lunes, 13 de julio de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo II- Infancia Perdida


El coche de Robert era de segunda mano, no recuerdo de qué marca. No iba a demasiada velocidad, pero yo sentía que corría como el viento, dejando mi juventud e infancia muy atrás, haciendo que dejase de ser una niña, y que no dependiera de mamá para todo. Ahora era yo la que tenía que decidir.

El apartamento de Robert, o debería decir ya, nuestro apartamento, que antes me parecía tan diminuto, se hacía angustiosamente amplio cuando tenía que limpiarlo. Siempre me había parecido que limpiar para tu hombre era una muestra de cariño, que era lo que me decía mi querida abuelita, que en paz descanse, pero realmente es una muestra de auténtica sumisión. Los primeros 2 meses que pasé en casa de Robert me parecieron los mejores de mi vida. Él me mimaba, me besaba, me acariciaba, me daba todo su amor… ¿Y yo cómo se lo pagaba? Limpiando y cocinando, que se me daba bastante bien. Pero luego todo cambió súbitamente, de la noche a la mañana.

Fue la noche de un 4 de abril (nunca olvidaré ese día) cuando todo mi mundo dio una drástica vuelta de tuerca. Estaba acostada en la cama con Robert, abrazándolo por detrás. Mi aliento estaba congelado, como si me envolviera un frío intenso. Él abrió un poco los ojos y me dijo, con voz cansada:

-Em, ¿’tas bien? Tiemblas.

Era cierto, estaba temblando. Tenía un dolor muy fuerte de barriga. No contesté, simplemente me levanté apresurada de la cama y me encerré en el cuarto de baño. De rodillas delante del váter, apartándome el pelo de la cara con una mano, me puse a vomitar. Parecía no tener fin, el dolor seguía sin calmarse, y yo seguía vomitando, aunque no sé muy bien el qué, porque en todo el día sólo había logrado comer una manzana y una rebanada de pan por la mañana, antes de irme a trabajar, que en aquel entonces trabajaba de secretaria en una empresa no muy buena. Robert estaba fuera, golpeando la puerta y preguntándome una y otra vez si me encontraba bien. Al fin me pasó. El dolor de la barriga fue calmándose poco a poco y ya fui capaz de levantarme. Me miré al espejo. Tenía lágrimas en los ojos y la cara muy encendida. Había estado llorando, seguramente al esforzarme en sacar todo aquello fuera. Me humedecí las sienes, y no salí de allí hasta que me calmé de todo. Robert seguía fuera. Cuando vio mi cara de dolor me abrazó fuerte.

-Emily, no puedes seguir así.-dijo, agarrándome por los hombros- Tienes que ir a un médico.

Tenía razón, llevaba un mes así, pero parecía que la cosa iba empeorando cada día. Aún así, no quería ir al médico. Para mí, ir al médico era sinónimo de “estás muy mal y vas a ir a que alguien te lo restriegue por la cara, y te haga infinidad de pruebas para confirmar tus horribles sospechas”.

-No, Robert, estoy bien.-sentencié, separándome de él.

Me dirigí a la habitación para coger la cajetilla de la mesita, necesitaba un pitillo, pero Robert seguía en sus trece:

-¡No, no estás bien! ¡Si estuvieses bien no vomitarías!

Hice como si no le escuchara. Encendí el cigarro y aspiré fuerte el humo. Entonces, y sin más previo aviso, Robert me agarró los brazos con fuerza y me ordenó, mirándome a los ojos:

-Vas a ir sí o sí.

Me estremecí. Por primera vez tuve miedo de Robert. Él, que siempre me había tratado con tanta delicadeza, con tanta ternura, me apretaba los brazos hasta hacerme daño. En el fondo él también estaba asustado, aunque no de lo mismo que yo. El corazón me golpeaba contra el pecho, desbocado, mientras lo miraba fijamente a los ojos. Robert se dio cuenta de mi terror enseguida y me soltó.

-Anda, apaga el pito y vámonos a dormir.

Lo hice. Me acosté en la cama y volví a abrazarlo por detrás. Él se quedó dormido enseguida, pues oía sus ronquidos, pero yo no fui capaz de conciliar el sueño en toda la noche.

“Consulta. Doctora Bárbara Stevens, Piso 4º Izq.”, nunca olvidaré el nombre que figuraba en la placa de la puerta de la consulta. Me lo pensé muy bien antes de tocar el timbre. Una enfermera me abrió y me indicó dónde estaba la sala de espera. Me senté en una silla, al lado de un hombre de unos 60 años que no paraba de toser, y de clavar la mirada en mis pechos, cubiertos por un jersey de cuello redondo verde oscuro. Realmente, en otra ocasión le habría dicho un par de cosas, pero no era el lugar, ni yo estaba de humor. Pasaban los minutos con una lentitud asombrosa, la aguja del reloj de la consulta que marcaba los segundos iba al mismo ritmo que mi corazón. Me echaba el pelo para detrás de la oreja, me arreglaba la falda, me subía el escote, rebuscaba en el bolso…

-Emily Gray.

Me sobresalté. Era la enfermera, me llamaba para pasar a la consulta. Agarré el bolso fuerte y me fui de la sala de espera, sintiendo la mirada de aquel viejo clavarse ahora en mi culo.

La consulta era angosta. Comencé a sentir agobio, claustrofobia, me atrevería a decir. La doctora, de unos treinta años, morena, me miraba extrañada desde su escritorio.

-Tome asiento, señorita Gray.-me ordenó.

Le obedecí. Me senté en una silla en frente de ella.

-¿Qué le trae por aquí?

-Pues… Tengo dolores de barriga… Y vómitos muy frecuentes.

La doctora lo apuntó todo en el ordenador.

-¿Fumadora?

-Sí.

-¿Bebe usted?

-Eh… ¿Alcohol?... No, no.

-¿Tiene usted alguna sospecha de qué puede ser?

-No. Por eso estoy aquí.

Acto seguido se levantó y me mandó sentarme en la camilla. Me desnudé de cintura para arriba y me auscultó.

-Tranquilícese. Respire hondo.-me dijo.

Yo estaba muy nerviosa, seguramente lo había notado. Era la primera vez que iba al médico sola, sin que mamá me acompañase. Siempre odié que me auscultaran, ella lo sabía, y me cogía de la mano, para que no estuviese asustada. Cuando fui adolescente ya no lo hacía, pero me miraba, y sólo con esa mirada lograba sosegarme.

La doctora siguió haciéndome pruebas. De la mayoría ya no me acuerdo, pero eso no importa. El resultado se hizo esperar, pero al final llegó:

-Señorita Gray, las pruebas lo reflejan claramente. Enhorabuena, está usted embarazada.

No podía creérmelo. ¿Embarazada? ¿Yo? Sólo tenía 18 putos años, no me lo merecía. A los 18 años nadie se ve cuidando niños, ¡hijos! Nadie. La doctora me recomendó un buen ginecólogo que siguiese los progresos del bebé y me explicó que era demasiado tarde para abortar. Salí de allí como una autómata. Las lágrimas comenzaban a aflorar de mis inocentes ojos grises, mientras acariciaba suavemente mi vientre. Me dirigí a casa andando. Era un camino bastante largo, pero necesitaba pensar. Hice cuentas, muchas cuentas. Me di cuenta de que, en mi primera vez, Robert no había tomado precauciones. Se había limitado a llevarse por la pasión, por el deseo, y ahora… ¡Embarazada! Repetía esa palabra entre dientes una y otra vez, como si quisiera encontrarle otro significado, pero nada.

Llegué a casa una hora más tarde. Robert estaba en la cocina, fumando, mirando el reloj de pared muy nervioso. Estaba asustado, y más que iba a estarlo. En cuanto percibió mi presencia se sobresaltó.

-¿Qué tal? ¿Qué te dijo?

No tenía las suficientes fuerzas para contárselo. Sentía como si se me hubiese hecho un nudo en la garganta. Aún así, logré decirle, después de largo rato, con un hilo de voz:

-Me preñaste.

Robert se llevó las manos a la cabeza. Comenzó a lanzar injurias, cegado por la desesperación, y a “cagarse” en Dios y en la Virgen. El mismo Dios y la misma Virgen a los que le había rezado tanto en la sala de espera de la consulta. Yo lo observaba atentamente, a punto de echar a llorar. Comprobé que el peor temor de Robert finalmente se había cumplido.

-¡Como lo sepan tus padres me van a matar!

-Tengo 18 años, Robbie.-logré responder- Ya no dependo de ellos.

“Robbie”. Pocas veces le llamaba así, muy pocas. Era un mote cariñoso. Se podría decir que en aquel momento, y a pesar de su reacción, lo quise. Lo quise porque sentía que era mi única familia, el único que tenía que ayudarme a cuidar y criar a mi hijo, a nuestro hijo.

-Pero… ¿no puedes…?

-No.-interrumpí. Sabía qué iba a preguntar- La doctora dijo que ya no puedo. Es demasiado tarde.

-Entonces… Sólo tenemos una salida, ahora que ha pasado.

Lo escuché atentamente. La respuesta que me dio no me la esperaba en absoluto de él.

-Tenemos que casarnos.

Me quedé con la boca abierta. Era lo típico que diría mi padre, pero… ¿Él? Me temía lo peor.

-Ca… ¿Casarnos?-titubeé.

-Somos cristianos, Em. No debemos tener hijos sin habernos casado.

Y así fue. Comenzamos a preparar la boda para poder casarnos en mayo. Mi madre me ayudó a buscar el vestido. Recuerdo ese día. Ella estaba triste, muy triste, y yo sabía por qué. En plena calle, me giré a ella y le dije, con dolor y verdadera rabia contra mí misma en la voz:

-¡Fui idiota, mamá! ¡Una idiota y una puta! ¡Lo sé! ¡Pero yo no…!

Antes de que pudiese reaccionar, ella me miró y me dijo, con mucha ternura:

-No fue culpa tuya, Emily. No lo fue. No tienes que culparte, porque tú no hiciste nada. Fueron esos hijos de puta que nos engañaron a las dos.

Nunca antes había sentido tan compenetrada con ella como en ese momento. Nunca la había comprendido tan bien. Nunca. Ella se había casado muy joven también, a los 19 años, todo por culpa de mi padre, que la preñó cuando quiso. Sí, realmente mamá en ese momento tenía 38 dulces años, pero su rostro estaba tan demacrado por el dolor… Sus ojos habían perdido brillo y vitalidad progresivamente, y sus labios se habían tornado secos y enfermos.

Aquella noche seguí dándole vueltas al tema. Muchas vueltas. No pude dormir. ¿Acaso Robert, mi Robert, era como Paul, el padre del que quise distanciarme? En mi cabeza sonaba la frase que me había dicho mi madre, como el mar chocando con las rocas con su eterna canción: “Fueron esos hijos de puta que nos engañaron a las dos”. Tenía razón, más de la que pensaba que tenía en aquel momento.

5 comentarios:

  1. Metáforas las justas y en los momentos precisos, tristeza in crescendo, aunque ya lo había leído da ganas de volver a leerlo, el momento doctora es súper realista y la adjetivación me encanta ^^
    cristina lópez, posible sucesora de emily brönte? los siglos lo dirán

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  2. (:

    Me encanta! ^^
    Ya me temía yo que ese Robert no era de fiar, jum (:

    Sigue así!
    Esto prometee ii muchoo! (:

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  3. sabia que roberera asi de capullo ¬¬
    eres la mejooooooooooooor!

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  4. Veo que las cosas se tornan a peor...
    Evanescence le viene que ni pintado para tu historia.
    Cuando hablas de su hermana fallecida me recuerda a la hermana que perdió Amy lee :(
    Continuaré leyendo porque la verdad engancha bastante a pesar de que sea una historia dura..

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  5. Me asombra un poco la delicadeza de la narración para que luego de repente aparezca en el lenguaje palabras como "preñar" e improperios tan poco sutiles en boca de una mujer como la madre de Emily y de ella misma xD.

    Un saludo =) (Al fin pude ponerme a leer tu historia jajaja)

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