sábado, 24 de octubre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XX- La decisión


Me desperté como entre niebla. Pude diferenciar que estaba en un sitio muy blanco, y una manchita borrosa de color bastante oscuro estaba en un lateral. Parpadeé un par de veces, para poder adivinar qué me había pasado. En efecto, me encontraba en una habitación con las paredes de un blanco impoluto. Me encontraba tumbada en una cama. Terry estaba a un lado de esta, sentado en un sillón, mordiéndose las uñas. Sin más previo aviso, giró la cabeza, para mirarme. Al ver que estaba despierta, se levantó bruscamente.

-¡Emily!-exclamó, nervioso, mientras se arrodillaba al pie de la cama y me cogía una mano.- ¿Cómo estás, mi reina?

-¿Dónde estoy?-pregunté, mientras me incorporaba, agitando los brazos para destaparme, lo suficientemente exaltada como para estar a punto de golpearle a Terry.- ¿Qué ha pasado?

-Emily, cálmate. Has sufrido una bajada de tensión y te has desmayado. Han tenido que llamar al hospital. Ya me estaba comenzando a preocupar, pero parece que has respondido bien al tratamiento.

Lo escuché desconcertada, mirándole a los ojos. Siempre que había tenido una bajada de tensión, me había mareado un poco, pero no lo suficiente como para impedirme ir hasta la cocina y prepararme una tacita de café para que me aumentase. Nunca había sentido aquel dolor, aquella debilidad… Debió bajarme muchísimo aquella vez, y probablemente el tratamiento era el agravante.

-¿Y Amy dónde está?-pregunté, ya más calmada.- Recuerdo que estaba en el súper con ella.

-La he dejado en casa de tu hermana.-se refería a Lorelay.- Cuando vine aquí, después de llamarme ella, me la encontré en la recepción, llorando. Tuve que darle el Ventolín un par de veces, o se ahogaba. Yo creo que si estuviese aquí, ya le tendría dado una crisis.

-¡Ay, Dios, mi niña!-exclamé, llevándome ambas manos a los labios.

-La comprendo. A mí casi me da algo. Me llamó Amy, toda asustada, llego aquí y el médico me pone de los nervios… Casi llegué a pensar que no salías de esta.

-¿Por?

-Me dijeron que tu tensión era crítica, que tu corazón apenas bombeaba sangre. Te inyectaron no sé qué cosas, vinieron aquí cientos de veces, y no me daban ninguna señal de que la cosa fuese bien. Pero bueno, parece que no hay de qué preocuparse ahora.

Sonreí levemente. Todavía estaba un poco cansada, a pesar del hecho de que había estado inconsciente bastante tiempo, quizás hasta horas. Terry no había soltado mi mano en todo el tiempo. Lo noté tremendamente aliviado. Me imagino el miedo que habría pasado. Al cabo de poco, cuando más o menos me hube cerciorado de lo que me había pasado, y ya no notaba a Terry temblando de los nervios, le dije, con voz calmada:

-Terry, recoge a Amy de casa de Lorelay e iros a casa. Lo necesitáis los dos.

-No.-respondió él, rotunamente.- Me quedo aquí contigo.

Le acaricié una mejilla dulcemente, mirándole a los ojos.

-Estoy bien. Simplemente un poco cansada, pero no es nada. Cuando tengo bajadas de tensión, me pasa. Vete a casa, por favor.

Le hice un mohín. Debía hacerlo, o no me haría ni caso. Lo miré a los ojos. Yo también estaba preocupada, pero no por mí, sino por ellos. El hecho de que mi hija estuviese al borde de una crisis, me estremecía; aunque no menos que el hecho de que Terry se pasara Dios sabe cuánto tiempo con el corazón en un puño al lado de mi cama. Él no quiso contrariarme. Asintió y se fue, no sin antes darme un beso en la frente.

Apenas pasados diez minutos desde que Terry se había marchado, un médico entró en la habitación. Era alto, recio, moreno, de unos 50 años. Llevaba una bata blanca un par tallas más grande, aunque era casi imperceptible. Tenía también unas gafas enormes, que le cubrían por lo menos media mejilla cada cristal. Sus mocasines negros impecables y relucientes dejaban claro que era un hombre con clase.

-Veo que ya se ha despertado, señora Gray.-dijo, casi sin mover los labios.- ¿Qué tal se encuentra?

-Un poco aturdida.

-Es normal, ha estado bastante tiempo inconsciente. A ver, extienda el brazo, que voy a tomarle la tensión.

De un enorme bolsillo que poseía la bata, sacó un esfigmomanómetro digital, el cual utilizó para realizar dicho procedimiento, manteniéndome yo acostada para intentar aumentarla. No sé cuánto tiempo estaría con aquel aparato en el brazo, reinando un silencio casi incómodo en la habitación, sólo interrumpido por unos leves y enervantes pitidos que producía la susodicha maquinita. De repente, el médico, que había estado mirándola todo el tiempo, percibió alguna señal que había hecho y optó por quitarme aquella incómoda especie de brazalete.

-Todavía la tiene un poquito baja.-dijo él.- Me parece que va a tener que pasarse aquí la noche, como precaución. Mañana por la mañana le daremos el alta.

Cuando le oí decir que tendría que quedarme allí, me estremecí. Me atemorizaba estar allí toda la noche. Tener que respirar aquel aire humedecido por las lágrimas, aquel sofocante y tétrico ambiente. Además, al estar sola en la habitación, esa ansiedad parecía multiplicarse. Deseaba decir, o quizás gritar, que no estaría allí ni un solo minuto más. Intenté serenarme en la medida de lo posible y atenerme a la situación.

En lo poco de tarde que quedaba, solamente vinieron dos personas a mi habitación. La primera, una enfermera, que venía a cambiarme el suero. Era una mujer de pocas palabras, que no quiso darme ninguna conversación, a pesar de que me encontraba sola y aburrida.

La segunda persona que vino, me pilló de improvisto. No esperaba en absoluto su visita, y lo tuve allí enfrente de mí, con aquel porte magnífico, portando un pequeño maletín de cuero. Se quedó mirándome desde la puerta hasta que optó por llamar mi atención:

-Señora Gray.

Era mi oncólogo, la persona que había estado tratándome durante mes y medio, que sabía mucho más de mi cuerpo que mí misma y que sus palabras no eran en absoluto hirientes y lograban hasta apaciguarme, dándole siempre una solución a mis problemas, o por lo menos intentando buscarla. Médicos así no se encuentran en todos los sitios, pero sospecho que nunca se lo hice ver.

-¿Doctor Fortman?-dije, extrañada.- ¿Qué hace usted aquí?

-Hoy la he echado en falta en radioterapia.- se refería a que no había acudido, debido al síncope del que hacía apenas una hora había despertado.- Me comunicaron lo que le había pasado, y quise venir a verla. ¿Se encuentra mejor?

-Sí, todavía un poco cansada, pero estoy bien.

-Incorpórese.- me ordenó, mientras se colocaba el estetoscopio que portaba colgando en su cuello.

Lo hice, obedientemente, dándole permiso en el acto para apoyar aquella piececita metálica en el pecho. Al no tener que desnudarme, pues la bata ya era lo suficientemente fina, pude tener la suerte de no sentir aquel frío envolvente que transmitía aquello. Cerré los ojos y respiré hondo, hasta que dejé de sentir la débil presión que hacía el estetoscopio.

-Parece que su corazón late con normalidad. Seguramente después de dormir un rato, estará como una rosa.

Sonreí, un poco por compromiso. Entonces él decidió cambiar de tema y hablarme de la operación.

-¿Está decidida ya a operarse?

-No demasiado. Tengo mis dudas.

-No tiene de qué preocuparse. Estará en buenas manos. Y si es por el dinero, simplemente tendrá que abonar una pequeña cantidad. Ahora mismo todavía no lo he calculado, pero en cuanto se decida le diré el importe exacto. La ingresaría quizás una semana o cinco días antes de la operación para hacerle algunas pruebas y mantenerla vigilada, además de que tendría que firmar un impreso que me permite realizar la intervención. Piénselo y si tiene alguna duda, llámeme.

Dicho esto se marchó. Lo pensé, durante toda la noche. Me atemorizaba el hecho de que me pasara algo, que hubiese alguna complicación, que llegase a morir. Aunque creo que me producía todavía más aversión el que aquel tumor siguiese allí, alimentándose de mi vida. Había en mi cabeza una lucha encarnizada entre dos opiniones terriblemente diferentes, y ninguna de las dos parecía ganar nunca. Tardé mucho en poder cerrar los ojos y rendirme a la dulce tentación de Hipnos.

Metáforas aparte, pasé la noche bastante tensa, pero por lo menos me había subido la tensión, tal y como me dijo una enfermera. Me dieron el alta aproximadamente a las 9 de la mañana, después de que desayunara. Tomé un café, y además, bastante rico, con tostaditas. Me devolvieron la ropa y el bolso de los que había tenido que separarme en mi estancia en el hospital, mientras almorzaba. Aproveché para llamar a Terry por teléfono, para comunicarle la noticia. Me dijo que iría a recogerme.

Deseaba quitarme aquella bata incómoda y poder ponerme ropa de calle. Mis vaqueros largos, mi jersey calentito, mis botas de tacón. Apenas me hube desnudado, cuando escuché la puerta abrirse. Intentando cubrir mi torso con el jersey, que fue lo que tenía más a mano, me di la vuelta sobresaltada. Era Terry.

-¡Joder, qué susto!-le dije.- Podrías haber llamado a la puerta.

-Mujer, no tenía ni idea de que… Bueno…

-Sal un momento, que acabo ahora.

Salió sin rechistar. No tendría por qué avergonzarme, pues ya me las había visto una vez, pero me sentía incómoda sintiendo cómo mira mi cuerpo desnudo un hombre. No tardé demasiado en vestirme. Terry me esperaba apoyado en la pared, al lado de la puerta. En cuanto me vio, me extendió su brazo, flexionado.

-Vámonos.-dijo.

Introduje uno de mis brazos por el hueco que había dejado él entre el brazo y el pecho y lo agarré, como si fuesen dos piezas de un puzle, o de una máquina trabajando a máxima potencia, encajando a la perfección. Mientras íbamos por el pasillo, bromeó:

-¡Ah! Por cierto, la próxima vez no tienes por qué taparte tanto. He visto más tetas que las tuyas.

Me sonrojé, quizás por el hecho de que los médicos y enfermeros se nos quedaron mirando, y lo empujé con el codo, sin llegar a hacerle daño.

-¡Tonto!-exclamé, riéndome.

Cuando llegamos al coche, me digné a hablar con él más seriamente. Quizás no era el mejor lugar para contarlo, pero no podía aguantar más.

-Terry,-dije, mirando al suelo.- he tomado una decisión.

Me miró de reojo. Seguramente temía que fuese a contarle algo malo. Proseguí:

-Quiero operarme.

-¿Estás segura, Emily?

-Sí. El oncólogo me lo ha planteado y, mira, si lo pienso demasiado, me voy a acobardar. Y si tengo que morir, voy a morir igual.

-No pienses en esas cosas.

Desde que había enfermado, parecía que Terry sentía aversión por la muerte, por el hecho de morir, porque hoy podía estar bien como mañana podía estar postrada en la cama de un hospital. Era una realidad que él no podía controlar, y siempre había querido protegerme de todo.

-Es que no sé, Terry. Dice el médico que lo haga, que lo haga. Pero… el dinero…

-Del dinero me encargo yo, ya te lo dije.-respondió con decisión, sin apartar los ojos de la carretera.- Simplemente piensa si quieres o no quieres y yo te apoyaré en tu decisión.

Intenté mantenerme firme. Ahora no iba a echarme atrás. Si quería rendirme, debí haberlo hecho antes. Ahora no.

-Es lo que quiero, estoy segura.