martes, 6 de octubre de 2009

El lugar donde no vuelan las palomas, Capítulo XVIII-La verdad desnuda


Según iban pasando los días, las semanas, las sesiones, mi ánimo flaqueaba y mi alegría disminuía a una velocidad alarmante. Era como si me resignara a aceptar el fatídico destino que la vida parecía tenerme preparado, y pensara que ya no valía la seguir luchando. Mi tiempo se agotaba, sin remedio, sin solución, no podría detenerlo ni hacer que volviese a atrás. ¿Para qué molestarse en hacer nada?

Un miércoles, después de radioterapia, fui a la consulta del oncólogo, el cual me exigía esta visita al menos una vez por semana para evaluar mis progresos. Aunque parecía que estos progresos eran nulos. Después de hacerme alguna prueba rutinaria (medirme, pesarme, auscultarme), quiso hablar conmigo. Me senté enfrente de él, mirándolo con tedio. Él, sin soltar los papeles que tenía en la mano, seguramente algunos informes sacados de mi expediente médico, comenzó a hablarme:

-Señora Gray, al tratamiento está respondiendo más o menos bien. No disminuye la magnitud de su cáncer, pero por lo menos no aumenta. Eso, por una parte, es bueno. Aunque debería ir pensando si prefiere seguir con la radioterapia y sumarle la quimioterapia, o si, por el contrario, opta por operarse. Casi le recomiendo esta última opción, teniendo en cuenta que el cáncer todavía es pequeño, aunque la operación podría afectar a su calidad de vida. Lo que usted prefiera. A todo esto, seguiremos con el tratamiento para no darle tregua al cáncer hasta que usted tome una decisión.

Escuché todo eso como el que escucha el sermón de un cura. A la mitad de las cosas, ni le presté atención. Entonces, prosiguió con algo, si cabe, más duro:

-Aunque ahora mismo el cáncer en sí no es lo que más me preocupa. He estado repasando el informe y, según consta aquí, ha experimentado una disminución de peso significativa. Cuando comenzó el tratamiento, usted pesaba 60 Kilos para su metro setenta de altura, y ahora ha pasado a pesar 57 Kilos. Es una pérdida importante. ¿Tiene idea de la causa?

-No.-respondí, seriamente, aunque en el fondo estaba bastante nerviosa.- La verdad es que hace tiempo que no como, pero porque no tengo hambre, no sé por qué.

-Quizás lo mejor sea que vaya a ver a un psicólogo. Esto tiene toda la pinta de algún desorden alimenticio provocado, sin duda, por el impacto de la enfermedad. No se preocupe, pasa muchas veces, pero es necesario que vaya a ver a alguien.

Eso fue lo último que me dijo que podía albergar alguna importancia. Me fui a casa sin ánimo. Sería el jueves siguiente cuando tendría que ir a ver al psicólogo. Dentro del equipo de radioterapia, tengo entendido que tienen uno, que es el que me atendería, pero nunca había ido a hablar con él. Quizás porque nunca había pensado que lo mío fuese psicológico.

En cuanto llegué a casa me pasó algo bastante curioso, de lo que me acordaría mucho más adelante. En cuanto abrí la puerta, escuché unos sollozos. Entrecortados, lastimosos. Era Amy, la reconocí enseguida. Me dirigí a la fuente de aquellos gritos a tientas, ardiendo en deseos de saber qué había pasado. Pensé que podría haberse hecho daño, pues sus tías no habían podido ir a cuidarla mientras yo estaba en radio, por lo que estaba sola en casa, y eso me daba un miedo tremendo. Allí estaba, de rodillas en el jardín, sosteniendo algo entre sus manos, con la cabeza baja. Me acerqué a ella lentamente.

-Amy,-dije, para captar su atención.

Giró la cabeza con brusquedad. La pobre no se esperaba que viniese tan pronto, pues no había ido a tomar algo con Sharon. La verdad es que ni me apetecía, ni quería dejar a la niña sola tanto tiempo. En cuanto me vio, volvió a girar nuevamente la cabeza y mirar otra vez a lo que sujetaba con muchísimo cuidado.

-¿Te ha pasado algo, cielo?-pregunté, temblando ya de la inquietud.

-Está rota mamá.-sollozó.- Está rota.

Me acerqué a ella y me senté a su lado. Lo que tenía en las manos no era otra cosa que la muñeca, Sally. Tenía la tela toda rasgada desde el hombro a la cadera, todo a través del pecho, y su relleno de algodón sobresalía por el descosido como si fuese sangre brotando de una herida. Abracé a Amy con dulzura, mientras ella seguía mirando el cuerpo destrozado de la muñeca, empapándolo de lágrimas.

-No pasa nada, mi vida, no llores.

-Y…Yo…-dijo ella, como si no me hubiese oído.- estaba jugando… y… y Sally se enganchó en aquella rama.-señaló entonces a la rama de un árbol que estaba lo suficientemente baja como para poder hacer que el juguete quedase allí sujeto.- Intenté rescatarla… pero se abrió toda… y se rompió…

Dicho esto, volvió a echarse a llorar, escondiendo la cabeza en mi pecho e interponiendo a Sally entre las dos. La acaricié.

-No te preocupes, Amy. Ya verás como la arreglo.

En cuanto dije eso, levantó la cabeza, con el fin de alcanzar mis ojos. Ella tenía sus preciosos ojitos azules rojos de tanto llorar.

-¿De verdad harías eso?-preguntó.

-Claro. Déjame a Sally que la arreglo ahora mismo. ¿De acuerdo?

Asintió, bajando la cabeza.

-Pero deja de llorar, ¿eh?-dije con ternura, secándole las lágrimas con la mano.

Amy posó a Sally en mis manos, como si de una persona herida, o de un bebé enfermo se tratase. La miré con muchísima dulzura y le guiñé un ojo. Ella hizo un esfuerzo casi sobrehumano por sonreír. En cuanto vi que Amy se dirigía al salón, seguramente para ver los dibujos y despejar la cabeza, me dispuse a ir a mi habitación, donde tenía todo mi equipo de costura. Subí las escaleras con mucho cuidado, con el fin de que el algodón no se desparramase todavía más. Al llegar allí, la deposité en la cama con mucho cuidado. Cogí el maletín de las agujas y los hilos como si de instrumental quirúrgico se tratase. No pude evitar, antes de ponerme a coserla, acariciarle su pelito de lana rubio, muy suavemente. Cogí el hilo y la aguja y me puse a coserla, con muchísimo cuidado, repasando cada puntada, muy despacio. Me puse a pensar. A pensar en lo de la operación. Quizás era lo mejor, como me dijo en oncólogo, quizás debía aprovechar la oportunidad. Yo también estaba rota, como Sally. No me salía algodón por el pecho, evidentemente; en mi caso era como si se escondiese un clavo afilado en medio de todo aquel algodón dañado. ¿Iba a dejar que siguiese allí ese clavo? No, no debía. ¿Debería rendirme? Sería estúpido. Aún así, opté por esperar un poco antes de tomar una determinación, por lo menos, hasta que el susodicho psicólogo me viera.

Acabé pronto de coserla, aunque la rotura parecía ser lo suficientemente grande como para tener que tirarla. Quedó bien. Habría que tratarla con un cuidado especial, pero aún podría Amy seguir jugando con ella. Fui abajo al salón para dársela. Amy estaba sentada en el sillón, viendo los dibujos animados, llorando.

-Amy,-dije.- mira a quién te traigo, sana y salva.

Miró hacia mí. En cuanto vio a Sally arreglada, noté que le brillaban los ojos. Vino corriendo hacia nosotras.

-Ahora vas a tener que andar con más cuidado con ella para que no vuelva a romperse. ¿De acuerdo?

Amy asintió sonriente. Se apresuró en coger a la muñeca y abrazarla con todas sus fuerzas. Le acaricié el pelo, con mucha ternura. Sally tuvo la suerte de arreglarse a tiempo, de habernos percatado de la rotura y de poder coserla con la suficiente rapidez como para que siguiese siendo útil. Me di cuenta, con mis razonamientos, de lo que se parecía esto a mi enfermedad, quizás más de lo que me di cuenta en aquel momento. Eso fue lo que hizo que aquella noche no pudiese pegar ojo.

Fui a radioterapia al día siguiente. Aunque no me sentía capaz de poder soportarla ni un día más, debía seguir con el tratamiento. Cuando estaba en la sala de espera, me agarré los brazos, como intentando darles calor. Me temblaban las piernas y sentía como mi corazón latía fuertemente contra mis débiles costillas, que parecían querer resquebrajarse al experimentar aquellos golpes demoledores. No dejaba de mirar hacia la puerta nerviosa, deseando que no se cumpliese lo evidente. Pero por mucho que suplicase, la enfermera no iba a tener ningún tipo de compasión. Ni la tuvo, ni la tendrá, por muy nerviosa que me encontrase. En cuanto me llamó, salté del asiento del susto. Odiaba ir a radio, cada día más. Me aterrorizaba. Pero nunca como aquel día, y eso hizo que me preocupase todavía más, si cabe. Allí me encontré otra vez, en aquel cubículo, frente a aquel monstruo blanco inmaculado, poseedor de montones de lucecitas centelleantes. No quería volver a meterme allí. La enfermera me ayudó a acostarme correctamente en la camilla. Dejé que lo hiciese. No tuve ni siquiera fuerzas para irme de allí, empleé las pocas que me quedaban en dirigirme hacia aquella sala. No sé como ella no se dio cuenta de mi estado. En cuanto me encontré bien colocada, les hizo una señal a los médicos que estaban al lado de un cristal, los cuales no podía ver, pero ellos podían verme a mí. Era algo inquietante. Sin que tuviese ni siquiera tiempo de decirles que no estaba preparada, me introdujeron en la máquina. Allí estaba, metida en aquel aparato frío y oscuro. Miré hacia los lados, como intentando buscar una salida, pero era inútil. Solo los médicos podrían sacarme de allí. De repente, una luz feble apuntó hacia mi pecho. Comencé a sudar, del terror. Mi respiración comenzó a acelerarse, hasta el punto de sentir ahogo. Sin pensarlo demasiado, comencé a gritar, con una voz entrecortada, temblorosa:

-¡¡Sacadme de aquí!! ¡¡Sacadme de aquí!!

Me moví de un lado para otro, como intentando proporcionarme algo de aire, pero lo único que parecía hacer era asfixiarme todavía más. Sentí entonces que la camilla en la que estaba recostada se deslizaba hacia fuera, apartándome de aquel sitio. Pero el horror que albergaba en mi interior todavía no se había acabado. La enfermera tomó mi cara en sus manos, como intentando espabilarme. De nada servía. Seguí llorando desconsolada, notando una insoportable presión en el pecho.

-¿Qué le pasa, señora Gray?-preguntó.

Realmente, si esperaba una respuesta razonable, se llevaría una decepción.

-¡¡No quiero volver a esa cosa!!-grité, entre lágrimas.- ¡¡Quiero irme a mi casa!!

Un médico se acercó a nosotras, casi asustado, y le susurró algo a la enfermera, algo que no fui capaz de escuchar. Ella se marchó corriendo.

-Emily,-dijo el médico, agarrándome por los hombros para que dejase de moverme.- tranquilízate.

-¡Voy a morir!-exclamé.

En ese momento, su compañero vino a la sala y le ayudó a agarrarme. Parecía que cuanto más intentasen calmarme, más nerviosa me ponía, y más me dolía el pecho. Era un dolor profundo y horrible, que parecía cortarme la respiración. En cuanto llegó la enfermera, llegué a ver entre lágrimas una enorme jeringuilla, la cual estaban dispuestos a clavarme en un brazo.

-¡¿Qué es eso?!-grité, paranoica.- ¡¡ ¿Qué es eso?!!

En cuanto vi que iban a hacerlo, comencé a retorcerme para dificultarles la labor. Después de unos minutos de forcejeo, consiguieron clavármela. Era un calmante. No tardó en hacerme efecto. Seguí llorando, pero más suavemente. Poco a poco, el dolor de mi pecho fue desapareciendo. Cuando se percataron de que me tranquilizara, el médico comenzó a explicármelo todo con mucha serenidad.

-Señora Gray,-dijo.- parece que acaba de sufrir una crisis de ansiedad. Por lo tanto, y después de que terminemos con el tratamiento de hoy, irá a ver al psicólogo. ¿De acuerdo?

Asentí. Me sentí bastante confusa. La verdad es que no esperaba volver a oír aquellas palabras: “crisis de ansiedad”. Aunque quizás fue el contexto lo que más me sorprendió. Es normal tener algo de ese tipo si presencias la muerte de tu propio hijo, pero no si repites un tratamiento casi rutinario. Evidentemente era un problema psicológico, hasta yo me percaté. Terminamos con el tratamiento empezado de aquel día, con total naturalidad, y acto seguido, me encaminé a la consulta.

Golpeé en la puerta varias veces, hasta que escuché la voz de un hombre joven que me invitaba a entrar. Giré la manilla y entré casi sin hacer ruido. La consulta era bastante espaciosa, con las paredes pintadas de blanco. Arrimadas a las paredes se cernían un par de enormes estanterías rebosantes de libros. Era un lugar bastante armonioso y luminoso, pues había un gran ventanal enfrente de la puerta. Casi en medio de la sala estaba el psicólogo, sentado en un sillón, y delante de él, un diván. Era una escena casi típica de una película. Él debía tener quizás un par de años más que yo. Tenía el pelo castaño, y unos hechizantes ojos verdes.

-Acércate, Emily.-dijo el psicólogo.- Acuéstate en el diván.

Lo hice. Me recosté en aquella cómoda “chaisse longue”, cruzando las manos sobre el pecho.

-Emily…-repitió.- Tienes un nombre precioso. ¿Te importa si te tuteo?

-No, para nada, señor…-dejé la frase incompleta con el fin de que me confesase su nombre.

-Luke. Y por favor, tutéame a mí también.

Sonreí. Parecía un buen hombre.

-Bueno, veo que no te encuentras demasiado bien. Quiero que me hables de tu enfermedad, ¿qué sientes?

-¿Que qué siento?-me detuve a pensarlo.- Fuerza… impotencia…

-Es extraño-interrumpió.- que dos polos tan opuestos puedan convivir juntos.

-Yo también me lo he preguntado. A veces me siento tan capaz de afrontarlo… Y otras veces tan perdida, tan sola…

-Y esto, ¿se lo has contado a alguien?

-Lo de la enfermedad solamente lo sabe un amigo mío.

-Ahora no te estoy hablando de la enfermedad. Me refiero a esa impotencia que has mencionado.

Ahí me di cuenta. Eso no lo había contado. Ni a Terry, ni a Sharon, ni a nadie. Nadie sabía lo débil que llegaba a sentirme, la tristeza que me embargaba cuando me encontraba en soledad. Luke, el cual me miraba con intriga y ternura, era el único ahora que tenía conocimiento de ello.

-No.-respondí, girando la cabeza, al borde de las lágrimas.- Nadie lo sabe.

-¿Ni siquiera ese amigo tuyo?

Lo negué con la cabeza, dificultosamente.

-Has confiado en él para contarle que estabas enferma, pero no confías en él para contarle cómo te sientes. ¿Por qué, Emily?

-No…no lo sé.-respondí, temblorosa.

-A ver, cálmate. –Al decir esto, me acarició el pelo.- No te pongas triste, ese no es mi objetivo. Lo único que quiero es que me cuentes todo lo que te atormenta, y puedas sentirte mejor. ¿Comprendes? Y eso es también lo que a partir de ahora tienes que hacer con ese amigo tuyo, o volverá a pasarte lo mismo.

-¡No lo entiendes!-exclamé, llorando.- ¡Él y yo tenemos una niña! ¡Vivimos juntos! ¡Todo lo que a mí me pase, les influye también a ellos! ¡No quiero que sufran!

-¿Y por eso vas a permitir que te de una crisis de ansiedad? Por mucho que no quieras que sufra, vas a tener que contárselo. Intenta confiar en él, abrirle tu corazón. Apuesto a que él quiere saber cómo te encuentras en tu día a día, y qué puede hacer para ayudarte. Y lo único que tiene que hacer es escucharte. Si no, dime, ¿a que ahora te encuentras algo mejor?

Asentí. La verdad es que tenía toda la razón. Era como si me hubiese quitado un grandísimo peso de encima. Confesarle mis inquietudes a Terry, alguien en quien siempre confié ciegamente, algo tan aparentemente sencillo como eso, haría que mi alivio fuese completo. Entonces, optó por desviar el tema hacia Amy.

-¿Tu hija sabe algo?

-No.

-Tal y como lo dices, parece que estás completamente decidida a no decírselo.

-Es que lo estoy. No quiero decirle nada, no lo comprendería.

-Pues eso es lo que deberías intentar: que lo entienda. Seguro que cuando veías a tu madre en la cama con fiebre o cualquier cosa cuando tenías la edad de tu hija, también querrías saber lo que le pasa. Lo tuyo es más complejo, pero si se lo explicas con ejemplos sencillos, lo comprenderá.

-¿Y qué voy a decirle?-escupí, con rabia amordazada, llorando.- ¿Qué dentro del pecho de su mamá hay un… un demonio devorándole los pulmones?

-Mujer, no pienses en ello como un demonio. Tampoco te digo que le ocultes cosas, necesita que le cuentes la verdad, toda la verdad, pero… un poco edulcorada, ¿comprendes? No le mientas acerca de la mortalidad o la gravedad de la enfermedad, que en su caso, por lo que he visto en los informes, no es muy grave.

-Va a ser difícil.

-Podrá hacerlo. Exprésese con naturalidad, tranquila, sin echarse a llorar o decir palabras como “demonio” como ha dicho anteriormente, o se asustará. Si tiene alguna duda sobre qué decir, simplemente llámeme por teléfono o pida una consulta y le resolveré sus dudas.

Estuvimos hablando de otras cosas también, pero siguió centrándose mucho en mi familia. Después de un largo rato, dejó de hablar y fijó su mirada en una libreta en la que había estado apuntando cosas durante toda la charla.

-Emily,-dijo, al fin.- he llegado a una conclusión. Tu pérdida de peso no es más que una anorexia nerviosa secundaria, provocada evidentemente por una depresión. La crisis de ansiedad seguramente fue producto del mismo trastorno. No estoy seguro de que sean necesarias muchas más consultas. Simplemente, haz lo que le dije. Confiésale a tu amigo lo que sientes, y háblale a tu hija abiertamente de la enfermedad. Dentro de un par de días, quiero que vuelvas a venir a verme. ¿Ok?

-Sí, muchas gracias.

Salí de allí un poco desconcertada. No me acababa de creer que todo aquello que me pasó en radio no hubiese sucedido de verdad, y que le hubiese contado tantas cosas a un completo desconocido, y no se las pudiese contar a Terry, a mi Terry, a mi mejor amigo desde siempre. Ansiaba volver a casa y reencontrarme con él. Primero tendría que ver a Amy, a la cual no le contaría nada hasta que no contase con el apoyo y la aprobación de su padre.

Terry volvió a llegar tarde. Más o menos a las 9 o las 10. Entró en casa destrozado, cansado, abatido, como siempre. Me acerqué a él tímidamente mientras colgaba el abrigo en el perchero. Me atrevería a decir que hasta me avergonzaba en aquel momento hablar con él, hablarle de lo que había pasado en radio, contarle todas las cosas que me había callado. En cuanto se percató de mi presencia, fue Terry el que dijo la primera palabra:

-Reina, no sabía que estabas ahí. ¿Qué tal el día?

¿Para qué mentirle? Estaba dispuesta a contarle todo.

-Mal.

Me miró sorprendido.

-¿Y eso? ¿Te pasó algo?

-En radioterapia. Me… me dio una crisis de ansiedad.

Esas palabras ciertamente le sobrecogieron. Yo bajé la cabeza, con el fin de no ver su mirada curiosa. Insistió, quería saber más.

-Pe…Pero, ¿por q…? Podías haberles dicho que me llamasen.
-Me encontraba demasiado angustiada. No podía ni decir cuatro palabras coherentes. Tenía metida en la cabeza la idea de que iba a morir, y estuve a vueltas con eso. Fue horrible.

Él se acercó a mí y me acarició una mejilla. Era lo mínimo que podía hacer, dadas las circunstancias, y se lo agradecí brindándole una mirada cargada de dulzura. Quise seguir hablándole. Opté por saltarme la parte del psicólogo, ardía en deseos de contarle todo lo demás.

-Hay algunas cosas que te oculto, Terry.-dije, casi gritando, con ganas de echarlo todo fuera.- Muchas veces te he dicho que me siento bien, pero no es verdad. Tengo miedo.-al comenzar a confesárselo, me eché a llorar.- En ocasiones me encuentro tan impotente… Y cuando estoy sola, a veces me pongo a llorar…

Terry seguía acariciándome, y con la palma de su mano limpió mis lágrimas. Apuesto a que él también se sintió impotente, lo noté en su manera de mirarme.

-Emily,-dijo, muy pausadamente.- no puedes esperar tanto para contármelo. La próxima vez que te encuentres triste, llámame y me planto aquí en un santiamén. Pero no vuelvas a guardarte así las cosas. No quiero que vuelva a pasarte lo mismo.

Sentí un grandísimo alivio, mucho más grande de lo que pude imaginar. Mis manos, casi adquiriendo voluntad propia, atenazaron el cuello de Terry sin que le diese tiempo ni a reaccionar para poder abrazarlo como nunca antes. Lloré, lloré como una cría, lloré de agradecimiento. Yo me sentía mejor, él me había entendido. Él lo había entendido. En cuento me digné a soltarme, nos dirigimos al salón. Debía hablarle de lo de Amy, y no era una decisión fácil.

Terry se sentó en el sillón. Yo, antes de seguirle, cerré la puerta. Amy estaba dormida, no quería despertarla, aunque temía haberlo hecho ya. Sentada, con la cabeza baja, aunque mirándole de reojo, le dije:

-Mira, Terry, he estado pensando. Amy no sabe nada del… de la enfermedad. Creo que deberíamos contárselo.

Levantó una ceja de una manera harto cómica.

-¿Estás hablando en serio?-preguntó.

-Y tan en serio. Quiero que lo sepa.

-Emily, todavía es muy pequeña.

-Cuando murió mi hermana yo también era muy pequeña, pero eso no impidió que pasara. Necesita saberlo, si me pasa algo…

-¡Tiene 5 putos años!-gritó, desquiciado.- ¡Qué coño va a entender!

-¡Se lo haré entender yo, que para algo soy su madre!

-¡Eres su madre, no eres un médico! ¡Ni tú deber saber qué tienes!

Eso, quizás, fue lo que terminó de cabrearme. Me levanté del sofá para mirarlo desde arriba.

-¡Yo lo sé mejor que nadie!

Entonces se levantó él.

-¡Claro! Pero, ¿qué vas a decirle? ¿Eh? ¡Le llenarás la cabeza de ideas pesimistas, como sueles! ¡Y luego ella también llorará por cualquier cosa!

Quería desarmarme. Si lo dejaba seguir, sé que bajaría al archivo y sacaría algún tema doloroso y horrible. Nunca lo había hecho, pero lo intuí, y yo no quería ser menos.

-¡Por lo menos, si me pasa algo, quiero que sepa la verdad, no como otros!

Se quedó callado. Seguramente suplicaba en su interior que no sacase ese tema, pero, en un alarde de crueldad ciega, lo hice.

-¡Aún ahora te atormenta no saber qué le pasó a tu madre! ¡Con 29 años que tienes, todavía lo sigues sufriendo! ¡Yo no quiero que mi niña sea como tú!

Me pasé, ciertamente que me pasé mencionando aquello, aquel horror, pero lo había hecho. La adrenalina corría por mis venas, haciendo que mi corazón palpitase de arrepentimiento, pero sobre todo de satisfacción. No me esperaba su reacción. Evitando mirarme a los ojos, girando la cara con desprecio, se fue. Abrió la puerta del salón y, antes de irse, me dijo:

-Mejor que sea como yo que salga como la puta de su madre.

Puso énfasis en la palabra “puta”. Énfasis, rencor, casi asco. Y le comprendo, después de lo que le dije. No pensaba en lo que decía. En un arrebato de ira, cogí una lamparita que estaba encima de una mesa al lado del sillón, y se la tiré al grito de “¡Capullo!”. Gracias a Dios, cerró la puerta antes de que pudiese darle y provocar una tragedia. La lámpara chocó contra ella y se rompió en mil pedazos, los cuales provocaron una lluvia de cristales que cayeron en el suelo. Me senté en el sillón, destrozada, y me eché a llorar, temblorosa. Pude escuchar cómo Terry cerraba la puerta de entrada de un portazo. Entonces sí que me sentí impotente. ¿Por qué le tenía tanto miedo a decirle a Amy que tenía cáncer? Quizás tenía miedo a que le hiciese daño confesándoselo. Escondido entre mis sollozos, escuché el ruido de una puerta abriéndose muy despacio. Miré hacia ella con sorpresa, casi con la ilusión de que fuese Terry, pero no. Era la propia Amy. La vi asustada. Seguramente nos oyó discutir.

-Mami,-dijo.- ¿por qué lloras?

En un primer momento, no sabía qué decirle. Es más, no era capaz de reaccionar. Me inundó entonces una ternura inimaginable.

-No te preocupes, mi vida. No pasa nada.
Se acercó un poco más a mí y se sentó a mi lado, sin aquel miedo inicial.

-¿Por qué gritabais?

La abracé, sin dejar de llorar. Ella apoyó su oído en mi pecho.

-Cosas de mayores, Amy.

-Papá es malo.-afirmó entonces ella.- Te hizo llorar.

-Papá no es nada malo.-me apresuré en decirle.- Yo también le puse triste.

Amy no dijo nada más. Seguramente se dio cuenta de que era como en la escuela: un niño le pega a otro, y este le devuelve el golpe, para defenderse. Pero yo fui esa niña mala que le hizo daño antes de que él se pusiera a la defensiva. No fue adecuado sacar ese tema. Como ya he dicho, no sé qué le pasó con su madre, que relación tenía con ella, así que meter las narices en ese asunto estaba completamente fuera de lugar. En aquel momento, dos ideas colisionaron en mi interior: por un lado, me encantaría disculparme con él, pero por otro lado, llamarme puta y decir que lloraba por todo estaba quizás todavía más fuera de lugar. “Puta”, odio ese insulto. Él lo sabía. Mi padre le llamaba así a mi madre. Lo utilizaba casi como un sinónimo de “esclava”. Y ella no era su esclava, ni yo era la esclava de Terry.

No tengo claro cuánto tiempo estuve abrazándola. La verdad es que lo necesitaba, y seguro que Terry también, pero él era mucho más insensible, y esa era una de las cosas que bajo ningún concepto se atrevía a pedir. Al cabo de un rato, me separé de Amy, agradecida, y le acaricié el pelo. Me la llevé al piso de arriba a su cama, y me quedé un rato con ella, arrullándole, hasta que se quedó dormida. Nunca antes nos había visto discutir, y menos una discusión tan fuerte; normal que se quedara sorprendida. Desde que se durmió, todavía me quedé un poco a su lado, hasta que el mono me pudo. Me metí en mi habitación, cerré la puerta y corrí hacia la mesita. Allí, en un cajón, tenía guardada una cajetilla de tabaco, abierta. La última cajetilla que abrí antes de llenarme de parches y nadar entre cigarrillos mentolados de pega. Cogí un pitillo y lo encendí con el primer mechero que encontré. Aspiré el humo fuertemente, más fuertemente que nunca. Contuve un poco la respiración, mientras lo tragaba y sentía como mis pulmones volvían a encharcarse de aquel horrible veneno. No tardé demasiado en volver a escupirlo, embargada de placer. Me estaba autodestruyendo, lo sabía, pero no me importó. Solo el tabaco podría frenar mis lágrimas. Abrí la ventana y saqué la cabeza, con el fin de que no oliese la casa demasiado a humo. Tarea bastante imposible, pues me pasé toda la noche en vela fumando.

Se hizo de día más pronto de lo que desearía. Los rayos del sol arañaron mis ojos como si fuesen las zarpas de un gato. Pronto tendría que arreglarme para ir a trabajar, no había dormido y Terry todavía no había pisado la casa. Me imaginé que habría estado toda la noche bebiendo, ese era su vicio, su veneno. Aún así, comenzaba a preocuparme.

Como cada día, dejé a Amy en el colegio y me fui a trabajar. Estuve todo el tiempo pendiente del móvil, por si Terry se dignaba a llamarme. Al ver que pasaban las horas sin que eso se produjese, salía cada poco tiempo a fumar a afuera. Aproximadamente a las dos, salí de trabajar y fui a buscar a Amy. Al poco de llegar a casa, estando la niña ya viendo la televisión, llamaron al timbre. Me imaginé quién era, así que tuve la tentación de no abrirle. A pesar de eso, tenía demasiadas ganas de verle como para dejarle fuera. En ese momento, nos topamos, cara a cara. Él estaba un poco desaliñado, seguramente por el hecho de pasarse la noche por ahí, y tenía unas ojeras enormes, aunque no mucho mayores que las mías. Nos miramos fijamente, sin que ninguno de los dos se atreviese a romper el hielo. Terry intentó esquivarme, pasando por mi lado.

-Me había dejado las llaves.-dijo, con voz baja, para disculparse por tener que ir a abrirle.

Sin que le diese tiempo a alejarse mucho de mí, lo agarré por un brazo, hasta el punto de clavarle las uñas, para que no se escapase.

-¡Me tenías preocupada! ¡No viniste nada a casa! ¿Dónde estabas?

Con la mano que tenía libre, se oprimió una sien. Cerró los ojos muy fuertemente.

-Baja un poco la voz, ¿quieres?

-¿A estas horas de la mañana y ya con resaca?-le reproché.

-Mira quien fue a hablar.-dicho esto, levantó un poco la cabeza y olisqueó.- Huele a tabaco.

Era verdad. Apestaba a tabaco. Los dos nos habíamos permitido caer de nuevo en nuestros vicios, sin luchar, sin esforzarnos por mantenernos a flote, preferimos, en su caso, perdernos en el vaso de un cubalibre, y en mi caso, ahogarnos en un mar de humo.

-Cada uno.-dijo Terry, después de una pequeña pausa.- se alivia como puede.

Asentí, bajando la cabeza. Le solté el brazo. Ya no me importaba que se marchase, pero no lo hizo. Me apartó el pelo de la cara y me habló muy suavemente, con una sonrisita dulce en los labios.

-¿Sabes? Cada vez que fumas, te lo noto muchísimo. El pelo.-entonces, sostuvo un mechón en una de sus manos.- te huele a humo.

-¿En serio?-pregunté, extrañada. Nunca me había fijado.

-Sí. Con lo bien que te huele siempre el pelo a limón.

Me reí. La verdad es que el pelo me olía a champú barato de cítricos, pues lo tenía un poco graso, pero me gustó aquello del olor a limón. No podía creer que se fijase.

-Pues…-proseguí yo.- la verdad es que prefiero gritarte como una loca y reír en tu oído que tener que hablarte en susurros.

Terry sonrió.

-Y eso que los susurros lo hacen todo más bonito.

-¿Tú crees? Con el ruido que había antes en el Templo, lo mucho que gritábamos y lo bien que lo pasábamos… No me digas que preferirías que te susurrase.

-Pues, fíjate, casi sí.

Volvimos a mirarnos a los ojos, pero no con la tensión inicial, sino con complicidad, como siempre.

-Perdóname, Emily.-dijo.- Me porté como un gilipollas.

-Sólo si me perdonas tú primero.

-Trato hecho.

Nos abrazamos. Tenía muchísimas ganas de volver a sentirlo en mis brazos. Arrimé mi cara a la suya. Lo noté muy frío. Seguramente estaba destemplado, por la resaca.

-Estás helado. Voy a prepararte algo de comer para que entres en calor.

Le giñé un ojo y me dispuse a irme a la cocina. Antes de que pudiese hacerlo, escuché la voz de Terry:

-Si Amy sale como tú, estaré realmente orgulloso de ella.

Me paré en seco. Había corregido lo que había dicho el día anterior, y había hecho que me sonrojase. Era un enorme halago para mí. Sin atreverme a darme la vuelta, le dije:

-Lo mismo digo, Terry.

Me acompañó a la cocina. Mientras yo hacía la comida, pues no le dejé ayudar a él, hablamos sobre si se lo íbamos a decir a Amy.

-Lo que dijiste de mí y de mi madre,-dijo.-aunque en un primer momento me dolió, hizo que me percatase de la situación. Todavía ahora, como bien dijiste ayer, sigo preguntándome qué le pasó, y esa incógnita sigue quitándome el sueño. Amy todavía ni siquiera sabe que estás enferma, pero… aquel día en el que te encontraste tan fatigada al subir las escaleras, ¿recuerdas? Cuando me lo contó… vi que tenía tanta curiosidad, tantas ganas de saber. Aunque ayer me opuse, me lo pensé mejor. Tenías razón, es lo más adecuado.

-¿Lo dices de verdad?-pregunté, ilusionada.

-Por supuesto.-tras una breve pausa, añadió.- ¿Quieres contárselo cuando venga por la noche… y contárselo juntos?

Dejé los puerros a medio cortar y me acerqué a él, mientras me limpiaba las manos al mandil.

-Terry, no es por rechazarte, ni nada parecido, pero prefiero contárselo sola. Aunque puedas pensar que no, sé lo que tengo, sé lo que me pasa mejor que cualquier médico porque lo estoy viviendo día tras día tras día durante meses. Más o menos tengo pensado cómo voy a decírselo, así que, por eso, tranquilo. Sé lo que me hago.

-¿Segura?

-Segura. Confía en mí.

Fue hacia las 7 de la tarde, después de darle muchas vueltas a la cabeza y de que Amy volviese de casa de una amiga, cuando se lo conté. Ella estaba en su habitación, jugando con Sally. Abrí la puerta muy despacio. Al ver que no se había percatado de mi presencia, dije:

-Toc, toc. ¿Se puede?

Amy giró la cabeza y me miró. Sonrió y asintió la cabeza, invitándome a entrar. Una vez dentro, y habiendo cerrado antes la puerta, me senté en su cama.

-Siéntate.-le ordené, poniendo una mano en la cama.- Quiero hablar contigo.

Me hizo caso. Se sentó a mi lado rápidamente.

-¿Qué pasa, mamá?-preguntó, extrañada.

No me atrevía a hablar, pero ahora no podía echarme a atrás.

-Verás, Amy. Es que… sabes que estos días no me encontraba muy bien, que tosía mucho. He ido al médico hace algún tiempo, y me dijo que…-me costaba cada vez más decírselo.- que… que estoy enferma.

-¿Enferma?-dijo Amy, con curiosidad.- ¿Tienes asma como papá y yo?

-Ojalá fuese tan simple, vida. Es… es… es complicado. Es una cosa mala que tengo en el pulmón… y que está haciéndome daño, ¿comprendes?

-¿Cosa mala?

-Es como un bicho, pero… bueno… en realidad son células.

-¿Qué es una célula, mamá?

-Eh… ya te lo explicarán cuando seas más mayor.

-¿Es malo? El bicho.-aclaró.

-Desgraciadamente sí. Es malo.

Temí estarla asustando. Intenté contarle lo del tratamiento lo antes posible.

-Pero los médicos me están dando unos medicamentos que están matando al “bicho”. Por eso tengo que ir todas las tardes al hospital.

Amy bajó la cabeza un poco. Quería preguntarme algo pero no se atrevía. Me acerqué más a ella y le acaricié el pelo.

-¿Qué pasa, cielo?

Tras una breve pausa, levantó la mirada y me dijo, con voz temblorosa:

-Mami, ¿te vas a morir?

Con razón tenía miedo por preguntármelo. Esa pregunta hizo que mi corazón aumentase considerablemente de velocidad. Cogí su cara entre mis manos, con el fin de que volviese a mirarme, y poder decirle, con una voz lo más suave que pude:

-No puedo saberlo, Amy. Esas cosas no pueden predecirse. No soy Dios, y sólo Él sabe eso.

Vi claramente que estaba a punto de romper a llorar. Seguramente esperaba que le mintiese, que le dijese que no, pero estaba allí para contarle la verdad. Aún así, pude decirle unas palabras de consuelo:

-Pero seguro que no. El médico me ha dicho que me voy a poner bien. Tienes que rezar mucho y ayudarme un poco en la casa, para que pueda descansar.

Intenté parecer optimista y serena, pero me podían los nervios. Todavía recuerdo cómo me temblaban las manos. Estaba pensándolo todo sobre la marcha, y tenía un miedo brutal a, como decía el psicólogo, asustarla. Amy bajó la mirada. La noté preocupada. Lo sé, una madre sale esas cosas. Y mis sospechas se confirmaron cuando se echó a mis brazos, sin que yo pudiese intuirlo, y rompió a llorar.

-Amy, ¿por qué lloras?

Tardó un rato en contestar. Hasta parecía que le faltaba el aire. Me puso muy preocupada.

-No quiero que estés enferma, mamá. No quiero que mueras. ¡No quiero!

La abracé, con todas mis fuerzas. Antes de que se pusiera peor, me apresuré a contestarle.

-Cariño, te he dicho que el médico me dijo que estoy bien. Me voy a curar, ya lo verás.

Me pasé un rato estrechándola contra mi pecho, intentando tranquilizarla, hablándole con voz dulce, pero a la vez trémula y llena, llenísima de culpa. Amy se había asustado, por el hecho de verse cara a cara con la verdad. Una verdad cruel, desnuda y fea. La verdad más grotesca con la que se había topado hasta aquel momento. Una verdad que esconde secretos tan horribles, que se alimentó de lágrimas, que respira gracias a mis suspiros, y que en su pulso late una tristeza tan, tan honda que solo nosotras dos conocemos. Esa verdad que, cada vez que avanzaba un solo paso, hacía que retrocediese dos, y que volviese a revivir aquel abatimiento que sentí al principio, cuando la doctora pronunció aquella funesta palabra, que hace que me estremezca cada vez que la escucho. Esa verdad me la susurra, cada vez que me detengo a escuchar los sonidos del silencio. Esa verdad me persigue, sin que pueda escapar de ella. Esa verdad forma ya parte de mí.

Intenté contener las lágrimas, no quería permitir que viese llorar a su madre. Llegó un momento, estando más calmada, en el que optó por hablarme.

-Mamá, ¿el bicho… hace ruido?

-No, no lo hace.

-¿Y cómo sabes que lo tienes?

-No lo sabes hasta que un médico te mira.

Amy se mantuvo con la cabeza apoyada en mi pecho, sin mediar palabra conmigo. Entonces, al ver que seguía un poco triste, le dije:

-¿Quieres que te cuente una cosa?

Levantó la cabeza con curiosidad.

-¿Recuerdas aquella vez.-proseguí.- en la que me encontraba tan fatigada y que tú hablaste con papá para convencerme de ir a un médico? Pues gracias a eso, gracias a ti, supe que estaba enferma. Pudieron darme el tratamiento a tiempo y ahora me encuentro mucho mejor. Intenta confiar en que me pondré bien. Eso sí, tienes que rezar mucho, mucho. Prométemelo.

Amy asintió. Quizás, al pensar que Dios estaría de nuestra parte si lo pedíamos con la suficiente fuerza, se tranquilizó más. Debo confesar que alguna vez se me pasó por la cabeza que Dios me estuviese poniendo a prueba con el cáncer, para que descubriese algo, me descubriese a mí misma. Me di cuenta de que debía centrarme en que, detrás de la oscuridad absoluta que me producía la enfermedad, brillaban pequeñas luces que me guiaban en el camino: la sonrisa de una amiga, un beso detrás de un oído, un abrazo dulce e infantil, un bollito de chocolate, un susurro, una risa escandalosa, una respiración cercana, conocida, suave. Y en eso tendría que apoyarme a partir de entonces.

Terry llegó a casa, para mi sorpresa, a las 8. Mucho antes que de costumbre, pero, en teoría, a la que salía del trabajo. No fui a recibirle, sabía perfectamente que vendría a la cocina a verme. No es que no quisiera hacerlo, es que el asado se me quemaría si me distraía. A pesar de ser bastante buena cocinera, y no es por alabarme, tengo mis resbalones en la cocina. Escuché sus pasos acercándose a mí. Aún así, hice como si no los oyese.

-Hola, Emily.-dijo.

-Hola. ¿Qué tal en el trabajo?

-Bien. Muy agobiado, pero bien. ¿Y tú? ¿Se lo has contado?

-Sí, pero…-al decir esto, me di la vuelta, con el fin de mirarle.- creo que me arrepiento un poco.

-¿Por?

-La asusté. Se echó a llorar. No supe ni que decirle. Creo que al final se tranquilizó pero… no tengo ni idea.

Pensé que Terry me reprocharía, pero nada más lejos de la realidad.

-Si quieres volvemos a explicárselo juntos.

-No creo que haga falta. Vamos a esperar un poco, a ver cómo reacciona.

No me lo rebatió, respetó mi idea. Y yo se lo agradecí. La verdad es que casi siempre hacía gala de aquella comprensión.

Después de comer, que el asado no me había salido mal, me dispuse a recoger los platos. Antes de que pudiese coger ninguno de ellos, Amy se levantó.

-Amy, ¿qué pasa?-pregunté.

-Siéntate, mamá, que recojo yo.

Terry y yo nos miramos mutuamente, anonadados. No nos esperábamos en absoluto su reacción.

-No hace falta, cariño. Lo haré yo.-repuse.

-No. Estás enferma, mamá, necesitas descansar.-dicho esto, me empujó un poco con una mano hacia abajo para que volviese a sentarme. Lo hice, sin dejar de mirarla.- Papá y yo cuidaremos de ti, ¿verdad?

Miró hacia Terry con ojos casi acusadores, con un punto de picardía. Él, que se encontraba tremendamente sorprendido por su actitud, asintió. Amy, al ver que su padre estaba de su lado, cogió un par de platos con ambas manos, uno encima del otro, y se fue a la cocina.

-¿Pero qué le dijiste?-preguntó Terry riéndose.

No contesté, simplemente me quedé mirando hacia la puerta de la cocina, esperando volver a verla recogiendo la mesa. Era casi increíble la voluntad que ponía en algo así una niña de 5 años. Me enternecí, sobre todo cuando dijo: “Papá y yo cuidaremos de ti”. No se le veía triste, sino dispuesta a ayudarme, y a liberarme de aquel bicho.

1 comentario:

  1. Cada vez me gusta más Amy, es un cielo de niña.
    Que mona cuando lloró al ver que la muñeza estaba desgarrada. También me encanto esa actitud increíblemente madura para una niña de su edad cuando le dice que ella y papá cuidarían de ella.
    Emily es muy afortunada de tener una hija tan adorable * _ *
    Aunque cada vez que leo experimento algo de inquietud por la enfermedad, esperemos que todo se solucione y sólo se quede en un susto.
    Un saludo y hasta el próximo comentario :)

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