martes, 14 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo III- Nos engañaron a las dos


Me río yo de los sensibleros romantico-nes de mierda que les da por decir que casarse es lo mejor que le puede pasar a una mujer. Ja, ja, ja. Mi boda, esta boda, fue la peor del mundo.

Se celebró el 13 de mayo. Yo me vestí en casa, ayudada por mi madre. El vestido era de un blanco inmaculado que cegaba. Dicen que sólo las mujeres vírgenes pueden casarse de blanco; yo me había saltado la regla, así que me sentía bastante extraña. Aún así, era innegable que el vestido era bonito, ¡como para no serlo, con lo que había costado! Era muy amplio, para disimular la barriga. Estaba ya de cuatro meses. Las mangas eran también grandes, y caían. Tenía una cinta atada al cuello de color lila, a juego con las que traía consigo el vestido debajo del pecho y en los codos. Llevaba el pelo recogido en un recatado moño, dejando que dos mechones negros cayesen, como cascadas, por mis hombros. Y a lo alto de todo, cubriéndome algo los ojos, estaba el velo, transparente y largo, muy muy largo. Había ido a la peluquería las 6 de la mañana. Allí me habían peinado y me habían maquillado, los ojos de negro con la sombra en lila y los labios de rojo. Parecía la princesa de un cuento de hadas con final aciago.

Mi madre y yo llegamos a la Iglesia bastante tarde. Habíamos ido desde casa de mis padres hasta allí corriendo. Nunca me había imaginado que correr vestida de novia fuese tan incómodo, y que además llamase tanto la atención. La gente de la calle me miraba con ojos asesinos como pensando: “¿Qué hace esta loca así disfrazada?” En la puerta de la Iglesia me esperaba la madre de Robert, mi madrina, Diana. Ella siempre me había odiado, desde que Robert le dijo que estaba embarazada de él, más o menos. Siempre pensó que yo era una puta y que su hijo era un santo. Si supiese…

-Se supone que la novia llega tarde, pero no tanto.-refunfuñó.

-Lo siento, Diana, fue culpa mía.-dijo mi madre.

-Pues hay que mirar más el reloj.-y añadió, mirándome a mí- A ver, niña, arréglate un poco y entra rápido, que mi hijo está de los nervios.

Así lo hice. Me coloqué un poco el moño y el velo. Acto seguido, arrimé el ramo de dientes de león al pecho y me dispuse a entrar en aquella iglesia gótica enorme y majestuosa.

Mi entrada causó expectación. Las viejas y cotillas amigas de Diana me miraban con recelo y cuchicheaban a mis espaldas. Los demás asistentes me miraban extrañados, preguntándose dónde había estado y qué había hecho hasta que entré. Sólo percibí una cara amiga, una mirada limpia y tierna. Una sola. ¡Y cuánto bien me hizo! Robert estaba en el altar con mi padre, lanzándome miradas acusadoras. Intenté esquivarlas y me situé a su lado. Dio comienzo la misa.

En las películas que había visto, las bodas duraban poquísimo tiempo. Entonces me di cuenta de la paciencia que tiene que tener una para soportar tal sermón. Era interminable. Hasta que, al final, pronunció esas frases que había esperado toda la misa en oír:

-Robert Piadget, ¿quieres a Emily Gray como legítima esposa en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

-Sí, quiero.

-Y tú, Emily Gray, ¿quieres a Robert Piadget como legítimo esposo en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte os separe?

-S…Sí, quiero.

Titubeé. Verdaderamente titubeé. En aquel momento sentía como si estuviesen firmando mi sentencia de muerte, o peor, como si me hubiesen condenado a cadena perpetua.

-El que no esté de acuerdo con esta unión, que hable ahora o que calle para siempre.

Se hizo un silencio absoluto. Todos los asistentes (miento, casi todos) se miraban unos a los otros para ver quién se atrevía a impedir nuestro matrimonio. Desgraciadamente, nadie tuvo el valor de hacerlo.

-Entonces, por el poder que Dios me ha concedido, os declaro marido y mujer. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Robert, puedes besar a la novia.

Así lo hizo. Me cogió con la cintura y me besó. Pero aquel había sido el beso más frío, falso y desganado que me había dado nunca. Me di cuenta de que mi vida estaba cambiando a velocidad de vértigo: ayer era una niña inocente, feliz y despreocupada y al día siguiente me había convertido en la “señora de Piadget”. Esa cruel realidad me llenaba de amargura.

Después de la sesión de fotos, salimos de la Iglesia y toda la comitiva se dirigió corriendo como alma que lleva el diablo en sus respectivos coches al restaurante. No estaba lejos. El menú había salido bastante barato y no era mal lugar. La comida tenía una pinta deliciosa, pero yo apenas probé bocado. Cuando estábamos tomando el segundo plato me levanté disimuladamente.

-¿A dónde vas?-preguntó Robert con recelo.

-A tomar el aire.

Me dirigí al jardín de atrás y me puse a fumar un pitillo que le había birlado a Robert sin que se diese cuenta. No debía estar fumando, estando embarazada, pero el cuerpo me lo pedía. En ese momento llegó allí alguien. Antes de que le diese tiempo a hacer o decir nada, percibí su presencia y me di la vuelta sobresaltada. Para mi alivio, era Terry, mi Terry. Fue compañero mío de clase, y amigo. ¡Cuánto tuve que agradecerle en mi vida! Pero bueno, eso ya se verá.

-¿Estás bien, Emily?-dijo, con su voz grave y dulce.

-Sí.

Se acercó a mí y me miró a los ojos.

-Dime la verdad, fue de penalti, ¿no?

Gran habilidad de Terry: adivinar siempre lo que me pasaba, por muy oculto que lo tuviese. A veces pensaba que era suerte, pero el pobre no es que fuese muy afortunado. Su padre era un puto borracho, y su madre había muerto cuando tenía 14 años. No tenían dinero para apenas nada, por lo que, evidentemente, él tampoco pudo ir a la universidad y se escapó de casa. En aquel entonces trabajaba como empleado en una gasolinera. Trabajo mal pagado y mal agradecido, pero le daba para comer y para el alquiler. Habían circulado sobre él rumores de que trapicheaba con droga, pero sospecho que no eran para nada ciertos. Yo lo quería como si fuese un hermano, y lo mejor de todo es que ese cariño era mutuo.

-Sí.-logré contestar, en mi asombro.

-¿Niño o niña?-preguntó, acariciando mi vientre suavemente, y con más ternura que Robert, cuando lo hacía, sobre todo, para quedar bien.

-Todavía no lo sé, sólo estoy de 4 meses. Lo que sí sé es que son dos. Gemelitos.

-Espero que hagan muy feliz, a pesar de su origen.

Sonreí. Después de días, semanas, ¡meses! Sonreí. Le sonreí a Terry. A mi Terry. ¿Quién sino él me diría algo así? ¿A quién sino a él podría sonreírle con tanta sinceridad?

El resto de la boda transcurrió sin novedad. Yo intenté dar la falsa imagen de novia feliz e ilusionada, simplemente para mantener satisfechos a los comensales. A la única a la que no pude engañar fue a mi madre. Ella siempre sabía lo que me pasaba. Siempre. Por mucho que fingiera.

Pronto llegó la noche. Todos los invitados se fueron, casi en manada. Los últimos fueron mis padres, mis hermanos y mis suegros. Antes de irse, se quedaron a hablar un poco con nosotros. Diana, como si fuese una leona atacando a su presa, me enganchó a mí.

-¡No sabes qué joya te llevas, niña!-me dijo, orgullosa- ¡Mi Robert es un auténtico cielo! ¡Ya verás, ya!

Yo le daba la razón en todo, como se hace con los locos. Sí, sí, sí, ¿no se callará nunca?... Mientras me hablaba de lo cuco que era su hijo de pequeño, de lo bien que comía y de lo bueno que fue siempre, yo desviaba la mirada hacia mi madre, que estaba al lado de mi padre, que hablaba abiertamente con Robert y su padre, mientras mis hermanas jugaban con Thomas. ¡Pobre mamá! ¡Sometida durante toda su vida a un marido así! ¿Realmente se lo merecía? Me fijé en ella. Estaba preciosa. Llevaba un traje de chaqueta y vestido lila, como mi vestido, y una camisa blanca inmaculada, cubriéndole el pecho, que todo era piel y costillas, la verdad, de lo delgada que estaba. Tenía un mechón del pelo cubriéndole un ojo. No era la primera vez que se hacía ese peinado. Siempre que tenía un ojo morado, se peinaba así. Deduje que papá y ella habían discutido recientemente. Y lo que más me dolía era que seguramente había sido por mi culpa.

-Bueno,-oí decir a mi padre- nosotros nos vamos que estamos muy cansados, ¿verdad, cariño?

Mamá asintió con resignación. Mi padre tenía la fea costumbre de hablar en plural, como si supiese lo que sentía y quería mi madre en todo momento. Su actitud me repugnaba. Les di dos besos a Diana y a su marido. Mi padre no quiso repetir el ritual, simplemente me miró con desprecio; sabía lo que pensaba de la boda. Yo le devolví la mirada, sin albergar temor dentro de mí. Ahora ya no le pertenecía. Mamá también me dio dos besos, pero yo la abrazaba fuertemente. Acerqué mis labios a su oído y le susurré, sin que nadie se percatase.

-Nos engañaron a las dos, mamá.

Ella se mordió los labios para no echar a llorar. Aún así, una lágrima se asomó al borde de sus largas pestañas temblorosas. Yo también hice esfuerzos para no llorar, pero no sucumbí. Nos separó papá, con su habitual nerviosismo, y metió a mamá en el coche, aunque no muy bruscamente, para no quedar mal delante de Robert y sus padres. Observé con tristeza como el coche blanco de mis padres se alejaba del restaurante, como una paloma, aunque todavía era capaz de vislumbrar a mi hermano pequeño, en el asiento de atrás, diciéndome adiós con la mano.

La noche de bodas la pasamos en un hotel de 4 estrellas, para variar. Diana, que era una mujer de dinero, lo había dispuesto todo. Champagne, velas, pétalos de rosa sobre la cama… Una verdadera mariconada, pero no me atrevía a decirlo. Aunque creo que Robert había pensado lo mismo que yo. Nos sentamos en la cama, uno a cada lado, dándonos la espalda. No nos habíamos hablado en todo el día, pero Robert rompió el silencio:

-Que, ¿te encuentras bien?

-¿Acaso tengo que encontrarme mal? Vamos a ser padres. Yo estoy muy contenta. No sé tú.

-Yo también estoy muy contento, más de lo que piensas.

-Me alegro por ti.

Noté enseguida que mi reacción le había parecido mal. Me abrazó por detrás y me besó en el cuello.

-¿Quieres…?-me preguntó.

-No. ¿Y si les hacemos daño?-interrumpí.

-El médico dijo que podíamos.

-El médico no tiene ni puta idea de lo que siento aquí dentro. Además, estoy muy cansada. Deberíamos dormir.

¡Qué excusa más vieja! Aún así, Robert la respectó. Me comportaba con él con una frialdad, como de anestesia, increíble. Nunca le había hablado con tanta dureza. Nunca. De mis labios siempre habían salido palabras tiernas hacia él. Pero todo cambió después de que me dijeran que estaba embarazada. Sí. En aquel momento les echaba la culpa a mis bebés, pero después, mucho después, no los cambiaba por nada, ni siquiera por todo el oro del mundo. Tardé en quedarme dormida. Toda la noche fue una pesadilla angustiosa y horrible, que todavía se ve clara en mi mente: Mi vientre estaba sangrando, sangraba aparatosamente, empapando mi camisón blanco. Alguien, un ente, una persona, se los llevaba, delante de mis ojos. Y ellos lloraban. Y yo lloraba. Quería ir a por ellos, pero sentía un dolor insoportable, que no me dejaba moverme. “¡¡Suéltalos!! ¡Mis bebés! ¡¡¡Suéltalos!!!” gritaba. Pero no había manera, se los llevaba. Yo lloraba, y me ahogaba con mis propias lágrimas. No podía respirar, pero seguía gritando y gritando hasta que el sonido de mi voz se iba apagando lentamente.

¿Quién iba a pensar que los sueños pudiesen llegar a decir tantas cosas?

3 comentarios:

  1. ¬¬
    odiio a robert! lo sabiia desde el primer momentos que era un asqueroso ¬¬

    Pero bueno! ^^ siigue siendo preciiosa^^!

    muxiisimas feliciidadees! :D ii siguee asi, estás haciendo un trabajazo con la novelaa (:

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  2. jajaja xD
    pues si te cae mal ahora, peor te va a caer ¬¬

    gracias x comentar ^^

    besos :)

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  3. Realmente es una historia preciosa, pero muy triste. Aunque dicen que las historias o canciones más bonitas son las tristes.

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