viernes, 13 de noviembre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXII- Las palomas dejarán de volar


No veía la hora de que me dejasen ir a mi habitación a descansar. Habían estado toda la tarde haciéndome pruebas en aquel primer día agotador. Me instalaron al fin en la habitación. Esta vez me había tocado en la cama que no tenía acceso a la ventana, lo cual quería decir que iba a pudrirme de aburrimiento durante mi estancia en el hospital. Me recosté en la cama. De mi pecho se escapó un hondo suspiro, un suspiro en el que la resignación era claramente palpable. No pude controlarlo, simplemente había estado pugnando por salir desde que habían comenzado a hacerme miles de pruebas. Ese suave ruidito hizo que la persona que estaba a mi lado apartase la cortina que nos separaba. En ese momento me asaltó la curiosidad de quién sería. Descubrí que detrás de aquella cortina se escondía un viejecito, que me miraba con una ternura comparable a la de un abuelo.

-Así que tú eres mi compañera de habitación.-dijo, con voz entrañable.

-Sí, lo soy.

El señor giró la cabeza. Había unas cuantas palomas blancas apoyadas en la cornisa de la ventana, mirando hacia el interior curiosas.

-Las palomas se alegran de verte. Siempre se alegran de ver a las mujeres bonitas.-se dio la vuelta y añadió, sonriente.- Ven a verlas.

Me levanté de la cama. Las palomas me miraron con admiración, pero seguían sin moverse, como si confiasen plenamente en mí. Me acerqué a la ventana y las observé. Ellas simplemente giraron levemente la cabeza hacia un lado, intentando verme desde otro ángulo. Quizás al verme con la piel tan blanca pensaron que era también una paloma y me invitaban a escapar volando por la ventana en su compañía. Nunca había entendido el comportamiento de aquellos animalitos.

-Vamos, iros a volar.-dije, golpeando suavemente el cristal. Las palomas me hicieron caso omiso.

-Prefieren mirarte.-respondió el viejecito.- Es comprensible, con esos ojos tan claros y tan bonitos. Hasta las propias palomas se asombran al verte.

Sonreí, mirándolo de reojo. Era bastante gratificante pensar que las palomas estaban allí para verme. Para ser las únicas que pudiesen consolarme en aquel día duro en el que me ahogaron los recuerdos provocados por una amarga ausencia. Antes de que las lágrimas de gratitud y emoción pudiesen abordar mis ojos, el viejecito volvió a hablarme:

-Yo tomándome tantas confianzas y todavía ni sé cómo te llamas.

-Emily. Me llamo Emily.

-Y Yo Angus. A tu servicio.

Angus se levantó de la cama, pues había estado recostado todo el rato, y se situó a mi lado, acompañándome en la observación de aquellos mórbidos y gráciles animales.

-Cuando yo era pequeño, mis amigos les arrancaban las patas a las palomas. Yo lo hice sólo una vez. Era bastante pequeña, se la arranqué de cuajo, de un tirón un poco fuerte. En cuanto lo hice, comenzó a dar bocanadas para coger aire, pero se murió en mis manos. ¿Te das cuenta? Años después me di cuenta de que las palomas tienen como unas bolsas de aire por el cuerpo o algo así. Mis amigos lo sabían. No sé cómo no les atormenta la visión de las palomas muriéndose ante sus ojos.

Lo escuché pacientemente, a pesar del hecho de que me horrorizaba imaginarme a aquellas palomas que estaban tan felices mirándonos agonizando, asfixiándose, muriendo, como yo. En cuanto llegó la enfermera, le pedí permiso para hacer una llamada. Al principio se resistió, pero acabó cediendo. Me metí en el pequeño cubículo donde se encontraba mi ropa y de ahí cogí el móvil.

-¡Terry!... ¿Me escuchas?... ¿Qué tal?... Desde el hospital, me dejó una enfermera, aunque no podré hablar mucho tiempo… Estoy bien, no te preocupes, sólo un poco cansada…. ¿Y la niña cómo está?... ¡Ay, Dios! Dale un beso de mi parte, ¿de acuerdo?... ¿Mañana vendrás?... De 4 de la tarde a 8 de la noche… Hum… Y, ¿podrías traerme una cosa?... Eso mismo… ¿Me lo traerás mañana?... Acuérdate…Voy a tener que dejarte… Hablaremos mañana. Un beso… Chao… Chao…

Había estado durante toda la llamada eufórica. Hasta me temblaban las manos de la emoción. Tenía tantas ganas de hablar con Terry. Acababa de colgar y me moría por volver a escuchar su voz otra vez. Hacía que me sintiese segura. Volví a meter el móvil en el bolsillo del pantalón y me dirigí hacia la habitación. Inconscientemente, posé una mano sobre mi pecho delicadamente. El corazón me latía muy rápido. En cuanto me asomé por la puerta, Angus me dijo:

-Hablando con el novio, ¿eh?

-No.-me apresuré a contestarle.- Era un amigo mío.

-Estás colorada.

-Estoy nerviosa, eso es todo.

Poco más pude saber de Angus más que era un señor finlandés que había venido a vivir a Estados Unidos de joven y que había contraído cáncer de colon. Ahorré contarle algo sobre mí. Quise mantener mi vida en secreto. Aunque no fuese importante, era mi vida. Sharon era un caso aparte, pero a ese señor no le contaría nada.

Al día siguiente llamé a Sharon al móvil por la mañana sin que nadie me viese. Cuando le conté que estaba ingresada, le faltó tiempo para preguntarme, a voz de grito y con la voz temblorosa, qué tal estaba, qué me habían hecho y cuándo podría ir a verme. Le conté lo del horario de visitas. Me prometió que a las cuatro estaría allí.

Más o menos a esa hora, me despertó de mi plácida siesta unos ruidos que procedían del exterior de la habitación. La puerta de abrió. Una esbelta figura se erguía en la oscuridad de aquel día nublado y lluvioso.

-Ya hemos llegado, señorita.-escuché una voz, era la de un hombre.

Me incorporé. Pude verificar que era Sharon, vestida con un corsé violeta apretado de un modo que realzaba al máximo su lúbrico cuerpo, y una falda larga negra, cubriendo pudorosamente sus larguísimas y esculturales piernas. Una manada de médicos la rodeaba, mirándola de arriba abajo como si fuese un objeto a vender. Un voluptuoso y sensual objeto.

-Gracias, de veras, pero podía haberme acompañado uno solo.-dijo ella.

-Todo es poco para usted, señorita.

-Es verdad.-respondió un enfermero, que estaba a punto de agarrarle las caderas. Sharon lo apartó posándole una de sus blanquísimas manos en el pecho.

-Si necesita algo más, no dude en llamarnos.

-Descuidad, encantos, lo haré.

Dicho esto, se apresuró en cerrar la puerta. Suspiró aliviada.

-¡Por Dios!-exclamó.

Dicho esto, y después de haberse asegurado de que los médicos seguían con sus tareas allegando su oído a la puerta, vino hacia mi cama. Se sentó en el suelo, a mi lado, y sostuvo una de mis manos entre las suyas, suavemente.

-Emily, ¿cómo…? ¿Cómo estás?

-Estoy bien, Sharon. No te preocupes.

-Es que… cuando me dijiste que estabas en el hospital… se me detuvo el corazón, pensé que te había pasado algo malo.

-Las malas hierbas no peligran.

-¡No digas eso, tonta!-exclamó.- Tú por lo menos eres una rosa… o un clavel. No una mala hierba.

-Preferiría ser una paloma.-musité.

-¿Qué?

-Nada, cosas mías.

Tras un instante de silencio, Sharon prosiguió.

-Es admirable que quieras operarte. Debe dar mucho miedo.

-Da mucho miedo. Pero el miedo hay que procurar vencerlo, o no me curaré nunca.

-Yo también me operaría.-dijo, bajando la cabeza.- Pero me asusta tanto.

Me agarré a su cuello para abrazarla. Ella puso una de sus manos en mi espalda, para que no me separase de su lado.

-No desesperes.-le dije.- No vale la pena rendirse.

Sentí como una lágrima que emanaba de sus ojos ambarinos caía en mi hombro, álgida como si fuese un copo de nieve. Hizo que me estremeciese. Lo que menos deseaba era entristecer a Sharon. La aparté suavemente de mí. Ella cerró los ojos y dejó que una lágrima más se deslizase por su rostro de fracciones perfectas, dulcemente. Esa última lagrimita parecía querer agradecerme que no dejase caer a Sharon en la desesperación. Le acaricié el pelo. Sonreí. Ella hizo un esfuerzo por mirarme y acompañarme en mi sonrisa.

Nos pasamos un buen rato hablando, intentando distraer nuestras mentes de un asunto que estaba demasiado presente en nuestras vidas. La conversación acabó recayendo en Terry. Y una cosa lleva a la otra.

-¿Dónde está Terry?-preguntó Sharon.- ¿No ha venido a verte?

-Vendrá un poco más tarde, sobre las 7. En teoría tendría que estar en el trabajo hasta las 8 media, pero dice que mientras esté en el hospital vendrá a verme a esa hora cueste lo que le cueste.

-¿Y tu familia vendrá?

-Le comentaré a Terry que los llame y los avise. Ya te he explicado que no nos dejan hacer llamadas aquí. La tuya fue una excepción porque no había nadie. Y la de Terry ayer… fue suerte.

-Supongo que les será un golpe duro.

-Lo sé, pero no puedo ocultárselo durante más tiempo. Tarde o temprano tendrán que saberlo.

Tras un momento de silencio, proseguí:

-¿Sabes? Por quien más me duele es por Amy. Si me costó explicarle cómo iba la enfermedad, imagínate esto. ¿Cómo coño le dices que a su madre le van a abrir el pecho y…? Ya no sé.

-Sabrás hacerlo, estoy segura.

De repente, la puerta de la habitación se abrió. Se me aceleró el corazón. Apuesto que a Sharon también, pues vi que sus siempre pálidas mejillas se sonrojaban ligeramente. Era Angus, que había salido a dar un paseo acompañado de su inseparable bastón. Detrás de él entró una mujer de largos y rubios cabellos, de clara ascendencia nórdica. Parecía su hija.

-¡Eh, Emily! ¿Ha venido una amiga tuya a verte?-preguntó, mientras se acercaba a Sharon y le besaba las manos.- Es usted más hermosa que todas las flores que han pasado por delante de estos ancianos ojos.

Sharon sonrió. Aquel gentil piropo de un entrañable viejecito le había llegado a su enigmático corazón, mucho más que aquellos halagos que decenas de médicos le habían dicho al entrar.

-Muchas gracias.-dijo ella mientras Angus sostenía una de sus manos, la cuál había sido besada.

-Padre, por favor.-exclamó aquella mujer.- No moleste a estas señoras.

-Señorita, si no le importa.-respondió Sharon, airosa.

Angus se separó de Sharon con algo de dificultad y se acostó en su cama, ayudado por su hija. Esta, en cuanto se hubo acostado, cerró la cortina que nos separaba con rapidez.

Sharon se fue aproximadamente a las 7 menos cuarto, excusando que tenía cosas que hacer. Poco después, llegó Terry. En cuanto lo vi cruzar el umbral de la puerta, me puse eufórica. Le eché los brazos al cuello, perforadas por los goteros, y lo abracé fuertemente. Por poco me habría echado a llorar, pero parecía que me faltaban las fuerzas. Todas ellas estaban concentradas en mis extremidades, y en mis labios, los cuales recorrían sus mejillas repartiendo besos intermitentes, rápidos, breves pero intensos, como si fuesen los salvajes latidos de mi corazón. Lo único que pude hacer fue sollozar en su oído con los ojos secos como arenales. Me separé de él en cuanto la alegría desmesurada del primer momento se fue paliando.

-¿Cómo estás, reina?-me preguntó Terry, tan nervioso como yo, acariciándome el pelo.

-Bien. Pero no te puedes ni imaginar cuantísimo te eché de menos.

-Yo también te he echado de menos. Tenía tantas ganas de verte.

-Y yo.-tras una breve pausa, dije:- ¿Me trajiste lo que te pedí?

-Claro, no te lo iba a traer.

Dicho esto, rebuscó con una mano en el interior del bolsillo de su chaqueta. De él sacó mi más preciado objeto, aquel que me acompañó durante toda mi vida, aquel que enroscado en mis manos parece mitigar el dolor de mi espíritu: El rosario de perlas de sangre y fuego de mi abuela.

Terry lo depositó con cuidado en mis manos, como si se tratase de la más delicada alhaja. Lo sostuve con dos de mis dedos, dejando que el Cristo crucificado de metal danzase en el aire, como si estuviese ejecutando el baile más exquisito que podrían degustar mis ojos. Las perlas jugueteaban entre mis dedos, titilando como si fuesen pequeñas estrellas hijas de Arcturus. Aparté la vista un momento del rosario y miré a Terry a los ojos.

-Muchas gracias por traérmelo.-dije.

-¡Bah! No ha sido nada. Si todo se redujera a traerte un rosario…

Sonreí levemente. Los dos estábamos en el fondo demasiado tristes. Tristes por el miedo a perdernos mutuamente, por lo que pudiese pasar al cabo de 4 días, o por lo que pudiese pasar justo aquella noche. En el transcurso de mi enfermedad, nunca habíamos estado tan confusos como entonces.

-Terry,-dije.-me gustaría que llamases a Adrien y a mis hermanos para contarle todo esto. No pueden seguir desconociendo el problema.

-¿Qué quieres decir con todo?

-Diles lo que tengo y que estoy aquí. De tranquilizarlos y eso me encargo yo, que para algo son mi familia.

Poco tiempo estuvo Terry conmigo, pues le insistí mucho para que se fuera a casa a descansar y a cuidar de Amy. Pensé mucho en ella por la noche. En el pabellón en el que estaba ingresada no dejaban entrar a los niños, sobre todo porque había gente sometida a unos tratamientos enormemente fuertes que podían perjudicarles. Aún así, moriría por verla, aunque solo fuese un segundo, poder besarla en la frente, darle un abrazo tranquilizador, decirle que no me pasaría nada, aunque pudiese ser mentira. Poder estar con ella antes de que me metiesen en una gélida habitación de la que puede que no saliese.

A las 3 del día siguiente, mientras dormía una siesta, pues estaba agotada de pasarme la noche en vela, escuché unos gritos ininteligibles que procedían del pasillo. Solamente pude diferenciar una voz que me resultaba familiar. Era la voz de un hombre. “¡Quiero verla! ¡Dejadme!” chillaba. Permanecí con los ojos cerrados, escuchando atentamente lo que decían aquellas enigmáticas voces, planteándome la hipótesis de que todavía siguiese soñando. Descarté automáticamente esa opción cuando la puerta se abrió bruscamente y se cerró de un portazo. De un salto, abrí los ojos y me incorporé, con el corazón en un puño. Era Adrien, que había entrado en la habitación a verme fuera del horario de visitas. Estaba nervioso, sudaba aparatosamente. La puerta volvió a abrirse sin que me diese tiempo a reaccionar y entraron un par de enfermeros.

-¡Este no es el horario de visitas, ya te lo hemos dicho!-dijo uno de ellos.

Entonces comencé a comprenderlo todo. Terry había llamado a Adrien y este se había apresurado a venir, saltándose el horario de visitas. Yo, que todavía tenía los nervios de punta, me llevé una de mis manos al pecho en un acto involuntario y les dije a los enfermeros, con un tono bastante sereno:

-Déjenlo estar. Hora más, hora menos. Por favor, no lo obliguen a marcharse. No querrán montar otro espectáculo, ¿verdad?

Seguramente esta última frase fue la que los hizo callar e irse, dejándonos al fin a Adrien y a mí solos. En cuanto llegamos a esta situación le dije, con un tono de voz bastante alto:

-¡Adrien! La próxima vez no me asustes así, que aún me va a dar algo.

-No pretendía…-respondió él excusándose.- Es que me llamó Terry… y me dijo que…

-Me imagino lo que te dijo.-respondí seria.

Adrien, que permanecía de pie enfrente de la cama, se apretó los puños por la brutal colisión entre la impotencia y la rabia que se produjo en su interior. Entonces se dio cuenta de que lo que le había relatado Terry era verdad, que no le había mentido, como seguramente intentaba suponer para buscar consuelo. Mi semblante fue el que confirmó sus temores. Se acercó a mí, intentando contener las lágrimas.

-Mamá, ¿por qué no me lo contaste? Podría haberte ayudado.

-¿Cómo?-grité, a punto de echarme a llorar.

-Te apoyaría.

Nos quedamos un momento en silencio. Él me miraba; yo clavaba la vista en las impolutas sábanas de mi cama.

-Cuando me lo dijeron no pensé en eso. No me paré a pensar en el apoyo que necesitaba. Lo único que pretendía era no haceros sufrir, y lo he empeorado todo.

Una lágrima se deslizó por mi pálida mejilla. Lo necesitaba. Necesitaba llorar, sacar todo aquel cúmulo de tensión, todo aquel veneno, fuera de mí. Llorar delante de mi hijo me producía bastante vergüenza, él nunca me había visto llorar, pero ya no era capaz de aguantar más. Sentí que unos brazos me envolvían. Me dejé llevar. Seguí llorando. Le acaricié su cabello rizado con mis manos eternamente frías. Lo único que quería era arrancar de mi ser toda aquella tristeza.

-No quería hacerte daño.-sollocé.- Pero no sabía qué hacer, ni cómo decirlo. Perdóname.

-No tengo nada que perdonarte, mamá.

Al cabo de un rato me separé de él, con el rostro empapado de lágrimas. Temblorosa en sollozos me lo limpié con el dorso de la mano. Me había comportado de una manera bastante inadecuada; no debí llorar delante de Adrien, de mi hijo. Le preocupé todavía más. Retrocedí unos cuantos años, a cuando era una cría y lloraba abrazada a mi madre. Tornamos los papeles.

Después de haberme tranquilizado, estuvimos un par de horas hablando hasta que vino Terry. Él entró en la habitación acompañado por un aura de angustia y preocupación. En cuanto vio a Adrien pareció calmarse algo.

-Hola,-dijo, desde la puerta.

-Hola.-respondí. Adrien parecía que no se atrevía a hablar.

-¿Cómo estás, Emily?

-Bien. Muy contenta.-añadí, mirando hacia Adrien. Él se percató enseguida y me sonrió.

Terry fue a su lado y le posó una mano en el hombro, con una gran ternura.

-¿Qué tal te encuentras?-le preguntó.- ¿Quieres salir a tomar el aire? Te acompaño, si eso.

-No, estoy estupendamente.

-Tu madre es una mujer fuerte. Soportará eso y mucho más.-al decir esto, me guiñó un ojo. Me reí.

-Más no, por Dios.-dije.

Al cabo de un rato, opté por echar a Adrien de la habitación. Lo vi muy cansado. Me rompía el alma que siguiese allí.

-Cariño, necesitas irte a casa.

-Me quedo, mamá.

-No me hagas esto, Adri. Aún tienes que llegar al Campus, hacer la cena… Mañana será otro día, ¿de acuerdo?

-Pero…-quiso contradecirme.

-Yo la cuidaré. Vete tranquilo.-interrumpió Terry.

Adrien se rindió a nuestros argumentos y al agotamiento que estaba sintiendo. Me besó en una mejilla. Lo abracé. Quería sentirlo en mis brazos, como cuando era un niño, cuando lo adoptamos. Era una personita tan débil y tan inocente. Parecía que lo notabas al mirarlo a los ojos, al dejar que te agarrase de la mano, del cuello, con el propósito de sentirse seguro. Al soltarme, le dio una palmada en la espalda a Terry, a modo de despedida, y se fue resignado.

-¿Qué tal la tarde con Adrien?-preguntó Terry.

-Por una parte bien, porque tenía muchísimas ganas de verle, pero… Nunca pensé que podría hacerle tanto daño.

-Es normal que una noticia así haga daño.

-Ya, pero… No sé, quizás debería habérselo dicho antes.

-De los errores se aprende. No te preocupes más, mi reina, que ya has estado demasiado mal todo este tiempo.

-¿Has llamado a mis hermanas?

-Lo haré mañana, no creí conveniente que viniesen todos a la vez.

Estuvimos un momento en silencio. Comprendí sus razones. Si hoy tuviese que estar también con mis hermanas, escuchar sus llantos, sus gritos… Creo que me habría vuelto loca.

-¿Y la niña cómo está?-pregunté.

-Está bien, pero no deja de preguntarme cuándo volverás a casa.

Me llevé las manos a la cabeza. Estuve al borde de las lágrimas.

-No sé si podré soportarlo más, Terry. Todo esto es superior a mí.

Me abrazó, con una dulzura mayor de la habitual. No como a una amiga, sino como quien coge en brazos a un bebé que llora, o a un objeto tan sumamente delicado que sería fatal ejercer demasiado fuerza sobre él. No quise dejar que las lágrimas se escapasen, pero de lo más hondo de mis pulmones se escaparon unos lastimosos sollozos, que se introdujeron en su oído, provocándole un perceptible escalofrío. Él también estaba asustado.

De repente, la cortina que separaba las dos camas de la habitación se corrió. Terry giró la cabeza muy bruscamente. Yo simplemente la ladeé, sin separarla ni un solo momento de su hombro. Sabía que era Agnus, que quería algo de charla.

-Es muy puntual tu novio.-dijo, sonriendo.- Todos los días a la misma hora lo tienes aquí como un clavo.

-No es mi novio.-afirmé, luego añadí, al ver que Terry levantaba cómicamente una ceja.- A ver, Terry, este es Angus, mi compañero de habitación. Angus, este es mi amigo,-recalqué.- Terry.

Se dieron la mano. De un modo muy cortés, Terry pronunció un “encantado” en voz baja. Angus, lejos de seguir por la línea caballerosa y habitual de saludarse, le dijo, sin soltarle la mano:

-Deberías cortarte esas greñas, hijo, que generan mierda y pareces un hippie.

Él, en un acto inconsciente, miró sus propias rastas, pensando quizás, en si sería verdad eso de que acumulaban suciedad, o que parecía un hippie, algo que él no era ni nunca había sido. Yo me reí a carcajada limpia. La cara que ponía Terry, el absurdo comentario de Angus, desencadenaron en mí la más descabellada de las alegrías.

-¡Tú ríete aún por encima, tonta!-exclamó Terry, sonriendo también.

Se acercó a mi cama y me empujó suavemente, para bromear conmigo. Yo se lo devolví mientras me tapaba la cara con una mano. De repente, y sin poder preverlo, se convirtió en una lunática pelea de empujoncitos, como si fuésemos niños pequeños. De repente, le agarré las muñecas, y nuestros rostros se encontraron, se toparon súbitamente. Nuestros labios se encontraban tan cerca, que era inevitable que no se me pusiera la piel de gallina, al mirar inevitablemente en lo más hondo de aquellos ojos oscuros, que dejaban entrever unos reflejos ambarinos al empaparse con los últimos rayos de sol que entraban por la ventana.

-Si no me gustase, te las tendría cortado yo.-susurré.

Nos soltamos. El impulso era demasiado abrumador. Abrumador, promiscuo, lúbrico. El impulso de volver a cometer un acto tan carnal, placentero y a la vez descabellado, sin ni siquiera estar ebrios. Delante de Angus, delante del mundo. Sólo éramos amigos, eso sería contra-natura, pero sentir el suave calor que desprendían sus manos, sentir aquella proximidad palpable, inminente, latente, era algo que se escapaba de mi control.

Terry estuvo allí un rato más. Poco más, pues tenía que irse con Amy. Recuerdo lo que hablamos antes de irse.

-¿Ya te vas?-pregunté.

-O me voy o me echan. Van a ser las 8.

-Prométeme que volverás mañana.

-Vendré a verte todos los días que estés aquí, te lo dije.

-Odio este sitio, Terry.-sentencié.

-Y yo odio que estés aquí, sin poder sentir tus pataditas en la cama mientras duermes.

Levanté una ceja y sonreí.

-No doy pataditas mientras duermo.

-Bueno, a veces sí. No es la primera vez que me has arreado.-entonces, agregó:- Pero hasta eso echo de menos.

-Yo también te echo tanto de menos.

Antes de irse, al ver que estaba comenzando a entristecerme, Terry me besó en la frente, con mucha suavidad, dejando que sus labios ejerciesen una cálida y dulce presión contra mi frente. Yo le atenacé un brazo, por miedo a que me dejase. Después, se separó de mí. Permití que se fuera. Lo solté. Tenía que cuidar de Amy, tenía que hacer las tareas de la casa, tendía que irse a descansar, pues al día siguiente madrugaba. Lo comprendí, con gran dolor en mi interior. Cada vez me resultaba más duro que Terry se fuese a casa y me dejase allí, sola. En cuanto cerró la puerta, Angus me dijo:

-Es majo el chaval. Hacéis buena pareja, ¿sabes?

-No somos novios, repito.

-A ver, él te trata bien, te quiere…

-Es otro tipo de cariño, Angus. Nos conocemos desde hace años, es como si fuésemos hermanos, ¿comprendes?

-Ya me habría gustado ser tan atento con mi mujer, que en paz descanse.-dijo él, como si no me escuchase.- Si lo hubiese hecho, no se habría muerto.

Me daba algo de reparo formular aquella pregunta, pero la curiosidad era demasiado fuerte en mí.

-¿De qué murió su esposa?

Angus miró hacia la ventana, hacia el cielo, con ternura.

-Murió de tristeza, hija. Mi queridísima Anja murió de tristeza.-volvió a repetir, con amargura en la voz.

Seguía mirando al cielo, recordando. Quizás albergaba la esperanza de que ella lo estuviese mirando desde allí, alegrándose de que se diera cuenta de su error. Angus prosiguió:

-Pero yo no lo veía. Estaba ciego porque no le prestaba atención. Y Anja, mi Anja se moría. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde, como el estúpido que soy.-entonces, me miró.- Terry no cometerá ese error. Mientras él viva, no dejará que te mueras. Verás que es cierto lo que te digo, te vas a dar cuenta. Esas cosas se detectan. Los que nos equivocamos, lo detectamos.

-Anja…-repetí en un susurro casi imperceptible, como si estuviese invocándola.

Estuve dándole vueltas al tema toda la noche. Quizás yo también me moriría de tristeza. No de la tristeza a la que se refería Angus, sino a otro tipo de tristeza. Tristeza por tener miedo, por pasarme la vida de hospital en hospital, por el dolor, por haber perdido tanto tantas veces. Se suele decir que si Dios cierra una puerta, abre una ventana. A veces tengo creído que Él, además de cerrarme la puerta, me cierra la ventana en los morros justo antes de salir por ella. Para encontrar una felicidad relativa más que salir por una puerta o por una ventana, salía por el conducto de ventilación, o por el alcantarillado.

-Oye, Angus.-le dije, después de estar un rato en silencio.- ¿Aquella chica que vino a visitarte ayer, era tu hija?

-En efecto. Se llama Sirkka. ¿A que es preciosa? Sale a su madre.

-¿Cuántos años tiene? Parece joven.

-Eh... Tiene más o menos como tú, 20.

-¿Me echas 20 años? No me lo puedo creer.

-¿Y luego cuántos tienes?

-29.

Se quedó callado un instante.

-29 años como 29 soles. De verdad que aparentas mucho más joven.

-Créeme que no querría volver a tener 20 años ni que me pagasen.-murmuré.

Era cierto. No quería volver a sentir la frustración de no poder ir a la universidad y tener que casarme con Robert. Todo lo que me recuerda a Robert suscita en mí una rabia desorbitada. Lo único bueno que salió de él fueron nuestros hijos, y hasta eso me arrebató. Hacía tiempo que le deseaba la muerte, pero comprendí que el mayor sufrimiento para él en aquel momento era seguir vivo.

Angus pasó bastante mal aquella noche. Apenas me enteré de nada, pero el barullo que produjeron los médicos por dos veces me despertó. Parece ser que el dolor que sentía en el vientre se había multiplicado. Seguramente el simple recuerdo de su mujer lo había hecho empeorar. Tuvo fiebre, también, seguramente por la infección. Mientras dormía, pronunciaba unas palabras ininteligibles, pero que me recordaban mucho al nombre de Anja. Después, por puro agotamiento, me quedé profundamente dormida.

Me despertó una enfermera a la hora del desayuno. Es de destacar que en aquel hospital eran bastante estrictos con los horarios de las comidas y eso. La cortina que nos separaba a Angus y a mí estaba corrida. Él estaba acostado en la cama, con la cara ardiendo y una sonda en la mano. En la barriga tenía un tubo de drenaje que se entreveía debajo de las sábanas. Su hija, Sirkka, estaba allí a su lado. Se supone que al estar su padre tan enfermo, dejaron que se quedara con él.

-¿Cómo está?-le pregunté, sosteniendo la bandeja de la comida que estaba posada en mis piernas.

-Mal; lleva toda la noche mal. Con dolor, con mucha fiebre… Estoy muy preocupada, tengo miedo de que le pase algo. Aunque no sé por qué te digo esto, si no te conozco de nada.

-Soy la compañera de habitación de tu padre.

-No, si eso ya lo sé.

-Pues ya sabes mucho más que otra gente.

Sirkka giró la cabeza. Seguramente esperaba una respuesta que le esclareciese algo sobre mi identidad, pero como ya he dicho, intento no contar nada de mi vida a los desconocidos, a no ser la excepción que confirma la regla: Sharon.

-Escucha, Sirkka.-le dije, sin apartar la vista de la bandeja en la que yacían un huevo duro, bacon, tostadas y café.- No te agobies. Va a pasar lo que tenga que pasar, pongas como te pongas.

-¿Y qué quieres? ¿Qué permanezca insensible viendo como mi padre se muere?

-No he dicho eso. Sé que es imposible. Simplemente prepárate para lo que pueda pasar, y no dejes que él te vea mal en lo que pueda quedarle de vida.

Al decirle aquello, no apartó la vista de mí, sino que me miró fijamente, como si quisiera hablar más conmigo, contármelo todo, o como si esperase una respuesta a alguna pregunta que tendría preparada. Ignoro si mi respuesta inmediata la satisfizo, pero la formulé:

-Te lo digo por experiencia.

La verdad es que me estaba pasando algo parecido. Me estaba muriendo progresivamente y sin ni siquiera darme cuenta mientras no me operaba, y esa operación podría devolverme la vida perdida, acortármela, o quitármela simplemente. Ver a la gente llorar por mí, a mi hijo, a Terry, a Sharon, a quien fuese, me ponía todavía peor. Me sentía todavía peor. En cambio, con las bromas de Angus, y sobre todo, con las de Terry, pasaba todo lo contrario. Es extraño, cada vez que veía sonreír a Terry, que era algo bastante difícil de esperar acorde con la situación, pero en cambio pasaba bastantes veces, era como si ganara un minuto más de vida, como si mi corazón se animara a latir una vez más. Una sola vez, pues sabía perfectamente que aunque bromeáramos, el dolor seguía por dentro.

Al mediodía comí. Poco, muy poco, pero comí. A Angus ni siquiera le dejaron. Le proporcionaron todo lo que necesitaba a través de una sonda. Hasta no sé qué me daba tomar aquel bistec con patatas, a pesar de que sabía bastante bien. Llegada la tarde, en cuanto se abrió la veda del horario de visitas, mientras yo bisbiseaba mis rezos sosteniendo el rosario de la abuela muy, muy cerca del corazón, se abrió la puerta. Eran mis hermanas, no había duda. Ambas se quedaron unos segundos en la puerta, mirándome, cerciorándose de que era yo aquella que estaba en la cama. Liza, al momento, rompió a llorar desconsoladamente y se apresuró a acercarse a mí y abrazarme fuerte, escondiendo la cabeza en mi pecho, como cuando era pequeña. Le acaricié el pelo, un tanto aturdida.

-¡Emily! ¡No puede ser!-gritaba Liza entre sollozos.

-Liza, mi vida, no te preocupes.-dije, con una voz bastante tranquilizadora.- ¿No os comentó Terry que me iba a operar? Pues en cuanto lo haga, muera la historia.

-¡Podrías habérnoslo dicho tú!-dijo Lorelay, con rabia en la voz.

-Yo no podía. Tenía miedo de haceros daño, por eso no os lo dije antes.

-¡Habrase visto! ¡¿No ves cómo estamos ahora?! ¡Parece que siempre optas por contar todo en el ultimísimo minuto!

-Escucha, Lorelay.-respondí, con mucha solemnidad.- No puedes comprender la situación en la que me vi envuelta. Es muy jodida, hazme caso, no sé si te haces una idea. Pero mira, la única manera que tienes de saber exactamente cómo me sentí y qué me rondaba en la cabeza es a través de la experiencia. Y créeme que no se la deseo a nadie, a nadie, a nadie.-recalqué, mientras movía la cabeza ligeramente hacia los lados.

Lorelay se quedó callada. Creo que se arrepintió de decirme lo que me dijo después de oír mi rotundo argumento. Lo peor del asunto es que también lo había oído la pobre Liza, quien reforzó su llanto, sin separarse ni un solo milímetro de mi pecho. A veces, la sentía sollozar tan fuerte que parecía ahogarse.

-Liza, que no pasa nada. Ahora ya me encuentro mejor.-le decía. Nada, ni un gesto de alivio ni de tranquilidad, sólo lágrimas.

-¡Liza, joder, que llorona eres! ¡Estás siempre igual!-exclamó Lorelay.

Ella ni siquiera se atrevió a responderle. Yo miré a Lorelay con reproche. Supongo que había captado el mensaje o seguiría metiéndose con su hermana.

-¿Dónde están Thomas y la tita?-pregunté.

-¿Dónde van a estar?-respondió Lorelay.- En casa. La pobre tita agarró un disgusto que no te puedes ni imaginar cuando le conté lo que me dijo Terry. Thomas se quedó cuidando de ella, pero te manda saludos.

-Dales saludos de mi parte también a los dos. Y dile a la tita que por Dios no se preocupe, que yo me encuentro perfectamente y que me pondré bien en nada.

Al cabo de un rato, en el cual no mediamos palabra entre nosotras, y Liza ni siquiera se movía, Lorelay se levantó del sillón y dijo:

-Me voy un momento a tomar el aire. ¿Vienes, Liza?

-No.-respondió ella con una vocecilla diminuta y quebrada.- Me quedo aquí.

Dicho esto, Lorelay se fue. En cuanto lo hizo, Liza colocó la cabeza de modo en que uno de sus oídos seguía apoyado en mi pecho. Así podría hablar algo conmigo.

-Yo no entiendo por qué pasan estas cosas.-dijo Liza.- Por qué las personas caen enfermas así, de esta manera, y ni se dan cuenta. Yo sí que me imagino cómo te sentiste, ¿sabes? No como “esa”.

-Mujer, no le llames “esa” a tu propia hermana.

-No le voy a llamar. No hace más que insultarme. Es una hija de puta.

-¡Eh! Más cuidado, que si ella es una hija de puta, tú y yo también lo somos, que nos parió la misma madre.

-Tú eres distinta. Tú siempre me protegiste, me defendiste, me consolaste. Me gusta estar contigo, tú me comprendes. Y no me llamas “llorona”.

Nos quedamos un instante en silencio.

-No tienes que avergonzarte por llorar, Liza, por mucho que te digan. Yo también lloré cuando me enteré. Lloré durante toda la tarde, muchísimo. Amy también lloró cuando se lo conté.

-¿Se lo contaste a la niña?-interrumpió Liza.- Criatura…

-Tenía que hacerlo. Quería hacerlo. Terry y ella son las personas que viven conmigo día a día, tenían derecho a saberlo antes que nadie, ¿comprendes?

-Sí.

-Fíjate,-proseguí, retomando el tema.- que hasta Terry rompió a llorar cuando se lo conté.

Liza giró la cabeza bruscamente para mirarme, sin separarla de mi pecho.

-¿Hablas en serio?

-Y tan en serio. Se sintió muy impotente, Liza. Sabes que él nunca permitió que me pasase nada malo.

-Nunca lo vi llorar. Qué palo, ¿no?

-Que va. A ti te puede resultar extraña la idea, pero es que apenas lo conoces. Sabía que se disgustaría.

-¿Y qué hiciste?

-¿Qué iba a hacer? Romper a llorar como una boba yo también.

Ella bajó la cabeza. Seguramente se estaba imaginando la escena. Solamente recordarlo a mí me producía un dolor inimaginable.

Estuvieron un rato más allí y se fueron. Estuve una hora viendo la televisión y mirando el reloj, ansiosa. No llegaba la hora en la que venía Terry a verme. Angus estaba al lado, con la cortina corrida para que no lo viese, bajo la atenta mirada de Sirkka. Llegué a temer algo por él. Era como si el recuerdo de su esposa desencadenase en él un agravamiento desmesurado de la enfermedad. En medio de mis pensamientos, apareció Terry, cruzando la puerta, todavía con la mochila donde llevaba la ropa de trabajo al hombro. Se apresuró en venir a mi lado y abrazarme.

-Lo siento, es que tuve que quedarme un rato más. Ya ves que vengo sin aire y…

Posé una mano en sus labios para interrumpirlo. Pude sentir entonces las cosquillas que me hacía en ella cuando respiraba por la nariz.

-¿Te pedí explicaciones, acaso?-dije, sonriendo.- Recupérate y luego ya me dirás lo que quieras.

Entonces le aparté la mano. Por consiguiente, él volvió a retomar su agitada respiración y se sentó en el sofá que había al lado de la cama.

-¿No sabes lo que son los coches o que?-bromeé.

-Vine en coche.-recalcó.- Pero igual estuve bastante apurado para poder verte.

-Para poder verme…-repetí, y al hacerlo se me aceleró el corazón.

-Claro. Lo peor es que no voy a poder estar mucho a tu lado.

-Aunque sólo estés un minuto. Lo único que quiero es verte.

Creo que Terry también se sintió halagado cuando le dije aquello. Vi que se ruborizaba un poco, pero intentó disimular cambiando de tema.

-Y bien, ¿cómo estás, mi reina?

-Un poco nerviosa ya, pero bien.

Era normal que estuviese nerviosa, pasado mañana me operarían. No podía evitar pensar en el destino que correría, en todas las variables posibles para llegar a una desagradable y desalentadora verdad: sobrevivir o morir.

-No tienes por qué estar nerviosa, Emily. Todo saldrá bien. Siempre has tenido mucha suerte.

-¡Ja!-reí irónicamente.- ¿Desde cuando?

-Por lo menos desde que estás conmigo.

-Tener cáncer no es tener suerte.-afirmé. Llevaba tiempo sin pronunciar esa palabra, y cuando lo hice, se me erizó la piel.

-Tener una hija es tener suerte. Tener un apoyo incondicional de bastante gente es tener mucha suerte. Hacer amigos en cada rinconcito por el que pasas, también es tener suerte. Tener una familia que te quiere es tener suerte. ¿Te parece poco?

-La mayor suerte que tengo-dije, cogiéndolo de la mano.-es tenerte a ti.

-Emily, por Dios, no digas eso.-dijo Terry, escondiendo la cara.

-Un amigo como tú no lo tiene cualquiera.

-Ni falta que hace. Nadie querría.

-Si no quieren es que son igual de gilipollas que tú.

Después de decir esto, me reí a carcajadas. Terry me golpeó un hombro.

-Hablando de todo un poco,-dijo- ¿dónde está Angus?

Bajé la cabeza.

-¡Oh!, Angus está en la cama. Se encontró muy mal esta noche.

-¿Por? ¿Qué le pasó?-lo noté algo preocupado.

-No lo sé demasiado bien. Creo que empeoró la cosa y…

-Ya entiendo. Cuando puedas dile de mi parte que se mejore.

-Descuida. Por cierto, ¿cómo está Amy?

-¿Cómo va a estar? Preciosa, como siempre. Hoy me estuvo recitando el abecedario, que se lo enseñaron en clase.

-¿Sí? Debe estar toda emocionada la pobre.

-Tenías que verla. Estaba que no cabía en sí de gozo.

-Eso es lo que quiero, Terry.-murmuré.- Verla.

-Ya pronto podrás hacerlo. Ten un poco de paciencia.

-¿Y si no llego a volverla a ver?

-No pienses en eso, mi reina. Intenta pensar positivamente.

Positivamente. Tendría que ver positivamente mi futuro incierto. ¿Pero cómo? ¿Vendándome los ojos y haciendo como si nada estuviese pasando? Desde fuera parece muy fácil ver todo con optimismo, pero si ya es difícil estando en contacto con el mundo exterior, todavía es más difícil en contacto directo con la enfermedad, en un ambiente como aquel. Terry no tardó demasiado en marcharse. En marcharse muy a su pesar y volver a dejarme sola una vez más.

Al cabo de un rato, vi que la hija de Angus se marchaba de la habitación. Intuí que iría a tomar el aire o al servicio. En cuanto ella cerró la puerta, la cortina que separaba ambas camas se abrió. Él la había abierto.

-Emily. ¿Qué tal estás, bonita? No te he visto nada en todo el día.

Angus estaba tumbado en la cama, conectado a mil y un aparatos y con un aspecto muy desgastado. Aún así, se le iluminó la cara al verme.

-Yo estoy bien, un poco nerviosa. ¿Y tú?

-Bueno, he tenido tiempos mejores. Pero, ¿por qué andas nerviosa?

-Pasado mañana me operan. Tengo miedo de lo que pueda pasar.

Bajé la mirada. Se hizo el silencio. Miré de reojo a Angus. Vi como una lágrima se deslizaba por su rostro, recorriendo las marcas que el tiempo había dejado en él. Comencé a sentirme culpable de su angustia. Entonces, dijo algo que se me quedó grabado para siempre:

-El día que tú mueras todas las palomas dejarán de volar.

Creo que palidecí cuando lo oí. No comprendí qué relación me encontró con las palomas, desde el primer momento en el que me vio, sin ni siquiera saber mi historia, o ver el tatuaje que tenía en la espalda. Encontró un vínculo que nos unía a aquellas aves y a mí, un vínculo tan fuerte que si me moría, ellas estarían para siempre en periodo de duelo. Las palomas, esos animales leves, inocentes, libres. Desde pequeña habían despertado fascinación en mí. Un magnetismo lo suficientemente fuerte como para perdurar en el tiempo.

Tardé en quedarme dormida. Estuve despierta por lo menos un par de horas, dándole vueltas a la cabeza, con la vista fijada en la cortina cerrada. Oía hablar a Sirkka y a su padre en un idioma que yo desconocía, probablemente finlandés. No me importaba entender lo que decían, me hacía una idea, y el hipotético contenido de sus palabras me aterraba.

Me dormí. No sé por cuánto tiempo. Fue un sueño muy leve. Era como si sólo hubiese cerrado los ojos. El sueño profundo que acostumbraba a tener no me invadía aquella vez. En la habitación reinaba el silencio absoluto, sólo interrumpido por los pitidos que emanaban de una máquina a la que estaba conectado Angus. El sonido era bastante enervante, pero a la vez lograba tranquilizarme. Entraba punzante en mis oídos, y salía convertido en un foco de serenidad. Me mantuve escuchando atentamente. Uno…tras otro… tras otro… tras otro… tras otro…

De repente, sonó uno. Uno que en lugar de ser intermitente como los otros, parecía no dejar nunca de sonar. Era un sonido estridente, como si fuese un chillido de angustia, un lastimoso alarido de dolor. Abrí los ojos automáticamente y comencé a comprenderlo todo. Escondido entre aquel pitido se encontraba el llanto de horror y de incertidumbre de una mujer. Gritaba palabras casi ininteligibles, pero con toda la fuerza que su garganta le pudo proporcionar. Un médico entró en la sala corriendo. Escuché sus pasos acelerados sin moverme de la cama. Me mantuve acostada, como si siguiese dormida. Escuché sonidos, demasiados para poder procesarlos todos. Gritos autoritarios. Sollozos. Pitido. Más pasos. “¡Vamos! ¡¡Vamos!!”… Después, todo eso cesó. Todo, menos aquel pitido. Pude escuchar un “¡mierda!” escondido en un suspiro. Supe que había acabado. Solamente levanté la cabeza para llegar a observar el cuerpo de Angus tapado por una sábana de pies a cabeza como si fuese un fantasma.

Me quedé sola en la habitación. Sola y asustada. Me operarían dentro de poco, así que no pude evitar pensar si correría la misma suerte. Sabía que ir nerviosa a la sala de operaciones lo único que haría sería empeorar las cosas, por no decir que me podría dar una crisis de ansiedad como otras veces. Soñé, soñé sin dormir. Soñé con encontrarme allí acostada en aquella cama fría, completamente desnuda, sólo cubierta por una manta blanca hasta la cintura. Mi madre estaba allí. No físicamente, pero su espíritu guiaba la mano del cirujano que tendrá que cortarme, con el fin de no hacerme daño, de no producir dolor alguno, de apaciguar el desbordamiento de la sangre por la herida. Y mi abuela, ella estaba rezando en una esquina, encomendando mi cuerpo, mi alma, la totalidad de mi ser a Dios Todopoderoso. Angus, para mi sorpresa, apareció también en mi sueño. Se sentó a mi lado, agarrándome una mano, una mano prácticamente inerte. Acercó sus labios fríos a mi oído y pronunció unas palabras, que lograron calmarme completamente:

-El día que tú mueras, las palomas dejarán de volar. Emily, tú nunca, nunca morirás.