos de gusanos


La espera hasta el jueves me parecía interminable. Los días pasaban lentamente, y yo, enfrascada en mi actitud pesimista, pensaba: “un día menos”. No podía evitar pensar en la horrible idea de que podría acostarme por la noche en la cama y no volver a despertar, por consiguiente, evitaba dormir. Tenía algo de sueño, pero podía resistir perfectamente las noches en vela fumando pitillo tras pitillo. Ni siquiera por el día estaba cansada, simplemente sentía como una congoja, que parecía sofocarse al ocultarla tras el humo de un cigarrillo. Un día, Terry decidió hacerme entrar en razón. La verdad es que si él no lo hacía, no lo haría nadie, y mucho menos yo, con lo terca que soy. La verdad es que creo que escogió el día idóneo, el día en que mi congénita cabezonería había bajado la guardia. Llegó a la cocina, donde estaba yo fumando, como el que no quiere la cosa y cogió la botella de agua del frigorífico. Yo lo miré, con la cabeza gacha; quizás pensé que así pasaría un poco desapercibida. Se sirvió el agua en un vaso y se sentó enfrente de mí, para poder mirarme a los ojos. Levanté un poco la cabeza, pero sin aventurarme a dejar entrever las horribles ojeras que acunaban mis ojos. Antes de que pudiese reprocharme nada, yo me apresuré a decirle:

-Sé lo que vienes a decirme. Que no puedo estar así. Lo sé y he estado pensando.

Me tomé una pausa. Él me escuchaba atentamente.

-Hay millones de gente que está pasando por la misma situación que yo.-proseguí.- O una situación aún peor. No quiero hacerme la víctima, no busco eso en absoluto. Quiero seguir llevando una vida normal.

-Y la vas a llevar.-dijo Terry, finalmente.- Contarás con todo mi apoyo, y lo sabes.

Sonreí.

-Pero quiero hacer todo lo que esté en mi mano para curarme lo antes posible. A partir de ahora mismo, dejo el tabaco.-en cuanto pronuncié esa frase, apagué el que iba a ser mi último cigarrillo en el cenicero.- Y voy a levantarme todos los días a las 6 de la mañana para ir a correr.

Terry se quedó extrañado. Lo del tabaco seguro que le chocó, pues ni yo misma me imaginaba diciendo esa frase. Pero lo del ejercicio también le impactó; él sabía que yo era más de actividades creativas como la escritura y, sobre todo, la pintura. Adoraba pintar, solía hacerlo a carboncillo, pero hacía años que no hacía ni un simple boceto a pesar de que, desde siempre, mi sueño había sido ser pintora.

-¿Ir a correr?-preguntó.

-Digo yo, para aumentar la capacidad respiratoria y… ya sabes… todas aquellas cosas que decía el profesor de gimnasia. Puede venirme bien.

-Yo a ese hombre prefiero olvidarlo.

Y con razón. El profesor de gimnasia que teníamos, el señor Patterson, era un malnacido. No es la primera vez que Terry sufrió una crisis en su clase, y por su culpa. La verdad es que yo no era demasiado mala en gimnasia, pero no era demasiado comprensivo cuando se trataba con gente con limitaciones como un asma. Y, desgraciadamente para Terry, cuya asma no era tan manejable como el de otra gente. Su padre se negaba a llevarlo al médico y, cuando tenían que ingresarlo, intentaba sacarlo del hospital lo antes posible. Decía que era gastar el dinero. Terry siempre quedó marcado por su padre, limitado por él cuando era menor de edad, y limitado por sus actos cuando pudo independizarse.

-Lo intentaré, al menos.-añadí, cambiando de tema.

-Lo conseguirás, estoy seguro.

Pronto se hizo de día. Terry estuvo toda la noche a mi lado en la cocina, hablando. Sólo el hecho de escuchar su voz, me tranquilizaba. Cuando estaba a su lado, ni siquiera me acordaba de fumar; estaba ante una droga más potente que el alcohol, el tabaco, la coca o el caballo, mucho más. Y no todavía ni me había dado cuenta.

Pasó la semana volando. Yo comencé con mis carreritas matinales, la primera de las cuales fue horriblemente agotadora, tanto que no veía la hora de llegar a casa, y me llené los brazos de parches de nicotina. No era la misma sensación, y la echaba de menos, cada día más.

Recuerdo con exactitud aquel jueves. El día estaba nublado, aún así, no llovía, pero el ambiente estaba cargado. Cogí el coche y me dirigí al hospital, una hora antes de la cita. Aparqué cerca de la entrada. En cuanto cerré la puerta, me quedé contemplando atentamente mi reflejo. Había adelgazado bastante, a base de no comer durante toda la semana. Tenía ojeras y en mis mejillas, que en otro tiempo habían sido rosaditas y hermosas, se entreveían unas enfermizas líneas, producto de la delgadez. No comía por el mero hecho de no tener hambre, no por querer mantenerme más delgada, ni nada por el estilo. El por qué de esa repentina inapetencia me traía de cabeza. Y apuesto que a Terry también.

Me dirigí a la sala de espera. No le pregunté a la recepcionista, no tenía ganas de hablar, simplemente me limité a seguir los cartelitos. Allí había un silencio sepulcral, solo interrumpido por el ruido que producían mis tacones al andar. Había mucha gente esperando, mayormente mujeres, de las cuales casi ninguna conservaba su pelo natural, por lo que miraban con envidia mi longuísima y lustrosa melena negra. Al no haber sillas libres tuve que esperar de pie, apoyada en una pared. Estaba bastante ansiosa, y me atrevería a decir que un poco intimidada, ya que no me quitaban ojo de encima. De repente, y sin más previo aviso, la puerta de la sala de radioterapia se abrió. Todos dirigimos nuestras miradas hacia allí. Entonces salió una mujer, vestida de negro, que se fue apresurada de allí. Era como si necesitase huir, escapar, respirar aire puro. Los ojos se me clavaron inevitablemente en ella. Vi que tenía una melena larga rizada, de color negro, pero no llegué a verle la cara. De repente, escuché la voz de una señora. La recepcionista me llamaba para entrar yo en aquel lugar.

Era una sala amplia, pero se empequeñecía por causa de aquella máquina enorme que se alzaba delante de mí, como un monstruo, provocándome un pavor semejante. El primer día era simplemente para evaluar cuál era la posición correcta que tenía que adoptar, dónde debían aplicarme la radiación, y esas cosas. Una enfermera, al terminar de deliberar sobre estos asuntos, me marcó en el pecho con tinta. En una parte determinada del pecho, hacia la derecha. Me advirtió que, cuando me duchase o me asease, limpiase esa zona con cuidado de que no se borrase la marca. En cuanto salí de la sala, no paraba de mirármela. De mirarla y de palparla con mucho cuidado, pudiendo sentir en el acto, mi corazón golpeando salvajemente contra mi mano. Salí por la parte del aparcamiento. Allí, un puñado de enfermeros y médicos fumaban sus pitillitos a escondidas. Yo me allegué a una esquina, me apoyé en una verja que separaba el parking de la carretera, y saqué un cigarro del bolso. Antes de llevármelo a los labios para poder fumarlo, lo miré con detenimiento. Esa había sido mi perdición. Si aquel día, cuando tenía 17 años, no le hubiese aceptado a Rosalyn, mi compañera de clase, aquel pitillo, mis pulmones estarían completamente sanos, no sufriría, no haría sufrir a Terry, no gastaría dinero en un costosísimo tratamiento… Y, a pesar de todo eso, estaba sosteniendo un cigarro en mis manos, a punto de encenderlo y de tirar por la borda todos mis esfuerzos de dejar de fumar. ¿Estaba dispuesta a consentirlo? Lo arrojé al suelo con furia y, acto seguido, me llevé las manos a la cabeza, mientras caía de rodillas en el suelo.

-Pero, ¿qué estoy haciendo?-murmuré.

Estaba nerviosa, llena de rabia, impotente, y con una adicción increíble. Ni yo misma comprendía lo que me estaba pasando por la cabeza. De repente, escucho una voz cerca de mí. Una voz femenina.

-Chica, ¿te encuentras bien?

Levanto la vista, con los ojos llenos de lágrimas y con el rímel desparramado por mis mejillas. Era una mujer, efectivamente, aparentemente de treinta y pocos. Tenía el pelo largo, negro y ondulado. Su piel era pálida, casi como un cadáver. Sus dedos eran finos, y estaban coronados por unas larguísimas uñas rojas. Era poseedora de unas piernas quilométricas, que se dejaban entrever, ya que el abrigo que llevaba sólo le cubría hasta las rodillas. Y sus ojos eran color miel, casi amarillentos. Su mirada felina reflejaba una ternura y una comprensión inimaginables desde el momento en el que la miré, y en sus labios rosados, dotados de perfección, se dibujó una cálida sonrisa. Me tendió la mano, y yo me aferré a ella sin más, sin pararme a pensar que no la conocía de nada, y que podría hacerme daño. No, en ella no sé por qué confié. En cuanto me hube levantado, ella me miró a los ojos fijamente, y me dijo, con una voz muy dulce y serena:

-Tú también lo tienes, ¿no?

-¿Yo también tengo el qué?-pregunté, extrañada.

-Cáncer. Tú también lo tienes.

Me quedé callada un instante, intentando averiguar cómo lo había adivinado.

-C… ¿Cómo lo…?-titubeé.

-Te vi en la sala de espera de radioterapia.

Entonces me di cuenta de quién se trataba: ella era la mujer que había salido apresuradamente de la sala, antes de que me llamasen a mí. En un acto prácticamente involuntario, agarré el abrigo que llevaba y me tapé la marca de tinta del pecho, pues llevaba un poco de escote y se me veía. No quería que se me viera. Ella se percató en seguida.

-¿Puedo preguntarte de qué lo tienes?-me preguntó aquella mujer, un poco intimidada por mi posible negativa.

Aunque esa negativa no llegó a producirse.

-De pulmón.-respondí, mirándola con timidez.- Cáncer de pulmón. ¿Y tú?

-De mama.

Levanté la cabeza bruscamente, casi como si me arreasen un puñetazo. Intercambiamos las miradas. ¿Existía alguna compenetración entre nosotras? ¿Había alguna posibilidad de que el destino dispusiera nuestro encuentro, guiándose por esa fatídica coincidencia?

-Los dos…-dije- lo suficientemente cerca del corazón como para…

-Yo también lo he pensado.-interrumpió.- ¡Es tan agradable imaginarse un puñadito de gusanos en cada ojo!-esto lo dijo con una graciosa ironía- Justo por eso evito hacerme preguntas. Ya se las haré a ellos. Tendré toda la eternidad para hacerlo.

No sé muy bien por qué, quizás porque ella me contagió aquel aparente buen humor, a pesar de su enfermedad, me eché a reír.

-¡Puñaditos de gusanos!-exclamé, entre carcajadas.

-¿A ti también te va el humor negro?

La miré. Asentí. La verdad es que sí, me gusta el humor negro. La risa es la única manera de ahuyentar a la muerte, o por lo menos, temerla poco. Entonces, ella interrumpió mis carcajadas, diciendo:

-¡Lo siento! Yo preguntándote todo eso sin ni siquiera presentarme.-entonces, extendió su brazo hacia mí, mientras decía:- Me llamo Sharon.

Yo repetí el ritual, hasta poder llegar a agarrar su mano. Estaba tibia, en cambio las mías estaban congeladas.

-Yo me llamo Emily.-respondí.

-Emily…-repitió Sharon.- Me encanta ese nombre.

Sonreí. Entonces, como si de empatía se tratase, las dos nos sentamos en el suelo, a la vez, mano a mano. Era como si supiésemos lo que la otra quería hacer. Tras un breve instante de silencio, le pregunté:

-¿Se lo has contado a alguien?

-¿Lo del cáncer?

-Sí.

-A mi novio, David. Es mi única familia, tenía que hacerlo.

La verdad es que esperaba otra respuesta. Una respuesta más parecida a mi situación, aunque, en cierto modo, lo era.

-¿Y tú?-preguntó.

-Yo… Yo sólo se lo conté a… al padre de mi hija; un muy buen amigo mío.

-¿Tienes hijos?-noté que le brillaban los ojos.

-Sí. Tengo una hija de 5 años, que es mía propia, quiero decir, biológica, y un hijo adoptado, de 18 años.

-¡Qué envidia!-exclamó.

-¿Envidia? Creo que todo esto es más difícil de sobrellevar así, mirando sus caritas inocentes… Sus ojitos… que te ven llorar sin saber qué te está pasando…

-Un hijo-dijo Sharon, que parecía que ni me había escuchado.- es… es sangre de tu sangre. Es alguien a quién querer… alguien que te quiere… Es algo muy bello, a mi parecer.

Hablaba con emoción en la voz, a pesar de que, a su vez, temblaba y contenía las lágrimas. Me privé de preguntarle más sobre ese asunto, aunque me reconcomía la curiosidad. Ella metió la mano en un bolsillo de su chaqueta y sacó una cajita. Pensé que iba a enseñarme algo, así que la miré con curiosidad. Era plateada, con el dibujo de unas flores. La abrió y de su interior sacó papel de fumar y algo que aparentemente era tabaco. Con eso, hizo un cigarro a toda velocidad, demostrando una habilidad increíble.

-¿Tienes fuego?-me preguntó.

Le encendí el pitillo con un mechero que tenía a mano. En cuanto lo hube hecho, Sharon aspiró con fuerza el humo y luego lo exhaló todavía más fuerte. Necesitaba un alivio, calmarse. Sé lo que es eso. Inocentemente, y al ver que el humo olía bastante extraño, le dije:

-Oye, ¿de qué marca es?

-¿De qué marca es el qué?
-El tabaco que te estás fumando.

Sharon soltó una estruendosa carcajada.

-¿Tabaco?-respondió- Querida, esto es maría.

Al oír esa palabra, me turbé. No tenía ni idea de que ella fuese una drogadicta, pues su aspecto jovial y amable no la delataba, aunque quizás era que yo estaba cayendo en los tópicos de siempre.

-Oye, no te asustes.-dijo Sharon- No quiero que pienses que soy una yonky. Simplemente, lo necesito. La quimioterapia hace que pierda el apetito. Esto es lo único que me hace comer, ¿entiendes?

En cuanto oí aquella última frase, sentí como si mi corazón saltase. ¿Comer? ¿Un porro podría devolverme el hambre? No lo pensé demasiado. Estaba desesperada, hice lo primero que se me pasó por la cabeza. Me acerqué a ella un poco más y le pregunté, en voz baja:

-¿Me das un poco?

Creo que le sorprendió mi reacción.

-Claro. Si quieres…

Dicho esto me lo dio. Antes de que arrimase mis labios al porro, me advirtió:

-Aunque, la verdad, no te recomiendo que lo fumes, teniendo cáncer de pulmón.

Le agradezco que me lo dijese, eso demostraba que estaba, en cierto modo, preocupada por mí. Aún así, no le hice caso, por lo que le respondí:

-A la mierda el cáncer y la puta madre que lo parió. Llevo días sin comer.

Dicho esto, inspiré muy fuerte, hasta el punto de dolerme el pecho, aquel humo de sabor parecido a la hierbabuena. Lo solté lentamente, saboreándolo, sintiendo como se expandía por mis pulmones. Debería sentirme culpable después de hacerlo, pero la verdad es que me produjo una enorme satisfacción. Sharon había estado examinándome, seguramente apoyándose en lo que dije de que llevaba sin comer mucho tiempo.

-¿Por qué no comes?-preguntó.- ¿Tienes anorexia…o algo?

Seguramente lo decía por lo delgada, enfermiza y débil que estaba. Me apresuré en responderle:

-¡No! No soy anoréxica, lo que pasa es que… no tengo hambre. Debe ser el tratamiento.

-Te entiendo.

Entonces fue ella la que le dio una calada al porro.

-Y…-dijo Sharon.- ¿Cómo es tu novio?

-¿Qué novio?

-El que me dijiste que era el padre de tu niña. ¿No es tu novio?

-¿Terry? No, no lo es.-al decir esto, me reí nerviosa.- Es un amigo íntimo mío… Es una historia muy larga y muy absurda, cualquier día te la cuento.

-Yo estoy aquí todos los días en cuanto salgo de radio, por ahí de las cinco, cinco y algo.

Después de decirme eso, recordó su pregunta anterior, e insistió en ella con todavía más ahínco:

-Pero, cuéntame, ¿cómo es…-dudó un momento en el nombre.- Terry?

-Bueno… él… es más o menos tan alto como yo… aunque quizás un poco más. Ojos marrones, pelo castaño, con rastas, perilla… Hazte una idea.

-Tiene pinta de ser guapo.-respondió, con algo de picardía.

-Y tu novio, ¿cómo es?

-David.-suspiró Sharon.- David es… es lo mejor que pudo pasarme nunca. Tiene unos ojazos… Y un cuerpo…

Dicho esto, sacó del bolsillo de la chaqueta una cartera negra con una calavera bordada. De su interior, sacó una foto de carnet. Me la enseñó.

-Este es David.-añadió, mientras me la daba.

La foto era de un hombre joven, aproximadamente de la edad de Sharon. Tenía los ojos grises, como yo, pero todavía más claros. El pelo era castaño, alborotado, como un rebelde sin causa, o un chico malo. Tenía algo de barba, pero no demasiada. Era guapísimo, ciertamente. Por un momento, sentí verdadera envidia de ella, aunque no era de extrañar que una mujer tan hermosa tuviese a su lado a un hombre así.

-¿A que es divino?-me preguntó, orgullosa, y algo sonrojada.

-Lo es. ¿En qué trabaja?

Sharon se quedó un momento en blanco, ni siquiera la escuchaba respirar. La miré extrañada. Algo le había pasado. Aquella pregunta había desencadenado algo en su interior.

-David y yo trabajamos en un bar.-respondió, al fin.- Yo soy camarera, y él… él atiende en la barra.

-Yo trabajo de operadora en una compañía de seguros.-dije.- Y Terry es mecánico, está a punto de abrir su propio taller.-entonces, recapacité.- Bueno, suyo y de un amigo: Charlie.

Sharon sonrió. Estaba pálida. La noté turbada desde que le hablé del empleo de David. Volvió a ofrecerme porro, y yo no le hice ascos. De repente, después de tomar aquella segunda calada, mis tripas comenzaron a rugir. Me palpé la barriga.

-¡Coño!-exclamó ella.- Te ha hecho efecto prontísimo.

-¿Hambre?-pregunté, tímidamente.

-Eso parece.-al decir esto, ella también posó una mano sobre mi vientre. Efectivamente, eran las tripas.- ¿Quieres venirte al bar a tomar algo? Invito yo.

Asentí. Pensé que quizás me llevaría a su bar, pero no. Fuimos a una cafetería que estaba cerca del hospital. Deduje que Sharon sería asidua del local, por la naturalidad con la que trataba al camarero cuando le dijo:

-Johnny, mira, me traes un café irlandés con un bollito de chocolate y… ¿Tú qué quieres, Emily?

-Pues… Un cubalibre y… otro bollito de chocolate.

En cuanto el camarero, que era un hombre de veintitantos, se dirigió a la barra, Sharon me dijo, sonriendo:

-¿Bollito con un cubata?

-¿Qué le quieres, hija? Tengo antojo.

La verdad es que sí, era una combinación bastante extraña, pero me moría por algo de alcohol con el que mojarme los labios. Sharon, poco después de decir esto, optó por quitarse el abrigo. Llevaba puesto un vestido de licra negro. La marca de tinta que le había puesto la enfermera en el pecho, como me había hecho a mí, a penas se veía, a pesar de tener el vestido un escote enorme. Tenía un cuerpo precioso, envidiable. Nunca había visto nada igual. Nos pasamos un buen rato hablando. Debo reconocer que el bollito me sentó genial, además de que estaba de muerte. Pronto oscureció. Cuando me di cuenta, eran las 7 y media y tenía que ir a recoger a Amy de la casa de mi tía. Me despedí de Sharon, muy a mi pesar, pues era una persona estupenda y muy interesante. Cuando me alejaba con el coche y la veía por el espejo retrovisor, tenía ganas de dar la vuelta e ir a tomar algo juntas. Tendría que esperar hasta mañana.

A las 10 de la noche llegó Terry a casa. Era más tarde que de costumbre, por lo que me extrañé. No pude evitar preguntarle, en cuanto llegó:

-¿Dónde estabas? Me tenías preocupada.

-Estaba con Charlie, arreglando unos asuntos de trabajo.
-¿No podíais hacerlo mañana?

Terry enmudeció un instante. Seguramente estaba buscando la manera de terminar con mis reproches y endulzar mi corazón. Por eso, me plantó un beso en la mejilla y me dijo:

-La próxima vez te llamaré. Lo siento.

Me ruboricé un poco. Aún así, intenté disimular y añadí:

-Esperemos que te acuerdes.

-Descuida.

Colgó el abrigo en el perchero. Estaba cansado, lo noté desde el momento en el que entró por la puerta. No hacía más que suspirar. Me acerqué a él por detrás y apoyé una mano en su espalda.

-¿Quieres cenar algo?-le pregunté.

-¿Eh?... No, la verdad es que no tengo hambre.

Él se percató enseguida de mi preocupación, por lo que optó por cambiar de tema con rapidez.

-¿Qué tal en radio?

-Bien. Todos han sido muy amables conmigo. Aunque hoy ha sido día de prueba, por así decirlo. Mañana empezará lo duro.

-¿Quieres que te acompañe?-dijo Terry, para mi sorpresa, mirándome a los ojos.

-N…No, no hace falta. Ya he encontrado con quién estar allí.

Ardía en deseos por contarle lo de Sharon.

-¿Sí? ¿Quién es? ¿Alguien que yo conozca?

-Lo dudo mucho. Se llama Sharon. Es camarera. Una mujer muy agradable.

-Haces amigos prontísimo en todos los lados.

-Ya ves.

Sonreí.

-Y, ¿has conseguido comer algo?

Lo noté algo intranquilo al formular aquella pregunta. Seguramente temía que mi respuesta fuese un no.
-Pues sí.-respondí, alegre.

Giró la cara para mirarme. Estaba completamente anonadado, creo que si le hubiese pegado un puñetazo no lo habría sorprendido más.

-¿En serio? ¿Y ese milagro, reina?

La parte de la droga debía habérmela saltado. Debí inventarme una excusa, no debí decírselo. Pero en aquel momento sólo el hecho de haber comido después de tantos días era para mí increíble, por muy alto que fuese el precio que tuviese que pagar.

-Si quieres que te diga la verdad,-dije- es que me…en fin… tomé un par de caladas de un porro. Y fue mano de santo.

Esta vez, su semblante cambió radicalmente. La agradable sorpresa inicial dio lugar a un desconcierto embargado por la preocupación.

-¿Qué?-preguntó, como con incredulidad.

-Ya sé que suena poco ético, pero si funciona…

Estaba comenzando a arrepentirme de habérselo contado.

-¡Joder, Emily! ¿Y ahora qué?

-Bueno, bueno, que sólo han sido dos caladas.

Ahora hablaba con dureza en la voz:

-Se empieza con un par de caladas y se acaba uno viciando.

-Sé controlarme, Terry.

-Lo mismo dijiste mil veces del tabaco, y ya ves. Hasta que no caíste enferma, no te diste cuenta. ¿Qué pasa? ¿Para ver el suelo tienes que caerte de morros?

-¿Pero tú qué coño sabrás sobre esto?

-Sé más de lo que piensas. Si no quieres hacerme caso, es cosa tuya.

Ambos nos estábamos irritando. Creo recordar que mencioné que Terry cuando se cabreaba, se cabreaba, y ahí está la prueba. A mí casi me saltaban las lágrimas de la rabia.

-¡Cómo te gusta exagerar!-grité.- ¡Coño, Terry, no soy una cría! ¡No tienes por qué estar pegado a mi puto culo todo el rato!

-¡Después vienes llorando con no se qué de un tratamiento, y soy yo el que tiene que acarrear con los gastos!

Eso ya me pudo. Esa frase atravesó mi pecho como un dardo envenenado. No podía creer que el Terry que me había abrazado y había secado mis lágrimas sentado al borde de la cama aquel fatídico día en el que me dijeron que tenía cáncer era el mismo que me lo estaba reprochando.

-Mira, cancela el tratamiento si quieres, o haz lo que te salga de la punta del nabo. No te necesito.

Comenzaban a caerme las lágrimas. A pesar de tener el privilegio de decir la última palabra, me invadió una impotencia y una falta de cariño desorbitadas. Me fui de allí, antes de que pudiese decirme nada. Ni una palabra de disculpa, ni una palabra de reproche. No quería ni siquiera oír su voz. Me encerré en el baño y me eché a llorar. Terry y yo nunca habíamos tenido una discusión tan fuerte, nunca. Siempre nos habíamos entendido a la perfección, y ahora, por una chorrada así… Cuánto maldije a Sharon en ese momento, a pesar de que ella lo había hecho con buena intención. Cuánto maldije también a Terry, el hecho de haberme acostado aquel día con él, el hecho de tener a Amy juntos. Cuánto me maldije a mí, por no haber detenido la pelea antes de que estalláramos, por haber fumado aquello como una inocente, desconociendo todos los peligros que albergaba. Comencé a sentirme algo mal. Tuve miedo de que fuese a darme una bajada de tensión, pues soy hipotensa, como mi madre. Me puse de rodillas mirando al váter y vomité. En cuanto pude levantarme, me miré al espejo. Tenía los ojos rojos y la cara preocupantemente pálida. Los nervios podían conmigo. Mi temperamento, nuestro temperamento, había hecho que dijésemos cosas que no pensábamos. De repente, golpean la puerta con suavidad. Escucho una voz:

-Emily, ¿estás ahí?

Mi corazón comenzó a palpitar. Era Terry. La verdad es que no sabía si contestarle. Quería arreglar el asunto, pero verme cara a cara con él me producía un brutal nerviosismo. Miré hacia la puerta. Me dirigí hacia ella, sin darme tiempo a pensar si era lo que realmente quería, y la abrí. Allí estaba Terry, efectivamente. Se quedó horrorizado cuando me vio. Intenté aparentar indiferencia ante su presencia, pero ansiaba con todas mis fuerzas echarme a llorar en sus brazos.

-Emily,-dijo él, titubeando.- lo… lo siento. Me he dejado llevar. Ya…ya sabes cómo me pongo a veces…

-No pasa nada.-logré decir, con voz débil.

-Lo que dije estaba fuera de lugar.-prosiguió.-Estoy feliz de haberte pagado el tratamiento, y no me arrepentiré nunca de haberlo hecho.

Intenté reprimir las lágrimas, pero no fui capaz. Me tapé la cara con las manos y él me envolvió en sus brazos. Volví a sentirme segura, volví a sentirme feliz tenerme acostado con él y orgullosa por haber tenido a nuestra hijita. Terry estaba perdonado, y él lo sabía. Yo también supe que estaba perdonada. Levanté un poco la cabeza:

-No volveré a hacerlo. Fui una insensata.

Él me miró sin decir nada. Vi ternura en sus ojos. Volví a acurrucarme en su pecho esperando tranquilizarme. Sobraban las palabras.

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