domingo, 27 de septiembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XVII-Nuestro pequeño secreto


Dejé que los días siguiesen pasando. Me emborraché de tristeza, me drogué de impotencia, y sólo había una cosa que me quitase la abstinencia: la fe. Llega un momento en el que eso es a lo único que puedes aferrarte, en lo único en lo que puedes confiar, lo único que puede levantarte el ánimo. Pensar que hay un más allá, un Cielo que me espera con las puertas abiertas, ángeles y arcángeles que acogerían mi cuerpo, ya inerte, en un paraíso post-mortem. Era lo único que hacía que aceptase la muerte de un modo esperanzador. Aún así, cada vez que miraba a mi hija a los ojos, volvía a derrumbarme.

Mi pequeña. Tengo la sensación de que no he hablado lo suficiente de ella. Tenía el pelo castaño, como su padre, recogido en dos graciosas coletitas la mayoría de las veces, y los ojos grises, como los míos. Brillantes, llenos de vitalidad y de alegría, siempre con una sonrisa en aquella carita dulce, con aquellas mejillas rosadas. En aquel entonces no se apartaba ni un momento de Sally. Sí, se la había dado. El día del funeral de mi padre, en cuanto la fuimos a recoger a casa de la tita, se la di. Se quedó sorprendida en cuanto la vio.

-Toma, Amy,-le dije.- te hemos traído un regalo.

La cogió con sus manitas pequeñas y blancas como la cal, sin apartar la vista de ella.

-Era de cuando yo tenía tu edad. Tienes que cuidarla bien.

No respondió. Estaba ensimismada. No se esperaba en absoluto un regalo.

-¿Cómo se llama, mamá?-preguntó.

-Se llama Sally.

Desde aquel día, jugaba con ella todo el tiempo. Yo, en cambio, me pasaba las tardes acostada en el sofá, leyendo un misal que me había comprado. Los fines de semana me enfrascaba en aquellas sagradas palabras, hasta más o menos las 8, que era cuando hacía la cena para Amy y para mí, ya que Terry solía llegar más tarde y, además, no probaba bocado. Ya comenzaba a ser preocupante.

Los días laborales, tenía que ir a radio. La verdad es que no era muy agradable tener que meterme en aquel aparato, de apariencia cercana a la de un ataúd. Cuanto más tiempo tenía que permanecer en la máquina, más parecía angustiarme; tanto, que a veces parecía que me faltaba el aire al estar allí encerrada. Salía siempre con las mejillas tremendamente coloradas. Llegué a pensar si estaba comenzando a tener claustrofobia. Creo que fue entonces cuando cogí la manía de tener las ventanas o la puerta abiertas de la habitación en la que estoy. Aún así, no detestaba ir a radioterapia, por una simple razón: porque siempre, al acabar, salía por la puerta de atrás y me encontraba a Sharon esperándome, apoyada en la valla del aparcamiento, vestida de negro rigurosamente de la cabeza a los pies y sosteniendo un porro con sus largos, finos y pálidos dedos, dispuesta a ir al bar de siempre a tomar algo. En cuanto me veía, me saludaba con la cabeza, mientras me guiñaba un ojo y esperaba a que me acercase a ella. A medida que iban pasando los días, mejor me iba cayendo. En serio, con ninguna de mis otras amigas había sentido tal simpatía, con ninguna. Recuerdo un día, un día en especial. Hacía un par de semanas que estaba en radioterapia, por lo que me encontraba aún algo asustada. Sharon estaba en el mismo lugar de siempre, vestida con una falda corta violeta con bordados de telarañas en negro, medias negras, un corsé también violeta y negro y un abrigo negro desabrochado, a pesar de ser invierno y hacer muchísimo frío. Yo iba envuelta en un abrigo gris de plumón. Aún así, me estaba congelando.

-Hola, Sharon.-le dije.

-¡Hey!-respondió ella levantando una mano.

-¿Qué tal estás?

-Yo bien, dentro de lo que cabe, ¿y tú?

-¿Yo?... Yo ya no sé.

Sharon notó enseguida que estaba algo deprimida. Se acercó a mí e inclinó la cabeza para poder mirarme a los ojos, pues yo había dirigido la mirada al suelo.

-¿Por? ¿Te pasa algo, Emily?

Exhalé un hondo suspiro. Un suspiro que hizo vibrar mis frágiles y enfermos pulmones. Sharon se inquietó.

-Es que… Antes, cuando tenía el cáncer pero no lo sabía, me sentía bien, ¿entiendes? Como todos los días. Y estaba enferma. Ya siento que no entiendo mi cuerpo, ni las señales que me da.

-¿Se lo has contado ya a alguien más?

-No. Ni mi tía, ni mis hermanas, ni mis hijos saben nada. Me reconcome no hacerlo, pero tengo la sensación de que no debo.

-Así que sigue siendo nuestro pequeño secreto, ¿no?

-Sí.-respondí, hasta con asco.- Nuestro pequeño y sucio secreto.

Sharon me envolvió con uno de sus brazos y me arrimó a ella. Ella llevaba unas botas con muchísimo tacón, así que estaba a la altura de su pecho. Aquella dulzura con la que lo había hecho, hizo que un par de lágrimas se deslizaran por mis mejillas. Creo que era porque tenía ganas de poder mostrar mis sentimientos ante alguien, pues ni siquiera con Terry me atrevía. Era como si tuviese miedo de preocuparle.

-No puedes estar tan deprimida, mujer.-dijo Sharon.- Anímate.

Tenía razón. Ya había derramado muchas lágrimas. Sabía que no podía vivir atemorizada y abatida, pero cada vez me costaba más arrancar de mis labios una sonrisa. Permanecí allí, cabizbaja, dejando que Sharon me abrazase y me acariciase el pelo con la otra mano. Seguro que a ella también le dolía verme triste.

-Yo llevo bastante tiempo enferma.-dijo Sharon, hablando muy suavemente.- Más de lo que desearía. Me costó cerciorarme, admitir el hecho en sí. Yo los primeros días también me sentí como tú, así que comprendo por lo que estás pasando. Los médicos no paraban de repetirme que me daban 4 meses de vida, quizás menos. Y ya ves, 6 meses después, estoy como una rosa.

Sus palabras lograron consolarme, y, a la vez, hacían que sintiese lástima por ella. ¿4 meses? ¿Tan mal estaba? ¿Tan propagado tenía el cáncer para que pudiesen darle tan poco tiempo? Aspiró el humo del porro otra vez, muy fuertemente; al tener uno de mis oídos apoyado en su pecho, pude escuchar cómo lo inspiraba y cuánto se le aceleraba el corazón al hacerlo. La aliviaba, lo noté, mitigaba su dolor interno. Me di cuenta en seguida que no era buena idea volver a recordárselo. Volver a recordarle la impotencia que sintió cuando todos los médicos la daban por enferma terminal. Y mientras me lo decía parecía tan serena, tan tranquila, como si no le importase. Pero tuve la sensación de que le había costado decir lo de los 4 meses de vida, como si se le atragantase. Opté por ofrecerle ir a tomar algo al bar de siempre. Ella, evidentemente, aceptó.

Nos sentamos en nuestra mesa de siempre. Sharon pidió un café irlandés, como siempre. Yo, sin embargo, quise un café solo. Necesitaba volver a entrar en calor, aunque no me habría importado tomar un cubalibre.

-¿Cómo están tus hijos?-preguntó Sharon.

-Bien, bien. Adrien está en época de exámenes, y está todo nervioso, ya me entiendes. Y Amy… toda contenta porque les están enseñando el abecedario.

-¡Qué ricura!-exclamó. Vi ternura en sus ojos.

-Estos críos, se contentan con cualquier cosa.-dije, para restarle importancia, aunque a mí también me enternecía.

-¿Y Terry como está?

-Como siempre. Bastante ocupado… un poco distraído.

Mis palabras comenzaron a entrecortarse. Desde hacía algún tiempo, era como si él estuviese más distante, más frío. Como si quisiera estar solo, perderme de vista, largarse y no volver. Intentaba disimularlo, pero cuando lo escuchaba suspirar, me daba cuenta.

-¡Estos hombres!-dijo Sharon.- Son todos iguales. No te pasa a ti sola, también a veces David…-entonces noté que volvía a trabarse.- Lo que pasa es que… bueno… a veces lo que les pasa es simplemente que tienen antojo de coño.

-¡Sharon!-exclamé, colorada como un tomate.- ¡Terry y yo no somos novios! ¿Cómo voy a darle… coño?
-Mujer, la niña no nacería por obra y gracia del Espíritu Santo.

-Ya te lo expliqué. Estábamos borrachos, no sabíamos lo que hacíamos. Y no volverá a pasar. Fin de la historia.

-Bueno, bueno. Sólo quería darte un consejo. Quizás aún te animabas tú también.

Me reí sarcásticamente. La verdad es que apenas recordaba cuando Terry y yo habíamos mantenido relaciones. Sólo sensaciones. Sensaciones que, por alguna razón, se habían quedado gravadas en mi memoria, y todavía me parece estarlas sintiendo en este mismo momento.

Estuvimos un buen rato hablando. Evitamos hablar del tratamiento, simplemente por no volver a deprimirme. Cuando estaba con Sharon hasta olvidaba que estaba enferma. Entre pitos y flautas, acabamos otra vez hablando de mi familia.

-El otro día-dije- fuimos al fotógrafo. Para hacernos una foto de familia, ya sabes.

-¿Sí? ¿Y qué tal quedasteis?

-Hombre, creo que bastante bien, pero bueno.-entonces comencé a rebuscar en el bolso.- Juzga por ti misma.

-No me digas que la tienes ahí.

-Bueno, es una copia.-respondí, sin apartar las manos del bolso.- Hice una para mí y otra para Terry, en tamaño más pequeño. La mía la tengo en la billetera.

En cuanto la encontré, la saqué para fuera y la abrí. En un bolsillito que tenía por dentro, estaba la susodicha foto. El tamaño era un poco más grande que una foto de carné. Se la alargué a Sharon.

-Mira.

-A ver, a ver…-musitó mientras la cogía.

La foto era preciosa, a mi parecer. Yo aparecía con un vestido rojo por la rodilla, de escote palabra de honor, y una chaquetita negra. Mis pies calzaban unos zapatos rojos con unos tacones bastante grandes. Estaba sentada en una silla de madera, un poco ladeada, sonriendo levemente. En mi cuello, evidentemente, estaba la gargantilla de mi madre.

-Joder, Emily. Tú estás impresionante.

Me sonrojé.

-Lo dices por cumplir.-dije.

-No, lo digo en serio. Saliste guapísima.

Amy estaba sentada en una silla igual a la mía, a mi lado, en medio de Terry y yo. Llevaba un vestido blanco, con un estampado de pequeñas florecillas rojas. Calzaba unos zapatitos blancos, a juego con los calcetines. En el pelo, tenía una colita en un lado de la cabeza, atada con un lazo rojo. Tenía una sonrisita lindísima.

-La niña está hecha un amor.-dijo Sharon.

-Sí. Es preciosa.

Entonces centramos nuestras miradas en Terry. Él llevaba una camisa blanca y un pantalón negro, con mocasines a juego. Estaba también un poco ladeado y sonreía, pero se notaba que lo hacía con desgana. Se había recogido el pelo en una coleta. Sharon cuando lo vio, no dijo nada. Simplemente se le quedó mirando, con los ojos extremadamente abiertos. Se había hasta tornado pálida.

-¿Te pasa algo?-le pregunté.

-No, no.-se apresuró en contestar.- Estoy bien.

Mintió, lo sé, se lo noté en los ojos, con los que seguía mirando a Terry sorprendida, anonadada. No llegué a comprender qué le pasaba con él. Quizás algo tan enrevesado que no sería capaz de imaginármelo, al menos por ahora.

Llegué a casa agotada. Siempre, después de radioterapia, llegaba a casa hecha un trapo, aunque me llenase el estómago de café. En cuanto llegué al salón, me quité los zapatos, dejé el bolso en el suelo y me senté en el sofá. Me puse a pensar, aunque me había prometido a mí misma no romperme la cabeza el mismo día en el que comencé a ir a radio. Nuestro pequeño secreto. Todo mi sufrimiento quedaba relegado a eso. A un secreto que Sharon, Terry y yo compartíamos, y que nadie más sabía ni debería saber. Y eso que ninguno de los dos lo sabía completamente todo. No les había contado lo que sentía, la impotencia al levantarme por las mañanas, el miedo al acostarme por las noches, la fragilidad el resto del día. ¿Y qué hacía para mitigarlo? Quedarme dormida en cualquier esquina, para soñar con la muerte y despertarme encharcada de sangre. Pero, ¿qué era todo eso? Sólo sangre, sólo impotencia, miedo, fragilidad. Tan sólo eso. No merecía la pena.

De repente, al ver la mesita en la que estaba el teléfono, se me ocurrió llamar a Adrien. Desde que habían comenzado sus exámenes, ni él me había llamado ni yo lo había llamado a él. No quería molestarlo, pero ardía de ganas por hacerlo. Sin pensarlo demasiado, descolgué el teléfono y le llamé. Tres pitidos sonaron en el teléfono antes de que pudiese oír por fin su voz.

-¿Diga?

-Adrien. Soy mamá.

-¿Mamá?-noté asombro en su voz.- N…No esperaba que me llamases.

-Lo siento si te he molestado. Solamente quería hablar contigo.

-No pasa nada. Gracias a ti no me quedé dormido.

-¡Pobre! ¿Mucho trabajo con los exámenes?

-La verdad es que sí. Llevo así como dos noches sin pegar ojo.

-Pues eso no puede ser, Adrien.-dije, con el típico tono de madre indignada.- Estás estudiando medicina, DEBERÍAS-recalqué.- saber que estar tanto tiempo en vela es malo.

-Lo sé, mamá. Pero es que tengo que aprenderme un libro de anatomía entero para el viernes.

-Bueno, haz como tú veas mejor. No te he llamado para regañarte.

Nos callamos un instante. Hablar con él me estaba reconfortando, como si fuese una medicina, aunque no le estuviese contando nada importante.

-¿Qué tal estás mamá?-preguntó Adrien.

Podía habérselo contado. Podía, y Dios sabe que tuve deseos de hacerlo, pero no. Era nuestro pequeño secreto.

-Bien, cielo. Cansada.

Seguramente se me notaba el cansancio en la voz.

-¿Y Amy y Terry?

-Amy está estupenda. Terry está ocupado, como siempre.

-¿Te cuida bien?

Esa pregunta. Era una pregunta venenosa, con trampa. Adrien me había visto sufrir con Robert, y temía que volviese otra vez a sufrir. No llegaba a comprender que no era el mismo tipo de relación.

-Claro que me cuida bien, Adrien. Y si no, me sé cuidar sola. No deberías preocuparte por eso.

-Pero soy tu hijo, por supuesto que tengo que preocuparme.

Sonreí. A veces hablaba como si quisiese recordarme que era mi hijo. No hacía falta, lo recordaba en todo momento. Aunque alguna vez me resultaba raro tener un hijo de 18 años, teniendo yo 29. Proseguí:

-Terry siempre ha sido bueno con nosotros, siempre nos ha ayudado y nos ha tratado como si fuésemos de su familia. Y lo sabes. No tienes que preocuparte por eso.
Al decir eso, parece que no me estaba dando cuenta de que Adrien, Amy y yo éramos su única familia.

-Ok, me despreocupo.

Me reí.

-Bueno, Adrien.-dije.- Te dejo. Sigue estudiando. Y duerme un poco, ¿eh?

Descuida mamá. En cuanto acabe de estudiar un par de temas me echo un rato. Cualquier cosa, me llamas.

-Vale. Adiós.

-Chao.

Colgué. Me di de cuenta de que, aunque había tenido la oportunidad, no le había confesado nada sobre el cáncer. Pude haberlo hecho y me quitaría un peso de encima. Pero era nuestro pequeño secreto.

Todavía recuerdo la melancolía que asolaba mi alma aquellos días. Sí, la paloma estaba ya herida, sangrante, moribunda, y buscaba un sitio dónde caerse muerta, sin que a nadie le importe. Morir, cada vez me atemorizaba más esa palabra. Pero si iba a morir, prefería hacerlo en mi casa, sola. No quería a nadie llorando mi ausencia. Simplemente acostarme en la cama, mirar al techo e inmediatamente cerrar los ojos. Quedarme quieta, dejar de respirar, sentir como mi corazón deja de latir. En un instante, en un suspiro, tranquila. Desgraciadamente, lo más seguro era que me mandasen a morir al hospital, agonizando y retorciéndome de dolor, mientras las enfermeras me inyectan morfina, como si les fuese la vida en ello. Intentaría gritar, pero la mascarilla amortiguaría mis palabras, y la empañaría con el poco aire que pudiese quedarme. Y, por si fuese poco sufrimiento, Terry estaría allí. Lo sé, lo conozco, no me dejaría sola. Se limitaría a cogerme de la mano, a morderse el labio y a contener las lágrimas. Y seguramente sería eso, sería verle angustiado y resignado a que fuese a morir, lo que haría de verdad que me muriese. Pero no, prefiero no pensar en eso.

Mucho pensé en mamá en todo ese tiempo. Seguro que si estuviese allí, no podría ocultárselo. Siempre le contaba todo. Lloraría. Lloraría muchísimo, me abrazaría, me besaría, y seguiría llorando. Varias horas, días, quizás semanas. Su muerte había sido mucho más rápida. Sí, el golpe en la cabeza la habría dejado inconsciente, después, simplemente se desangró. Ella ni siquiera se dio cuenta. No pude evitar, sin embargo, compararme con Josh. Cuando él estaba enfermo intentaba mantenerse alejado de Adrien y de mí, quizás para que lo odiásemos por ello y no nos resultase tan dura su muerte. Yo, por el contrario, creo que me volqué mucho más en mi familia. Pensé en que debería pasar con ellos lo que me podía quedar de vida, que disfrutasen de mi compañía, aunque viese que sufrir en silencio. Podía pasarme horas junto a Amy, al pie de su cama, leyéndole un cuento o, sencillamente, acariciándola. En cuanto a Terry, el mayor mimito que podía hacerle era acurrucarme a su lado en cuanto tuviese la ocasión. Él me acariciaba el pelo sin decir nada. Era casi el único que sabía lo que estaba pasando.

Cuando caía la noche, me asomaba a la ventana. Mientras inundaba la fresca e embriagadora brisa nocturna con el humo de mi cigarro, observaba cómo las estrellas, gozosas de haber nacido sin vida, se burlaban de nosotros los mortales, que teníamos que cuidar de la nuestra. Era inevitable echarme a llorar. Tristeza, melancolía, miedo. No hay muerte más horrible y más cruel que sentir como tu corazón se va deteniendo.

Recuerdo un día en el que había venido de radioterapia, quizás, más cansada de lo habitual. Abrí la puerta de la entrada casi sin fuerzas. No había nadie en casa, sólo estábamos la oscuridad y yo. Amy habría ido a la casa de la tita, como cada viernes. Subí las escaleras, sin ánimo, casi sin aliento. En cuanto me vi en mi habitación, me tiré encima de la cama, atravesándola, con los brazos colgando por el borde. Abrí una de mis manos para soltar el bolso y que cayese en el suelo, como si fuese basura. Sin apenas moverme, me quité con un pie el zapato del otro. Ni siquiera me vi capaz de volver a repetirlo para descalzarme por completo. Me quedé un rato quieta. El silencio era abrumador. Podía escuchar con total claridad mi propia respiración. Los párpados me pesaban. Cerré los ojos lentamente. El sonido del viento golpeando contra la ventana, mi respiración suave. Luego, el silencio absoluto.

Abrí los ojos como entre niebla, con la extraña sensación de no saber qué había pasado. Estaba acostada en la cama, descalza, tapada con una mantita. Erguí un poco la cabeza, intentando espabilar, recordar qué me había pasado, saber quién me había tapado. De repente, alguien abrió la puerta de la habitación. Era Terry. Seguro que él lo había hecho.

-¿Ya estás despierta?-preguntó, esbozando una dulce sonrisa.

Tardé en responder. Todavía estaba algo aturdida.

-Sí.

Se sentó al borde de la cama. Lo miré fijamente.

-¿Cuánto tiempo llevo dormida?

-No sé, reina. Cuando llegué, te encontré tumbada en la cama, así, atravesada, con ropa de calle, inmóvil… Llegué a pensar que estabas…

Interrumpió la frase. No se atrevía a decirlo. No era fácil decirlo. Era una palabra que, en un momento así, era difícil de pronunciar. Supe inmediatamente a lo que se refería.

-Llegaste a pensar…-repetí.- que estaba…

Costaba decirlo. Se me había atragantado como un trozo de manzana en la garganta. Conseguí decirla en un hilo de voz:

-… ¿Muerta?

Terry bajó la mirada y se armó del valor suficiente como para asentir.

-Bueno,-intentó rectificar.- simplemente se me pasó por la cabeza que te pasara algo. Me puse nervioso.

-Te entiendo.

Permanecimos un rato callados, apartando la mirada el uno del otro. Ninguno de los dos se atrevía a decir nada, pero era bien sabido que sería él el que rompería el hielo.

-¿Qué tal el día?-preguntó.

-Como siempre, aunque…

Me miró intrigado.

-He estado pensando… En que sólo lo sabemos… Ya sabes, lo del… de la enfermedad, y todo eso… Sólo lo sabemos tú y yo.

-¿Y? ¿Quieres contárselo a tu tía o a tus hermanos?

-No lo sé. No sé cómo se lo tomarían.

¿No lo sabía? Si Terry, con lo impasible que era, se había echado a llorar, imagínate ellos, sobre todo la pobre tita Margarite.

-Quizás,-dijo Terry.- dadas las circunstancias, es mejor seguir manteniéndolo en silencio. Por lo menos un tiempo.

Tenía razón, o eso creía. Sería mejor callarse. Inconscientemente, reproduje las palabras de Sharon, ante el asombro de Terry.

-Seguirá siendo nuestro pequeño secreto.