viernes, 12 de marzo de 2010

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XXVIII-Ángel



Mas non temas, que antre mil[1]
N’hai máis que un anxo antre os demos,
N’hai máis que un atormentado
Antre mil que dan tormentos.

Xan- Rosalía de Castro.

Apenas un par de noches más repetí aquella rutina de ir al bar de Tobías a hablar con Sharon, y ya había dejado de sentirme extraña. Sí, aquella gente era ahora mi gente. Aquellos a los que nadie en su sano juicio se acercaría. Una fuerte empatía comenzaba a atarme a ellos. Podía ver todo aquel sufrimiento en sus ojos, y me sentía terriblemente identificada. Sí, el dolor es algo que une, realmente. Todos, seamos quienes seamos, lo sentimos. El dolor nos hace ser quién realmente somos. Todos los días, alguien se muere ante nuestros ojos, sea física o emocionalmente, y nos empeñamos en no verlo, como unos jodidos ingenuos, y hacer como que no va con nosotros. Si no va hoy, irá mañana, y entonces será cuando nos lamentemos.

Recuerdo un día con claridad. Me dirigía a nuestro garito de siempre; sedienta, ansiosa de alcohol que llevarme a la boca. Amy estaba con Lorelay en casa, así que no tendría de qué preocuparme, eso sí, no debería trasnochar demasiado. Paseé por aquella calle, mojada por las lágrimas, en la que moraban todo tipo de personas enfermas, pobres, y tristes. Sí, tristes. No hacía falta verles llorar. Sus ojos translucían todo aquel dolor. Odiaba pasar por aquel lugar, pero no podía ocultármelo a mí misma. Ese era el mundo, por mucho que me disgustase. De repente, giré la cabeza y lo vi. Era un señor bastante mayor, de unos 60 años. Tenía la ropa toda rota, la cara sucia, y la mirada perdida. Estaba sentado en un banco, comiéndose los restos de una manzana podrida que seguramente se había encontrado en la basura. En aquel momento, llegó una pandilla de indigentes, que intentaron quitársela. Todo sucedió tremendamente rápido. Él forcejeó con ellos, pero no fue capaz de conseguir lo que él mismo había ganado. Intenté ir a socorrerle, pero el grupo se marchó corriendo. El pobre anciano, permaneció en el banco, temblando asustado. Un hilo de sangre comenzó a caerle por la nariz. Entonces sí que casi me da algo allí mismo. Me torné pálida. Le pasaba igual que a mí. Yo también habría sangrado. Una movida así me haría sangrar. Aunque no hizo nada. Se limitó a hablar solo, mientras se encharcaba. No pude esperar más, me acerqué a él.

-Hola.-le dije, con voz dulce. Me miró con miedo.- ¿Estás bien?

Desvió los ojos hacia el suelo. Luego volvió a clavarlos en mí, llevándose las manos a la nariz, como intentando detener la hemorragia.

-Yo también sangro mucho por la nariz. Sé lo que eso.

Saqué una cajita de pañuelos de papel del bolso y le entregué uno. Retrocedió.

-No temas, no voy a hacerte daño. Yo no soy como esos capullos. Acerca un poco la cara, te limpiaré yo.

Sorprendentemente, me obedeció. Lo hice con muchísimo cuidado, intentando que no se asustase. En cierto modo, me recordó a lo que le había hecho a Terry cuando nos conocimos. Cuando lo hube hecho, volvió a palparse la zona. Al cerciorarse de que ya no sangraba, sonrió.

-¿Tienes hambre?-le pregunté.

Asintió, decidido. Recordé que tenía un sándwich en el bolso. Lo había llevado a la oficina, pero al final no lo había comido. La verdad es que desde lo que le pasó a Terry, mi apetito volvió a menguar. Se lo entregué.

-Toma. Es para ti.

-Para mí.-repitió.

Lo cogió rápidamente y comenzó a hincarle el diente. Seguramente hacía muchísimo tiempo que no probaba algo así. Sonreí. Me alegré de haberle ayudado. Opté por levantarme, pues me encontraba de cuclillas, y seguí mi camino.

-Tengo que irme. Nos vemos.-le dije, para despedirme.

-¿Tienes que irte? ¿Nos vemos? Nos veremos si tienes que irte.-respondió, mientras me alejaba.

Entré en el bar. Sharon y Tobías, apoyados ambos en la barra, charlaban animadamente. Se palpaban. Él el hombro, el brazo. Ella, la espalda. Permanecí en la puerta, intentando averiguar qué estarían diciendo. Tobías, al verme, le dijo:

-Mira, ahí viene.

-¿Pasa algo?-pregunté.

-Estábamos hablando de tu tatuaje.-respondió Sharon.- Tobías quiere hacerse uno.

Suspiré aliviada. Por un momento había pensado que murmuraban algo malo sobre mí.

-¿Me lo enseñas?-dijo él, tímidamente.

-Hombre, tampoco es plan de desnudarme en pleno bar.

-Venga, mujer, yo te tapo.

Lo hice. Le di la espalda a él, y me subí la camiseta, sin llegar a enseñar el pecho. Sharon me escoltaba por delante. En cuanto pudo verlo, se quedó con la boca abierta.

-¿Qué te dije?-bramó ella.- ¿Es bonito o no?

-Es precioso. Joder, debió doler bastante.

-No te creas. Estaba decidida a hacerlo, así que no me importó demasiado el dolor. Además, un hombre hecho y derecho como tú, no debería preocuparse por eso.

Nos reímos. Me bajé la camiseta, y nos acercamos ambas a la barra, para poder seguir hablando los tres.

-¿Qué quieres tatuarte, Tobías?-le pregunté.

-Ni idea. Supongo que un tribal, como el que me hice aquí.-se palpó entones en el bajo vientre.-o alguna de estas mariconadas.

-Tienes que hacerte algo que te guste, aunque no sea lo común. Simplemente, busca en tu corazón, y sigue tu instinto. Yo fue lo que hice. Así acabé con una paloma en la espalda.

-¿Por qué una paloma?

-Es algo muy complejo. Tampoco es plan de ponerme a explicarlo.

-Yo también tenía pensado en hacerme uno.-dijo Sharon.- Pero no estoy demasiado convencida aún.

-¿Qué tienes que pensar?-le reprendí, sonriendo.- Un tatuaje se hace a lo loco, sin pensar siquiera.

-Me gustaría tatuarme un ángel.-irrumpió Tobías, después de reflexionar sobre ello. Miró hacia Sharon.- Un ángel hermosísimo. En el pecho.-le sonrió. Se sonrieron.

-No es mala elección.-sentencié.- ¿Verdad?-dije con picardía finalmente, mirando a Sharon.

Ella se acercó a Tobías y, suavemente, posó una de sus manos en la zona que él había mencionado.

-Sería precioso. Yo también podría hacerme un ángel. No en el pecho, porque no puedo, pero… Quizás en la espalda, como Emily.

Tobías, que se había sonrojado, agarró la mano de Sharon y la miró con preocupación.

-¿Por qué no puedes? ¿Pasa algo?

Se tornó pálida. Temía que descubriese su secreto. No debía saberlo, pero no le salían las palabras para tranquilizarlo. Tuve que intervenir.

-No pasa nada, Tobías. Olvídalo.

Se separaron. Me miró. Estaba agradecida de haberla ayudado. Le devolví la sonrisa. Sabía que ella no permitiría ver preocupado a Tobías. Me fui pronto a casa. Los dejé solos, bebiendo codo con codo, riendo. La sonrisa blanca y perfecta de Sharon se reflejaba en los ojos verdes de Tobías, que la miraban con una tremenda atención. Existía una perfecta armonía entre ellos.

Pasaron apenas un par de días más hasta que volví a reencontrarme con aquel señor. En lugar de ir al bar, preferí sentarme en un banco a esperar a Sharon y poder ir juntas. Lo vi; me observaba, sin atreverse a acercarse, desde la otra punta de la calle. Opto finalmente por hacerlo. Sonreí, para que no tuviese miedo. Se quedó parado en una esquina del banco, mirándome de arriba abajo.

-Hola.-me dijo.

-Hola.-respondí, cordialmente.- Te acuerdas de mí, ¿verdad?

-Sí que me acuerdo. Me diste de comer y me limpiaste el otro día.

A pesar de ser mayor, tenía voz de niño, y bajaba la mirada avergonzado. Me acerqué a él, sin levantarme del banco.

-Siéntate, no tengas miedo.-propuse.- Mira, te he traído un pastelito.-rebusqué en el bolso y lo saqué. Lo había comprado para comer en la oficina, nuevamente, pero no había tenido hambre.

Él me obedeció. Se sentó a mi lado y cogió lo que le ofrecía. Mientras comía con avidez, me miraba con admiración. Yo lo observaba con ternura, sonriendo. Al acabar de comer, me dijo algo que se me quedó grabado para siempre:

-Señorita, no finjas. Sé lo que eres.

-¿Cómo?-le pregunté extrañada.

-Eres un ángel.-afirmó, con contundencia.-Un ángel bonito.

Le miré. Él estaba completamente seguro de lo había dicho, y seguramente estaba esperando a que se lo corroborara. Tragué saliva. Todavía no me creía lo que acababa de oír. Un ángel…

-Alguien así no es sino un ángel.-continuó.- Eres demasiado bonita.

Sonreí. Se le veía esperanzado con mi presencia, con su mentira. Me enternecí, pero no supe qué decirle.

-Tienes que salvarnos, mi ángel. Tienes que salvarnos.-me miró.- Estamos muy mal. Todos estamos mal, y nos morimos, ángel. ¡Nos morimos!

-Yo…-titubeé.

-El otro día, vi a un bebé morir en brazos de su mamá. Su mamá gritaba, gritaba cosas… y lloraba.

Me recordó en aquel momento a mi hijo, a Jimmy, cuando se había muerto. También murió en mis brazos, ante mis ojos. Nunca me perdonaré haberlo permitido. Debí haber denunciado a Robert en lugar de huir, y quizás así seguiría vivo... y Terry y yo cuidaríamos de él. Bajé la cabeza. Él me acarició el pelo.

-Tienes que ayudarnos.-repitió mientras me enderezaba.- Mi ángel.

-No puedo.

-Sí que puedes, te envía Dios.

Y él seguía con lo mismo. Desvié la mirada. En ese momento, vi a Tobías sacando la basura. Quise saludarle, pero antes de que pudiese reaccionar, el señor con el que estaba dijo:

-Llora mucho.

-¿Quién?

-Él.-respondió, señalando a Tobías.- Sale a fuera y llora. Se pasa mucho tiempo llorando, y parece que no respira.

Lo miré. Vestido de luto perpetuo, con aquella piel blanca, aquellos ojos verdes, aquel aspecto enfermizo y débil, pero a la vez tremendamente bello. Un destello de la luna hizo que brillase la marca que había dejado en su rostro una lágrima. Ajeno a todo, volvió a meterse en el bar.

-Un día-dijo- se ahogará con las lágrimas.

-Se morirá de tristeza.-dije, imitando las palabras de Angus.

Giré entonces la cara para poder mirar a mi interlocutor. En cuanto lo hice, sonrió, como si mi mirada le produjese una gran calma.

-Ni siquiera sé cómo te llamas.-dije.

-Klaus. Me llaman Klaus.

-Yo me llamo…

-¡No me lo digas!-exclamó Klaus.- No soy digno de saber el nombre de un ángel.

Me quedé sorprendida, pero no quise contradecirle.

-¿Por qué estás aquí?-preguntó.- No es un sitio bonito para ti.

-Estoy esperando a una amiga.-sonreí.- Es aquella.-señalé a Sharon con la cabeza, mientras ella descansaba en una esquina. Giró la cabeza y, al verme, me guiñó un ojo.

-Ah, eres amiga de Bloody.

-¿Bloody?

-Sí, ella se llama Bloody.

La sangrante… Supuse que sería un apodo. Quizás por eso Tobías la llamaba Blood. Me pareció extraño el nombre, le di vueltas.

-Creo-prosiguió Klaus.- que se llama así porque sangra.

Lo miré sorprendida. Tuve un mal presentimiento.

-¿Sangra?-le pregunté, ansiosa.

-Sí. A veces llega aquí un chico con ojos de mar-seguramente se refería a ojos azules o grisáceos.- Y se la lleva. Se la lleva a un coche y se van. Cuando vuelven, ella vuelve sangrando. Sangra mucho y tiembla. Y las piernas… las piernas parece que no le responden…

Entonces lo comprendí. Comprendí por qué ella siempre colgaba el teléfono de golpe, el moratón que tenía en el hombro, que dependiese de David para ir a cualquier sitio… Se veía a la legua, pero nunca me lo había confirmado, y me aferré en creer que yo estaba equivocada. Miré a Klaus. No hablé nada más con él. Me despedí y me fui al bar.

-Adiós, ángel.-me dijo.

-Adiós.-respondí, sonriendo.

Llegué al bar y me senté en una banqueta, enfrente de la barra. ¿Tenía que salvarlos? ¿De qué? ¿Cómo? Y pensar que ahora me tomaban por un ángel. Todo se volvió muy confuso para mí en aquel momento. Tobías estaba apoyado en la pared, al otro lado de la barra, fumando. No llevaba mitones. Me extrañó.

-Hola, Emily.-me dijo, al verme.- ¿Qué te pongo?

Entonces fue cuando lo vi. Un escalofrío recorrió mi columna, haciendo que me latiese con más fuerza el corazón. En la muñeca de Tobías, la derecha, la cuál dejó entrever cuando se apartó un mechón de pelo de la cara. Tenía unas cicatrices, rectas, que se la atravesaban una y otra vez, se entrecruzaban; eran rosadas, rojizas, profundas. Reconocí esas heridas. Terry tenía una también en la muñeca. Pero Tobías tenía más, muchas, tantas… Por eso llevaba mitones. Lo miré horrorizada. No me podía creer que él quisiese hacerse algo así. Comprendí entonces por qué lloraba.

-Una birra.-dije, intentando aparentar normalidad.

Sonrió. Aguantando el pitillo con los labios, como solía hacer, sacó una botella de la nevera y la colocó en la barra. En ese momento, sin que pudiese impedirlo, mis dedos se acercaron a la botella y rozaron la muñeca de Tobías muy suavemente. Estaban calientes aquellas cicatrices; nunca olvidaré la manera en la que aquel calor se quedó impregnado en la yema de mis dedos, estimulando todos y cada uno de los poros de mi piel. De repente, y sin más previo aviso, retiró bruscamente la mano y la arrimó hacia su pecho.

-¡No me toques la muñeca!-gritó.- ¡No me la toques!-temblaba.

-No te he tocado nada, Tobías, solo iba a coger mi cerveza.-le dije, sorprendida, intentando que no se diese cuenta de mi curiosidad.

Noté que jadeaba muy fuerte, como si tuviese ansiedad. Se tapó las heridas con la manga de la camiseta, nervioso.

-No tenías que haberlo visto.-dijo, con voz temblorosa.

No supe qué contestar, su reacción me había dejado sin habla. Entonces, entró Sharon en el bar. Se acercó a nosotros, sonriendo. En cuanto vio a Tobías, su rostro mudó en preocupación.

-¿Te encuentras bien, mi niño?-preguntó.- ¿Te pasa algo en la mano?

Él se tapó las heridas con más insistencia. Noté que se había tornado pálido. No contestó, se dio media vuelta y se fue, con la cabeza baja, mordiéndose los labios. Sharon se había quedado impresionada, prácticamente horrorizada, añadiría. Le comprendí. Él nunca habría querido que su secreto fuese conocido, y menos por Sharon. Nunca lo permitiría. Seguramente pensaría que ese conocimiento cambiaría su manera de verle. Supe lo que sentía. Estaba avergonzado, avergonzado por haber nacido en un mundo que no le corresponde, que le es completamente ajeno. Sí, él también necesitaba que le dijeran lo bonito que es aquel pulso lacerado, rajado, resquebrajado. Me recordó a lo que Terry había hecho con mi cicatriz, y tuve ganas de acercarme a él y decírselo, reproducir aquellas palabras: “qué bellas son”; ver cómo sus ojos translucen felicidad, por una vez en su amarga existencia, y sus labios, sus carnosos y perfectos labios, esbozaban una sonrisa. De repente, y después de hablar con el otro empleado del bar, salió apresurado hacia la puerta, con las manos en los bolsillos de la sudadera. Sharon lo agarró por un brazo en cuanto pasó por nuestro lado.

-Tobías, ¿qué te pasa?-hablaba suplicante.

Él lo sacudió con insistencia, haciendo que ella se echase para atrás, como si le hubiese arreado. Clavó la vista en el suelo, no quería que viese en cada uno de sus rasgos la más pura expresión del dolor, ni quería sentirse juzgado por su mirada. Salió del bar y la puerta se golpeó provocando un sonido fuerte, pero a la vez sordo y frágil. Lo observamos. Posteriormente desvié con suavidad la vista hacia Sharon. Tenía los ojos húmedos. Seguro que aquellas lágrimas rogaban por salir y acudir a su encuentro a través del aire.

-Déjale solo, Sharon.-le dije, seriamente.- Lo necesita.

Giró la cabeza, extrañada.

-¿Sabes lo que tiene?-me preguntó, con ansias de recibir una respuesta.

-Lo intuyo, eso es todo.

Sonreí levemente. No quería que se preocupase, Tobías no lo habría permitido. Ahora compartía un secreto con él. Ella comprendió que quería cambiar de tema. Cogió un pitillo del bolso y lo encendió.

-Oíste, Emily, te he visto hablar con aquel viejo…

-¡Ah, con Klaus! ¿Qué pasa con eso?

-Verás… Ese tío está loco; es esquizofrénico o algo así. Yo que tú no me acercaría demasiado.-echó el humo del cigarro a lo largo de toda su estructura.- No quiero que vengas a verme y acabes muerta… o algo menos fuerte, no quiero asustarte, que acabes asustada o eso, ¿comprendes?

Me reí, tapándome la boca con una mano. Pensé en que si lo contaba, me tomaría por loca a mí también. Ella levantó una ceja.

-¿Qué te hace tanta gracia?-gruñó.

-No me hará daño, Sharon, tranquila.-le respondí, entre carcajadas.

-¿Y tú qué coño sabes?-frunció el ceño.

La miré con una sonrisa en los labios. Me resultaba extraño decírselo:

-Piensa que soy un ángel.

Se echó ligeramente hacia atrás.

-¿Hablas en serio?

-¡Y tan en serio! Ni siquiera quiere saber mi nombre. Dice que no es digno conocer cómo se llama un ángel enviado por Dios.

-¿Un ángel?-todavía no se lo acababa de creer.

-Sí.

-¿Tú?-me señaló.

Asentí.

-¿A santo de qué?

-Un día, hace poco, le di de comer. Hoy me vio y me lo soltó sin más.

-No, si tienes una suerte… El único loco con el que te topas, y te toma por un ángel. Hay que joderse.-se echó a reír.

-Me dio pena, Sharon, voy a seguirle el juego.

-¿Por qué?

-Necesita algo en lo que aferrarse, algo en lo que creer… un milagro, eso es todo.

-No pensarás convertirle el cartón de vino en dinero, o algo así.

-Esto es serio.-la miré.- Sólo quiere tener esperanza.

-Como veas.-sonrió.

Recordé entonces lo que me había contado sobre ella. Pensé en comentárselo.

-Además, me contó tu alias.-dije.

-¿Qué alias?

-Bloody.

Su rostro mudó por completo.

-Ah, ese.-desvió la mirada hacia el suelo.- No solo es mi “alias”, Emily.-hablaba con seriedad.- Es mi sombra. Me persigue a dondequiera que voy, limitando mis actos, haciendo que no sea yo la que obra, acaparando toda la atención. La odio. Pero es una parte insoluble dentro de mí. No hay modo de arrancarla fuera.

Se le notaba esa rabia en la voz, ese desprecio, por el alter ego que le perseguiría durante el resto de su vida.

-¿Por qué Bloody? ¿Por qué no… no sé… Springtime, por ejemplo?

-Me lo escogió David. Le gustaba ese apodo. Suena como a vampiresa, y como tengo manía de morder cuando follo, me venía de perlas. Además, Springtime es muy, muy poco sexy, perdona que te diga.-sonrió.- Aunque… si quieres la verdad… preferiría haberme llamado Butterfly…-bajó la cabeza y se rió.- Chō no chi, o algo así.

Sonreí. Quise sacar entonces el otro tema a relucir, el más doloroso. Tenía que hacerlo. Ahora era su ángel.

-También-dije con seriedad.- he oído que David…-la miré. Nos miramos. Sabía qué iba a preguntarle.- te pega. ¿Es cierto?

Sharon giró la cabeza. Se mordió los labios. Me moví para poder mirarla a los ojos.

-¿Es cierto o no?-grité.

Me miró. No quería decírmelo. No tenía otra opción.

-¡Sharon, joder, contesta!

Entonces cerró los ojos y asintió con mucho dolor. Recuerdo perfectamente cómo aquellas lágrimas resbalaban por sus mejillas, y cómo temblaba. La miré indignada. No quería haber oído aquello.

-Lo sabía.-bajé la mirada.- ¡Joder! ¡Y no quise verlo!

Ella seguía llorando. Lloraba en silencio. Recordaba. Sufría.

-¡Eres una mujer fuerte, Sharon! ¡Tienes que salir de eso!

Entonces fue cuando explotó. Sí, toda aquella rabia, toda aquella impotencia, colisionaron en su interior, hicieron que estallase en miles de lágrimas, provocaron aquella intensa congoja cuando me reprochó:

-¡No soy una mujer fuerte, a ver si te enteras! ¡Siempre dices lo mismo, que tengo que luchar, pero estoy harta! ¡Tú puedes luchar porque tú eres fuerte! ¡Yo soy una puta débil de mierda que te la chupa por cuatro duros y punto!

Entonces, cayó en el asiento, suspirando y gimiendo. La abracé. Apoyé mi mejilla en su cabeza. Le besé en el pelo. Sentía como si entre mis propios brazos estuviese yo, cuando Robert me maltrataba.

-No llores. Encontraremos una solución, te lo prometo.

Sharon lo negaba con la cabeza. Y lloraba. Todavía recuerdo aquel llanto, cómo entraba por mis oídos y hacía que me estremeciese. La acerqué hacia mí.

-Te lo prometo.-repetí.

La mantuve en mis brazos mucho tiempo. No sé cuánto, pero mucho. Lo suficiente como para recordar con exactitud todo aquel dolor. Le dije tantas cosas para intentar tranquilizarla… Ella necesitaba hechos. Indudablemente. Ella, Tobías, Klaus. Necesitaban hechos.

Me fui del bar en cuanto Sharon se hubo tranquilizado. Volvió entonces Tobías, me crucé con él en la puerta. Tenía los ojos rojos; sus preciosos ojos verdes. Me miró. ¡Cuánta tristeza había en aquella mirada! Se tapaba las cicatrices aún con insistencia, como si fuese lo más oculto de sus ser, que estaba destinado a ser visto por gente extraña. Sus adentros, sus entrañas, sus miedos, sus inquietudes, todo. A merced del otro, a merced del mundo, a merced de él mismo. Era un castigo con el que tendría que vivir el resto de su vida.

Me dirigí al hospital, como siempre, siguiendo el mismo camino, sin cambiar ni siquiera de acera. Aquello se volvió una costumbre. Entré en la habitación. Sí, todo seguía igual. ¿Todo? Dentro de mí millones de cosas habían cambiado. Ahora era un ángel.

“Un ángel. Salvador. Redentor. Sin alas, sin halo, pero un ángel. Ahora tengo un cometido. Tengo que liberar a almas atormentadas y solas de su pesada carga. Suena épico, lo sé. ¿Imposible? No lo creo. Mi propia liberación depende de ellos. Necesito ver que aquel cuerpo blanco y dotado de perfección no vuelve nunca más a ser azotado, ni maltratado, ni humillado; que aquellos ojos verdes, brillantes, como esmeraldas, no vuelven a derramar ni una sola lágrima; que aquella nariz arrugada y roja del frío no vuela a sangrar nunca más por el miedo. Y estoy segura de que voy a conseguirlo. No tengo ninguna duda. Soy un ángel.”


[1] Pero no temas, que entre mil/ No hay más que un ángel entre los demonios, / No hay más que un atormentado/ Entre mil que dan tormentos.

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