sábado, 10 de octubre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XIX-Por momentos como este


“Siento el encanto de una noche entre tus brazos.
(…)
Mira la gente, mira la gran ciudad
Se detienen por ti y por mí.”

“Casi un hechizo”, Jerry Rivera.

Pensé que el día perfecto, que la noche perfecta no existían, pero me equivocaba, y no sabía cuánto. ¿Podía ser que unas inofensivas caricias, unas miradas amigables, unas palabras dulces se que quedasen gravadas de aquel modo?

Me levanté por la mañana, despertada por el sonido de la lluvia. La verdad es que me molestaba tener que irme a trabajar, y todavía más teniendo en cuenta que sólo faltaban un par de minutos para que sonase el dichoso despertador, pero al mismo tiempo sentí placer. El sonido de la lluvia era tremendamente relajante. Me pasaría horas escuchándolo si pudiese, pero pronto aquella lluvia que tanto me tranquilizaba, llegaría a causarme repulsión cuando empapase mi ropa de trabajo, lavada y planchada apenas en la tarde anterior. Debía disfrutar de su rítmico sonido mientras no lo hiciese.

En cuanto el despertador sonó, me digné a levantarme. Debía vestirme, levantar a Amy, ayudarla a arreglarse, maquillarme, peinarme, desayunar algo y marchar. Era, quizás, la parte más agotadora del día. Se había convertido, progresivamente, en una carrera contrarreloj. Si Amy llegase tarde, la castigarían. Si llegase tarde yo, podrían hasta despedirme. Y ninguna de las dos quería arriesgarse a eso. Como todos los días, me puse una falda carmesí, una camisa blanca y la americana roja cortesía de la empresa en la cual aparecía su logo: una casa, cuyos ojos eran las ventanas y cuya nariz era la puerta, sonriente; debajo de ella, rezaba el nombre: “Seguros Happy House”. Detestaba aquella ropa. Cada vez que me la ponía, no veía la hora de quitármela y volver a vestir como yo quisiera. Ese día me fui sin desayunar, pues no tenía demasiada hambre. Mientras Amy lo hacía, aproveché para acicalarme con calma. Abrí el perfume con olor a vainilla que Terry me había regalado por mi cumpleaños y me eché unas gotas en el cuello.

El trabajo, como siempre, fue repetitivo, monótono, cansino y rutinario. Pero aquel día, no sé muy bien por qué, me lo tomé con filosofía, con calma y, me atrevería a decir, con cariño. Una cosa que me pareció llamativa era que muchos de los hombres que había en la compañía, cada vez que se cruzaban conmigo, se me quedaban mirando. Supuse que sería el perfume. Yo nunca uso perfume para ir al trabajo, sólo cuando salgo a comprar o a tomar algo, por lo que debió extrañarles. Además, aquel aroma a vainilla era hechizante.

Ese día, Terry había venido para comer. Me alegré muchísimo, pues había veces que se quedaban Charlie y él en el taller a comer. Aunque no sé si comería demasiado, con el poco apetito que tenía últimamente. Aquel día hice carne al horno. Antes de que estuviese hecha, se me ocurrió ir a mi habitación y coger todas las flores de camomila que tenía en un ramo de flores que había recogido en un campo que había encontrado mientras corría el día anterior para, posteriormente, echárselas a la carne. ¿Era algo disparatado? Tal vez. Seguramente un día normal no se me habría ocurrido, pero hay días en los que tu cuerpo te pide arriesgar y tu suerte te incita a ganar. Pocos días de eso hubo en mi vida, pues la suerte no suele estar de mi lado, pero aquel día desde el principio fue especial.

Comimos todos juntos, como siempre, pero con la presencia de Terry, que, por supuesto, siempre era bien recibida y, cómo no, especialmente grata. Por un momento, tuve miedo de que el asado me saliese mal, pero nada más lejos de la realidad. La camomila le había dado a la carne un regusto dulce, suave y casi placentero.

-Está riquísimo, Emily.-dijo Terry.- Tiene un sabor…

Sabía que iba a preguntar qué le había echado tarde o temprano, así que me adelanté:

-Le puse camomila. Flores de camomila.

-¿Y cómo se te ocurrió eso?

-No sé. Tuve una corazonada.

-Está “riquísismo”, mamá.-dijo entonces Amy, intentando reproducir las palabras de su padre.

-Se dice “riquísimo”, cariño. Y gracias. Gracias a los dos.

-Las gracias debemos dártelas a ti y a tus corazonadas.-respondió Terry.

Fue una comida estupenda y agradable. La casa estaba radiante, pues sólo había pasado una semana desde Navidad y todavía no había quitado muchos de los adornos. Sumémosle a esto el hecho de que la presencia de Terry le daba vidilla a la casa, no sé explicar por qué, y todavía tardé algo de tiempo en darme cuenta. Después de comer, mientras Amy se iba a dormir, me quedé hablando con Terry, que se ofreció para lavar los platos. Yo opté por descansar un rato, sentada, con los brazos apoyados en la mesa.

-¿Sabes?-dije.- Echo un poco de menos nuestras salidas. ¿Te acuerdas? Y ahora con esto de que no puedo exponerme al humo del tabaco tal y cual, ya no podemos volver al Templo. Y eso que me había propuesto sacarte a bailar algún día.

-¿De verdad?-preguntó Terry, girando un poco la cabeza, pero sin apartar las manos del fregadero.- Por eso insistías tanto.

-Palabrita del niño Jesús. Siempre quise saber cómo bailabas. Pero bueno, lo que no puede ser, no puede ser. Hay que joderse y punto.

A las 5, tuve que irme a radioterapia. Fue bastante llevadero, mucho más de lo que creí inicialmente. También tuve una pequeña consulta con el psicólogo, aunque se dio cuenta de que me encontraba bastante bien. Decir que me sentía estupenda quizás era exagerar demasiado, lo reconozco, pero aquel día estaba tremendamente optimista.

Me vi con Sharon después de radioterapia, como todos los días. Bueno, casi todos los días, exceptuando aquellos en los que el psicólogo me retenía o algo parecido. Tuve la sensación, de hecho, de que aquella iba a ser mi última consulta con Luke, y tenía razón. Sharon iba vestida con un corsé completamente negro, una falda larga negra, una torera negra con telarañas y unos mitones con los dibujos del esqueleto de una mano. Y yo, mientras fuese invierno, no me separaría de mi abriguito de plumón. Eso sí, en los pies llevaba unos incomodísimos zapatos de tacón que me comprara Lorelay por el cumpleaños, y tendría que utilizarlos.

-¡Hola Emily!-dijo Sharon.- ¿Qué tal?

-Bien ¿y tú?

-Bien.-respondió con un poco de dificultad.- Hoy te noto muy alegre.

-¿Lo dices en serio?

-Sí. No sé, estás como más risueña. ¿Te pasó algo bueno?

-Bueno, no se reduce a una cosa, sino a un conjunto de cositas. Ya me entiendes.

Ella sonrió un poco forzadamente. De repente, y quizás porque el destino, que hoy se encontraba de mi parte, quería que saciase mi curiosidad sobre el decaimiento de Sharon, una pequeña ráfaga de viento le descolocó la torera, dejándole un hombro al descubierto. Allí, un poco más abajo de la clavícula, tenía un moratón con bastante mala pinta. Ella intentó taparse, pero era demasiado tarde para esconderlo de nuevo. Acerqué la mano a su hombro, para poder examinar un poco mejor el moratón.

-¿Qué te pasó aquí, Sharon?-pregunté, palpándole la zona dañada.

-Nada. El otro día me caí en el bar y me accidenté un poco. Estoy llena de moratones.

Sonaba a mentira. Se lo noté en la voz. Supe que lo había inventado todo sobre la marcha, aunque no me atrevía decírselo.

-Pero no quiero amargarte el día con chorradas así.

Me preocupé. Tuve la sensación de que había sido su chico quien le había hecho daño. Lo intuía. Sharon era mi mejor amiga, y no iba a permitir que le hicieran daño. Intenté convencerme de que sólo era una paranoia mía y todo entre nosotras transcurrió como siempre, aunque con el insoportable dolor que me producían los zapatos, que me hacían un horrible daño atrás. Aunque Sharon me había prestado unas tiritas, ya no servían de mucho, pues las heridas ya estaban hechas. A pesar de todo, me lo pasé genial.

Llegué a casa un poco cansada, con los pies destrozados. Estando yo en el vestíbulo, colgando el abrigo, oí un sonido procedente de la sala de estar. Ese día era viernes, así que Amy estaba en casa de su tía abuela. Además, todavía eran las 7 y media. En teoría, tendría que estar sola en casa, pero no parecía ser así. A medida que me iba acercando a la fuente de aquel sonido, me di cuenta de que se trataba de música.

“Mira mis labios, acércate un poco más.
De manera casual guarda un suspiro.
Aprovecha mi descuido, ven y bésame.
Sin dudar.
Sin hablar”

Reconocí la canción perfectamente. En el Templo era una bastante sonada, que bailé muchísimas veces. Me asomé tímidamente por la puerta del salón, pero sin tanto miedo. Terry se encontraba sentado en el sofá, seguramente estaba esperándome, y la radio estaba en una mesa a su lado. En teoría, él no debería estar allí, sino en el trabajo, pero su perfil era inconfundible. No me atreví a hablar, estaba bastante desconcertada.

-Emily, por fin has llegado.-dijo en cuanto se percató de mi presencia, levantándose.

-Qué… ¿Qué haces aquí? ¿Qué es todo esto?

-¿Recuerdas que me dijiste que querías bailar conmigo? Quise cumplirte ese deseo.

Me llevé ambas manos a la boca, para no gritar de sorpresa. Era lo último que me imaginaba que estaba haciendo allí.

-Pero… el trabajo…-titubeé.

-Charlie supo comprenderlo.

Se acercó a mí y me agarró por la cadera, suavemente.

-Terry…yo… los zapatos me están matando, y…

-Quítatelos.-susurró.

Lo hice. Tiré los zapatos lo más rápido que pude. Separé a Terry un poco de mí y le extendí una mano, la cual me agarró. Con el brazo que tenía sobrante, envolví su cuello como si fuese una serpiente. Avancé, mientras él retrocedía al compás de mis pasos, sin apartar la mirada el uno del otro. Entonces, en cuanto conseguimos cogerle el ritmo a la canción, era como si mis pies descalzos adquiriesen vida propia. Mis caderas comenzaron a menearse al compás de la música, mientras sentía que una mano de Terry me las agarraba con fuerza.

Dame un beso así,
Que es lo que esconden tus besos, quiero descubrir.
Dame un beso así,
Llévame al paraíso.
Dame un beso así,
Porque yo quiero ser parte de tu dulce hechizo.

Di muchísimas vueltas, sintiendo su mano aferrándose a la mía, haciendo que me sintiese lo suficientemente segura. Después de darlas, mi espalda chocaba contra su pacho, notando nuestras manos entrelazadas y escuchando el ronroneo de su respiración en mi oído. Entonces, sin más previo aviso, volvía a girar y separarme de él, tal agilidad y rapidez que hacía que mi corazón se acelerase. Terry bailaba asombrosamente bien, no tenía ni la más mínima idea de su potencial, ni de lo tremendamente sensual que podía resultar bailar con él. Era casi increíble que fuese tan tímido como para no querer demostrarlo en una pista de baile.

De repente, mientras bailábamos, y sin que pudiese preverlo, él me agarró con más fuerza que antes. Cuando me pude dar cuenta, estaba a un palmo del suelo. Todo había sucedido en unos segundos, en un suspiro, en un latido de mi asustado corazón. En cuanto me percaté de la situación, me aferré al cuello de Terry como si me fuese la vida en ello, pero él no tenía pensado soltarme. Sus manos me sostenían con la suficiente fuerza como para que no me cayese, pero con la suficiente delicadeza como para no hacerme daño. Sentía como si el tiempo se detuviera, como si quisiera que disfrutase todo lo que pudiese aquel instante, que parecía eterno, placentero, maravilloso, que rozaba el limbo de lo carnal. Pude depositar toda mi confianza en Terry, el cual podía en aquel momento soltarme al vacío, pero en vez de eso, sostenía mi cuerpo débil, cansado y extremadamente delgado, que estaba a punto de sucumbir a la cruda ley de la gravedad. Al cabo de un poco, optó por levantarme. Yo temblaba del susto todavía.

-¡Eh! ¿Qué te pasa, Emily?-dijo él, riéndose.- ¿No te habrás asustado?

-Un… Un poco.

-Deberías saber que yo nunca dejaría que te cayeras. Nunca.

Sonreí. Era verdad, nunca lo había permitido. Siempre, desde el momento en el que nos conocimos, nos ayudamos mutuamente a no caer, a no rendirnos. Aunque estuvimos varias veces de hacerlo, sentir una mano que no deja jamás de agarrarte te da mucha más seguridad, y hace que te replantees la posibilidad de tirar todo por la borda, de rendirte a un destino atroz, de entregarte ya a la muerte. En ese momento, en el que Terry me había dicho aquella voz, que se había vuelto mucho más serena y segura a través de los años, me di cuenta de que, aunque fuera a morirme, dejaba unos hermosos recuerdos en este mundo, y decía mi abuela, que en paz descanse, que mientras haya alguien, aunque sólo sea una persona, que te recuerde, en parte seguirás vivo.

Acabó la canción casi en aquel instante y el disco se dejó de reproducir automáticamente, ya que debía ser la última en la lista de pistas. Al ver esto, Terry me soltó y fue a la cocina. Al cabo de un par de minutos, llegó con un de vaso colmado de cubalibre en cada mano.

-¿Cubalibre, mi reina?-preguntó, con aquella elegancia y cortesía que poseía.

-¡Alcohol, alcohol!-exclamé, riéndome.- ¡Si tú me dices ven, lo dejo todo!

Él también se echó a reír mientras me entregaba un vaso. En su interior había un par de cubitos de hielo que parecían danzar entre ellos como nosotros habíamos hecho anteriormente. Y aquellas burbujitas brillantes, casi como si fuesen pequeñas estrellas, estallaban sin cesar, haciéndome cosquillas en los labios, todavía antes de tomarlo. El licor era negro, como la noche, cuya oscuridad infinita se podía entrever por la ventana del salón. Poco tiempo me quedé contemplándolo, pues me moría de sed. Era tan dulce, refrescante, alegre. Parecía que sentir aquellas simpáticas burbujas en mi paladar, hacían que me sonrojase. O quizás era por el hecho de que Terry me estaba brindando la noche más hermosa de toda mi vida. Él alzó su vaso, mientras decía, mirándome a los ojos:

-Por momentos como este.

-Chin chin.-respondí, mientras brindaba con él, aunque ya hubiese bebido.

Volví a tomar otro trago de cubalibre. No me atrevía a decirle nada a Terry, pero ansiaba contarle lo bien que lo estaba pasando, lo estupendamente que bailaba y lo maravillosamente que me hizo sentir. De repente, y cuando estaba a punto de animarme a contárselo, sonó un móvil. Me extrañé. No era mi móvil, eso seguro, porque le había quitado el sonido al entrar en el hospital y todavía no se lo había vuelto a poner. Llegué a una conclusión, a la que ambos llegamos en el momento en que escuchamos aquel horrible sonido: era el móvil de Terry. Él, desganado, lo cogió.

-¿Sí?-dijo. No sé quien estaba al otro lado del teléfono, pero en cuento oyó su voz, su rostro se tornó serio.- Ajá… Bien… ¿Llevo?... Sí, ¿no?... Mh… Sí… Ahora voy.

Colgó lo más rápido que pudo. De su pecho se escapó un hondo y casi desgarrador suspiro, que a mí me puso los pelos de punta, sumado a la incertidumbre de quién había hecho la susodicha llamada.

-¿Quién era?-pregunté tímidamente.

-El jodido de Charlie, que me anda tocando los huevos con no-sé-qué rollo de la contabilidad. Tengo que pasarme por el taller.

Intentó parecer enfadado, pero noté una frialdad impropia de él, además de una resignación que no parecía ser la de alguien indignado. Es como si lo hiciese por deber, como si Charlie fuese su superior. No era la primera vez que mandaba a Charlie a hacer puñetas, ¿por qué aquel día no?

-¿Cuándo volverás?

Tardó en contestar.

-No me esperes despierta.

Me dio un beso en la frente. Con todavía el calor de sus brazos impregnado en mis hombros, y con el sonido de su respiración, y de su dulce voz vigente en mi memoria, escuché cómo cerraba la puerta lenta y débilmente. A la mañana siguiente, me desperté sola, otra vez sola.

Pocos días después, por la tarde, al poco de ir a recoger a Amy del colegio, fui al supermercado con ella. Debía comprar un par de cositas para no dejar la nevera vacía, o casi vacía, como estaba. Unos yogures, unas verduras, alguna comida precocinada… Cualquier cosa. No me apetecía demasiado ponerme a pensar. Amy se encaminó decididamente a la sección de las chucherías y las galletas. Supuse que quería que le comprase algo. Seguramente conseguiría que cediese, estaba demasiado agotada como para llevarle la contraria.

Había estado todo el día cansada, decaída, sin ganas ni siquiera de levantarme de la cama, de andar… Y no digamos ya empujar un pesado carrito. Al llegar a la sección de las conservas, me detuve. Ojeé la lista de la compra. Anchoas. Había que comprar anchoas. Eran uno de mis vicios, además, me subían algo la tensión, y eso a mí me venía de perlas. Alcé el brazo un poco, con el fin de alcanzarlas. Incomprensiblemente, me parecía hasta que me pesaban los brazos, que ni querían obedecerme. Comencé a ver todo borroso. Bajé el brazo y lo apoyé en uno de los estantes. Cerré los ojos suavemente, hasta que sentí que me encontraba un poco mejor. Volví a abrirlos. Veía todo normal. Me separé ligeramente del expositor, pero el equilibrio comenzó a fallarme, y volví a apoyarme de nuevo. No quise cerrar los ojos esta vez, necesitaba saber que todavía podía tenerlos abiertos. Me llevé una mano al pecho. Una opresión, un dolor, tenía allí un claro origen. Mi corazón golpeaba salvajemente contra mi mano.

-Mamá, ¿podemos llevarnos esto?

Una vocecilla angelical. Amy, mi pequeña. Seguramente quería que le comprase algo, o por lo menos, que le hablase, pero no tuvo esa suerte. De repente, y sin más previo aviso, caí en el suelo semiinconsciente, como quien tira una muñeca rota a la basura.

-¡Mamá! ¡Mamá!

Amy gritaba. Me movía de un lado para otro. Voces. Pequeñas manchitas de colores a mi alrededor. Personas, que seguramente intentaban ayudarme. Noté una ligera presión en un lateral del cuello. Alguien me estaba tomando el pulso. Me mantuve unos minutos con los ojos entreabiertos, como para cerciorarme de que todavía estaba consciente. La tarea de respirar se hacía ardua, costosa, por no decir, imposible. Ahora sí que el corazón me latía extremadamente lento.

-¡Mamá!

Una lágrima, caliente, cayó sobre mi mejilla. Una lágrima que brotara de unos ojos con vida, con fuerza. Eso fue lo último que recuerdo antes de sumirme en una absoluta oscuridad.