domingo, 30 de mayo de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXXII- Las princesas, el mago y el enano


(Me gustaría dedicar este capítulo en especial a Cindy Ortega. Intenté comentarle en el blog varias veces pero no me dejaba. Solo decir que me encanta su historia y la sigo siempre. Muchos besos ^.^)



Salí del coche como una autómata. Me dolía la cabeza; todo el viaje había puesto la música a todo volumen para evitar escuchar hablar a mi mente. Cerré las puertas con llave y me dirigí a aquel lugar frente al que tanto había llorado. Pronto encontré a mi hermana. Estaba cerca de la entrada, sentada en una silla blanca. En cuanto me vio, se levantó y corrió a abrazarme.

-¡Emily! ¡Por fin has llegado!

Yo no abrí los brazos como lo hizo ella. En cuanto se encontró lo suficientemente cerca, tensé la mano y le propiné un bofetón.

-¿¡Tú eres imbécil o qué!?-le grité, alterada.- ¡Basta con que te la deje un par de horas para que mandes todo a la puta mierda!

Escondió la cabeza, mordiéndose los labios y palpando con recelo su mejilla encarnada.

-F…Fue un accidente.

-Vete de aquí, fuera de mi vista.-le señalé la puerta.

-Pe…Pero…-intentó explicarse.

-¡Te he dicho que te vayas!

Vi cómo cruzó la puerta, casi llorando, con rapidez. Me senté en una silla, rendida. Sentía cómo palpitaba salvajemente mi corazón contra mis costillas. Se me encharcaban los ojos de lágrimas, pero no llegaba a derramarlas. Sentí la misma impotencia que cuando había muerto Jimmy. Ni siquiera sabía si ella estaba muerta. Comencé a temblar de frío. Me froté los brazos, pero lo único que hacía era abrirme los poros y que me doliesen. Recuerdo que mi madre siempre me dijo que era alérgica al frío. Cada vez que me enfriaba un poco, me empezaba a doler la cabeza, como si se me congelasen las sienes, y tosía profundamente. Lo único que ella podía hacer por mí era llevarme a casa y envolverme con mantas hasta que entrase en calor. Seguro que fue la muerte de mi hermana lo que me volvió tan sensible al frío; era como su presencia materializada en aire. Miré a los lados. Aquella vez no estaba mi madre para acompañarme a mi casa, y aquel ambiente gélido no me recordaba a Amy. Solamente me recordaba a la tristeza.

Entró una persona en la estancia. Me levanté sistemáticamente del asiento, como si tuviese un resorte. Era un médico.

-¿Es usted la madre de Amy Grives?

-Sí.

-Su hermana me dijo que vendría.

-¿Cómo está?-necesitaba escuchar algo relativo a mi hija, fuese lo que fuese.

-Mejor. Le hemos inyectado un medicamento y parece que su respiración se ha normalizado. Igualmente, tenemos que hacerle unas pruebas para determinar el motivo de la crisis.

A pesar de la seriedad con la que lo decía, era una buena noticia.

-¿Puedo verla?

-Claro.

Me acompañó a su habitación. No abrió la puerta, simplemente se despidió de mí y me dejó enfrente de ella. Giré el picaporte con rapidez.

Y allí estaba, acostada en la cama, medio dormida. En cuanto me vio, abrió por completo los ojos y sonrió. Debía tener tantísimas ganas de verme.

-¡Mamá!-gritó.

Estiró hacia mí sus brazos enfundados en un pijama de ositos. La observé detenidamente. En su nariz había colocada una discreta mascarilla. Una bolsa de suero que se elevaba poco menos de un metro del suelo estaba conectada a un tubo que le perforaba el brazo. En cuanto la vi, sentí un impulso irrefrenable por llorar. Intenté contenerme, mordiéndome los labios mientras me acercaba a ella. La abracé con fuerza. Nunca había sentido tanta necesidad de tenerla entre mis brazos. Escuché claramente cómo respiraba en mi oído. La aparté de mí con mucha delicadeza y la miré a los ojos.

-¿Cómo estás, cariño? ¿Te encuentras fatigada?-tomé su cara entre mis manos.

-Un poco. Me cuesta algo respirar.-me agarró por un brazo.- ¿Y sabes qué, mamá? Me pincharon aquí.-se señaló la marca, tapada por una gasa, en la zona donde tenía inyectado el suero, pero en el brazo contrario.- Y no lloré ni nada.

-Así me gusta, que seas valiente.

-¿Y la tita Lori dónde está?-miró a los lados.

No quise decirle que la eché de allí.

-Tuvo que irse a casa. Tenía que cuidar de Pipo.

Amy bajó la cabeza y me agarró por la camisa, apoyando la cabeza en mi pecho. Le acaricié el pelo. Debió sufrir tantísimo al enfrentarse a algo así…

-Me voy a poner bien, ¿verdad mamá?

-¡Pues claro!-no dudé ni un segundo en contestar.-Tu…-tragué saliva.- padre también ha estado ingresado varias veces por lo mismo y está perfectamente.

Asintió débilmente. Quise cambiar de tema. La noté cansada.

-Venga, acuéstate. Es tarde.

Me obedeció. Agarró las sábanas y se metió debajo, tapándose insistentemente. Me levanté para apagar las luces, pues estábamos solo nosotras en la habitación, y me senté en una silla al lado de la cama. Amy me daba la espalda, levemente iluminada por la feble luz de la luna que entraba por la ventana, amparada por los destellos de las amarillentas farolas y de los encarnados faros de las ambulancias. Apoyé la cabeza en el respaldo de la silla. Aún así, no podía quedarme dormida. Pensé en Terry. Él se encontraba en el mismo hospital, apenas una planta más arriba. Era extraño admitir que el afecto que sentía hacia él se trataba realmente de amor. Quizás el hecho de no haberlo sentido nunca con aquella pureza no lo había reconocido. Por eso ninguna caricia me satisfacía si no era ejecutada por sus manos, ninguna palabra que no saliese de su boca podía calmarme, ni un beso… sus besos eran inconfundibles, únicos. Y los echaba tanto de menos.

Al cabo de un rato, Amy se dio la vuelta y me miró con ojos agotados y tristes. Alarmada, me incliné un poco para escuchar lo que quería decirme.

-Tengo miedo mamá. Acuéstate aquí conmigo, por favor…-me agarró de la camisa otra vez.

¿Cómo podría negarme? Me tumbe a su lado, por fuera de las sábanas. La envolví con mis brazos para que no tuviese frío, aunque fuese yo la que lo sintiese. Nos miramos.

-¿Me cuentas un cuento, mamá?-me pidió.

-Claro que sí.

Me acurruqué junto a ella, hasta el punto de que nuestras frentes casi se tocaban. Le susurré muy despacio la historia, mi favorita cuando era pequeña, con aquella voz tierna que tanto impresionaba a Terry:

-Erase una vez una princesa muy guapa que vivía en un castillo muy grande. En su cumpleaños, hizo una fiesta enorme. Por ella pasaron acróbatas, músicos, bufones… Todo lo que te puedas imaginar. Pero ella se aburría. Entonces, entró en palacio un enano pequeño y feo que hacía piruetas y daba brincos. Él sí que alegró a la princesa, y se ganó sus aplausos. “¡Más alto!” le gritaba “¡Salta más alto!” El enano lo hacía, intentando cumplir con los mandatos de una chica tan preciosa, pero llegó un momento en el que el cansancio pudo con él. Al ver esto, la princesa se retiró a sus aposentos triste. En cuanto el enanito se recuperó fue a buscarla. “Ella no es feliz aquí” decía “La llevaré al bosque y la haré reír siempre”. En su búsqueda, se metió en una habitación. Lo al entrar allí era horrible. Un monstruo peludo con los ojos inyectados en sangre le miraba fijamente. El enano quiso morirse cuando vio que era él mismo reflejado en un espejo. En ese momento, entró en la habitación la princesa con su séquito. “Ah, estás aquí. ¡Qué bien!”. El médico de la corte le tomó el pulso. “Ya no bailará más para vos, princesa” le dijo. “¿Por qué?”. “Porque se le ha roto el corazón”. La princesa, desconsolada, se marchó corriendo y llorando del palacio y gritó: “Que a partir de ahora, todos los que entren aquí no tengan corazón.”

-Qué triste, mami.-susurró Amy.

-No todas las historias acaban bien.-le acaricié el pelo.- Ala, duerme, mi vida.

Se fue dormitando poco a poco, con la respiración pesada. Yo logré cerrar los ojos quizás un par de horas. Y entonces soñé con él. Fue fugaz, y apenas recuerdo muy bien qué me decía ni qué hacíamos. Solamente recuerdo verme envuelta en sus brazos, con aquel camisón tapando mi piel. De repente, me despierta una vocecita, y unas manos que me balancean de un lado para otro.

-Mamá. Mamá.

Abro los ojos. Es Amy. Tiene las mejillas completamente encarnadas y respira fuerte.

-¿Qué pasa, cielo?

-No me encuentro bien. Me duele.-se palpó el pecho.

La cogí por los brazos. Comenzaba a preocuparme.

-¿Te duele mucho?

Asintió suavemente. Eso fue lo que hizo que me levantase de un salto de la cama y fuese a llamar a un médico, que vino a la habitación, acompañado de un enfermero y una enfermera. Después de auscultarla, les dijo algo a los sanitarios, que se fueron, y luego a mí:

-Creo conveniente ponerle un suplemento de oxígeno para dormir.

-¿Una mascarilla?-pregunté. No quería que Amy tuviese que acarrear con aquel aparato cada vez que estuviese en la cama.

-Sí, solamente mientras esté débil. No creo que sea necesaria cuando le demos el alta.-seguramente había percibido mi cara de preocupación y quiso tranquilizarme.

Llegaron entonces sus ayudantes, quienes le colocaron a la niña la mascarilla sobre la nariz y la boca. Posteriormente, se fueron. Volví a acostarme a su lado.

-Ahora tienes que estar calladita, ¿vale?-le expliqué.- Si tienes puesto esto, no voy a poder oírte. Pero no te preocupes. Si te encuentras mal no la quites; me mueves un poco y ya me despierto.

La acaricié. Aun estaba desconcertada.

-Estás siendo muy valiente.-la besé en la frente.

El resto de la noche, Amy durmió profundamente. Sin dolores ni sobresaltos. Era un sueño tremendamente dulce. Yo, sin embargo, me pasé toda la noche con un sueño ligero y con una gran angustia, que hacía que me despertase a cada rato para ver cómo estaba. Fue una noche bastante mala.

Aproximadamente a las 7, una enfermera entró en la habitación con el desayuno de Amy. Me ordenó que la despertara para hacerle un análisis de sangre, al estar en ayunas, y yo lo hice, aunque preferiría dejarla dormir un poco más. Amy aguantó estoicamente el pinchazo de aquella enorme aguja, sin dejar de cogerme la mano, oprimiéndomela con fuerza. Luego, y como recompensa, comió un desayuno bastante rico compuesto por leche y una rosquilla. Yo no quise probar bocado. No me encontraba con ganas.

Recibí dos mensajes al móvil por la mañana: uno de Sharon y otro de Tobías. Ambos me preguntaban qué tal estaba y qué había pasado. Se lo expliqué, y ella me prometió que ese mismo día se pasaría por allí. Me pareció todo un detalle por su parte. Pero no era solo eso lo que tenía. Lorelay me había dejado varias llamadas perdidas y un mensaje: “Perdona. Coge el teléfono”. No la llamé.

Sharon vino hacia las 6. Entró en la habitación con una perpetua sonrisa en los labios. Llevaba puesta una falda negra, un corsé azul y unos guantes de rejilla. En sus pies, un par de zapatos de tacón de aguja la hacían parecer el doble de alta. Yo nunca pude calzar algo así; me lo impedía mi mal equilibrio.

-Hola preciosa.-le dijo a Amy.

-¡Hola Sharon!

-¿Cómo estás? ¿Bien?

-Sí, ¿sabes qué? Me pincharon aquí dos veces.-se señaló el brazo.- Y me pusieron una cosa que me tapaba la boca y la nariz para respirar.

-¡Caray, qué niña tan valiente!-le acarició una mejilla y se sentó en el borde de la cama.

-Gracias.-se sonrojó.

-Estarás contenta por no ir a la escuela.-bromeó Sharon.

-¡Sí!

Se rieron. La verdad es que se le notaba a leguas el instinto maternal.

-¿Y tú cómo estás?-pregunto Amy.

-Muy bien, cielo. ¡Qué encanto!

Me miró, y su rostro cambió ligeramente. Se levantó de la cama y me agarró por la muñeca.

-Ven afuera. Quiero hablar contigo a solas.

Me separé de ella y me acerqué a Amy para avisarle.

-Mi vida, Sharon y yo nos vamos un momentito al pasillo. No te muevas de aquí, y si te encuentras mal, llámame.

-Vale.

La besé en la frente antes de irme. Al cerrar la puerta, la mirada de Sharon se tornó seria.

-¿Cómo te encuentras?-me preguntó.

Me encogí de hombros.

-Escucha, si quieres, vete a casa un rato. Te tomas una duchita, duermes una siesta, picas algo y vuelves. Yo cuidaré de Amy hasta que vuelvas.

Negué con la cabeza.

-No hace falta. No estoy mal.

Me miró con reproche.

-No te preocupes por mí, Sharon. Yo me encuentro bien.

-¿En serio?

-En serio.

Se hizo el silencio un rato, aunque no tardé en preguntarle:

-¿Cómo estás?

Sabía que lo que le había dicho a Amy era solamente un vago reflejo, distorsión de la realidad.

-Bastante bien. No puedo quejarme.-se agarró un brazo, apartando un poco la mirada.

-¿El médico te dijo algo?-hacía tiempo que no le preguntaba por su enfermedad.

-Lo mismo de siempre. Que debería operarme.

-¿Y por qué no lo haces?-ahora era yo la que le reprochaba.

-Porque no.-respondió convencida.

Aquella no era una respuesta, aunque no me sentía de humor para discutir.

-¿Cómo pasaste la noche?-cambió de tema, acariciándome una mejilla.

-Fatal. Apenas pude pegar ojo. La niña se puso mal y tuve que llamar a la enfermera, y luego toda la noche casi en vela.-me eché el pelo hacia atrás con una mano. Suspiré con fuerza.- Fue una angustia que…que…

Toda esa tristeza fue la que hizo que me abrazase dulcemente a Sharon. Necesitaba el apoyo de alguien en aquel momento, y ella era como la hermana mayor que nunca tuve.

-Emily,-hablaba con voz pausada.- todo saldrá bien. Dentro de un par de días estará como nueva.

-No lo comprendes, Sharon. No es solo eso.

Me miró extrañada.

-Es Terry.-miré hacia arriba.- Está en la planta de arriba.

Ella también dirigió inconscientemente la vista hacia ese punto. Amargó su expresión. Quizás ese fue el motivo de que me empujase levemente para volver a entrar en la habitación de Amy.

Ambas se pasaron un buen rato hablando, riendo. Sharon encontraba en ella a una niña con quien saciar su instinto maternal. Amy lo que encontraba era, por fin, a una princesa de verdad, fuera de los cuentos y la fantasía.

-¿Sigues siendo princesa aunque no estés en tu castillo?-preguntó.

-Pues claro.-se acercó.- Esto no se lo cuentes a nadie, pero por la noche vuelvo a ser princesa.

-¿De verdad?-se le iluminaron los ojos.

-Sí. En cuanto cae el sol me transformo y me convierto en una princesa, con trajes preciosos y montones de súbditos.

-Me gustaría verte ser princesa.

-Eso no va a poder ser, cariño.-sonrío.- A esa hora, los niños estáis en la cama; además, no me reconocerías. No soy la misma, digamos.

Me pareció gracioso el símil que Sharon había hecho. La lujuriosa Bloody era algo más que una vulgar puta, era la soberana de la oscuridad, dueña de millones de corazones, que hace latir a su gusto, y que atrapa con su magnética mirada. Era un fantasma que se esconde en las sombras esperando a que alguien más quiera entregarse a ella, atrayéndolos con cantos de sirena. En ella Dios desató toda su lujuria para crear a un ser de sensualidad ingénita, a la más perfecta meretriz. Aunque, como bien había dicho, eso solamente sucede al caer la noche. La luz del día es la que muestra a Sharon en toda su plenitud. Frágil, enferma, temblorosa. Ya no sería la misma princesa que vaga orgullosa por los callejones; sería una mujer bañada en lágrimas. Dominatriz y dominada conviven en el mismo cuerpo en una relación de simbiosis. Bloody es una parte insoluble en Sharon, la sombra que la persigue y la atormenta eternamente. Bloody sin Sharon moriría.

-¿Y hacíais bailes en palacio?-preguntó Amy.

-Claro. Mi padre, el rey, invitaba muchas veces a sus amigos a casa y organizaban cenas y esas cosas.

-¿Llevabas vestidos largos y coronas?

-Y aún los sigo llevando.-sonrió.

Amy comenzó a reírse, ilusionada.

-¿Tienes coronas?-me extrañé por ese dato.

-Sí, ya te la enseñaré.-me guiñó un ojo.

En ese mismo momento, golpearon la puerta. Salí afuera a ver quién era, bajo la atenta mirada de Sharon y de mi hija. Allí en el pasillo pude volver a verla, bajo la cegadora luz blanca de las lámparas del hospital, lo que hacía que pareciese demacrada y enferma. Tenía ojeras. Supuse que tampoco había dormido. Venía vestida de chándal y sin maquillar; quizás eso influyó bastante. Me miró triste.

-Emily.-su voz era débil.

-Dime.-respondí, fríamente.

-¿Cómo está?

-Más o menos.

-Emily, te juro que yo… ¡yo hice lo que pude! ¡La dejé con el perro un rato jugando y cuando volví se puso mal! ¡Es que… no sé…! ¡Yo la ayudé cuanto pude y…!

Noté que la que estaba mal era ella. Aún a riesgo de que fuese algo irresponsable dejando a Amy sola, la quería, y le dolía tanto como a mí que estuviese en aquella situación, además estando Terry en coma. No dejaba de pensar en ello. Era como si todo se me acumulase. La cogí por los hombros. Nos miramos.

-Mira, Lorelay, tú no tuviste culpa. Ayer… estaba nerviosa, ¿entiendes? Pero yo no estoy enfadada. A mí también podría pasarme.

Vi que se le iluminaban los ojos. Seguramente mi mal carácter la tuvo en vela toda la noche. Me abrazó fuerte, escondiendo la cabeza en mi pecho como hacía de pequeña. Sonreí, acariciándole el pelo. Volví a adoptar el rol de madre-hermana mayor que tuve durante toda mi infancia.

-Lori, no llores. Ha sido una crisis. Si Terry salió de ellas mil veces, Amy también. Verás cómo no es nada.

Intenté tranquilizarla a ella y a la vez a mí misma. Seguramente Terry, si estuviese allí, me diría lo mismo. Aunque en cierto modo, algo de él persistía en aquel lugar. Lorelay se separó ligeramente de mí, limpiándose las lágrimas a la manga del chándal. Le puse una mano en la espalda.

-¿Quieres que vayamos a tomar una tila?

Lo negó con la cabeza.

-Lori, vente, anda.-le hice un mohín, pero no cedió.

-Quiero ver a Amy.

Suspiré.

-Vamos a hacer una cosa. Tú te quedas con Amy un rato mientras yo voy con una amiga a tomar algo aquí abajo en la cafetería. Llevo todo el día sin comer.-le hice una caricia.- ¿Te parece bien?

Asintió. La miré sonriendo. No pude evitar darle un beso en la frente.

-Y no llores, ¿vale? No pasó nada.

Ahora fue ella la que esbozó una tímida sonrisa. La agarré por un pulso para llevarla a la habitación. Noté en mis dedos lo rápido que le latía el corazón. Nos dirigimos junto a Sharon y Amy, intentando aparentar normalidad.

-¡Tita Lori!-se puso de rodillas en la cama, como incrédula.

-Amy,-intervine, echándola para atrás y arropándola.- voy a tomar algo con Sharon al bar de abajo.-señalé hacia el suelo.- Vuelvo en un vuelo, ¿vale? Mientras, estate con la tita.

-¡Vale!

Ahora, a quién cogí por la muñeca fue a Sharon para llevarla a la cafetería del hospital. Estaba junto a la entrada. Las paredes estaban pintadas de un blanco inmaculado y el parqué era de un marrón claro. Las mesas turquesas y las sillas se agrupaban en las esquinas, dejándoles paso a unas enfermeras que ejercían de camareras en aquel deprimente lugar. Entre toda la gente que tomaba su merienda en un silencio sepulcral, una señora de unos 80 años que estaba sentada en una mesa apartada y casi invisible, lloraba dejando caer sus lágrimas en la infusión amarillenta que yacía en su mesa. Supuse que su marido la había dejado sola. Quizás yo también debía llorar. Terry probablemente también se iría. Aunque después de haber llorado tanto en las últimas 2 semanas, tenía los ojos secos como arenales. Sharon y yo nos sentamos cerca del revistero, una de las pocas mesas libres. Ella pidió un café con leche; yo, un agua y un sándwich vegetal.

-Y luego decías que no querías comer.-dijo Sharon, sonriendo.

-Ya, pero empiezo a tener algo de hambre. No puedo estar eternamente en ayunas.

-Tú lo que necesitas es uno de mis cigarritos mágicos.

-Le prometí a Terry que no lo haría.-bajé la mirada levemente.

-Bueno, no pasa nada.-apoyó la cabeza en ambos nudillos y me miró.- Por cierto, hablando de cigarros, estos días Tobías parece un tren a vapor.-se rió.

-¿Sí?-la acompañé en su risa.

-Pues sí. Enciende un cigarro con la colilla del anterior. Es como si fumase en cadena. ¡Tremendo!

-Eso no puede ser bueno.-me llevé la mano al pecho. Noté la cicatriz. Palpitaba, como dándome la razón en mi afirmación.

-Lo sé, pero ¿qué vas a decirle? El pobre está haciendo muchísimo esfuerzo dejando la coca. Además sin ayuda. Si no le dejamos fumar, se vuela la cabeza.

-Pobre. Debe estar pasándolas canutas.

-Pero está siendo muy fuerte, Emily.-me miró convencida.- Otros en su situación se habrían rendido a los dos días.

-¿Y él cuánto lleva?

-Cosa de una semana, creo.

-Es un gran paso.-sonreí.

-Lo es.-asintió.-Y confío que siga manteniéndose como hasta ahora.

Cambiamos radicalmente de tema.

-¿Y Terry cómo está?

Me estremecí.

-Igual. Ni un solo movimiento. Nada.

Llegaron entonces el café y el agua. Me explicaron que el sándwich estaría en 10 minutos. Me serví un vaso y me lo bebí de golpe.

-¿Y tú le hablas?

La miré perpleja.

-¿Cómo coño vamos a hablar si está en coma, Sharon?

-No digo que habléis.-se rió.- Digo que le hables.

-¿Y eso cómo se come?

-¡Vamos, Emily! ¿Es que tú no ves películas?

-Mi filmoteca es algo escasita.

Removió el café y el azúcar con la cucharilla.

-Verás,-me explicó.- digo que le cuentes cómo estás, las cosas que te pasan…

-¿Y eso de qué me sirve, si no me oye?-arqueé una ceja.

-Sí que te oye.

-Si tú lo dices…

-Emily, eso es bueno para él. Le hace sentir tu presencia.

La miré con seriedad, aguantando con ambas manos la copa de agua. Mi presencia… con unas palabras Terry podría saber que estaba a su lado. Seguro que no le hacía falta, él lo sentiría solamente con poder notar mi aura, al calor que desprende mi cuerpo. Aunque quizás así me liberaría de aquel dolor interno, de aquella soledad. Quizás así podría ahuyentar a todos mis demonios, que me desgarran a través de las sábanas frías, pasillos vacíos de paredes húmedas, habitaciones deprimentes, cientos y cientos de horas muertas.

-Quizás lo haga, quién sabe…-respondí, mientras giraba la cabeza hacia el mostrador, donde señoras de traje blanco preparaban mi sándwich.

Poco después me trajeron la comida. Devoré con avidez. Nunca había tenido tanta hambre; supongo que serían los nervios. Volvimos a la habitación tras pagar nuestras consumiciones, pues Sharon tenía que marcharse. La hora se la marcaron reiteradas llamadas furiosas de David, y un par de mensajes preguntando “dónde coño se había metido”. Se despidió de mi hermana y de Amy; derrochó ternura con esta última, hasta tal punto que una lágrima hizo que le brillasen los ojos. Seguramente había recordado que quizás ella podría estar abrazando a una hija suya si las circunstancias hubiesen sido diferentes. A mí, que estaba observando desde la puerta, me envolvió con sus brazos con fuerza.

-Sé fuerte.-me susurró.

-Lo mismo te digo.

Sonreímos. Salimos a fuera y volvimos a darnos dos besos. En cuanto Sharon se dio media vuelta y comenzó a avanzar por el pasillo, le grité, alzando la mano:

-¡Espera!

Giró la cabeza sobresaltada, agarrándose el bolso como solía con una mano.

-¿De dónde sacaste la corona de la que me hablaste?

Se rió, encorvándose ligeramente hacia delante.

-La compré en los chinos hace tiempo.-respondió.- Casi todas tenemos una.

Observé cómo se alejaba hacia el ascensor, manteniendo recta la espalda, sobre sus altísimos tacones, con andares de princesa.

Llegó la noche. Mi hermana se fue pronto, pues tenía que cuidar del perro. Le trajeron la cena a Amy, mientras me contaban que mañana le harían las pruebas de alergia y una espirometría antes de desayunar. Asentí, casi sin inmutarme. Me saca de quicio la mala costumbre que tienen en los hospitales de sacarnos pasta por todos los lados. Tras hablar con la enfermera, quien retiró la bandeja de la comida cuando Amy ya había acabado, me senté en el sillón que estaba al lado de la cama. Sentí como toda mi tensión era absorbida por aquel tejido de flores. La mirada de mi hija se posó en mí.

-Mamá.

-Dime.

-¿No te parece increíble que viniese una princesa a verme? Cuando se lo cuente a mis amigas…

Me enderecé para poder mirarla a los ojos con dulzura.

-Verás, Amy. No solo ella es princesa. Todas las mujeres lo somos.

-¿En serio?

-Claro.-sonreí.- No hace falta tener un trono ni un castillo para ser princesa.

-¿Todas las mujeres…?-repitió.

-Todas, sin excepción.-sonreí.

Era cierta mi afirmación. Siempre lo había pensado. Aunque solo fuésemos coronadas con una tiara de plástico, las mujeres somos las princesas del mundo. Desde las que gobiernan en un hogar, que cuidan con recelo y amor; las que, como Sharon, por la noche sufren una metamorfosis como una mariposa y se adueñan de la noche; hasta las que solamente somos monarcas de un corazón, el cual observamos atentamente día tras día latir con una sonrisa en los labios, y hacemos que a nuestro gusto duplique su velocidad. Y a ningunas más que a aquellas que llevan una corona de diamantes y se pasean con sus yates, intentando a la vez ser solidarias y cordiales con el pueblo, se nos reconoce nuestro poder y nuestra labor. Ni siquiera a muchas de estas que nacieron entre algodones les dejan ejercer su soberanía; tienen que limitarse a ver como su hermano pequeño les arrebata ese trono que les pertenece. Las princesas renegadas seguiremos abriéndonos paso en una sociedad que, lejos del oro y la opulencia, no reconocen que detrás de cada madre, de cada hermana, de cada hija, se esconde una monarca que reinará en su ámbito con entrega.

Recuerdo que aquella noche la pasé algo mejor. Dormité unas cuantas horas en el sillón, agotada, con una mano sobre la cama, que Amy me había agarrado y no quería soltarme. A las 7 la despertaron para hacerle las pruebas de alergia, aunque ella se negara a hacerlas y se retorciese en la cama. Le cogí la cara con ambas manos, haciendo que no viese que la pinchaban, y contamos hasta 10 muy despacio. Tras habérselo hecho, tuvimos que esperar unos 15 minutos a que reaccionara. Uno de esos puntitos, además del de prueba, se puso rojo. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para que no se rascase. Parecía ser que les tenía alergia a los perros. Ahí estaba el problema. Lo comprendí todo entonces. Me costó explicárselo a Amy.

-¿No voy a poder volver a jugar con Pipo?-preguntó escandalizada.

-No, cariño. Podrías volver a acabar aquí. Jugar con perros te hace daño.

-¡Pero si ya éramos amigos!

-Como si erais lo que fueseis. No vas a andar más con perros y punto.

Llegó la tarde entre discusión y discusión, y golpearon inesperadamente la puerta. Fui a abrir. Reconocería aquellos ojos en cualquier sitio.

-Tobías, ¿qué haces aquí?

-Bueno,-se rascó la nuca.- Bloody me dijo qué habitación era, y quise acercarme a veros.

-Muy amable por tu parte.-sonreí.

Le miré de arriba abajo mientras se le pasaba la vergüenza. Llevaba unos mitones negros en las manos, como siempre. Se cubría la cabeza con un gorro negro de lana. En el cuello se le enroscaba un fular verde oscuro, sobre su camiseta negra de manga larga. Un pantalón vaquero oscuro le tapaba las piernas. En los pies, unos tenis negros y blancos con los que pegaba pequeñas pataditas en el suelo.

-¿Cómo estás?-me preguntó.

-¿Yo? Bien, tirando. ¿Y tú?

Se encogió de hombros.

-Tengo un mono todavía…

-Ya me comentó Bloody.

-Emily, yo no me saco. No me saco de la coca ni cobrando. Mira cómo estoy con el poco tiempo que llevo sin tomarla. Yo padezco de insomnio,-se señalaba con la mano mientras lo decía- pero las pocas horas que podía dormir ya se han ido a la mierda.

Lo noté estresado. Le toqué en un hombro, en el cuál pude notar sus huesos frágiles.

-Aguanta, Tobías. Tienes que ser fuerte.

-Ni fuerte ni ostias, Emily. Lo estoy dejando sin nada de ayuda, y es desesperante. Yo lo único que quiero es llegar a casita, meterme un par de rayas y dormir tranquilo mientras pueda.

Enmudecí, girando la cabeza para no mirarle a los ojos. Había angustia en aquella mirada.

-Si tomas una… vuelves a caer.

-Yo controlo.

-Ya veo lo que controlas. Recuerda que te tuvimos que llevar hasta casa, que ni te tenías en pie.

Desvió la mirada. El vago recuerdo de aquella noche todavía le dolía, como una espinita clavada.

-Se lo prometiste a Bloody.

-No empecemos con chantaje emocional, ¿quieres?

-No es chantaje emocional. Ella ayer estaba muy esperanzada. Sabe que lo dejarás. Y yo también lo sé. Confío en ti.

Tobías suspiró, llevándose las manos a los bolsillos, sin apartar la mirada.

-La verdad es que nadie antes había confiado en mí.

-Pues ya sabes. No puedes fallarnos.

-Demasiada responsabilidad para un caso tan delicado.

-Si no apuestas fuerte no puedes ganar mucho, ¿no lo sabías?-sonreí.

-Nunca te rindes, por lo que veo.-me acompañó en mi sonrisa.

-No, ese es mi mayor defecto.

Le agarré una muñeca.

-Vamos a dentro. Quiero que conozcas a mi hija.-abrí la puerta cuidadosamente mientras comenzaba a asomarme.

Justo por el sitio donde le agarraba, sentí que bajo mis dedos latía una de sus heridas.

-Amy, tienes visita.-le dije, introduciendo a Tobías dentro de la habitación.

Ella observó con detenimiento sus ojos hipnóticamente verdes.

-Se llama Tobías.-proseguí.- Es amigo mío, como Sharon.

-¿Entonces él es un príncipe?-me miró.

-¡No!-me reí.- No es nada de eso.

Se acercó a Amy entonces, guiado por una dulzura nunca vista en él. No parecía la misma persona que tendía a hacerse el duro y a mirar con recelo a cualquiera que se le acercase. Se inclinó ligeramente para poder mirarla y sus labios esbozaron una sonrisa tímida.

-Hola guapa. ¿Cómo te llamas?-preguntó.

Ella se sonrojó un poco.

-Amy. Me llamo Amy. Encantada.-sonrió. Se comportaba con él como si fuese una educada princesita.

Tobías se arrodilló, apoyando sus manos en el borde de la cama, y dejando caer la cabeza sobre ellas.

-Me ha dicho tu madre que estás algo enferma.

-Sí, es cierto.-se remangó el pijama y le mostró su brazo perforado.-Mira lo que me han hecho hoy por la mañana.

Él palpó cuidadosamente aquellos pinchazos inflamados deslizando sus largos dedos de arriba hacia abajo, como si quisiese cerrar aquellas heridas con el mínimo contacto, paliar su dolor. Se mordió los labios.

-Debió doler mucho.

-Sí.-asintió frenéticamente.- Estuve a punto de llorar.

-No tienes por qué preocuparte.-la miró de nuevo, con seriedad.- Yo también tengo asma, ¿sabes? No me trajeron al hospital ni una sola vez, y ya ves. Aquí estoy. Te pondrás bien dentro de nada, ya lo verás.

Amy clavó la mirada en las sábanas. Seguramente le gustaría creerle, pero nunca había pasado por una situación tan dura, y realmente seguramente pensaría que corría el mismo riesgo que yo cuando había estado tan enferma. Tobías, intentando indudablemente animarla, le acarició detrás de una oreja.

-Hum…-dijo, arqueando una ceja.- ¿Qué tienes aquí?

La niña giró un poco la cabeza y miró hacia atrás con curiosidad. Cuando él apartó la mano, al abrirla, dejó al descubierto un caramelito con un envoltorio violeta; probablemente sería de mora. Amy se había quedado con la boca abierta.

-Toma,-concluyó, entregándoselo.- para ti. Y no te preocupes más, ¿de acuerdo?

Ella miraba el caramelo con admiración. Se palpaba la oreja y no daba crédito a lo que acababa de pasarle.

-¿Cómo lo has hecho?-preguntó, mirando a Tobías con ojos curiosos.

Se encogió de hombros, levantando ligeramente las palmas de las manos.

-Magia, supongo.-respondió sonriente.

-Ya sé lo que eres.-ahora la que sonreía era ella.- Eres un mago.

Tobías se echó hacia atrás atónito.

-¿Perdona?

-Por eso me tocaste antes el brazo y me dices que voy a curarme, por no hablar del caramelo.-lo movió con énfasis. Entonces, giró la cabeza hacia mí.- ¡Es un mago, mamá! ¡He conocido a un mago!

Él también me miró, pero preguntándome qué debía hacer.

-Pues claro. Tienes una suerte…-le guiñé un ojo a Tobías. Supo interpretarlo y me hizo un gesto con la cabeza.

-¿Sabes hacer más trucos?-le preguntó Amy, mirándolo esperanzada.

-Eh… Pues claro. ¿Cómo no voy a saber?

Se le notaba nervioso. “Tobías, mientes muy mal” pensé, a punto de echarme a reír.

-¿Puedes traerme a papá de vuelta?

Me estremecí. Ella también echaba de menos a Terry, a pesar de no saber la verdad. Simplemente se fue, sin despedirse. Amy pensaba que volvería algún día; yo estaba convencida de que algún día se iría realmente. Quizás no volvería a escucharle hablar, ni a dormir con él, ni a mirarle a los ojos y recordar lo hermosos que eran. Giré la cabeza.

-No lo sé…-respondió.- Pero puedo intentarlo.

-Amy…-ordené, con voz débil- No molestes tanto a Tobías.

Él me miró extrañado, sin atreverse a llevarme la contraria. Simplemente, se levantó y se acercó a mí, apoyando una de sus manos, enfundada en los mitones negros, en mi hombro.

-¿Estás bien?-susurró.

-Sí, no te preocupes.

Amy estuvo callada durante un rato, intimidada por mi lastimosa reacción. Yo me mantuve sentada en el silloncito, mirando de vez en cuando hacia arriba, como si pudiese verlo solo con desearlo tanto. Me mordí los labios, no podía mostrar tanta fragilidad ante mi hija. No debía saber en qué situación se encontraba su padre. Si para mí era una angustiosa y dolorosa incertidumbre, para ella....

-Tobías.-dijo tras su silencio, tirando frenéticamente de la manga de su camiseta negra.- ¿Me cuentas un cuento?

-Eh… ¿yo?

-Sí.

-Verás… es que a mí nunca me contaron un cuento, y no sé muy bien…

-¡¿Nunca?!-exclamó Amy incorporándose.

Debo reconocer que yo también me sorprendí.

-N…Nunca.-respondió él algo intimidado.- Mi madre no era demasiado cariñosa, que digamos.

-Entonces tenemos que contarte uno.-se giró hacia mí, sonriendo.- Mamá, cuéntanos el de la princesa y el enano.

-Cariño, te lo he contado ya dos veces.-me reí.

-Pero Tobías no lo ha oído. ¡Porfa!

-Está bien.-la arropé, con una sonrisa.

Les volví a relatarles la historia. Tobías estuvo en silencio durante toda la narración, catando cada una de mis palabras con atención. Al final, sentí cómo se sorprendía al escuchar que el enano había muerto. Seguro que él también había oído que todos los cuentos de niños acababan bien; menos aquel. Por eso me gustaba tanto. Mostraba aquella realidad a la que tuve que enfrentarme de pequeña cuando mi hermana murió, cuando se le quebró su pequeño corazón. Quizás yo era aquella princesa que, cada vez que encontraba en su tediosa y triste vida un ápice de felicidad, se lo arrebataban cruelmente, rompiéndole el corazón a ella también.

-¡Joder!-murmuró Tobías.

-¿Verdad que es bonito?-le preguntó Amy, acostada en la cama, haciendo esfuerzos para no dormirse.

-Es muy bonito.

Le acarició el pelo. Yo me incliné hacia ella, mirándola con ternura.

-¿Tienes sueño?

Asintió.

-Yo ya me voy, entonces.-dijo Tobías.

-No.-gruñó Amy con los ojos casi cerrados, agarrándole la manga de nuevo.

-Cariño, tiene que irse a hacer unos recados. Pero verás como vuelve otro día.

-No quiero que se vaya.

-Volveré pronto, lo prometo.-intervino Tobías, alzando una mano como si estuviese haciendo el juramento a la bandera.

-Voy a acompañarle al pasillo, tú duerme tranquila.-me incliné sobre ella y le besé la frente. Noté cómo asentía.

Empujé la espalda de Tobías con las yemas de los dedos para que saliese delante de mí. La puerta apenas provocó ruido alguno.

-Bueno,-dije.- ahora es cuando tengo que reñirte.-arqueé una ceja.

-¿Reñirme? ¿Por?

-Dices que tienes asma y sin embargo fumas muchísimo.

Noté que se aliviaba al saber mi motivo.

-¿Por eso? Bah.

-Bah no, Tob. Sé de lo que hablo.

-Aún estoy dejando la coca, así que vayamos por partes, ¿quieres?

Sonreí.

-Por cierto, cambiando de tema,-dije.- ¿qué tal lo has pasado?

-Bien.-metió las manos en los bolsillos.- Tu hija es muy maja. Eso sí, lo del mago… ¿Tú le das drogas o algo?-se rió.

-¿Cómo voy a darle drogas, animal?-le reprimí entre carcajadas.

-¿Entonces, por qué no le dijiste que no lo era?

Le miré con dulzura.

-Todavía es pequeña. Puede refugiarse en su mundo de fantasía. Ya se enfrentará con la realidad cuando sea más grande.

Tobías asintió. Al fin y al cabo, mi razonamiento no le parecía tan malo.

-¿Sabes?-prosiguió.- A pesar de que se me den bastante mal, a mí los críos me encantan. Sé que suena cursi, aunque después suelo mostrarme brusco con ellos. Tu hija me ha caído bien, no sé, me recuerda a mi hermano, supongo.

-¿Tienes hermanos?

-Bueno, sí. Tenía.-desvió la mirada.

-Tenías.-repetí, intentando mirarle a los ojos.

-Murió cuando yo tenía 9 años.

-Lo siento, Tobías.

-¡Eh! No pasa nada. De eso hace mucho tiempo. Ya te contaré si quieres.

-Claro que quiero…-bajé la cabeza.- Yo también perdí a mi hermana cuando era pequeña.

-¿A qué edad?

-6 años.

-Joder…-murmuró, apartando la cara.-Eso sí que debe ser jodido.

-Te hace pensar en cosas que un niño de tu edad no piensa.

-Cierto.-afirmó, mientras se colocaba bien el gorro de lana.

-Te lo contaré otro día con más detalle.

-Lo que me gustaría que me contases ahora…-interrumpió.- Y sin excusas, es dónde está el padre de Amy.

-¿Sin excusas?-fruncí el ceño.- Está ahí arriba.-señalé con la cabeza el techo.

Tobías miró hacia arriba.

-¿Está muerto?

-¡No!-me apresuré en contestar, moviendo la cabeza hacia los lados nerviosa.- ¡No! Me refiero a que está en el piso de arriba. Está en coma.

Me asustaba escuchar la palabra muerto. Mi corazón palpitaba con mucha más fuerza desde que lo había mencionado. Ni siquiera había titubeado al decir que estaba en coma, aquella realidad cruel que parecía atenazarme la garganta cada vez que la pronunciaba. Aunque me temblaban los labios.

-¡Ay, madre!-exclamó él.- ¿Y eso?

-Yo estuve muy enferma, Tobías.-suspiré.- Terry… el padre de Amy… consiguió el dinero de mi operación… matando. Se hizo sicario…-me eché el pelo para atrás.- Y un tipo lo paseó.

-Lo de siempre…-sus suspiros sonaban mucho más hondos y temblorosos.- Que la gente tenga que sufrir por culpa de la mierda de sanidad que tenemos es el pan de cada día.-esbozó una sonrisa amarga.

-No me gusta acordarme de ello.-aparté la mirada. No quería que me viese llorar.

-Emily…

Me acercó a él, intentando calmarme. Me dejé llevar, con los ojos cerrados fuertemente, haciendo un esfuerzo por no estallar en lágrimas, aunque el pecho de Tobías era el lugar idóneo para hacerlo. Allí me encontraba a gusto, tremendamente segura, y deseaba que brotase de mis ojos toda mi tristeza y mi angustia dulcemente.

-¿Amy sabe…?-preguntó.

-No tiene ni idea.

-Mira Emily, si… si necesitas algo ya sabes donde llamarme.

-Gracias Tobías.-permanecí con la frente apoyada en su pecho, sostenida por su esternón frágil como el cristal.- Eres muy amable.

-Bah, hago lo que haría cualquiera.-dijo, restándole importancia.

-Tú siempre has sido muy bueno conmigo.

-Anda, déjalo. Tengo que pirarme.-me apartó.- No llores más, ¿de acuerdo?

-Vale.

Iba a marcharse cuando le agarré por una muñeca. Giró la cabeza y clavó en mí sus dos ojos verdes.

-Una cosa. ¿Compraste ese caramelo solo para hacerle el truco a Amy?-sonreí.

-Me hacía ilusión.-se rió.

Pocos días después, Amy salió del hospital, de la mano de Lorelay y mía. Recuerdo que saludó con la mano a todos los enfermeros y enfermeras del pasillo, y ellos le devolvían el saludo sonriendo. Con el poco tiempo que había estado allí, todos la conocían. Seguramente su dulce inocencia era la que hacía que le cogieran cariño. Al llegar a las escaleras, la solté. Ella me miró extrañada, a la par que mi hermana.

-Voy al baño antes de marchar. Vuelvo enseguida.-miré a Lorelay y le hice un gesto.

Subí las escaleras, mientras las escuchaba hablar entre ellas y jugar al se-se-se. No iba del todo angustiada. Tampoco del todo contenta. Era una tristeza alegre, una alegría triste lo que sentía esta vez. Palpé aquellas paredes húmedas. No sentía el mismo frío que las otras veces, aunque algún escalofrío recorría de vez en cuando mi columna. Abrí la puerta, casi con la naturalidad con la que abro la puerta de casa. Le vi. Seguía inmóvil, como dormido, en la cama. Sonreí. Me senté en un sillón a su lado, inclinada hacia él.

-Una amiga mía-comencé, con voz velada.- me dijo que si te hablaba sentirías mi presencia. Me parece una mariconada innecesaria, realmente, porque no sé si puedes oírme o no. Pero por probar no pasa nada.-suspiré.- Amy ha estado unos días en el hospital, una planta más abajo, por una crisis de asma. Hoy ha salido por fin, y está bien. Yo también estoy bien, Terry, sé que si pudieses me lo preguntarías. Tengo unos buenos amigos que están cuidando muy bien de mí. ¿Sabes?-reí suavemente.- Amy pensaba que mis amigos eran una princesa y un mago. ¿Te lo puedes creer? Lo que inventan estos niños.-me acerqué más a él.- Eché mucho de menos cuando me decías que yo era tu reina.-le acaricié la mejilla. Estaba tan fría.- Y cuando me decías que era una princesa por no tener equilibrio, por eso tuve que bailar contigo descalza, ¿recuerdas?-me temblaba la voz.-Creo que a todo esto sobra decir lo mucho que te echo de menos. Nos vemos…-me despedí, antes de echarme a llorar.

Me levanté de la silla y me dirigí a la puerta. Giré la cara para mirarle. Volvía a hacer frío. La princesa se quería morir al catar la incertidumbre de si aquel corazón seguiría latiendo o se rompería. No había castigo más cruel para ella. Cerré la puerta, mirando hacia el interior, mientras seguía escuchando mis propias palabras zumbar en mi cabeza: “Te echo de menos…”

2 comentarios:

  1. aaa me encanto el capitulo, gracias por dedicarmelo ami :), y no importa si no puedes comentar con que la leas me comformo :)

    no veo las horas de que subas l proxima cap, me encanta :DD

    besos:D♥♥

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  2. Aimm me encanta esta xulisimo sube prontito el siguiente ok???

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